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HLA

FENACO



5 may 2017

  • 5.5.17
En los últimos tiempos, la adicción al móvil ha aumentado considerablemente. ¿Por qué? Móvil y redes permiten proyectar lo que creemos interesante de cada uno de nosotros. La respuesta suele ser instantánea y, por tanto, la gratificación también. Nos permiten un protagonismo que nos aleja del aburrimiento, de lo anodino y lo que es más importante: nos saca del anonimato, elevándonos por unos momentos al estrellato. Nos provoca un subidón como cualquiera de las mejores drogas. ¿Realidad? Estamos solos, perdidos y cada vez más aislados en la estepa virtual.



Las redes nos mantienen conectados en todo momento con entes que tienen una realidad física allá donde estén pero que no dejan de ser virtuales, tal vez irreales, muchos dicen ser lo que no son. ¿Por qué nos enganchamos a ese mundo de ficción? ¿Eso es malo? En absoluto. Estar conectado con otros, en principio, no está mal.

Entonces ¿cuál es el problema? La clave puede estar en que nos transporta a un mundo imaginario donde nadie es quien dice ser; y una segunda razón más peligrosa: nos aleja de la realidad que nos rodea y de las personas con las que convivimos físicamente. Es deprimente ver a grupos de personas sentadas alrededor de un refresco, sumergidas y aisladas en sus mundos virtuales. Y hay un sobrecoste: la adicción.

Adicción es una palabra de fuerte contenido. Es cierto que hay adicciones que podemos considerar buenas, gratificantes, enriquecedoras... Y también las hay perniciosas a más no poder. Si el vocablo "adicción" es fuerte, más lo es confundir lo virtual con lo real. Dicha adicción genera una dependencia nociva, invita a que proyectemos lo que creemos interesante de nosotros porque la respuesta es instantánea y la gratificación, también.

Podemos estar conectados al móvil por dos razones que pienso son básicas. O existe una dependencia total y no necesaria, o se depende de él por potentes razones relacionadas con circunstancias familiares. Ambos casos desencadenan cambios importantes en el comportamiento del sujeto.

¿Qué es el síndrome de la vibración fantasma? Consiste en sentir que el móvil vibra –incluso que ha sonado, añado yo– aunque tales circunstancias sean falsas. La reacción inmediata es comprobar si dicha función se ha puesto en marcha o es solo una sensación fantasma en el cerebro de quien la percibe –y por supuesto la sufre– como consecuencia de circunstancias anómalas y de importancia en ambos casos.

Verificar dicha vibración es vital para el sujeto receptor, que suele estar en una situación de alerta total a la espera de noticias que le son muy importantes. Es patente que, cuando se está inmerso en dicho síndrome, se hace necesario comprobar si alguien ha llamado o ha enviado mensaje alguno.

En el caso del WhatsApp no puedo afirmar o negar la mayor puesto que no uso tal aplicación y, por tanto, no puedo saber si el pajarito guasapero ha dado señales de vida, aunque sean imaginarias. La gran diferencia es que el adicto se siente frustrado, abandonado, olvidado si no le llaman, o si el pajarillo no trina. Mientras que la persona obligada a atender a otra lo comprobará también porque las circunstancias obligan a estar al quite.

En el caso del sujeto adicto me atrevo a llamarlo “síndrome de la soledad virtual”, ya que dicho usuario está conectado a lo que sea. En la dependencia por circunstancias vitales hay claras razones para caer en una continuada esclavitud, mientras perdure la alerta en relación con dicho estado. Se supone que tal dependencia cesará al finalizar las causas que la provocaron.

El investigador inglés Tom Stafford dice que la vibración fantasma “es una reacción natural del cerebro, que prefiere un falso aviso a la posibilidad de perder una llamada importante”. Esta explicación, aparentemente puede resultar gratificante.

Dicho síndrome parece ser que es más frecuente de lo que pensamos y lo sufre mucha gente, ya sea por razones de importancia vital o por simple adicción al bendito-maldito aparatito. Las personas que son adictas entran en el saco de la “nomofobia”.

Llevo dándole vueltas al tema del uso-abuso del móvil desde hace algunos meses. Personalmente estoy en alerta total, atento al estado clínico de un familiar muy querido. El móvil me tiene conectado día y noche con todas sus consecuencias, esté donde esté.

Dicho aparato suelo llevarlo en el bolsillo superior de la camisa para tenerlo a mano y oírlo perfectamente. Digamos que tengo una atadura tal que hasta durmiendo lo tengo muy cercano, síntoma claro de que hay un rebrote de adicción-dependencia.

¿Dependencia? Admito que sí, dado que dicha servidumbre es necesaria para controlar la situación con la que me siento afectiva y moralmente obligado. Cuando empezó a ocurrir dicho fenómeno, lo primero que vino a mi mente fue una expresión de burla y descrédito. Como se repetía le presté algo de mayor atención.

La curiosidad y cierta inquietud me hicieron buscar de inmediato información al respecto pensando que no existiría nada relacionado con el tema, pensando que mi imaginación, junto con una sobredosis de nerviosismo, inventaba supuestos sonidos y vibraciones relacionadas y emitidas desde dicho aparato.

¿Cuándo podemos hablar de adicción con todas sus consecuencias y cuándo solo de abuso y en qué circunstancias? Las explicaciones que doy pueden parecer interesadas. La dependencia no se puede negar que exista en cualquiera de los casos que aduzco. La llamaré adicción –con todas sus secuelas– en el caso del personal enchufado al aparatito sin necesidad vital.

El segundo caso –enmarcado en la necesidad vital– me atrevo a clasificarlo como "dependencia obligada" y, en cierta manera, justificada por dicha situación señalada y de importancia para el sujeto. La hospitalización de una persona querida (esposo o esposa, hijo o hija) con necesidad de una dedicación permanente, día y noche, es un ejemplo válido para explicarlo más detenidamente.

En este caso, siempre el prisionero será o la esposa-madre o el esposo-padre. Dicho cuidador estará absorbido y en relación directa con el paciente las veinticuatro horas. Suele atender las llamadas técnico-profesionales y las de familiares y amistades. Por lo general, solo las recibirá y solo en casos puntuales las devolverá.

Aquí está la clave. La dependencia le hace entrar en el “síndrome de la vibración fantasma” sin pretenderlo ni darse cuenta de ello. Los psicólogos, entendidos en el tema, aducen que eso es señal de que el cerebro está en forma. ¿A qué precio?

En este segundo ejemplo ¿hay abuso de uso? Creo que no, que solo existe una situación personal en la que el móvil es absolutamente imprescindible para atender al paciente, informar al círculo de amistades y ocuparse de cualquier circunstancia relacionada con dicha situación, amén de poder organizarse, de una manera u otra, a lo largo de las veinticuatro horas del día.

Está claro que existe una dependencia o esclavitud, si así queremos llamarla, de dicho aparatito sea por unas razones u otras. Es necesario, útil y puede ahorrar idas y venidas, vueltas y contravueltas. Como siempre, el trasfondo es saber usar debidamente las cosas que tenemos a nuestro alcance. Dependencia es dependencia.

¿Por qué se puede estar atrapado en dicho síndrome? Las razones suelen ser obvias e, incluso, admisibles. El sujeto que lo sufre está, normalmente, en una situación de estrés, pendiente de unas circunstancias especiales que le son de suma importancia a nivel personal y el susodicho teléfono es el nexo de comunicación ante cualquier cambio.

Curiosamente, el cerebro oye dicha vibración que, incluso, se percibe sobre la parte del cuerpo en la que esté situado el móvil. Para más inri, esto puede ocurrir aun sin llevar el aparatito contigo. Se siente un leve cosquilleo y se da la circunstancia de que hasta el oído escucha (percibe) dicha vibración que, por supuesto, no es real. ¡Magia!

Efectivamente, el síndrome bajo las circunstancias referidas a un familiar provoca dicha dependencia hasta límites insospechados. ¿Motivos? El receptor está en una situación de alerta total a la que se suma una angustia que raya en ansiedad y alimenta el estrés.

Con todo mi cariño para Manuela.

PEPE CANTILLO

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