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Quince horas andando para dar las gracias a la Virgen

"Hay momentos en los que necesitas estar solo y decirle al aire qué sientes. Y un buen día, hace ya cuatro años, decidí, guiado también por mi fe, hacer el camino solo desde Dos Hermanas y hasta El Rocío. Tardé 17 horas, porque me perdí, pero llegar a la ermita y encontrarme con la Virgen ya me alivió de todo el cansancio. Hoy, ese mismo camino lo hago ya con mis dos amigos Juanma y Carlos Jiménez".



Quien conozca a Diego Garrido sabrá que no es un nazareno más. Afable en el trato con todos, su inconfundible voz aflamencada se convierte en la alegría de cuantos pasan por la mañana por la calle Romera, a la altura de la peluquería masculina de su amigo Jesús Laguna, y de cuantos se paran para comprarle algún cupón. Porque Diego Garrido, de 47 años de edad, es cuponero, pero no uno cualquiera; seguramente, el más dicharachero de cuantos hay en Dos Hermanas, y siempre con el "buenos días" preparado para saludar a cuantos pasan a su lado. "Es que no cuesta ningún trabajo".

Un buen día, "porque hay sentimiento y ganas de agradecer lo que te pasa a lo largo del año", decidió hacer el camino solo andando hasta El Rocío, saliendo sobre las seis de la tarde de la zona de Huerta Palacios y, únicamente con paradas para reponer fuerzas, recorrer los mismos parajes que los peregrinos de la Hermandad nazarena atraviesan por Pentecostés.

Pero él lo hizo unos días más tarde, cuando ya la bulla del camino ha dejado paso de nuevo al dominio de la naturaleza, a la que se enfrenta con precaución, pero también con confianza porque dice que le guía la Blanca Paloma. La primera vez fue en el año 2013. "Salí por la tarde de Dos Hermanas, y la verdad es que tardé mucho, diecisiete horas en total, porque me perdí por los arrozales, pese a que se trata de un camino que conozco de cuando lo hacía con la Hermandad del Gran Poder".

Porque Diego Garrido es y se siente cristiano, y devoto del Gran Poder, a cuya imagen acompaña cada madrugada nazarena, y del Rocío, a cuya ermita acude varias veces a lo largo del año. Y cofrade, mucho, recordando con orgullo que fue primera cuadrilla del paso del Señor de la Presentación al Pueblo, con Agustín García Gandullo como capataz.

Las cosas de la vida, y después de aquella primera experiencia del camino en solitario hasta El Rocío, le llevó a que conversando un buen día con su amigo Juanma Jiménez, supiera que este también hacía el camino solo, por lo que decidieron unirse en la siguiente ocasión, desafío al que se acabó sumando también Carlos Jiménez. Y así llevan ya tres caminos.



La última fue el pasado 10 de junio. Enamorados todos del flamenco y de las sevillanas, se citaron como siempre ante la floristería de Huerta Palacios e iniciaron el camino hasta la aldea cuando el termómetro marcaba 41 grados a la sombra. Pero nada les asustó. Con el apoyo logístico de Antonio Jiménez y de Juan Reina, que les seguían en coche para ayudarles con las bebidas y alimentos que habían preparado, además de por si a alguno le ocurría algo, se dirigieron por caminos de asfalto incandescente hasta Coria, sabiendo que por delante les quedaban un total de 78 kilómetros.

"Lo pesado realmente no son los kilómetros, sino el calor, los mosquitos cuando se llega a las marismas y la precaución que hay que tener cuando vas andando por el campo, porque cualquier mal paso nos puede costar un accidente, y más cuando se camina de noche".

Hasta cruzar el Guadalquivir en la barcaza a la altura de Coria, el camino se hizo duro, porque hasta el agua se convirtió en una especie de sopa caliente, y con un calor que les estuvo acompañando hasta pasada La Puebla del Río, por donde cruzaron cuando el reloj marcaba ya las nueve de la tarde-noche.



Pero a partir de la Venta del Cruce, que alcanzaron sobre las once y media de la noche, Diego recuerda que todo su hizo ya más llevadero, entre otros motivos porque ya dejaron atrás el asfalto. Se tomaron allí su primer bocadillo, dándose cuenta muy pronto de que en adelante les iba a guiar además una impresionante luna llena, que hizo que ni siquiera tuvieran que sacar de sus mochilas las linternas que llevaban preparadas.



El primer momento de emoción lo vivieron Juanma, Carlos y Diego cuando llegaron al Quema y delante del monumento a la Virgen le cantaron unas sentidas sevillanas. O cuando sobre las tres de la madrugada alcanzaron la localidad de Villamanrique de la Condesa, ante cuya parroquia pasaron en silencio, realizando a la salida su segunda parada para volver a reponer fuerzas, a base de dulces en esta ocasión.

Sin tiempo para la relajación, aunque conscientes de que cada vez se encontraban más cerca, retomaron la marcha, alcanzando la Raya Real sobre las seis de la mañana, momento en el que la fuerza mental parece ya sobreponerse al cansancio físico porque la cercanía a la Virgen les consigue dar la fuerza que ya escasea. Así, a las siete, cuando los primeros claros asomaban ya en el horizonte, llegaron a Palacio, donde vivieron una emocionante escena después de que una cochina se les cruzara casi por delante con sus crías, y el tono de aviso que les transmitió en forma de gruñido.

Y desde allí, cuando el sol comenzaba ya a calentar de nuevo, se plantaron poco después en el Ajolí, donde se miraron los tres y se dijeron: "Ya no hay marcha atrás". Se dieron un remojón en el agua, muy cerca por cierto de tres galgos que también acudieron hasta este lugar para beber y refrescarse, y se pudieron sin más pérdida de tiempo de nuevo en marcha porque ya estaban a las puertas de la aldea, ante cuya ermita se dieron los tres un abrazo repleto de amistad y de mucha fe, en el que les acompañaron ya, por supuesto, Antonio y Juan.



"Los cinco nos plantamos ante la Virgen y les dimos cada uno, a nuestra manera, las gracias por el camino y por todo lo que somos, pidiéndole además que nos diera fuerza y salud para volver el próximo año. Rezamos un Padre Nuestro y le compramos unas velas. Yo le puse tres: una, por mi familia; otra, por la gente en general, y la tercera, por las personas que no tienen nada. Por supuesto, cuando acabamos, nos fuimos a un bar cercano y nos tomamos una buena cerveza y un filete de lomo con tomate que nos repuso de las quince horas de camino que habíamos dejado atrás. Y, desde entonces, contando los días para el camino del año que viene".

FRANCISCO GIL / REDACCIÓN
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