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Mostrando entradas con la etiqueta Agua llovida [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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31 may 2021

  • 31.5.21
Me levanté temprano y, en ayunas, como es preceptivo en estos trances, me acerqué a la clínica para una extracción de sangre. Nada épico. Lo sé. Pero muchas historias extraordinarias encuentran en su desarrollo un arranque sin fuelle. Las extracciones de sangre, a una edad, comienzan a ser hábitos rutinarios.


Sus análisis nos descifran, a nuestro pesar, los excesos fallidos, las fiestas usurpadas, las cenas frugales. Una escritura encriptada que, una vez descifrada, nos dice cómo somos por dentro: qué no podemos beber y a quién no te debes acercar.

Tengo la suerte de que, en estos trances, siempre me atiende la misma enfermera. Alcanza una estatura correcta y un trato que confunde a cualquiera, formas perfectas que se difuminan en su uniforme sanitario. Es rubia con mechas, de ojos verde aceituna y sonrisa indeleble.

Siempre me pide el mismo brazo: el derecho. Aún no me ha pedido la mano (para quien se haya despistado, es una broma). Abre y cierra el puño, dice. La obedezco. Notarás un pinchazo, me dice. Apenas es un pinchazo, le digo. Ella sonríe. Me sonríe.

Le pregunto qué cómo está, si ha sentido miedo este año de coronavirus, aquí en primera fila, al lado de los enfermos. Dice que, para nada, que es su trabajo. Más hostias da la vida, le digo. Qué me vas a decir, dice ella. Y me lo cuenta con detalles. Tuvo pareja, nunca se casó, pero todo se fue al traste.

La miro. Tiene una mirada serena. También me gusta su mirada. Es más. No he dejado de mirarla desde que me senté a su lado para que me vaciara toda la sangre y me dejara sin sentido. No me succionó toda la sangre, pero sí me dejó sin sentido.

Le digo que me gusta. No se sorprende. Por cómo me miras, algo debes traer entre manos, sugiere. Le digo, bueno, que la invitaría a almorzar, si aceptas. Me dice que por qué no. Salgo a las dos y media, advierte, sé puntual. Solo acierto a decir: como un reloj. Estaré afuera, añado, para sellar el compromiso.

La esperé en la cafetería de la clínica con una cerveza en el mostrador. Salimos a la ciudad hablando de nosotros. Era un día de sol intenso y viento sinuoso.

Eso ocurrió hace dos semanas o más. No sé. Desde entonces no cuento el tiempo. Algunos amigos, de esos que viven en matrimonios intransitables, me preguntan día a día que cómo va lo nuestro. Yo respondo siempre que todo va perfecto, que la nave va, porque es así.

En ocasiones, bromean. Aprovecha, porque cualquier día todo se va al carajo, me dice alguno. No sé si pensando en sí mismo. Sobra el carajo, pienso, pero callo. Con lo bien que estabas solo, dice otro. Lo sabe él, que siempre vivió emparentado.

Yo no les digo nada de sus vidas. Creen que sus descosidos existenciales pasan inadvertidos a los demás. Además, no les gusta morder la realidad sin nada que beber. Se les atasca por dentro como un engrudo indigesto. Vaya pinchazo que te dio la enfermera ese día, dice otro. O el que tú le diste después. Así completa la simplicidad verborrágica y sin gracia del chiste.

Mientras, yo miro a la calle. Ahora la veo venir con sus vaqueros gastados y su sonrisa imperturbable. Ellos la miran con evidente envidia. Pago las copas de todos. Y antes de partir en su busca, el último bromea: También me dirás que lo vuestro fue un amor a primera vista. Lo dice por sus seductores andares y sus ojos chispeantes. Yo le digo que no sé. Pero después apuesto por completar el diagnóstico de mi felicidad:

—No creo. En realidad, fue un amor a primera sangre.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

24 may 2021

  • 24.5.21
He leído con tristeza y pudor el libro de Rodrigo García titulado Gabo y Mercedes: una despedida. Hijo de Gabriel García Márquez y director de cine, describe en estas páginas los últimos días en la vida del premio Nobel y su muerte anunciada.


Arranca el libro con la promesa que él y su hermano Gonzalo hicieron al padre de que pasarían juntos la víspera del Año Nuevo del 2000. Era su deseo de estar vivo para esa fecha, pero logró aún vivir quince años más.

Ya cercano a los ochenta años, el autor de Cien años de soledad le dijo a su hijo: “La cabeza ya no puede contener la vasta arquitectura de no atravesar el terreno traicionero de una novela larga. Es cierto. Ya lo siento. Así que, de ahora en adelante, serán textos más cortos”. Cuando cumplió los ochenta le preguntó si tenía miedo a la muerte. Y él le respondió: “Me da una enorme tristeza”.

El libro está inundado de confesiones y de frases redondas de Gabo, así como de descripciones demasiado íntimas del padre que cuesta pensar si a él le hubiera gustado leerlas ahora desde el más allá. Mercedes también sobrevivió dos veces al cáncer. Y le sobrevivió a él solo unos años, y murió en agosto del 2020, en plena pandemia.

Los hermanos, Rodrigo y Gonzalo, asumen desde el primer instante que la enfermedad y posterior muerte del padre serán en parte asunto público. Rodrigo sabía también que este libro solo vería la luz cuando su madre ya hubiera muerto. Los médicos le descifran a la familia la gravedad de la enfermedad de Gabo: cáncer de pulmón o de hígado, o ambos, y solo le quedan unos meses de vida.

El escritor de cine justifica la necesidad de escribir este libro: “Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma y, sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso”.

“Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sea mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”.

Rodrigo describe al padre como un gran conversador, tanto como un buen escritor. Gabo era plenamente consciente de que la memoria se le iba por descosidos de su existencia. En una visita que los hijos le hacen a la casa familiar, ya no los reconoció. Y él pregunta quiénes eran esas personas que estaban en la habitación de al lado. La empleada del servicio le responde que son sus hijos. Y Gabo acierta a decir: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”.

En ese proceso de demencia senil solía decir también en los momentos de tranquilidad: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”. En otra ocasión narra Rodrigo que a veces decía que se quería ir a la casa de su padre, que aquella no era su casa. Pero él entiende que no quería referirse a su padre, sino a su abuelo, el coronel. Gabo decía también de Mercedes que era la persona más asombrosa que jamás hubiera conocido.

El libro también hace referencia a las memorias de Gabo, concebidas en un principio como una serie de libros, el primero de los cuales empezaba con sus recuerdos más antiguos y terminaba con su viaje a París a los veintisiete años para trabajar como corresponsal.

Pero después del primero, no escribió ningún otro, porque solo le interesaba contar los años que lo convirtieron en escritor. En la casa familiar, durante veinticinco años, tuvieron un loro. Se ve que Gabo se inspiraba en las cercanías. Nadie le prestaba atención al pájaro parlante, pero, cuando murió, confiesa el autor, a todos “se nos rompió el corazón”.

García Márquez siempre dijo que nunca releía sus libros, pero ya aquejado de una memoria rota, sí lo hizo, y solía decir: “De dónde carajos salió todo esto?” También se sorprendía cuando veía su foto en la contraportada o en la solapa del libro.

Creía en la estructura cerrada de la novela y disentía de aquellos que aseveraban que era una forma más libre y, consecuentemente, más fácil que el guion cinematográfico o el cuento. Sobre el significado de la vida plena del premio Nobel, escribe su hijo: “El viaje desde Aracataca en 1927 hasta ese día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo. Desde mi punto de vista, es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano. Él sería el primero en estar de acuerdo”.

Las páginas en que describe la muerte del padre son, obviamente, las más tristes. Quiso acompañarlo en el último momento, pero no pudo ser. La enfermera diurna le da la noticia: “Su corazón se detuvo”. Se enfada con ella porque no le avisó como le pidió. Pero no le dice nada. Se lo dice a Mercedes.

Después regresa al lado del padre. Y describe el cuerpo de Gabo: “Su cabeza yace de lado, su boca está un poco abierta y se ve tan frágil como puede verse una persona. Verlo así, en esta escala tan humana, es aterrador y reconfortante”. Cuando entra Mercedes, dice Rodrigo que el momento le confiere a ella completa autoridad.

Rodrigo pide a la enfermera que le ponga la dentadura postiza al cadáver antes de que la mandíbula quede rígida. Y escribe: “… alivia constatar lo mucho mejor que se ve con ella”. No lo visten, sino que envuelven el cuerpo en un sudario.

Más adelante, vuelve a describirlo: “Su rostro está limpio y le quitaron la toalla que tenía alrededor de la cabeza. La mandíbula está ajustada, la dentadura postiza en su sitio, se ve pálido y serio, pero en paz. Los escasos crespos grises que se aplanan contra la cabeza me recuerdan el busto de un patricio. Mi sobrina le pone unas rosas amarillas sobre el vientre. Eran las flores favoritas de mi padre, y creía que le traían buena suerte”.

Era Jueves Santo. Unos días después de su muerte, la secretaria de Gabo recibió un correo de una amiga del escritor, solo para decir si se habían dado cuenta de que Úrsula Iguarán, uno de sus personajes más famosos, también murió un Jueves Santo.

Ya en el crematorio, una joven le da el pésame a Rodrigo y le dice que, aunque no se lo solicitó, le hizo algunos retoques a su papá: le maquilló sutilmente, lo peinó y le recortó el bigote y las cejas indomables que “mi madre cepilló con su pulgar incontables veces a través de los años”.

Quiere tomarle una foto y la hace con el celular. Al instante, se siente culpable y avergonzado de “haber violado su privacidad de una manera tan violenta”. Borra la fotografía. Después añade: “La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto. Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida”.

Muchos escritores han escrito sobre pérdidas en general, y más concretamente sobre le muerte del padre y de la madre. Pero ningún libro he leído con detalles tan minuciosos y precisos como este de Ricardo García. Tantos, que he sentido cierto pudor al pasar página, como si me estuviese metiendo en un mundo que no fuese mío, como si yo mismo diese a la luz la vida íntima de un escritor al que quise tanto.

Tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Estuve con él en tres ocasiones y fue mi escritor de cabecera durante años. Leí este libro en la tarde del pasado viernes y dormí con la conciencia de que esa noche los sueños entrecruzados y las pesadillas me alterarían el descanso.

Desperté cansado, como si una manada de búfalos me hubiese pisoteado en su estampida. Después me puse a escribir este artículo. Gabriel García Márquez decía que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Su hijo Rodrigo le ha evitado el dolor de ese trance. Demasiada tristeza para beberla de un solo trago.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 may 2021

  • 17.5.21
Antes de que Virginia Woolf reivindicase una habitación propia, nos ha recordado estos días Terreixa Constenla, Emilia Pardo Bazán defendió el derecho de las mujeres al destino propio y condenó el feminicidio. En febrero de 1914 dijo: “Yo soy una radical feminista. Creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer”.


Un día, sentada en el salón de su casa, frente a José María Carretero, le confesó al periodista montillano: “… tengo la evidencia de que, si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ¡sí!”.

Probablemente entonces, pero no hoy, cuando el eco y reconocimiento de su voz la alzan al estrellato justo y reivindicativo de quien ha sido una de las grandes escritoras en castellano de todos los tiempos. Estaban en la habitación en la que escribía la condesa, un salón largo, porque ella no podía trabajar en habitaciones pequeñas: le faltaba la respiración.

El periodista montillano describe aquel espacio: en mitad del salón, una enorme mesa salomónica, y sobre la mesa una carpeta, un tintero, una papelera y un secatintas. El resto, muebles y vitrinas. Escribe Carretero: “La luz de la calle entra, medrosa, tamizada por los cristales de colores de los balcones. En un ángulo, junto a la chimenea, arde una estufa de gas, y su claror rosáceo y fantástico se va apoderando de la habitación, poco a poco, a medida que huye la tarde”.

La condesa está sentada en un sillón frente al centro de la mesa, apura su taza de té. Carretero, sentado a su lado, también toma té. La escritora está constipada. A veces, tose. Entonces, escribe el periodista, “su cara, pujada y sajona, se pone bermeja, sus cabellos, plateados, se desaliñan un poco, y la enorme perla de calabaza que, presa de un hilillo de platino, pende de su cuello carnoso, rebota y salta sobre su amplio escote; pero vuelve a ser dueña de su palabra y continúa hablándonos con sugestiva simpatía”.

Este año, en el centenario de su muerte, la escritora vive una reivindicación total como una de las grandes novelistas de los siglos XIX y XX y como una defensora radical de los derechos de la mujer. Abrió puertas al feminismo en España dando ejemplo, haciendo “aquello que pude de lo que está prohibido a la mujer”.

Por ejemplo: fue la primera socia de número del Ateneo, la primera presidenta de la Sección de Literatura, la primera mujer que fue profesora de la Escuela de Estudios Superiores en el mismo Ateneo, el primer socio de número de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Pero no la dejaron ser la primera académica de la lengua.

Autodidacta. Una cuentista excepcional. Escribió más de 650 cuentos y decenas de libros. Pionera como autora de una novela sobre el movimiento obrero, La Tribuna. Conspiradora carlista en su juventud y católica aristocrática en sus últimos años de vida. Madre de tres hijos, aunque no creía que la maternidad fuera el destino de la mujer. Amante irredenta de Pérez Galdós. Nació en A Coruña en1851 y murió en Madrid el 12 de mayo de 1921.

A José María Carretero le confesó que era hija única y muy feminista, porque su padre la educó “en una amplia libertad de conciencia”, quien le decía que “no puede haber dos morales para los dos sexos”. Desde muy niña ya escribía versos, pero nunca soñó con ser poeta, tentación en la que sí cayeron, confiesa la escritora, Juan Valera o Menéndez y Pelayo.

Ella se deleitaba más leyendo el Quijote que los romances de Góngora. Cuando Carretero la entrevistó había publicado ya más de 60 libros. Reconoce que su libro de mayor éxito fue Los pazos de Ulloa, traducido ya entonces a diez o doce idiomas. “¡Hasta el rumano!”, añade.

Pero su novela preferida era Bucólica, cuyo éxito fue menor, a su juicio, “por ser una novela corta”. Y después le hace a Carretero las cuentas del dinero que ha ganado con sus novelas: “… hasta la actualidad, hace unos treinta años, calculando todos los años, uno por más otro por menos, a quince mil pesetas, son unos noventa mil duros, que es el cálculo más aproximado”.

Doña Emilia le habló al periodista mntillano también de sus amigos: Castelar, Antonio Cánovas y su mujer, el duque de Rivas. Pero sobre todo Galdós, de quien le dice a Carretero: “Galdós y yo nos queremos mucho”. Sí, se quisieron mucho. Pocas relaciones han despertado tanto morbo como la de Pardo Bazán y Pérez Galdós.

Fue Carmen Bravo-Villasante quien desveló el ardor que escondía la correspondencia entre ambos. 98 cartas escritas entre 1883 y 1915 que muestran un mundo común, no solo en el aspecto sentimental sino también en el intelectual. Una relación clandestina que nadie conoció y tampoco nadie supo del viaje que hicieron juntos por Europa. Una relación entre iguales, escribe Constenla, a veces triangulada (él con Lorenza Cobián y ella con José Lázaro Galdiano), que no abrió brecha alguna ni rencor entre ambos.

La Pardo Bazán confiesa al periodista montillano que algunos poetas modernos le gustaban mucho, pero que ninguno “hinca la personalidad”. Prefería a los prosistas: Azorín, Unamuno o Répide. Pero a la pregunta de qué opina del feminismo, la escritora se extiende en explicaciones: “Yo soy una radical feminista. Creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer, se entiende todos los compatibles con la estructura física, y, es más, creo que hay una relación directísima entre los derechos y privilegios concedidos a la mujer y el estado de cultura de las naciones”.

Nombra Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia, donde la mujer ya entonces “se halla casi al nivel del hombre, donde hay diputadas y demás”. En cambio, en los países menos adelantados, añade, es “donde se considera a la mujer bestia de apetitos y carga. No tenemos más que volver los ojos a Marruecos”.

Reconoce que en España se ha avanzado en ese aspecto de la vida, pues “yo he conocido los tiempos en que unánimemente decíase que la mujer solo debía zurcir calcetines; hoy ya, si se piensa, por lo menos no se dice”. Y concluye en esta entrevista: “No cabe duda que, si las mujeres siguieran mi ejemplo, el feminismo en España sería un hecho”.

Meses atrás hemos conocido cómo el Pazo de Meirás, propiedad familiar de la condesa en Sada, fue expropiado a la familia Franco. Pardo Bazán lo había diseñado para su vida y para su muerte, y adaptó sus estancias a las necesidades de una escritora como ella. Trazó los planos de la biblioteca y ordenó alzar las torres.

Allí se casó con José Quiroga y su hija Blanca con José Cavalcanti, un militar africanista que apoyó a Franco durante la guerra. Paradojas de la vida: nunca pudo sospechar que aquel fuera también el escenario de boda de una nieta del general Franco, ni que este se apropiaría indebidamente del lugar. En la capilla de Meirás, la condesa reservó un lugar para enterrar sus restos. Pero su voluntad también se fue por los suelos: sus restos reposan en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, en Madrid.

Escribe José María Carretero al final de esta entrevista, que, si dios le hubiese dado unos años más de vida a doña Emilia, habría contemplado la honda y rápida transformación experimentada por la mujer española en todos los órdenes de la vida.

Sin duda, le hubiera gustado estar aquí para saber de primera mano que el Pazo de Meirás vuelve a ser un lugar de culto y que el camino emprendido por la mujer no tiene paso atrás. Acaso, si algún día trasladan sus restos a la capilla de Meirás, se habrá cumplido el sueño, hasta ahora saboteado, de una de las mejores escritoras de nuestras letras. Así sea.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

10 may 2021

  • 10.5.21
Le conocí en Barcelona en 1988 cuando obtuvo el premio Plaza & Janés con su novela En la casa del padre. Un mes después presentó el libro en Sevilla en el pub Abades y dos meses más tarde me lo volví a encontrar en Cádiz. Decía que tenía los mismos gustos que su amigo Julio de la Rosa: beber manzanilla, mirar el Guadalquivir y “hablar mal de nuestros contemporáneos de profesión”.


Me recordó que la crónica que le había escrito en la ciudad condal era la reseña mejor escrita sobre aquel galardón. Viniendo de él, para alguien que todavía estaba iniciándose en el oficio, lo acepté como el mejor regalo posible en mi incipiente biografía.

Supe entonces que cada escritor describe su propio paisaje y que en su caso él estaba destinado a hacerlo sobre Sanlúcar y Jerez. Siempre volvía a Sanlúcar a navegar, que es lo que más amaba, y no compartía la opinión de Julio de la Rosa de que era el escritor más astuto que conocía, sino “uno de los más astutos escritores de estos tiempos que corren”.

Lucía una calvicie ya de años, una estatura modesta, un carácter afable, una técnica literaria portentosa, una actitud ética intachable y un compromiso a prueba de bomba con sus semejantes. Volví a entrevistarlo en su tierra, en su casa junto al mar, rodeado de árboles y sombras. Vestía camisa roja y una esperanza de vida de catorce años.

Con ochenta ya en su esqueleto, decía que había publicado demasiados libros, que no publicaría el tercer tomo de sus memorias y que solo aspiraba a crear un buen poema que se recordara para siempre. No había perdido su acento andaluz ni su aire coqueto de dandi del sur. A su edad, decía, los estímulos literarios flaquean.

Pese a todo, vivió el tiempo suficiente para recoger el Premio Cervantes. Había publicado entonces Manual de infractores. Y ya no esperaba escribir mucho más, sobre todo prosa. De hecho, desde la publicación de este libro solo había esbozado “unos borradores de poemas”.

Manual de infractores me devolvió a un poeta intachable y perfecto que, con este libro, iniciaba una nueva fase en su obra que marcaría la madurez y el final de su obra y de su vida, y marcaría un veredicto contra los acosos de convencionalismos y banalidades.

El poeta jerezano nos recordó en estas páginas: “Escrito está en los márgenes/ de libros y botellas: /los necios se asesoran de otros necios contiguos”. Escribió también: “podríamos volver a convencernos de que ya somos justamente/ lo contrario de quienes quisimos haber sido…?”.

O también esta variable: “Busco/ al que pude haber sido,/ al que no fui, a aquel/ a quien yo más quería, / al que nunca he llamado por su nombre”. O esta: “… mientras iniciaba la vida la aventura/ de descubrir el mundo a escondidas del mundo”. O esta otra: “… hasta que supe finalmente/ que todas las verdades/ segregan siempre restos de mentiras”. Para concluir aquí: “Huyo a veces de mí sin darme cuenta,/ huyo de mí a deshora/ y a escondidas,/ y a veces huyo sin saber adónde”.

En febrero de 2012 publiqué la última entrevista que mantuve con él, con motivo de su libro Entreguerras, un poema de casi tres mil versos, sin metro, sin rima y sin puntuación. Era su mejor obra y un libro imprescindible ya en nuestra literatura.

Decía que le costaba escribir mal, porque estaba habituado al esfuerzo y a tropezarse con las palabras y domeñarlas hasta que le sacaba todo el jugo. Tal vez sea su mejor título, sí. En cualquier caso, está escrito con el mismo tesón que sus otros libros. Aquí está ese breve diálogo:

—Me conmueve la perfección de su escritura.

—Bueno, yo siempre digo que no estoy capacitado para escribir mal.

—Un poema fluvial de casi 3.000 versos sin metro, sin rima, sin puntuación. ¿No temió naufragar en el intento?

—Sí. Muchas veces. Pero salí a flote porque también ese poema fluvial forma parte de mi memoria que también es fluvial.

—J. J. Armas Marcelo afirma que es usted el mejor escritor de la España actual.

—Bueno, Armas Marcelo es muy amigo mío.

—En su libro hay algo de testamento, de acabamiento, de punto final, de expurgo, de purificación personal. ¿Ha logrado saldar las deudas con usted mismo?

—No. Nunca se terminan de saldar a no ser que uno termine por acabar con la propia vida. Ese libro tiene mucho de acabamiento porque también mi vida está llegando al final.

—No sé por qué. Pero me da la impresión de que éste no será su último libro, aunque ni usted mismo lo crea.

—Pensar en un libro a largo plazo ya no lo voy a hacer. Pero un poema se presenta de pronto y no voy a rechazar la tentación, claro.

—Dice usted: “Siempre he tratado de ahondar en mi propia memoria en busca de explicaciones”. ¿Es un recurso para buscar o para huir?

—Para buscar, pero generalmente no encuentro nada.

—“Lo que te ofrece la vida hay que aprovecharlo”. Me da la impresión de que en ese sentido está en paz con usted mismo.

—En paz no estoy. Yo estoy en esa tregua que te concede la edad. Estoy en un paréntesis que no sé cuándo se va a cerrar.

—La noche, los bares, la bebida, los amigos, los días de la dictadura. Cuánto cabe en tan pocas palabras.

—Esa experiencia para mí es inolvidable y usábamos la bebida, la noche, la libertad para enfrentarla a la falta de libertades del exterior.

—Advierte en la nota previa del libro: “También yo he aceptado a veces la tentación de copiarme”.

—Sí. Yo, cuando sé que un verso es de alguna forma válido, me gusta volver a usarlo para que la gente se dé cuenta de que no me he equivocado.

—Y más adelante también advierte: “…escribir y no hacerlo son renuncias iguales”.

—Me gusta ese verso porque, claro, no escribir es una renuncia, pero al escribir también renuncias a muchas cosas que no vas a poder decir.

—¿Juan Carlos Onetti es el Cervantes del siglo XX?

—Sí. Lo pienso. Onetti es para mí uno de los grandes escritores del siglo XX en todas las lenguas que yo puedo conocer.

—Dígame, ¿por qué los intelectuales, los escritores, los periodistas, los profesores universitarios no se implican con lo que está cayendo?

—Hay como una tendencia acomodaticia de aceptar las cosas tal como vienen sin comprometerse a intentar corregirlas, y todo eso no puede conducir más que a una mala meta, a una meta desafortunada.

—Las nuevas tecnologías, la precariedad laboral, un futuro incierto. ¿Ayudan o condenan a la literatura?

—En cierto modo, deben de estimularla porque hay que salir al paso de esos desastres que estamos viviendo. Las calamidades del paro, la corrupción, del retroceso hacia la derecha. Con todo eso el escritor tiene, de alguna forma, que salir al paso. No hace falta que lo haga como escritor. Basta con que lo haga como persona, como ciudadano.

—¿En este libro alcanza los momentos culminantes de su poesía?

—Yo creo que sí. Porque en este libro, que tiene algo de testamentario, también está aquí todo lo que yo puedo hacer.

—Y también tiene algo diferente a los demás.

—Sí. He procurado, por lo menos, tener una voz propia, crear un mundo propio, que es lo primero que todo artista debe plantearse.

—La última pregunta se la hace usted mismo: “¿Eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?”.

—Eso es una esperanza, una utopía. Pero yo creo que la utopía es una esperanza sucesivamente aplazada.

Se nos ha muerto un poeta tan grande, que no sabemos ahora dónde hemos de conservar su memoria para que no se nos quede fuera de nosotros ningún pedazo de su vida ni de su obra. Penúltimo testigo de la generación de poetas del 50, desde sus años de estudiante universitario en Sevilla, siempre asumió su compromiso político y estrechó vínculos muy activos con el Partido Comunista.

Pero este compromiso con la vida nunca fue menor que con la literatura. En ocasiones, como ocurre con él, estética y ética siempre fueron compañeras intachables. Era tan grande, que su sombra no se apaga ni cuando el sol se pone en lontananza.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

3 may 2021

  • 3.5.21
Bueno, este sábado me vacunaron. Me fui en taxi a Sevilla, por miedo a sufrir mareos o cualquier otro percance. Me vacunaron nada más llegar al pabellón de Ciencias Económicas y Empresariales, y esperé, como me aconsejaron u ordenaron, sentado en una silla de plástico, por si sufría algún síntoma.


La enfermera, rubia con mechas, guapa, de ojos verdes aceituna, me vio un tanto abatido, perplejo o desorientado, y se ofreció a llevarme a casa. No sé qué vio en mí, porque no sentía ningún mal o incomodidad en lo más hondo de mí.

Vive en Mairena del Aljarafe. Al final, se quedó en casa. No preguntó si se podía quedar, solo se quedó. Es muy profesional. Sus masajes son increíbles: te evaporan de la realidad o de cualquier otra pandemia. Esta mañana hemos desayunado en la terraza. Ahora ha salido. Ha ido por unas mudas, cepillo para los dientes, pan y vino. Que volvería pronto, me ha recordado, con un beso apenas perceptible pero que se pega a la piel como cola de carpintero.

Dice que cocina muy bien. Que ha aprendido viendo la tele. Y que le gusta experimentar en lo que al paladar se refiere. Así creo haber entendido. Dice que está muy a gusto conmigo. Que se quedará unos días o para siempre, según. Ahora no recuerdo con claridad.

Está muy ilusionada. Debe ser verdad, porque le salen estrellitas de los ojos cuando me mira. Yo le digo que soy adicto a las soledades. Me dice que no me preocupe. Me cita a Neruda: estaré como ausente. Hace media que hora que ha salido. No sé si esperarla o vender el apartamento ya. Desde luego, las secuelas de esta vacuna contra la covid son complicadas y diferentes a otras inmunizaciones. A mí esta, desde luego, sí me va a cambiar la vida.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

26 abr 2021

  • 26.4.21
Chris Offutt abandonó en su juventud el lugar que lo vio crecer, en Haldeman, Kentucky, una población minera de doscientos habitantes que ya no existe. Se licenció en la Universidad de Morehead, recorrió Estados Unidos en autostop para ver mundo y ganarse la vida, por horas, en más de cincuenta empleos precarios. ¿Por qué? Entre otras razones por esta razón que esboza en el relato titulado “Todo inundado”:


—¿De dónde eres?

—De Kentucky.

—¿De qué parte?

—De la parte de la que se va la gente.

Núria Escur escribe que Offutt es misterioso, que tiene aspecto de leñador, que su literatura está pensada para beber en taza de aluminio y que los diálogos de sus personajes son de western. Vive con su mujer en un espacio de cinco hectáreas y escribe cada día.

Cultiva tomates, zanahorias, cebollas, ajos, patatas, pimientos, calabazas, quimbombó, nabos, rábanos, judías. Y tiene 15 gallinas. Y le gustan los diálogos perfectos de sus personajes. En el relato titulado “Moscow, Idaho”, sus personajes dicen:

—¿Te he contado alguna vez qué es lo mejor de que te enchironen en St. Paul? –preguntó Baker.

—Las vistas.

—Exacto, colega. Tienes el río ahí mismo. Desde mi celda podías pasarte todo el santo día viendo los barcos. Apuesto a que en Kentucky no gozabas de vistas así, ¿a qué no?

Sus personajes son delincuentes o han nacido para delinquir, portan armas, conocen las cárceles y a los carceleros. No tiene arma propia, pero conserva tres que heredó de la familia. El rifle del abuelo, de la Gran Depresión de 1930. La escopeta del padre, que utilizaba para cazar pájaros. Y el revólver del tío, de pequeño calibre.

Eso sí, las pistolas las tiene siempre limpias, descargadas y encerradas. No como los personajes de sus libros. Algún día, las heredarán sus hijos. Una tradición rural. Las armas pasan de generación a generación. Así, justifica el fuego en su país. Dice que Estados Unidos se creó después de la invención de la pólvora y que el uso de armas es parte de la historia de su país. Y ese, precisamente, es su gran problema. Y así lo reconoce.

Sus diálogos son herméticos y secos, cerrados, perfectos, pero eso no impide que el humor quede afuera. En el relato “Melungeons”, Goins, el ayudante del sheriff, levanta este diálogo absurdo con un hombre que abre la puerta de la estancia, sacudiendo la cabeza como un mirlo en una cerca:

—Tengo entendido que aquí trabaja un Goins.

—Ese soy yo. Ephrain Goins.

—Bueno, estoy listo para que me encierre. ¿Qué tendría que hacer?

—Sobre todo, empinar el codo.

—Yo no bebo.

—Pisarle fuerte.

—Ni siquiera tengo coche.

—Robar también valdría.

—No me veo.

Ahora se publica su libro de relatos Lejos del bosque, un libro que, según José María Guelbenzu, no tiene desperdicio. Aparenta ser un libro sencillo, nada complicado, pero debajo o detrás esconde una ingeniería de orfebre. Sus frases son breves, afiladas, como cuchillas, y el asunto que trata está perfectamente medido. Me ha recordado a Carver, a Salinger, a Hemingway, a Tobias Wolf, a Chéjov, a Richard Ford. Parece no querer tirar de la madeja, pero cada frase está medida, es precisa en su contenido, te lleva a la siguiente página.

En el relato titulado “Prácticas de tiro”, arranca así el texto: “Ray puso un leño sobre el bloque de madera y alzó el pesado mazo. El fresno seco se quebró sin dificultad. Sustituyó el mazo por el hacha y cortó listones finos que se curvaron alrededor de los nudos y cayeron al suelo. El esfuerzo aflojó la tensión que se había vuelto crónica desde el regreso a las montañas. Hacía ya varios años que se había ido de Kentucky y ahora deseaba haberse quedado en Detroit”.

Guelbenzu escribe que en este párrafo se ha contado una nueva vida, un modo de vida y una idea de la vida. Nada más y nada menos. Y dice: “Es capaz de mostrar con precisión el ejercicio de un oficio y el resumen de la existencia del personaje; solo hay que mostrar el trabajo y la historia del personaje de modo físicamente, y todo con llaneza, como pedía maese Pedro, sin adornos ni explicaciones innecesarias”. El secreto, concluye Guelbenzu, está en la síntesis de la experiencia y en el dominio de la sugerencia y de la elipsis.

La sensualidad, obviamente, también está presente en su obra. En su relato “Todo inundado”, escribe: “Ella lo cogió de la mano, tiró de él hasta el centro del patio y lo besó. Olió las lilas y la lluvia. La mujer empezó a desabrocharle el cinturón. Al deslizarle las manos bajo el impermeable le sorprendió descubrir que estaba desnuda. Tenía la piel húmeda. La lluvia los azotaba. El viento le alzó el impermeable, ella lo levantó hacia arriba y la prenda salió volando hasta desaparecer en la oscuridad, como si alguien hubiese tirado de una cuerda. Muy despacio, se dejaron caer al suelo. La tierra estaba blanda. Ella lo hizo rodar para ponerlo boca arriba".

De los más de 50 oficios a los que ha tenido que echar mano, prefiere pintar casas, porque hay demanda. De lavaplatos, te focalizas y no tienes que preocuparte de nada más. O trabajar en un pequeño barco. Y, sobre todo, escribir unas cuantas horas al día. O ser guionista de cine, que también lo es. Pero más allá de estas incidencias de la vida, y más que nada, crear diálogos de western para ponerlos en boca de sus personajes. En el último relato reseñado, ella le pregunta a él antes de complicarse el estrechamiento de sus cuerpos en el barro:

—¿Sabes por qué llevo esta alianza? –dijo.

—No.

—Para recordarme que no me acueste con hombres casados.

—Yo no estoy casado.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

19 abr 2021

  • 19.4.21
A veces, una mirada es solo eso: dos ojos que te miran, o que solo miran. Hay también los ojos que observan, como si detrás de sus pupilas apagadas se escondiera un espía que desnuda el alma o un ladrón de bancos que confunde el corazón con una caja acorazada repleta de billetes y de abrazos robados.


Hay otros ojos que ven un atardecer igual que les dan vueltas a los caballitos de feria, sin saber con precisión qué buscan en ese movimiento repetitivo que se desgata en su propio eje. Hay miradas ciegas y otras que aspiran a dibujar un mundo inanimado que no existe. Y están las miradas estáticas, aquellas que no se percatan de que la suerte anda al acecho y apenas se inmutan cuando un rayo les rompe el vértigo.

Hay miradas enigmáticas que anuncian mucho más de cuanto esconden. Está todo en los ojos, el frío y la calidez a la vez, el abismo y el vuelo; parecen impenetrables, pero no lo son; siempre miran adonde el sol se pone cuando el sol no está, y busca la definición en los objetos próximos porque los lejanos no le alcanzan a la vista.

En ocasiones, cuando metes las pestañas en sus pupilas, dejando atrás las pestañas de ella, adentro te sorprende que no haya nada, sino pasillos interminables que se asoman a un abismo sin dirección alguna. Te vuelves afuera y los miras de nuevo y en ellos solo ves los mismos ojos de antes, sin perspectiva, sin horizonte de futuro.

Ahora sabes qué ven: solos alcanzan a distinguir los objetos más próximos, sin clasificación alguna, sin poder adivinar sus funciones o su estética. Siempre andan muy cerca de la felicidad más doméstica, donde el temporal no mueve las sabanas colgadas a secar. En su simplicidad, hay una belleza coqueta y barata, que no se oxida con los años pero que tampoco atrapa para enloquecer o morir por ella.

Hay otras miradas enigmáticas que esconden mucho más de cuanto ofrecen. Miran tan a lo lejos que da miedo el rastro de sus ojos en el horizonte, en un horizonte desbordado de posibilidades y de abstracciones. Más de cerca, cuando te pones cerca de ellos, de frente, sabes que es un duelo perdido, que te llevará a un rincón de la vida con el cuerpo magullado, con adicciones de alcohol y lecturas oscuras y desvariadas.

No se lo dirás a nadie, porque nadie ve una mirada así a menos que le subyugue el vacío, el desconsuelo del alma, los bares con humo y a deshoras, la búsqueda obligada de una felicidad que se enreda en su cuerpo. Incapaz de sobrevivir a la felicidad más contumaz.

Pero cuando te pones delante de esos ojos, ya no es viable el camino atrás. Clavas las pestañas en sus pupilas grises, y ahí te volteas hacia adentro, aunque sabes que no caerás en el centro de su corazón, sino que andarás perdido en un cielo de nubes evanescentes donde el cóndor es feliz en un azul inexistente y la música apenas sutil te lleva convencido a reconocer el paraíso inalcanzable y la sospecha confirmada de que esos ojos en los que te has metido con conciencia y consciencia son ya parte de ti, o tú parte de ellos. Que no es igual. Porque a partir de ahora, no habrá más luz sino esta lava desbordada e incandescente que es su mirada.

Ya no vale descifrar mapas, ni encender lámparas que no alumbran en la luz, ni otear paisajes que tornean los mismos ojos. Hay un precipicio que no sabes dónde ubicar y al que te acercas, no para reconocer ni describir, sino para sucumbir en su caída.

Cuando apartas las pestañas de esas pupilas, ya es tarde para optar por otra vida. Las oportunidades se pintan calvas, claro, porque el paisaje es desértico y los oasis son manjares de tarjetas postales; y donde el sexo desbordado te hacía ver estrellas, ahora te invita a comer arena caliente.

Hay en tanta felicidad consumida la sensación baldía de que, como cantó Borges, el olvido no existe. Y la marcha atrás, tampoco. Así que tendrás que vagar por habitaciones oscuras habitadas por fantasmas cansados y descoloridos, a los que se les desprende la piel como pescados al carbón, quemados por todas aquellas sensaciones salvajes que conducen a una felicidad perfecta y que, ya usada, muestra la fecha de caducidad sin reclamación posible.

Hay en esa mirada enigmática, que esconde mucho más de cuanto proyecta en el horizonte, una oportunidad segunda, un requiebro de ensoñaciones necesarias, una condena perpetua a buscar a esa mujer cuando la noche se cierra en sí misma y ella se acerca a la cama como una pantera llena de fatiga y deseo, y se tiende a tu lado, y te pide que eches fuera el miedo, que el daño ya está hecho, y que ahora, aunque el corazón sea un amasijo de briznas insensibles, ella te dice que se puede reconstruir una vida tirada a los escombros, como has hecho, acaso como hemos hecho algunos o casi todos.

Yo meto mis pestañas en sus pupilas grises y ahí me quedo, porque ahora sé que el mundo está ahí, donde no hay luz y tampoco oscuridad, donde solo percibo la presencia de su mirada y el enigma indescifrable de la felicidad.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 abr 2021

  • 12.4.21
Hace ya casi cinco años, Antonio López Hidalgo concibió un libro diferente a todos los anteriormente publicados. Se trata de un libro de relatos extensos basados en hechos reales pero alterados estos por algún elemento de ficción. Uno de estos relatos se transformó en una novela breve, La noche, aún inédita.


El volumen fue creciendo en número de relatos y en extensión, pero seguía guardado en el cajón de aquellos proyectos que nunca ven la luz. Una obra escrita entre el periodismo y la literatura, entre la ficción y la no ficción. El volumen incluso tenía título: Vidas encriptadas. Hoy publicamos en exclusiva de este volumen inédito la segunda parte del relato titulado La bala. La primera parte puede leerse en este enlace.

(4)

A veces pienso que Germán dudaba de que yo creyera su extraño relato, su historia real. Un tipo que viaja por el mundo con una bala enquistada en los pulmones, con una bala apuntándole al corazón, un enemigo metido en su cuerpo con el que debe dormir, vivir, hablar tal vez. Y que cuenta su historia con una calma controlada, con una paz interior difícil de entender. Aunque por momentos, me decía, soñaba que la bala se movía, que volvía a ponerse en marcha y que miraba con fijeza al corazón. Entonces despertaba de golpe y le costaba conciliar el sueño el resto de la noche. Aprendió a vivir con pesadillas por las noches y con incertidumbre los días. Sabía que en cualquier instante la bala saldría de su escondrijo y él no estaba preparado para asumir la muerte en mitad de la vida.

Recordé entonces el párrafo que Don Benito Pérez Galdós escribió en Trafalgar, cuando don José María Malespina le dice a su hijo: “Aquéllas sí eran heridas. Ya sabes que una bala me entró por el antebrazo, subió hacia el hombro, dio la vuelta por toda la espalda y vino a salir por la cintura. ¡Oh, qué herida tan singular! Pero a los tres días estaba sano, mandando la artillería en el ataque de Bellergarde”. El personaje galdosiano, pensé, que tanto amaba las mentiras como las verdades exageradas, al menos no tuvo que vivir con la bala enquistada en su cuerpo. No corrió la misma suerte uno de los personajes que Roland Schimmelpfenning describió en su novela Una clara y gélida mañana de enero a principios del siglo XXI. El escritor alemán escribe: “Pensó en su padre, que murió a consecuencia de una herida de guerra, por una esquirla de metralla que no le pudieron sacar.”

Recordé también el libro de Carlos Velázquez El karma de vivir al norte, una crónica autobiográfica, pero al mismo tiempo, y tal vez por esa misma naturaleza de la que emana el texto, es también una crónica de inmersión, porque no podía describir los efectos del narcotráfico en México si no era como puro testimonio, contar que cuando regresaba a casa por la noche corría el peligro de verse atrapado en un fuego cruzado o encontrarse con un cuerpo desmembrado en la acera de enfrente. También su padre vivió, hasta su muerte, con varias esquirlas de bala en el cuerpo. Él lo describe así: “A raíz de su primer paro, cuando la libró, se volvió mormón. Y me sentí traicionado. Mi padre había sido beisbolista, luchador, tahúr, fayuquero, sandillero, melonero, pescador, parrandero y gatillero. Tenía balas dentro del cuerpo, que no le pudieron sacar. Un día fui a visitarlo y había desaparecido la fotografía que pendía de una de las paredes de su casa. Coloreada a mano, en ella aparecía en la barra de una cantina portando una texana junto a mi tío Chepe. Y su conversión despertó una sensación inédita en mí: encono. Me sentía defraudado. Siempre había sido mi ídolo. Recuerdo la tarde en que me regaló su máscara. Se había retirado de la lucha libre. Le admiré todo, incluso que fuera miembro de Alcohólicos Anónimos. Era el único doble A que conozco que no había renunciado al alcohol. No faltaba a ninguna sesión, pero se bajaba de la tribuna para largarse derecho a la cantina.”

Recuerdo ahora, sobre todo, a Gino Paoli. En 2015, Amelia Castilla publicó en El País Semanal una entrevista con el artista. La entradilla arrancaba así: “¿Quién puede presumir de tener una esquirla de bala alojada junto al corazón?”. La frase en sí misma era poderosa para atrapar el interés del lector. Pero no tuvo efecto conmigo. Ya había leído el libro de Carlos Velázquez y Germán me había confesado su historia personal. Así que sí, le creí desde el primer momento. Pero él pensaba que todo lo que me contaba eran fabulaciones propias de la imaginación.

El caso de Gino Paoli era distinto al de Germán. La vida del italiano fue de película. Había mantenido relaciones con Stefania Sandreli y con Ornella Vanoni, una de las grandes de la canción italiana. Para ella compuso Sapore di sale en una playa siciliana, en un momento de inspiración total. Esa canción nos persiguió sin piedad a todos los niños y adolescentes de mi generación hasta la saciedad. También él acabó hasta el gorro de la canción y de la Vanoni. Tanto amor no podía tener un final feliz. Meses después de aquella relación intensiva, el músico decidió suicidarse disparándose a tiro fijo en el corazón. Pero se ve que a quemarropa no era buen tirador. Igual le faltaba distancia para acertar en el blanco. Nunca dio explicaciones sobre la motivación de aquel disparo fallido. La canción que atormentó a toda mi generación durante algo más de una década nació en 1963.

Amelia Castilla escribió en aquella entrevista: “Entonces, todo en la vida de Paoli era provisionalidad, se sentía fuera del mundo. Un momento y una relación de tal intensidad que acabó meses después en un intento de suicidio, disparándose al corazón. Todavía conserva una esquirla de la bala que erró su trayectoria.” No le gusta hablar de ese arrebato sentimental que le devolvió la vida sin haber llegado a perderla. Tal vez, desde entonces, solo intenta olvidar el momento.

(5)

Un día Germán me invitó a comer lomo de vaca en nuestro restaurante preferido. De vez en cuando, nos permitíamos algunos lujos. Ese día pedimos una botella de vino español, muy bueno y muy caro. A mitad de la comida: Sé qué dudas de lo que te cuento. Para nada, le dije, sé que no eres el único que anda por el mundo con una bala dentro de ti. Abrió su mochila y me enseñó la nota médica acreditativa de su intervención quirúrgica:

Sanatorio Británico
09/03/2015
Dr. Gustavo Berrocal

El examen realizado muestra un proyectil metálico, que se proyecta en el tercio superior del tórax, paramediastinal izquierdo. Existe una imagen densa en proyección del ápice pulmonar derecho, que en primera instancia se interpreta como de origen cicatrizal. No se visualizan otras particularidades en los campos pulmonares. Silueta cardiomediastral en límites normales.


Después comenzó a rebuscar de nuevo en la mochila y extrajo otro sobre que contenía esta otra nota:

Sanatorio Británico
16/03/2015
Dr. Gustavo Berrocal

Dejo constancia que el Sr. Regner Germán, DNI 32838640, presenta proyectil en Hematoma izquierdo producto de ASALTO. No presenta impedimentos.


Le dije que nunca dudé de su historia. Y le conté algo de la vida de Gino Paoli, incluido su intento fallido de suicidio. Le dije que, para muchos críticos, Sapore di sale y Senza fine estaban consideradas entre las mejores creaciones italianas de los sesenta. Sentí que no me escuchaba. Hasta que dijo casi meditabundo sin ninguna expresión en su rostro: No erró en el disparo. El único método infalible para poder olvidar a una mujer como Ornella Vanoni, me dijo, es meterte una bala en el cuerpo para que te amenace el corazón al menor descuido. Reímos al unísono. Sin que nadie la escuchara, por mi cabeza se paseaban inmunes las notas de aquella canción de la desgracia.

(6)

Después, de los que dispararon, no se supo nada, como siempre. La policía fue a terapia, me tomó todos los datos. Como se hizo un caso mediático... No sé cómo se enteraron, pero estaban Canal 5, Canal 7, Radio FM, muchos. No se supo más nada. Caras ni nombres. Solo dos en moto. La policía no hizo más nada. Fue el 7 de octubre. Después, como que quedé preocupado y como medio perseguido en contacto con la gente que me iba a pagar: se sacaban una billetera o la pistola. Quedé un poco traumado. A fines de octubre yo ya necesitaba hacer algo. Estaba bien con el brazo, con la fisura del omóplato para que se haga bien. El pulmón estaba bien. La cicatriz del músculo.

Dos meses con el brazo. Me empecé a perseguir con la gente que iba a comprar. Creía que me iban a pegar un tiro o que me iban a robar. No podía trabajar. Dije: Termina el año. A todo esto, me habían abierto el segundo local en el centro. En junio lo abrí. Termino el año trabajando normal y, depende como empiece el año, si dejo o sigo. Dicho y hecho. Empezó el año. Perseguido. No podía trabajar. Hablé con Elvis, que también quería hacer un viaje así. También él estaba enclenque. No sabía para dónde ir. No tenía rumbo laboral. Y como que esta vez se lo quería tomar para reflexionar bien sus ideas. Dijo: Vamos. ¿Y dónde nos vamos? Vamos al Sur. Yo, de Argentina me quiero ir. Vamos al Norte, cruzamos por Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Costa Rica. En junio es temporada alta para los europeos, por los yanquis. Y tomamos este año así. No hacemos diferencia en plata, para conocer. Yo estaba bien en Argentina. Cobraba bien, tenía mi auto. No me iba mal. Agarramos y nos fuimos.

(7)

Germán no había leído el libro del Che Guevara, pero Elvis sí. Ambos habían visto la película Diarios de motocicleta, que logró un Oscar a la mejor canción original en 2005. El tema, Al otro lado del río, era una creación de Jorge Drexler. Walter Salles, para dirigir la película, se basó en las crónicas escritas por Ernesto Che Guevara, Notas de viaje, y de Alberto Granado, Con el Che por Sudamérica. Germán y Elvis pretendían emular la ruta descrita en esos libros, pero al final optaron por viajar al Norte de Chile. El Che quería recorrer 8.000 kilómetros en cuatro meses a lomos de La Poderosa, la motocicleta Norton 500 del año 1939. No obstante, el comandante se equivocó en sus pronósticos iniciales: el viaje duró seis meses y medio y recorrieron 12.425 kilómetros.

El día 42 de la peripecia, un transbordador atraviesa el lago Frías con ellos a bordo hasta Chile. Suman ya 2.306 kilómetros. Aparece la nieve, con su belleza y su letalidad. En Temuco se quedan sin dinero. El día 53, a La Poderosa le puede más la vejez que las ansias del trayecto. El bioquímico y el médico marchan a pie. En Valparaíso les sonríe el destino: reciben noticias y dinero de sus familiares. Les sorprende aquel país donde los camioneros leen a Pablo Neruda. El día 67 pisan Atacama, con 4.960 kilómetros en sus cuerpos. Conocen la vida miserable de los mineros. El día 89, con 6.932 kilómetros, conviven en Cuzco con una población quechua que no habla castellano. Después de 156 días y 10.223 kilómetros conviven en un lazareto en plena Amazonía peruana. El 26 de julio de 1952 se separan en el aeropuerto de Caracas. El Che regresa a Buenos Aires para terminar sus estudios. Alberto encontrará trabajo en Venezuela. Ocho años después se reencontraron en Cuba.

Elvis, leyendo el libro del Che, pensaba ya que aquel itinerario se les hacía inabarcable. Germán escuchaba a Elvis cuando le narraba los episodios que leía en el libro, y ambos recordaban escenas de la película de Walter Salles. Los sueños, a veces, se evaporan antes de echar a andar. Pero, por momentos, la vida misma empuja a salir de la zona de confort, a abrirte a otros caminos que no fueron los programados. Porque la vida, en sí misma, sin moverse del lugar –quién lo diría–, es una aventura inmensa e impredecible.

(8)

Íbamos para Bolivia, pero hicimos el norte de Chile. Ahí fuimos planeando el viaje. Vos tenés que organizar para un guion, dije, pero después terminás haciendo otra cosa. Hicimos Rosario, Salta. De Salta nos cruzamos a Chile. Hicimos Calama, Iquique, Arica, que es el norte, nos cruzamos a Tacna, nos fuimos a Perú, nos fuimos a Chungungo. De ahí cruzamos a la Isla del Sol, Bolivia, Copacabana, tres días, Cuzco, Arequipa, Ica, Máncora, Montañita, Guayaquil, Quito.

Viajábamos a dedo, en autobús. En moto, no, porque no tenemos. Hubiese estado muy bueno. Pero no, caminando. Parábamos en Carpa. Comíamos arroz con atún, que no es mala comida, pero comer siempre es eso. Hotel nunca. En Quito la idea era trabajar un poco. Elvis se volvió porque le salió un laboro en la Argentina. Pero yo quiero seguir.

Nosotros no somos revolucionarios como el Che Guevara, pero nos inspiró lo que hizo él. Elvis echó el libro del Che. Yo lo empecé a leer. Pero como él se fue, se llevó el libro. Nos inspiró bastante, más a él que a mí. Él lo leyó completo.

(9)

El caso de Germán fue muy mediático en la Argentina. Vio al médico que lo intervino en la tele, lo escuchó en la radio, leyó sus declaraciones en la prensa escrita. También leyó, vio y escuchó la versión de la policía. Él dice: “Me quisieron hacer un reportaje también. Pero la policía no me dejó, porque estaba en terapia. Le hicieron el reportaje a mi socio”. Sí, también el socio fue protagonista del asalto a su local. Menos Germán. La única versión que se conserva es la que acaba de leer el lector. La grabación es de mayo o junio de 2016. Antes de perderle la pista para siempre, quedamos un día a comer lomo de vaca en el restaurante Parrilladas Uruguayas. Lo esperé bebiendo una botella de vino español, sentado a la misma mesa donde solíamos encontrarnos. Pero no llegó. Ese día no comí. Solo bebí. Y seguí bebiendo toda la tarde en casa.

Se fue sin despedirse, sin decir nada a nadie. Nadie sabe adónde. Le escribí mails muchas veces, con la convicción inexcusable de que no obtendría respuesta. Aquel día amaneció soleado, pero como cada día, se fue tornando gris y acabó en una lluvia delgada y amable. Alguna vez enciendo la grabadora y escucho su castellano con acento argentino. Y no sé por qué -o lo sé- imagino a miles de vacas felices cruzando inmensas y verdes llanuras uruguayas. Escucho, de nuevo, la historia de un amigo que vive conociendo o adivinando, quizás, cómo será su muerte, sabiendo que un día u otro la bala emprenderá viaje rumbo a su corazón. Al contrario que Gino Paoli, no presume de esa suerte. Tampoco de haber escuchado demasiadas veces aquella canción que te mete, vulnerable, como una crisálida, en las trampas de la incertidumbre.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

5 abr 2021

  • 5.4.21
Hace ya casi cinco años, Antonio López Hidalgo concibió un libro diferente a todos los anteriormente publicados. Se trata de un libro de relatos extensos basados en hechos reales pero alterados estos por algún elemento de ficción. Uno de estos relatos se transformó en una novela breve, La noche, aún inédita.


El volumen fue creciendo en número de relatos y en extensión, pero seguía guardado en el cajón de aquellos proyectos que nunca ven la luz. Una obra escrita entre el periodismo y la literatura, entre la ficción y la no ficción. El volumen incluso tenía título: Vidas encriptadas. Hoy publicamos en exclusiva el relato titulado La bala. Este es el texto:

(1)

Me llamo Germán Regner. 28 años. Segundo apellido no tengo. Bueno, Ibarra. Pero no está documentado. Nací en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires. A Rosario fui en 2004, cuando tenía 16 años. Allí terminé la secundaria. Empecé Periodismo en la Universidad. Terminé. Empecé Administración. No terminé. Quedé en cuarto año. Al mismo tiempo que empecé Administración en 2009, me puse un negocio, un quiosco. Bien chiquitito. Tenía 22 años. Vendía cigarrillos, golosinas, gaseosa y nada más. No vendía fiambres, carnicería, verdulería. Un negocio de paso. Lo tuve cinco años. Puse otro el año pasado antes que me pasara el accidente.

El 7 de octubre del año pasado, era un martes, me acuerdo. A las siete de la tarde, yo estaba afuera en el patiecito donde tenía todas las mesas. Yo estaba sentado solo. Al lado del quiosco, tenía una verdulería y, en la esquina, una carnicería. Después, todo casas. Yo estaba mandando un mensaje por el celular. En frente del negocio hay un árbol grande. Un palo borracho se llama.

Viene de la calle al lado del árbol. Y ahí se frena una moto. Bajan dos personas. Pendejos. Tendrán 16 o 17 años, no más que, eso, porque eran pequeños, medirían 1.60 cada uno. Flaquitos. Cara normal. Cara descubierta toda. Con pantalón corto, porque octubre era lindo ese día. Estaba musculoso, me acuerdo. Y el que estaba en la moto, manejando, tenía una gorra para atrás. Frenan en la puerta. Se baja el de atrás, que era uno de rulitos, entra, y yo me quedo ahí. Entra mostrando la billetera, como que va a sacar plata para comprar. Y me dice: Flaco, cigarrillos, ¿vende? Yo digo sí. Entra. Entro yo atrás. Cuando él entra primero, yo entro atrás, lo paso después. Para yo dar la vuelta y meterme atrás del mostrador. Cuando yo le sobrepaso a él, me va siguiendo atrás. Le digo: Loco, ¿qué haces? Me sigue y, cuando lo quiero tener enfrente, no estaba. Estaba al lado mío con una pistola así, agachado, la pistola para abajo. Como yo ya sabía que me iba a robar, le abro la caja registradora, le hago un montoncito de billetes de diez pesos. Los billetes estaban separados: los de diez, los de cinco, los de dos, las monedas. La típica caja registradora. Le saco los de diez y le digo: Toma. No, no. Dame más, dice. Siempre agitando la pistola. Agarro los de cinco y se los doy. No, no. Dame más. Dame el celular. Yo le digo: No. Esto ya no te lo doy. Ni en pedo te doy el celular, le digo yo. ¿Por qué no se lo quise dar? Porque yo en el 2014 perdí cuatro celulares. Le dije: No. Ya. Perdí muchos celulares. No me vengas a perder este. Me dice: Dame el celular, que te pego un tiro. No te voy a dar el celular. Será hijo de puta. Me putea. Dame el celular. No te voy a dar el celular.

Lo piso. Cuando lo piso, él se quiere ir para atrás. Pero como lo piso, se va cayendo. Cuando se cae, hace así. Yo me acuerdo perfecto. Cuando lo piso, yo lo quiero agarrar. Pero no lo puedo agarrar, se va cayendo. Peleamos. Yo no sentí nada. Nos caemos. Con el filo del mostrador me corto. Me tajé. No pasó nada. Él se cae hacia atrás, que cae contra la exhibidora de los fiambres y se va corriendo por la puerta. Yo me paro. Cuando voy a dar la vuelta al mostrador, él más o menos me saca cuatro metros. Él estaba por la puerta y yo me estaba recién parando en la caída. Cruza el patiecito, cruza el árbol, se tira en la moto que estaba el amigo esperándolo y se van. Cuando se estaba subiendo en la moto, yo recién estaba saliendo de la puerta. Hijo de puta, encima disparaste. Porque yo escuché el boom, pero no sentí nada. No sentí ardor, como dicen. No sentí dolor. No sentí nada. Yo pensé que no me pegó.

Bueno, a todo esto, cuando el tipo se va… Viste que esta es una situación de cinco segundos. Cuando pasa esto, está guiñándose el verdulero de al lado. Enfrente tienes una tintorería, mercería, dos locales de ropa, un estudio de ingenieros. Un local de ropa en la otra esquina. Una veterinaria acá. Una calle muy transitada. Viene el verdulero. Me disparó el hijo de puta. Lo quiere ir a agarrar, porque estaba a dos metros. Y cuando lo quiere agarrar, el de atrás le hace así, le apunta al verdulero y ahí el verdulero dice banderita blanca. Y se fueron por la calle de atrás. A todo esto, todos los comerciantes salieron a la calle. Me preguntan y yo digo no me pegó, pero yo tenía la remera de manga corta y veo que me cae un chorrito de sangre.

Hago así. No se dejaba ni ver. Es un puntito así la bala que entra. Como si fuera una vacuna. Me disparó, pero tengo la bala en el hombro, digo yo. Me quedó en el hombro. Es un calibre 22. Una bala con un plomo chico que generalmente no tiene orificio de salida porque al ser plomo chico da vueltas. En cambio, un calibre 38 o 45 son balas mucho más grandes. Estas te entran y te salen. Es una pistola más grande que tira con más potencia. El 22 es un arma chica. Entonces, como que lastima más, porque un 45 o 38 te da en el hombro, entra por acá y sale por acá. Esta entra, como me pasó a mí, me fisuró el omóplato, aquí atrás, y la bala fue para abajo. Empieza a dar vueltas con la velocidad que entra y no puede salir. Justo le da en un hueso, que fue mi caso. Si hubiese sido músculo, pie o tejido, capaz que sí tiene orificio de salida. Pero, bueno, como es así, el médico dedujo que la bala entró por acá, me fisuró el omóplato y me fisuró el pulmón. Se fue para abajo. Yo no sentía nada. Entonces, los vecinos se empezaron a acomodar.

Son las siete de la tarde. Me voy para adentro, llamo a mi viejo, le digo no te preocupes, me entraron a robar al negocio, me dispararon, estoy bien, ven a buscarme. Me llevó al hospital. Vivo a dos cuadras del local. Buey, ahí voy, dice. Llamo a mi socio. Le digo: Pedo, no te preocupes. Entraron a robar, recién me resistí, me pegaron un tiro, estoy bien. La bala me entró por el hombro. Vení a cerrar.

A todo esto, salto al patio y me pongo a juntar las mesas. No lo tendría que haber hecho, porque esa fuerza, me dijo el médico, hacía que la bala se corra más. Yo me tenía que quedar quieto, pero son cosas que yo no sabía por el momento de calentura que uno está excitado. Yo juntaba las sillas, las mesas. Llegó mi viejo, subí al auto. La policía, como siempre, tardó cuarenta minutos. Viene mi socio y cierra el local.

(2)

Germán era alto y desgarbado. Se pasaba los días inventándose la vida, dándole sentido al destino no elegido, domeñando al azar, bebiendo cerveza, intentando entender el mundo que se abría a su alrededor. Había ahorrado con la venta de sus pequeños negocios, pero no le gustaba derrochar. Así que, de lunes a viernes, almorzábamos menús baratos en restaurantes modestos. Refresco natural y unos cuantos trozos de fruta para el postre. De primer plato, siempre sopa. De segundo, dependía. Pero andábamos ya cansados de tanta sopa. Siempre diferentes, eso sí. Él decía que en Ecuador había más de doscientas o trescientas sopas diferentes y que por eso los ecuatorianos tenían el hábito diario de comenzar a comer con un buen plato de sopa. Era cierto. En Ecuador la variedad de sopas era muy variada y deliciosa. Desde sopa de mariscos en la costa hasta las tradicionales sopas y locros de la sierra andina. Sopas con plátanos y guineos verdes, sopas con quinua, sopas con habas, con patas de res, aguado de gallina, biche de pescado, caldo de bolas de verde o caldos con guanchaco. A Germán le gustaba sobre todo la fanesca, pero esta solo se preparaba en Semana Santa. Se sabía la receta de memoria: bacalao, zapallo, zambo, habas, chochos, choclo, arvejas, porotos o frejoles, arroz, cebolla, ajo, comino, achiote, maní, leche, crema y queso. Pero no te confundas, me decía, ahí no queda todo, porque esta receta tradicional cada ama de casa la hace a su manera y su preparación puede cambiar mucho de una casa a otra.

A mí la fanesca me parecía una comida muy pesada y poco digestiva. Y después de comerla, mi estómago me pedía con premura un par de gintónics. Pero en Quito nadie bebe gintónic. Ningún país es perfecto, pensaba yo. Pero también se lo decía a Germán: ¿Cómo se puede vivir sin conocer el gintónic? Germán reía sin decir nada. Él bebía sobre todo cerveza. Y como se puede comprobar, le gustaba sobre todo comer. Algún fin de semana nos subíamos a un taxi y nos metíamos en un restaurante cuyo nombre nos hacía salivar: Parrilladas Uruguayas. El sabor de los buenos momentos. A Germán le gustaba el eslogan del lugar: Las carnes y el fútbol se juntan al puro estilo charrúa. Decía que, en Uruguay, hasta que se las metía en el fuego, las vacas eran felices, que corrían alegres, desinhibidas y a sus anchas por aquellos campos inmensos. En ocasiones se ponía profundo: Uruguay es un país lleno de vacas, las mejores vacas del mundo. Yo le decía que la ternera de Kobe en Japón también era feliz, que escuchaba música clásica y que vivía sin estrés hasta el día de su muerte, pobres. Pero esas son vacas pijas, muy pijas, objetaba Germán, que acortaba las frases en todo lo posible para no dejar de masticar.

A Germán le gustaba sobre todo comer, pero no sé dónde echaba tanto manjar ingerido porque era muy flaco. Como buen argentino, también le gustaba hablar. Y viajar. Había llegado a Quito por terapia, huyendo del atraco a su quiosco, huyendo de una bala de la que no podía huir y que tenía enquistada en los pulmones, venía con Elvis imitando la travesía que el bioquímico Alberto Granado y Ernesto Che Guevara de la Serna, estudiante de medicina -le quedaba por aprobar tres asignaturas-, especializado en el tratamiento de la lepra, hicieron por América Latina en 1952 a lomos de La Poderosa, una motocicleta modelo Norton 500 M18 y que hoy se conserva en la casa-museo de Che Guevara.

(3)

Estoy yendo para el hospital, que está más o menos a media hora. Y yo ya me empecé a agitar. Me sentía bien. Mi viejo me miraba. Está mal. Cuando llegamos al hospital, mi viejo me deja en la esquina. Eran las 7.35 horas. El auto no lo podía dejar allí. Enfrente había un estacionamiento. Me dejó ahí. Fue mientras a dejar el auto. Entro, subo la escalera y ya ahí yo no podía. Tenía un pulmón perforado. Pero me sentía bien. Era como si hubiera terminado de correr, qué sé yo, cinco horas, todas seguidas. Estaba muy agitado, pero bien. Pasé por la guardia, llego a la chica que está con el café, y yo le digo: Me dieron un tiro. Llega mi viejo. Los de la guardia me hacen entrar a mí primero. Viene el pasante, no el médico. Como que vio groso porque, al toque, llama al cirujano. El cirujano, que se llamaba Gustavo Berrocal, me mira y dice: Llama al instrumentista, al anestesiólogo. La enfermera me pone en la camilla, me lleva. En dos minutos yo estaba en la camilla, en plena cirugía. No te preocupes, dice el médico.

Yo, todo consciente. Me baja el ascensor, tercera o cuarta planta, me pasan a otra camilla entre dos enfermeras. Me llevan al quirófano, me pasan a la mesa de operaciones, me ponen de este lado. Viene el médico, me dice: No te preocupes. Te vamos a hacer un drenaje, porque tenés el pulmón perforado. Entonces, qué pasa. La bala entró, te perforó el pulmón. El pulmón son tejidos, que no son músculos que cicatrizan, es un tejido que es como una burbuja, que después se vuelve a ser revuelta. Empieza a derramar toda la sangre del pulmón y se mezcla con todos los gases, los jugos gástricos que tiene el cuerpo que van fuera del pulmón. Entonces, me tenían que drenar eso, todo el limado que se había hecho y ahí el pulmón se comenzaba a recomponer de nuevo, con los días.

El médico me pone de lado, me tapa la cara, empiezo a sentir una luz caliente. El anestesiólogo me puso un par de anestesias. Sentí el dolor, pero bastante bien igual. Estaba el médico trabajando. En un momento, cuando me empieza a meter el tubo… el tubo tiene que ser más grande que la bala… cuando tienen que meter el tubo al pulmón es como que tienen que romper más. Y ahí sentí un dolor, pero lloraba. Y lloraba y lloraba. Del dolor. Me terminan de meter el tubo, me cosen. Cableado por todos lados. Ahí eran, no sé, las 7.45 horas. En nueve o diez minutos yo estaba operado, con los drenajes, saliendo de la cirugía para terapia. Fui a terapia. Estuve dos noches en terapia.

Y bien. Hay dos cuestiones con esto. Si se saca o se queda la bala adentro. Si se saca, es porque el cuerpo rechaza la bala y se produce una infección que es mortal. Te tienen que cortar y sacar el pedazo de plomo. Que eso es muy groso porque es muy costoso. Hay muchos profesionales que no se hacen cargo de esas cosas y son operaciones que, en pesos, son, ponle, 30 o 40.000 pesos, o más. Que serán 3.000 o 4.000 dólares. O la bala la acepta el cuerpo. Se empieza a encapsular la bala. El pulmón la empieza a encapsular, se hace un capullito y queda ahí. Ahora pasa a ser parte del cuerpo. Esas son las dos cosas.

La clave eran las 72 horas para ver cómo reaccionaba el pulmón. Gracias a dios, quedó bien, no presentó preocupaciones y ahí quedó. Cada ocho meses me tengo que hacer análisis por si pasa algo. En algún momento el cuerpo tiene que rechazar a la bala. En algún momento. Tiene que ocurrir.

Fue una consternación grande. Estuve dos días en terapia, cuatro días en sala. Nunca hubo ninguna complicación. Yo, siempre consciente. En ningún momento me dormí. Sentí en un comienzo como que me dormía. Y el médico decía: No te duermas, no te duermas, no te duermas. Cabeceaba, pero trataba de no dormir.

Continuará...

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

29 mar 2021

  • 29.3.21
Hoy abrí la puerta de la terraza, y el sol iluminaba toda la habitación. Afuera, el ruido del mundo, a veces también el silencio del mundo, rompían el clímax que necesitaba para la lectura. De fondo, el piano de Glenn Gould me ayudó a aislarme en mi sillón relax de la vida que fluía detrás de los cristales.


Hay días, como hoy, que me echo en el sillón y abro un libro, y pasan las horas sin la conciencia de que también pasa la vida. Pero no me preocupa. Para mí, la lectura es parte inalienable de la vida. No sé qué hubiera sido de mí sin los libros.

Ahora releo. Sé que hay muchos volúmenes en los que nunca lograré decodificar mi alma. Sin embargo, la relectura se me hace un ejercicio imprescindible en un mundo en el que el olvido nos muestra sus aristas cada vez más estrechas, cuyos bordes se tropiezan unos con otros como si quisieran cubrir la misma superficie.

Releo algunos libros de mi vida, y su segunda lectura, en ocasiones, me parece la primera o bien otra distinta. Como si alguien, en esta realidad fantasmagórica que atraviesa nuestras biografías, hubiera vuelto a reescribir esas mismas páginas que las creíamos parte de nosotros y que ahora, años después, viven su propia existencia ajenas a nuestra primera mirada.

Otros libros, en cambio, perduran en la memoria sin apenas rasguños ni dobleces, como si cada uno de nosotros hubiéramos escrito una a una cada una de sus páginas y su recuerdo se mantuviera imperturbable pese al paso de los años.

Pero los más enigmáticos son aquellos que, siendo lo que son o lo que fueron, mantienen una capa de enigmática magia que los hace los mismos y otros al mismo tiempo, como si sus páginas pudieran abarcar tantas vidas como lectores, y tantas interpretaciones como el lector fuera capaz de abarcar o de imponerles.

He leído –releído– hoy, durante todo el día, con la sensación baldía de que tal vez haya perdido la jornada entre volúmenes que ya me son propios. Pero no ha sido así.

Releyendo mis libros de cuando era un estudiante de periodismo en Madrid, he recreado no solo el contenido de estos volúmenes, sino los días de una juventud que administrábamos como buenamente podíamos, porque nadie nos había dado instrucciones al respecto. En aquel mundo que nacía sin que nadie nos hubiera advertido de que iba a ser así, dibujamos un horizonte, nunca equivocado, pero sí más ancho que el ya diseñado por otros sin nuestra previa consulta.

Tan jóvenes, jugábamos a cambiar el mundo, pero ya el mundo lo modelaban acorde a las demandas de unos y de otros, nunca de nosotros. En el mundo cabemos muchos, decía un amigo. Claro, somos demasiados.

Y ahora cuesta identificar a aquellos si no es por los libros que leíamos, y las calles que transitábamos de noche con algunas copas de más, y las películas que nos aburrían, pero nos hacían pensar, y los profesores, algunos tan estirados y tan bien hablados, que nos descifraban este mundo como otro mundo posible.

Era ayer, pero ahora que miro la puerta entreabierta de la terraza y veo otro paisaje que nunca soñé y que tampoco rechazo, no sé por qué apagamos los sueños incandescentes de los años jóvenes.

Releo aquellos libros y veo esos días idos para siempre y nuestras dudas intachables, y nuestros sueños justificados a ninguna manera, y aquellos proyectos ilusionantes y marchitos que siguen viviendo en la memoria. Releo para vivir, me digo. O para no morir, pienso a veces.

Releo porque no me basta una mirada a la calle, porque el lenguaje oral de las tabernas se acartona como el menú de ayer y porque el presente, si no lo alimentamos, no alcanzaremos a compararlo con otros momentos vividos.

Hoy me he metido a solas con mis libros, como si el mundo fuese un dúplex al que nunca subo, o solo lo hago a veces, y en esa planta baja de la comodidad encuentro sin buscar trozos de una existencia olvidada, desmaquillada, que amo y que, en ocasiones, sin ambages, ella misma me busca, porque la existencia es un todo inabarcable, una historia escrita a cachos, a trozos, a empujones, a veces con la tristeza de frente y otras con la algarabía en exceso, pero siempre empujando a favor o en contra de nuestra voluntad.

Y ahí andamos nosotros, metiéndonos las manos en los intestinos para ver qué nos encontramos o para descifrar un destino maltrecho o libre, o sencillamente respirando para no morir de inanición.

Hoy estuve encerrado entre libros, entre los libros de una juventud que nunca se va del todo si la retienes con la seducción de quien la alimenta con pasión y no con la incredulidad de quien no cree en los actos eternos, en los momentos que solo se parecen a los sueños, en las circunstancias intangibles que nos mueven de allá para acá, con la sorpresa irreductible de quien no cree en nada, tan solo en los amores inexplicables que siempre vuelven y te pillan releyendo un libro de entonces.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

24 mar 2021

  • 24.3.21
Hace ya bastantes años que leí Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke, de quien amaba todos sus libros, breves y perfectos, pero sobre todo sus ensayos, más breves y más perfectos. El libro que cito “toma este estado como excusa o punto de partida para hilvanar en primera persona ideas que van más allá del mismo, en un discurso en el que lo que se busca no es tanto lo exacto ni lo riguroso como la relación personal con lo que se explica”. Es lo que dice la editora del libro. Y es cierto.


Muchas veces sentí cansancio en mi vida, no de mi vida. Y no era físico. Se trataba de ese otro cansancio que está en el cerebro pero que se deja sentir en los huesos. Como si fuéramos rehenes de un sobreesfuerzo físico, pero que en realidad se trata de las secuelas que nos deja la tristeza de este mundo metidas tan adentro.

Mi generación se ha vuelto muy comprensiva, sin saber por qué misterio de la naturaleza humana, con los cambios y motores tecnológicos que harán añicos nuestra vida de ayer para ponernos de frente en un mundo ignoto y enigmático.

Un día le dije a un amigo de la juventud que no le correspondía a nuestra generación defenestrar el papel de nuestras vidas, porque siempre lo vi muy comprometido con los productos digitales, un entusiasmo que nunca compartí y que acepté porque los tiempos, obviamente, cambian, para bien y para mal.

Ahora sé que quienes no vivieron en el papel pueden leer versos incluso en una caja de galletas o en el cristal empañado de un autobús. Curiosamente, son los mismos que ahora, agonizando, defienden el trabajo telemático. Sin la conciencia, desgraciadamente, de que en la pantalla del ordenador se nos escapa el ángulo de la mirada.

El filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han, que imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín, escribe con acierto: “También el teletrabajo cansa, incluso más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga, sobre todo, porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el teletrabajo en solitario, pasarse el día sentado en pijama delante de la pantalla del ordenador. También nos agota la falta de contactos sociales, la falta de abrazos y de contacto corporal con los demás”.

Efectivamente, porque, como diría él, la distancia social destruye lo social. Pero me da miedo cómo abrazamos el teletrabajo y, sobre todo, cómo los profesores justifican estos escenarios laborales y cómo esconden en el reflejo de la pantalla la mirada desvaída de un mundo que les atemoriza.

Hay un cansancio que siempre viene de dentro, de allí donde duermen nuestras frustraciones, los sueños rotos, las esperanzas chamuscadas, sobre todo el miedo a los otros, a los alumnos, a quienes necesitan de nuestra empatía para crecer y estar en el mundo que aprendemos a deshabitar incomprensiblemente cada día.

Y ya no son solo los profesores. Los alumnos también se están acostumbrando a parodiar a sus profesores en sus actos de ausencia y justifican su actitud con el convencimiento de que la vida después, no sabemos cuándo, volverá a ser como lo era ayer. Y no lo será. Porque el sistema cada día más se empeña en segregarnos y en dejarnos en casa a tiempo completo, lejos los unos de los otros, con deberes laborales en demasía y un horizonte de sueños a temperatura ambiente.

Hay un cansancio en nosotros que no es nuevo, que crece y se renueva en nuestras vísceras como si fuera nuevo y no lo es, pero que en realidad venimos acumulando desde el día siniestro que tuvimos conocimiento de la infelicidad. Y ahora la pandemia ha venido a traernos trozos intangibles de aquellos días usurpados y de una morriña sin agujeros que acumula en nuestras venas el tiempo perdido para siempre. La pantalla del ordenador nos encierra en casa y nos aísla del mundo, porque, además, el mundo comienza a ser ya un planeta inexplorado y ausente.

Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano, escribe que también nos agotan las videoconferencias que nos convierten en videozombis, que nos cansa contemplar nuestro propio rostro en la pantalla, porque estamos demasiado tiempo frente a nuestro propio rostro. Pero él ironiza: “No deja de ser una ironía que el virus haya aparecido justamente en la época de los selfis, que se explican sobre todo por ese narcisismo que se va propagando por nuestra sociedad. El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se confronta sobre todo con su propio rostro. Ante la pantalla nos hacemos una especie de selfi permanente”.

Lo grave de todo, en cualquier caso, es nuestra capacidad de asimilación y de reemplazo de un modo de vida por otro, de hallar en la pantalla del ordenador el espejo de nuestros secretos hasta ahora silenciados, nuestra apuesta interesada y desinteresada al mismo tiempo por un escenario que el teletrabajo reducirá a la cocina de casa. Hay en este convencimiento inconfesable y perverso una rendición íntima de nosotros mismos que no me gusta.

Hay en mí, al menos, un cansancio que intento vencer cada día contra el mundo impostado, telemático, on line o virtual que pretenden imponernos y que, desde luego, en poco se parece a la vida. Al menos a mí, los alumnos me encontrarán siempre en el aula, a esa hora intempestiva que se precipita antes del amanecer y que nos encuentra a todos devorando los últimos ardores del sueño y la sensación siempre luminosa del conocimiento.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

15 mar 2021

  • 15.3.21
Ahora que sabemos que los años miden el transcurrir de nuestro paso por la tierra, hemos aprendido que la vida no se mantiene solamente respirando y apurando un día tras otro, como si fuera un plato puesto a la mesa presto a consumirlo.


Ahora sabemos que la vida también no es solo la vida, sino también los sueños que alimentamos y nos alimentan, los días que fulminamos con la conciencia despierta de que el transcurrir del tiempo es inevitable y que los momentos que nunca llegaron a suceder también forman parte alienable de nuestras biografías. Acaso sin la memora de todos aquellos proyectos que nunca llegamos a realizar, la vida se nos muestre más precaria y soez.

Hace unos días volví a reencontrarme con Julio Cortázar, el escritor argentino de quien tanto aprendí y con quien tanto reí y lloré. Esperaba sus últimos títulos como el enfermo adicto que busca en la farmacia un fármaco que le aplaque el dolor por resolver. Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas, Queremos tanto a Glenda, Deshoras. Y las recopilaciones de artículos sobre Nicaragua y Argentina que publicó póstumamente. Porque la muerte, como acostumbra, le sorprendió en 1984, cuando éramos tan jóvenes para perder a nuestros maestros del alma.

Lo he leído y releído tantas veces que pensé, hace unos días, que ya estaba curado contra tanta ternura e imaginación y maestría. Tanta tensión en un cuento, tanta hondura, solo poniendo los sentimientos de par en par, abiertos en canal y expuestos en páginas enfrentadas, en un mundo en el que tantos escritores cultivan su oficio como si sus vidas fuesen signos encriptados, como si sus vidas pudieran alimentarse ajenas al dolor que nos amenaza cada día.

Leo Deshoras, el relato titulado igual que el libro que lo contiene, publicado en 1984, el último o uno de los últimos libros que nos regaló el escritor argentino y, al leerlo o releerlo –la memoria miente como cualquier escritor profesional–, encuentro mi vida hecha añicos y la de quienes conozco, el recuerdo de una mujer que nunca supimos por qué no compartimos más días juntos, mientras otra, que habitaba aquellos días con la sombra de quienes ya no somos, nos saca de un sueño entrecruzado con un sopapo que es una llamada de alerta, la conciencia de que tal vez nos equivocamos, la certeza brusca de que se ama con el cerebro y no con el corazón y la sensación ineludible, como ya contó Gabriel García Márquez, de que el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.

De manera que nos encogemos en nosotros mismos, agazapados en un lado oscuro de una de estas habitaciones con la pretensión inconcebible de que es entre estas paredes donde siempre quisimos estar. Pero no es así. Y si hay alguna duda, solo podemos, antes de mirarnos más adentro para contrastar estas sensaciones, volver a leer a Deshoras de Julio Cortázar, para saber y certificar que nunca nos equivocamos, sino que, más bien, no supimos corregir el error, ni poner luz a nuestras sombras, ni tuvimos fuerzas ni valor para cambiar la rutina que abriga nuestras noches.

Cualquiera lee a Cortázar pensando que el argentino habla de él mismo, y ahí erramos. Porque los buenos escritores localizan su mal y universalizan sus secuelas, que, por supuesto, también son nuestras. Sospechamos en esas páginas que la existencia esconde un ángulo gris que nos es propio, pero que negamos cuando el sol alumbra el mediodía y la vida brilla por sí sola, aunque ningún fuego pronostique su eterna incandescencia.

Así que leyendo estas páginas he visto no solo mi vida, sino nuestras vidas, arañadas por el paso del tiempo, huyendo del cataclismo, intentando recomponer la porcelana rota. Pero ahí también hay una belleza tímida en el recuerdo agazapado, en esa posibilidad efímera que ofrece la noche cuando el frío habita las calles y toda existencia.

Conservo un libro de Pablo Neruda firmado por Gabriel Celaya y otro de Julio Cortázar firmado por Gabriel García Márquez. Sé ahora por qué. Neruda ya había muerto, y también Cortázar. Así que suplí sus ausencias con la de Celaya y la de Gabo. Supe, en definitiva, que eso es la vida. Que la pesadilla que nos devora, la suplimos con quimeras que no están a nuestro alcance. Donde las tinieblas tienden sus velos inexorables es contra aquellas decisiones que no guardan coherencia con nuestras sensaciones más primitivas.

Leyendo a Cortázar, cualquiera sabe que, mientras ella te habla de proyectos inútiles, otra mujer habita tus recuerdos. Pero yo he aprendido que da igual, siempre y cuando una mujer pueda suplir a otra por muy diferentes que sean. Como quien conserva libros de un escritor que ama, dedicados por otro escritor que también ama. Pero si quien firma este libro no alcanza la altura de tu alma, tal vez sea mejor salir a la calle y gritar a todo pulmón que la vida sigue valiendo la pena. Y no volver nunca adonde estabas.

Es más. Si nos acogemos al puro significado de las palabras, deshoras o a deshoras, es el tiempo o momento inoportuno. Fuera de razón o de tiempo. En Bolivia, curiosamente, es nombre femenino: mujer que es amante o querida de un hombre. De ahí la expresión: “Anoche durmió con su deshora”.

Andar soñando a deshoras es lo ordinario. Vivir a deshoras nunca es el diagnóstico idóneo para un horario desbarajustado, tampoco para una vida que, sin pretenderlo o sin saberlo, se nos escapa por los descosidos inconexos de cada amanecer.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

8 mar 2021

  • 8.3.21
Hay títulos enigmáticos que nunca he logrado decodificar en toda su integridad, como este de Joan Margarit: Amar es dónde. ¿Donde estés? ¿Dónde es un lugar? El poeta escribe: “Recupero/ el viejo impulso, el rayo luminoso/ en esta oscuridad en la que amar es dónde”. 


Dicen los doctores en la materia y los letristas de boleros que la distancia es el olvido. Bueno, habrá algo de poesía en poner unos cuantos kilómetros de por medio entre los amantes, pero sin distancia el amor tampoco crece ni se mantiene. 

Hay una inseguridad torpe en estas afirmaciones en las que el amor más efectivo se representa como un pájaro enjaulado. Margarit escribe: “La vida nos acostumbra, más allá del mezzo del cammin, a la presencia de lejanías, tanto al mirarnos hacia atrás como si lo hacemos hacia adelante”.

La obra de Margarit es plenamente bilingüe en catalán y castellano. Carles Geli ha escrito que el poeta llevaba un poema en curso siempre en los bolsillos, pero “dentro de una semana, a lo sumo, llevaré dos, que será el poema en castellano, pero no es una traducción: ambos hacen su camino”, decía.

Tal vez llevara muchos más, porque la poesía en sí misma es una traducción imposible de la vida, que solo cobra sentido después de muchas deconstrucciones encriptadas en las vísceras. Margarit lo escribió así: “La lengua en la que hablo y la lengua en la que escribo los poemas es la misma”. 

Él sabía, porque lo escribió, que algunos poetas así lo entendían, como Gabriel Ferrater o Philip Larkin. Pero otros, como Josep Carner, acentuaban las diferencias entre la lengua hablada y la del poema. El poeta catalán, finalmente, se reconciliaba con ambos: “Pero todos ellos me han enseñado que la inspiración, por lejano o extraño que parezca a veces el poema, no puede venir más que de la propia vida”.

Claro, solamente hay un dónde que es la vida, que es el dónde donde habitamos y sufrimos y amamos. Ningún gran poeta lo ha sido si no ha escrito en su propia lengua, acostumbraba a decir. Aquí también los caminos se bifurcan y tal vez no hable solo de la lengua como tal, sino de su propia esencia, de la soledad que lo ata a las palabras, de su dificultad de transmitir el afecto. 

Después de todo, la poesía está ahí para complementar la vida, aunque su simiente sea la misma existencia. La tristeza que no logra asimilar la vida, el poeta la tritura en la licuadora del verso. Obviamente, el resultado es una tristeza fácil de asimilar y digerir. 

La tristeza, ya se sabe, nos vale para la literatura y la música, pero mejor si es prescindible en la vida. Sin tristeza no hay poemas, pero con tristeza tampoco hay vida. Así que lo mejor será amasar los excesos de este combustible para doblegar a las palabras y después bajar a la noche libres de prejuicios, perjuicios y somnolencias.

Margarit lo sabía y escribió: “Debo convivir/ con la tristeza y la felicidad,/ vecinas implacables”. A la batidora de la vida, quién lo diría, le caben muchos más ingredientes, muchos de ellos, en ocasiones, incompatibles, como la tristeza y la felicidad. Y cuando crecen los años en número y en cansancio, la sospecha de que la vida es efímera se agarra a la garganta como una gripe nueva y adhesiva sin solución. 

El poeta catalán lo iba sospechando, que el final solo es una mala experiencia que nos aguarda al final de nuestra existencia: “Se acerca la última verdad, durísima y sencilla./ Como los trenes que en la infancia,/ jugando en el andén, me pasaban rozando”.

Sí. El fin nos pasa rozando, pero nos lleva de lleno, sin voluntad y sin aviso previo. El coronavirus le impidió recibir el Premio Cervantes con todo el protocolo de la fiesta y sin el discurso propio del reconocimiento. Él se contentaba afirmando que hacer un poema es mucho más difícil que morirse. Lo decía con mucha humildad confundida: “No lo puede hacer todo el mundo, un poema. Morirse está al alcance de todos”. 

Pero los poetas no son tan sinceros cuando se trata de cruzar la última mampara que los aleja imponderablemente de los versos aún no escritos. Porque dejar la vida, así como así, siempre es el poema de más difícil materialización.

Escribió que hay muy pocos libros que le deslumbraran y muy poca música que pudiera consolarlo. Se esforzaba para mantener el brillo del oro humilde “que conservo aún”. Por eso hablaba con “los que no están”. Eso sí, lo hacía sonriendo, pero no iba nunca “a ese lugar donde la muerte/ lo es de oficio y las flores son más feas”. Pero no se confundía con una de las pocas convicciones que inspiraron sus poemarios: “En saber estar triste hay energía./ La última en perderse”.

Leo a Joan Margarit ahora que ya no está con nosotros. Leo sus poemas herméticos como esponjas que todo lo mimetizan, sobre todo el exceso de tristeza que mata tanto como el colesterol o el azúcar o la arritmia. 

Hay en esa tristeza alegre de sus versos una apuesta firme firmada ante notario, como quien declara que cuanto ha escrito lo suscribirá para siempre, como si cada libro fuese una célula inseparable de su cuerpo. Leo estos versos que, aunque también enigmáticos, los asumo como propios: “Ahí lo descubrí: para ser libre,/ que aquellos que te quieren/ no sepan dónde estás”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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