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HLA

FENACO



14 abr 2018

  • 14.4.18
Necesitaba con toda urgencia relajarse y bajar el estrés acumulado en los días anteriores a la finalización del año. Estaba agotada. Reuniones, entrevistas, recepciones, inacabables comidas con los miembros del partido… “Debo comenzar el año alejándome de tanto ajetreo. Lo mejor es que me vaya una semana a Londres y perderme entre el gentío de esta ciudad, pues la fama en ocasiones se hace agotadora”, pensó Cristina, al tiempo que cerraba la carpeta con los últimos documentos que había supervisado.



En su mente aparecía ella misma caminando por Baker Street o Piccadilly Circus, mirando los escaparates de Gucci, Dior, Cartier o Ives Saint Laurent y entrando en esas tiendas tan selectas que tanto le gustaban para renovar su armario.

“Tampoco estaría mal darme un pequeño baño de cultura, pues siempre viene bien en las entrevistas dejar caer, como si tal cosa, el nombre de un eminente escritor o de un genial pintor clásico. Conviene, de vez en cuando, sacar a colación que una pasó por las aulas universitarias y que esto dejó en mí una impronta que me distingue de la vulgaridad tan extendida en nuestros tiempos…”, se dijo a sí misma en voz baja, mientras se acercaba a la puerta del despacho para regresar a casa.

Pasados los días, y una vez que pisó el suelo de la capital británica, Cristina consideró una buena idea desplazarse una jornada al campus de la Universidad de Cambridge, pues siempre había soñado tener un título de esta prestigiosa universidad e incorporarlo a su currículum. ¡Cómo deseaba que en su despacho colgara enmarcado un diploma de esta celebérrima universidad!

Cierto que, años atrás, había cursado un máster en una universidad de nombre regio de Madrid, en el que se había matriculado tres meses después de que comenzara y que no había asistido a las clases, pues ella tenía un cargo de enorme responsabilidad y no podía mezclarse con titulados en paro, esos que tienen que enlazar títulos para ver si con el tiempo logran algún trabajo precario. Por otro lado, recordaba muy agradecida que en esta universidad hubieran sido muy comprensivos, ya que le habían apañado el título sin ningún problema.

Los majestuosos edificios de la Universidad de Cambridge la dejaron fuertemente impresionada, tanto que creyó oportuno seguir con su periplo cultural visitando la National Gallery de Londres. De este modo, en adelante, no solo hablaría de algunas de las obras del Museo del Prado que conocía, sino que hasta se atrevería a citar nombres de pintores del romanticismo inglés que allí colgaban sus obras.

Entusiasmada, paseaba por las amplias galerías de la pinacoteca londinense, admirando los cuadros con una leve sonrisa incrustada en su rostro. Se notaba especial, pues el arte le hacía elevarse, sentirse única y distinta, como si perteneciera a un selecto club de admisión muy reducida, en el que, lógicamente, ella era miembro destacado.

En medio de su recorrido, un gran lienzo le llamó poderosamente la atención. Se paró frente a él. Lo contempló detenidamente. De pronto, empezó a sentirse inquieta ante la escena que aparecía delante de sus ojos. Pasados unos minutos, ese desasosiego comenzaba a aumentar hasta llegar a convertirse en una extraña angustia que se apoderaba de todo su cuerpo.

Con el fin de calmarse un poco, cerró los ojos. Una vez abiertos, se acercó para conocer algunos datos de la inquietante obra. En un pequeño letrero adjunto al cuadro pudo leer que se trataba de La ejecución de Lady Jane Grey y que había sido pintado por Paul Delaroche en el año 1834.



La escena que había visto de la joven dama británica a punto de ser ejecutada se le convirtió en una verdadera obsesión, dado que no podía quitársela de la cabeza, no solo en el tiempo que permaneció en suelo británico, sino también a la vuelta, una vez que hubo regresado a Madrid.

Cristina sentía que esa mujer rubia y vestida de blanco (por cierto, su color favorito), que aparecía en el cuadro de la National Gallery, tenía algo que ver con ella misma y que un lazo misterioso las unía en una especie de fatídico destino. Sin embargo, por muchas vueltas que le daba a la cabeza no lograba descifrar la conexión que pudiera existir entre Lady Jane Grey y ella misma.

Tuvo que ser en la noche del sábado anterior a la Semana Santa cuando pudo encontrar el significado del lienzo que casi la estaba trastornando. Así, una vez que terminó de ver las noticias de Telemadrid, y comprobar que como de costumbre ensalzaban su magnífica labor, se metió en la cama. Se cubrió hasta el hombro y el sueño pronto vino en su ayuda.

A mitad de la noche, de repente, se despertó muy alterada. Apoyándose en las manos, se elevó para respirar bien. Colocó detrás de su espalda un cojín para que le sirviera de respaldo. Notaba que el corazón le palpitaba aceleradamente, al tiempo que el cuello lo sentía empapado de sudor. Llenó el vaso que tenía en la mesilla con agua mineral para tranquilizarse un poco. Bebió unos sorbos y se puso mentalmente a recapitular.

Todavía permanecían en su mente con toda nitidez las últimas imágenes de la pesadilla que había tenido. En ella, se veía como si fuera la propia Lady Jane Grey que estaba a punto de ser ejecutada en la misma lúgubre mazmorra. Ahora entendía a esas dos damas desconsoladas que la acompañaban, pues resultaban ser las profesoras que habían aceptado firmar con unos garabatos en el acta de su máster y que sentían el desastre que se avecinaba por semejante osadía. También estaba allí, a su lado, el director del máster de la regia universidad madrileña que la consolaba diciéndole al oído: “¡Cristina, sé fuerte!”.

Seguía mentalmente indagando y se preguntaba por ese esbelto y bello verdugo, que, vestido de rojo, con barba y coleta (aunque esta quedaba oculta por un gorro también rojo), la miraba con total indiferencia e, incluso, alegrándose de su cruel destino.

“¡¡Vestido de rojo!!”, exclamó de repente mientras se tapaba la boca para no despertar a nadie, dado que todavía no había amanecido. “¡¡Claro, ahora todo encaja!! ¡El verdugo de rojo es la síntesis de mis dos grandes enemigos que se han confabulado para destruirme, para sacrificarme, para quitarme del puesto que tanto me ha costado lograr! ¡Pero no van a poder conmigo, por muchas sucias artimañas que utilicen! ¡Estos no saben quién soy yo!”, se decía, mientras volvía a tomar otro trago de agua.

En el resto de la noche ya no pudo retomar el sueño. De todos modos, Cristina ya se había tranquilizado al pensar que, pasara lo que pasara, imaginaba que contaría con el apoyo incondicional de los suyos y de su jefe, formando una piña a su alrededor. “Por suerte, estamos en España; esto no es el Reino Unido”, pensó esbozando una extraña sonrisa.

* * * * *

Al amanecer, Cristina había vuelto a su habitual compostura. Ya estaba preparada para subir al coche oficial que la llevaría a la Puerta del Sol de Madrid. Por fin había descubierto el enigmático significado del cuadro que tanto le había obsesionado.

Ahora se encontraba bastante relajada, dado que comprendía que ser española tenía muchas ventajas. “Es que los británicos son muy puntillosos: por cualquier tontería te llevan al cadalso. Aquí, aunque robes, falsifiques, mientas y te inventes las historias más insólitas, no te pasa nada de nada”, se dijo, dándose ánimos.

Ya en la calle, miró hacia lo alto y contempló unos negros y amenazantes nubarrones que dibujaban dantescas figuras procedentes de Móstoles (lugar en el que estaba ubicada la regia universidad). Pero Cristina, con su optimismo recuperado, imaginó que las inquietantes y apocalípticas estampas, que empezaban a cubrir el cielo de la ciudad y que sorprendentemente se concentraban en la Puerta del Sol, no tenían que ver con ella, ya que su brillante futuro no iba a sacrificarlo a causa de una alicaída y menesterosa universidad española.

“Vaya follón que han montado por nada... ¡Vamos, ni que me hubieran regalado un auténtico título de Cambridge!”, pensó para sus adentros, al tiempo que sacaba de su bolso un pequeño espejo para retocarse con el pintalabios de color rojo que tanto le favorecía.

AURELIANO SÁINZ

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