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Mostrando entradas con la etiqueta Historias de un hojaldre peludo [Gonzalo Pérez Ponferrada]. Mostrar todas las entradas
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11 abr 2017

  • 11.4.17
Siempre recordaré mi primer encuentro con el amor y sus olores, entre las calles de mi ciudad. Fueron las fragancias perdidas en mi memoria, las que me abrieron un largo camino hacia el recuerdo esta tarde, en la playa. Ahora estoy frente al mar. Oliendo el mar.



Lo que les voy a contar ocurrió en la primavera de 1973. Es una historia de olores santos. Como dije, iba paseando al atardecer por la playa y el perfume de un naranjo solitario me condujo hacia otros tiempos. Me llegó a la nariz la misma fragancia de aquel Jueves Santo. La esencia de la vida convertida en una breve emanación de azahar que volvía para castigarme y recordarme quién era y hacia dónde iba.

Los nazarenos y los costaleros de aquel Jueves Santo de 1973 fueron testigos mudos de tiempos muertos y vivos. De aquellas primeras caricias escondidas y de los besos más tímidos. La Semana Santa pertenece a los adolescentes que saben oler y tocar las fragancias.

En los primeros años de la juventud todo se revela como nuevo, como ajeno a nuestro propio cuerpo. Todo es locura por vivir y por sentir. En los comienzos, los olores son más físicos. Con la vejez, al igual que nuestras carnes se marchitan, también lo hace la nariz y sus ganas de oler. Afortunadamente, queda en la memoria el olfato perdido.

Y entre otras presencias no se me olvidan los perfumes de los días de procesiones, incienso y aromas de primavera. La Semana Santa es la semana de los perfumes más sagrados y más profanos. En esos días, los jóvenes están abiertos al misterio que les ofrece la naturaleza viva que los conducen hacia la pasión. Esas noches apremian para amar oliendo. En el callejón estrecho, inundado de sudores de santos.

Con la curiosidad del joven que comenzaba a buscar los placeres más primitivos, recuerdo el perfume del incienso y del azahar estallando entre mis sentidos, y el brillo de ella y de sus ojos escondiendo sus curvas de mujer en el traje viril de un nazareno desconocido. En las noches de abril las fragancias se entremezclaban y se perdonaba casi todo. Incluso, los pecados más veniales, que por aquellos años, eran casi mortales.

Yo tenía 15 años en esa noche santa de jueves, cuando descubrí a la joven que me invitó a conocer sus secretos nunca revelados. Aquella niña ya era mujer y se llamaba de alguna manera. Ahora la niña ya no tiene nombre porque murió entre mis recuerdos.

Ni siquiera evoco su rostro. Sólo percibo la sensación de su piel y de aquellos ojos que miraban curiosos. Recuerdo que sus pechos olían a virgen y que sus manos blancas eran como la cera derretida.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

31 mar 2017

  • 31.3.17
Estaba recostado en mi cama y me encontraba en ese trance en el que no sabes si estás dormido. A mi lado se encontraba una hermosa mujer de unos treinta años de edad. Era una joven que no conocía. Tenía largas piernas y estaba desnuda. Sentía su voluptuosidad porque su cuerpo rozaba mis manos y su cercanía me regalaba el olor de sus pechos. Estaba dormida. Soñaba. Cantaba y llamaba a un hombre.



—¿Humber? ¿Humber? ¿Dónde estás?

—¿Quién eres? –le pregunté.

—Me llamo Lolita.

—¿Qué haces aquí en mi cama?

—Soñando contigo –me contestó.

—¿Eres Lolita, el personaje de Nabokov? Pero Lolita tenía trece años. Era una adolescente, y tú eres una mujer madura.

—Sí, así es. Ahora soy Dolores Haze, una mujer más, de las miles que pueblan la tierra en los sueños de centenares de hombres. El tiempo también pasa para mí, Humbert.

—¿Y dónde está tu hombre? –le pregunté.

—Eres tú, Humbert.

—Yo no soy Humbert –le dije–. Yo soy de verdad; Humbert fue tu amante en una historia inventada, yo no vivo en una novela. Fue Vladimir Nabokov quien te hizo a ti y a Humbert. Quizá fuera Nabokov tu amante, pero yo jamás lo fui.

—Tú no sabes lo que es cierto y lo que es verdad, Humbert. Dime, ¿dónde está la verdad? Yo solo quiero ser feliz a tu lado y nada más. Quiero contemplarte por las mañanas al despertar y cuando cierre los ojos por la noche, verte en mi última imagen.

—Pero eso no es posible Lolita: tú no estás aquí y yo sí. Tú eres la fantasía de un escritor, una invención.

—Acaríciame, Humbert. Estoy cerca, a tu lado. Siente mi piel fresca, vive conmigo en la eternidad. La novela de Nabokov ha crecido y se ha hecho mayor de edad, en tu librería. Ahora soy real y estoy aquí, contigo, en tu cama. Tengo 30 años, ya soy mayor. La Lolita adulta te sigue amando.

—Humbert está muerto –le dije– y tú también. Vuelve a tu libro y abandona mi cama.

—No, Humbert, estoy viva. Estos senos son muy reales. Ven, acércate. Entra en mí, hazme real, ya soy una mujer, necesito ser una mujer, ayúdame, sácame de este libro.

—No puedo, Lolita. Ahora yo también estoy en tu novela y ya no podré despertar jamás.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

17 mar 2017

  • 17.3.17
Hoy voy a robar un banco. No soy un profesional del hampa, sino un parado arruinado y con familia. Llevo tres años sin trabajar. Empecé con 16 años de botones en el desaparecido Banco Hispano Americano. Pasé por todas las fusiones bancarias de la anterior década y, al cumplir los 45 años, me echaron. Lo llamaron "reestructuración laboral".



Es la primera vez que atraco un banco. Son las ocho de la mañana y estoy a punto de asaltar al empleado que está en la caja. Yo podría estar ahí de cajero. De hecho fue mi último puesto. Los últimos diez años, antes de que prescindieran de mí, estuve en la caja.

Con la indemnización del despido no me dio ni para vivir dos meses. Ahora soy muy pobre, y ellos, cada día que pasa, son más ricos. Los banqueros tienen mucho dinero, el dinero de todos. En tiempos de crisis todos pasamos necesidades menos ellos. Y dicen que esta crisis la han provocado los bancos. Pero yo no veo a ningún banquero en el paro.

Por eso estoy aquí, para llevarme el dinero. Me lo voy a llevar crudo. Ahora sí. No tengo sentimientos de culpa. No hay remedio. Además, tengo que alimentar a mi familia.

La pistola se la compré a un tipo. No he disparado en mi vida. Bueno, sí, en la mili. Todavía lo recuerdo como si fuera la primera vez. El blanco estaba como a unos cien metros, pero la bala se encasquilló. Me volví con el fusil apuntando a todo el mundo para pedir ayuda. Aún veo a toda aquella compañía de soldados tirándose al suelo para evitar ser acribillados por mi torpeza. Todavía recuerdo el guantazo que me dio el capitán en la cara.

Tengo que conseguir dinero. Mi hijo de diez años celebró el domingo su cumpleaños gracias a los puntos que nos dan en el supermercado. Creo que le dio para unos chicles y unos refrescos. Ayer comimos patatas asadas con cebolla, pero mañana no sé lo que podré conseguir para mi familia.

Son las ocho de la mañana. A estas horas en el banco hay muy poca gente. Solo un hombre de unos treinta años muy bien vestido y una señora mayor. La directora del banco está hablando con ella. La misma directiva que me denegó la semana pasada un préstamo para ir tirando estos meses. El hombre trajeado está sentado y tiene puesto un abrigo de Cachemira. Parece que espera a alguien. Estoy desesperado pero no se me debe notar.

Tengo que decidirme ya. Creo que ahora es el momento. Tengo frío. No, más bien es un escalofrío que me recorre la espalda. La pistola la tengo agarrada por dentro del bolsillo. Me siento más seguro así.

Me acerco a la ventanilla y saco la pistola intentando que no me vea el señor bien vestido. El hombre que está en la caja me mira incrédulo. Al principio esbozó una sonrisa. Debo de tener una cara de chiste patética. Creyó que era una broma.

“Venga no te hagas el héroe y no te haré daño”. Caray, me salió igual que en la película Atraco perfecto de Kubrick. Era la primera vez en mi vida que interpretaba el papel de malo. Siempre fui el bueno, o mejor dicho, el imbécil de la familia. Pero ahora soy un bandido. “Venga, dame todo el dinero que tengas y disimula. No mires a nadie. Si intentas algo te abraso con este revólver”. No estoy pensando lo que digo. Me sale automáticamente. Todos los personajes favoritos de mis películas hablan por mí.

Ya sé la cara que pone un hombre cuando piensa que puede morir en los próximos segundos. Es una expresión que parecería normal sino fuera por la mirada de los ojos. Los ojos buscan los míos para adivinar si seré capaz de matarlo. De apretar el gatillo.

Me mira mientras cuenta los billetes. El hombre del abrigo se ha levantado del asiento. Me ha descubierto. Yo lo puedo ver a través de una ventana que refleja toda su imagen. Se acerca a mí mientras se mete la mano en su chaqueta. Ha sacado su pistola de marca Beretta. Es igualita a la que utiliza Keanu Reeves en Matrix.

Se identifica como policía y me pide que suelte la pistola. Me está apuntando. No puedo permitir que este tío me quite ahora mi dinero. Ya estaba haciendo planes. Iba a llevar a los chicos al parque de atracciones. Subiría del supermercado con dos carros cargados hasta arriba de cosas. Leche, galletas, arroz, pan de molde, judías, chorizo... Llevaría a mi mujercita al cine. Hace muchos años que no podemos ir a ver una película.

Me sigue apuntando y no le entiendo muy bien. No le hago caso. Es como si no quisiera oírle. Se está poniendo nervioso. No voy a permitirlo. Tengo que llevarme el dinero.

Hay que hacerlo muy deprisa. Ser más rápido que él. Como en las películas de vaqueros. Cuando Pat Garrett liquidó a Billy el Niño. Billy apenas percibió su final. Su último minuto estaba cerca y él siguió sonriendo hasta que le metieron una bala en la cabeza y otra en el corazón.

Me vuelvo con rapidez hacia el tipo bien vestido y aprieto el gatillo. No llegué a tiempo. Él fue más rápido que yo. Resulta que él es Pat Garret y yo estoy más muerto que Billy el Niño. Esto no estaba planeado.

No pensaba que alguien me iba a disparar. Que me iban a matar en esta mañana tan soleada de invierno. Me duele mucho el pecho. Maldita sea. Apenas puedo respirar. La vista se me está nublando y no quiero soltar el revólver.

Camino hacia la calle con el dinero que puedo coger con una mano. Pierdo los billetes por el camino. Ni siquiera llego a la puerta. Quiero salir. Me estoy cayendo. Me duele el pecho. Me ahogo.

La directora y la señora gritan histéricas. No puedo despedirme de mis hijos. No podré llevarlos jamás al parque de atracciones. Ni a mi mujer al cine. Los niños hoy no comerán galletas. Ya no podré comprar los dos carros del supermercado. Me duele mucho todo el pecho y me estoy asfixiando.

Dios mío. Pat Garret me ha ganado en este duelo. Me muero.

Me han disparado, pero yo soy Billy, Billy el Niño y no puedo morir. Por eso, antes de cerrar los ojos para siempre voy a enfundar mi revólver y abandonaré muy despacio a lomos de mi caballo este poblado tan polvoriento.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

7 mar 2017

  • 7.3.17
Me llamo Nerón Claudio Druso y nací en Roma en el año 15 antes de Cristo. Me pusieron como sobrenombre "Germánico" por las batallas que gané en tierras de la Germania. El emperador Tiberio me adoptó. A partir de entonces me llamé Julio César Claudiano aunque, como he dicho antes, todos me llamaban "Germánico".



Al año de mi adopción, me promocionaron como mando militar y, entre los años VII y XI serví en Panonia y Germania. En el ejército obtuve grandes victorias. Yo fui el que vengó a Publio Quintilo, muerto por los bárbaros junto a sus tres legiones en el bosque de Teutoburgo, en Germania. Quizá haya sido una de las peores pérdidas de la historia de Roma. Al final hice desfilar cautiva por las calles de Roma a Thusnelda, la esposa de Arminio, el germano vencedor de Teutoburgo.

Siempre serví con total lealtad a mi tío y padre adoptivo, el emperador Tiberio. Me hice popular entre mis hombres. Mis legiones me incitaron a tomar Roma por la fuerza de las armas y destituir al emperador. No les hice caso. Nunca me levanté contra Tiberio, aunque él siempre receló de mí.

Mi sino fue una muerte temprana. Tuve el mismo destino que mi padre, Claudio Druso. Murió asesinado por su propia madre. Livia mi abuela, mandó a su médico personal para que envenenara a mi padre. En mi familia, o te hacían emperador o no llegabas a viejo. Si no te mataba tu hermano, lo hacía tu madre.

El único que se libró de una muerte violenta fue mi hermano Claudio. Tenía cierta dificultad al hablar y lo tomaron por un estúpido. Creo que fue el más inteligente de todos los emperadores romanos. A mi pobre hermano Claudio se lo encontraron muerto de miedo, detrás de una cortina, los propios pretorianos que lo nombraron emperador.

Él subsistió a todos porque ninguno de mis parientes lo sintió como una amenaza. Sobrevivió a todos menos a Agripina, mi hija. Ya de emperador se casó con ella en segundas nupcias, después de que ejecutaran a su esposa Mesalina por adúltera. Mi hija Agripina no tuvo escrúpulos. No tardó en envenenar a mi hermano, el emperador Claudio.

Cesar Augusto fue mi tío abuelo, el primer emperador de Roma. Mi abuelo, el malogrado triunviro Marco Antonio. Entregó su prestigio a una reina egipcia de origen griego llamada Cleopatra. Se envenenó antes de que lo ejecutaran.

A mi muerte, mi mujer, Agripina, acusó a Tiberio, mi padre adoptivo, de haber tramado el asesinato. Pobre esposa. Hubo una investigación, pero no se aclaró nada. Tiberio, en venganza, la desterró a la isla de Pandatoria. Así me agradeció el emperador mis servicios. Desterrando a mi mujer y matando de hambre a dos de mis hijos.

Y yo tengo que vagar durante toda la eternidad para pagar los desmanes de esta familia, de la dinastía Julio-Claudia. Fueron los míos, mi estirpe y mi cuna, los que asesinaron a sus padres y hermanos.

A la muerte de Tiberio mi hijo Calígula fue nombrado emperador, no sin antes eliminar a su primo, Tiberio Gemelo, con el que tenía que haber compartido el imperio. Esta casta lleva en la sangre el asesinato y el parricidio.

Mi hijo Calígula fue el más cruel de todos. Era un enfermo con delirios de grandeza. Tuvo relaciones sexuales incestuosas con mi hija Agripina. Fueron los propios patricios los que acabaron con él. Lo asesinaron muy pronto. Solo estuvo en el poder cuatro años. El día que lo ejecutaron, mataron a su mujer y a su hija pequeña aplastándole la cabeza contra un muro.

He sido yo el condenado a vagar entre los siglos para intentar evitar tanta maldad. Me mataron en el otoño del año XIX en Antioquía, a los 34 años. Ahora estoy muerto. Muerto hace dos mil años.

Mi cadáver fue incinerado rápidamente. Mi esposa, la nieta de Augusto, trajo las cenizas a Roma. Nadie de mi familia asistió a las honras fúnebres. Se ausentó el emperador, mi padre adoptivo. Mi abuela Livia y mi madre Antonia tampoco fueron. Y así me despedí de la historia de Roma, solo, de la misma manera que vine al mundo. Y ahora estoy condenado a vagar eternamente y a revelar mi vida que historiadores romanos como Suetonio o Tácito se han encargado de narrar.

Lo que no contaron los cronistas romanos es que 2.000 años después, la estirpe asesina de mi familia sigue vagando entre los genes de todos sus miembros. Por los siglos de los siglos. Envenenando la sangre de sus descendientes.

El instinto criminal es natural. Matar para adquirir poder. Para robar, para fornicar. Cuánto asesino hay entre nosotros... Se han multiplicado por miles. Están en todas partes. En el autobús, en la panadería, en el cine. En el Gobierno. A veces te cruzas definitivamente con uno de ellos a la salida de una discoteca y te clava un cuchillo y adiós. Hasta siempre.

Es posible que mi memoria todavía quede relegada a un instante de lucidez de alguno de mis descendientes para evitar la masacre. A veces lo consigo. Otras no. Como la sed de sangre de un hombre joven, de unos 20 años, que acaban de detener. Le imputan la muerte de su hermano. Al parecer estaban enfrentados por una herencia. No sé si será uno de mis vástagos, aunque curiosamente, se apellida Germánico.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

28 feb 2017

  • 28.2.17
Irene siempre fue la fiel compañera de Pedro Iriarte. Está al otro lado. En su imaginación. Se la inventó hace mucho tiempo. Durante su infancia, Pedro Iriarte, como todos los niños, se buscó un amigo imaginario. Él en este caso prefirió dibujar en su mente a una amiga. La llamó Irene. Fue su compañera en los primeros juegos.



Con tan solo cuatro años Irene lo despertaba por las noches y viajaban juntos entre lechugas de menta y plátanos de limón. Ella siempre estuvo a su lado, acompañando a sus sueños. Viajando entre la nada con placeres prestados.

Cuando Pedro Iriarte fue adolescente Irene lo abandonó con un beso. Antes de marcharse, ella, le dejó acariciar sus senos de agua. La culpa la tuvo una joven de carne y hueso que provocó las primeras fantasías reales de Pedro Iriarte.

En aquellos años de juventud él no soñó con Irene. Estuvo despierto a causa de los besos rojos, con sabor a fresa y a carne de mujer. A deseo terrenal. Él se enamoró. Fue la pretensión más humana y posible.

Pedro Iriarte vivió entre la madurez de los hombres que ya no son niños. Conoció el roce de los cuerpos, y las caricias permitidas. Los años cargaron a Pedro Iriarte de momentos llenos de felicidad. De instantes miserables y de monotonías expertas en el aburrimiento.

Irene se disolvió entre sus recuerdos. Ella desapareció y mutiló su huella. Los años cada vez se hacían más cortos. La gente mayor suele exprimir las horas del reloj en segundos.

Pasó el tiempo. Ocurrió en la última tarde de su vida, cuando la muerte le sopló al oído. A él no le gustaba adormecerse a esas horas de la tarde, porque intuyó que cuando llegara su final, sería en el sillón, sentado, y al atardecer. Igual que le ocurrió a su abuelo Gonzalo.

Quería que la muerte lo cogiera despierto. Su madre siempre le recordó como en una letanía las últimas palabras que su abuela dirigió a su marido: “Gonzalo, Gonza, ¿Estás dormido?". Su abuelo no despertó. Pasó del sueño a la muerte. Sin la transición de un beso. Sin las lágrimas necesarias. Sin el miedo al otro lado. Se fue sin despedirse. En el transcurso de una siesta andaluza. Ladeando la cabeza a la izquierda. Se fue con un gran ronquido. Sentado en su sillón favorito.

Pedro Iriarte anduvo con mucho cuidado para no morirse dormido como su abuelo. Él quería caminar hasta el fondo con los ojos abiertos. Conocer el final en todas sus formas. Dar la bienvenida a la eternidad con plena lucidez.

Fue entonces en aquella tarde, cuando oyó aquella expresión tan familiar. “Hoy cumplo 24 años”, le dijo una voz que se confundió con esos primeros minutos de la somnolencia. “¿Recuerdas? ¿No me vas a felicitar?”

Pedro no tenía ganas de levantarse. Cuando uno se está muriendo no está para bromas. “¿Quién eres?”, preguntó el durmiente. “Soy yo, Irene" -contestó ella- "la que nunca se fue, la que siempre estuvo contigo. Aquella niña que despediste hace muchos años con un beso. Aquella adolescente a la que besaste por primera vez, y acariciaste sus senos como el que roza una nube. Yo también he crecido y ahora quiero jugar contigo”.

“Para eso estoy yo... para jugar...”, contestó el moribundo Iriarte. “Tú déjame a mí”, dijo Irene, “déjame hacer. Cierra los ojos y dame un beso”. Llegaron las manos, las caricias y los revolcones sin sombra.

Pedro Iriarte hizo el amor por primera vez con Irene, la compañera de la infancia que estuvo con él hasta el último minuto. Porque la conciencia, aunque se llame Irene, no abandona al cuerpo hasta que comienza el frío.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

14 feb 2017

  • 14.2.17
Me llamo María Madrid y me he comido a mi novio. Amé y quise a mi novio Guillermo hasta límites que rozan la indecencia. Aún así, lo reconozco: experimenté más placer alimentándome con su carne que haciendo el amor con él. Masticándolo descubrí un goce sublime.



He tardado más de un mes en comérmelo. Lo maté un lunes a las tres de la tarde con el martillo que tengo en la cocina. Fue muy duro despedirme de Guillermo. Lo decidimos entre los dos. Él me dio el martillo y yo le partí el cráneo. Me dijo: “María, dame un golpe seco por detrás, en la base de la cabeza. Si en el último momento grito, no me hagas caso. Golpéame fuerte para que no me duela mucho”.

Al principio estaba muy asustada pero cuando le di el segundo porrazo y babeó, todo fue más fácil. Me volví como loca. Le di uno, dos, tres, cuatro... hasta veinte martillazos en la cabeza. Él gimió al comienzo. Después solo se apreció el ruido acolchado del martillo destrozando sus sesos. Algo así como chof, chof.

Con su carne no tuve problemas. A lo largo del mes que he estado comiéndomelo lo he saboreado de formas muy variadas. A la plancha, guisado, y rebozado. Los huesos dieron más problemas: algunos los utilicé para el cocido; otros tuve que triturarlos hasta el punto de hacer una harina amarillenta que me recordaba al gofio canario.

Guillermo prefirió morir por mí. Disolverse entre mi saliva. Él quería ser mi digestión, entrar en mi sangre y alimentar con su esencia todas mis células. A veces pienso que debería estar muerta yo. Al principio ésa fue la única opción. Es más, yo estaba dispuesta a ser su alimento. Me hubiera dejado devorar por él. Me gustaba fantasear con la idea de ser sacrificada, de pertenecerle.

Quisimos alcanzar al amor en toda su pureza. Quizá fue por eso, cuando nos tomamos en serio aquella leyenda. Él me contó que el dramaturgo Aristófanes .que vivió allá por el año 444 a.C.- fue el que describió por primera vez esa historia de perfección. Comenzaba así:

Antaño, cuando la memoria se pierde en los confines de la creación, los seres humanos éramos andróginos. Teníamos dos caras opuestas. Una de mujer y la otra de hombre. Andábamos con cuatro piernas y teníamos cuatro brazos. Éramos tan vanidosos y peligrosos que Zeus nos partió por la mitad con un rayo. Desde entonces somos unos infelices y vagamos por la tierra buscando la otra mitad para obtener placer y descendencia.

Echo de menos sus caricias pausadas. Las uñas rozando levemente mi espalda. Los besos recorriendo toda mi geografía íntima. Nos uníamos en una comunión perfecta. El sexo para mí en aquella época se deslizaba entre las yemas de sus dedos. Me descubría en su piel todas esas sensaciones que se aprenden soñando. Estaba muy enamorada. Palpaba su alma entre mis labios.

El placer. Ése fue el único objetivo. Queríamos experimentar el verdadero éxtasis entre dos enamorados. Fundirnos en un solo ser. Volver a ser andróginos. Los dos queríamos ser uno. Disolvernos en una misma naturaleza, y la única manera de conseguirlo era que uno de los dos se comiera al otro.

"Lo de comerme a Guillermo fue un acto de amor", le comenté a Pascual, mi nuevo novio. Pascual era un chico muy sencillo, y no entendió muy bien la historia que acababa de contarle. Tardó solo unos minutos en comprenderlo todo. Fue justamente cuando le clavé en el pecho un cuchillo jamonero. Ahí, entre sus propios estertores, comenzó a atar los cabos sueltos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

3 feb 2017

  • 3.2.17
Amelia se desnudaba todas las noches delante de la ventana de su vecino. La ventana se encontraba al otro lado del patio, frente a su habitación. Nunca la vio abierta. Jamás oyó la voz de su vecino. Pero ella sabía que él estaba ahí mirándola, deseándola. Era un admirador secreto.



Cada noche, antes de irse a dormir, se repetía la misma historia. El ritual era invariable. Iba quitándose la ropa muy despacio hasta quedar totalmente desnuda. Mirándose al espejo y controlando el ojo de aquella ventana, el ojo de aquel extraño que se ocultaba tras las persianas bajadas.

Cumpliendo con los minutos más placenteros del día, Amelia se desvestía y disfrutaba pensando en él. Se imaginaba sus manos fuertes y sus dedos fibrosos como los de la estatua de Laocoonte, aquella figura mítica, el troyano que no pudo salvar a su ciudad del asalto aqueo.

Mientras se quitaba la ropa fantaseaba con su enamorado misterioso. Quizá él sería amante de caricias y de besos tiernos. A veces creyó verlo entre las rendijas de la persiana semicerrada. Ella siempre pensó que era un hombre muy tímido, por eso no daba la cara. De hecho, la única prueba de vida que había en esa casa eran las canciones desafinadas que se escuchaban de la asistenta que venía de vez en cuando a limpiar.

Amelia jamás vio el rostro del desconocido que imaginaba.

Nunca faltó a la cita. Entre las ranuras de la persiana parecía adivinar la silueta de su hombre. Sabía que él estaba allí, disfrutando del gran espectáculo de su cuerpo.

Amelia esperaba cada día con anhelo el encuentro nocturno con aquella ventana. Estaba segura de que al final de cada noche él celebraba la visión tocándose, imaginando que la estrechaba contra su cuerpo, acariciando su piel y sus labios carnosos, sedosos e inalcanzables.

En muchas ocasiones le parecía oír un leve jadeo al otro lado de la ventana. Entonces ella se acariciaba entre las piernas su tesoro más preciado. Deseando tener los dedos de su apasionado ahí, en el corazón de su esperanza. Los dedos de Laocoonte regalándole el placer prohibido. Sentía la respiración de su amante cerca, muy cerca.

Era entonces cuando ella se abandonaba a sus sueños. Tras la convulsión de un goce sin límites llegaba el silencio. Un mutismo cómplice y afable. Después, se quedaba dormida entre la soledad de sus sábanas, que eran su única compañía.

Amelia estuvo con hombres, pero nunca fue feliz. Los mejores momentos los reservaba para ese amante sin rostro y sin olores. Amelia no tuvo ninguna relación seria porque siempre quiso al vecino. Estuvo años esperándolo, buscando en el tiempo a ese extraño que ya formaba parte de ella.

Sabía que en algún momento la ventana se abriría y su enamorado secreto reclamaría todos aquellos años perdidos. Un buen día pensó que la espera había terminado. Amelia vio la ventana de su vecino totalmente abierta.

La casa estaba vacía y las paredes parecían abandonadas al moho y a la humedad. Ella no podía hacerse a la idea. Era imposible que su hombre la hubiera abandonado sin avisar, sin darle una señal.

En aquella habitación había una mujer de pie. Acompañaba a una pareja de jóvenes que parecían muy enamorados. Hablaban y el eco de la estancia vacía hacía de amplificador de sus voces.

Se acercó para oír mejor la conversación. La señora era una vendedora inmobiliaria. Ellos, posibles clientes. “Tienen que comprarla ahora porque el fisco la va a embargar. Lleva vacía muchos años, casi 50 años” dijo la mujer.

Aquellas fueron las últimas palabras que quiso oír Amelia al descubrir que la casa nunca estuvo habitada. Que su vecino era un amante inventado. No existía.

Ella quería a su hombre vivo, real, tangible, lo quería de carne y hueso, mirándola, deseándola. No podía ser… ¿O quizá si? Su vecino existe y seguramente ha tenido que salir, pero volverá…

Quiso gritar pero el sonido se atascó en su garganta, quiso llorar pero sus ojos estaban resecos por el tiempo. Necesitaba a su amado, a ese extraño que le brindó tantas noches maravillosas, de orgasmos solitarios.

Quiso matar a esa vendedora que no paraba de hablar con palabras sucias, vacías y huecas. Esa mujer que con sus vulgares formas estaba molestando el sueño eterno de su vecino, de su querido enamorado ausente.

Fue cuando les insultó desde el otro lado, y los amenazó, y los mandó callar. Cuando aquellos visitantes tan inoportunos se fueron medio asustados, Amelia se quedó allí, mirando a la ventana, a esa habitación vacía.

La noche se cernió sobre sus dudas, cayó con todo el peso, con todos sus miedos. Pero Amelia seguía viva, quería sentir y respirar. Por eso, a la hora de desnudarse, lo hizo igual que siempre. Delante del espejo. Esperando como cada noche la mirada de la ventana, que ahora estaba abierta, de par en par.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

24 ene 2017

  • 24.1.17
Estoy en un destartalado sótano con un periodista de tribunales. Él está maniatado. La humedad es rancia. La tierra mojada de este agujero se mezcla con el aroma de las fritangas que se cocinan en una tasca cercana. No sé cuántas horas llevo aquí. Me obsesiona la duración del tiempo y su existencia. Tengo verdadero pánico a la eternidad, sea con Dios o sin él. Siempre me invaden estos pensamientos cuando tengo que matar a alguien.



Pensé que se podría salvar, pero hay que eliminarlo. Debo acabar con su vida. Se llama Ángel Gómez y está delante de mí. Me mira asustado. Mi mano tiene una pistola. Es más fácil disparar que acuchillar o estrangular. Solo tengo que apretar el gatillo.

Tengo que matar a un tío simpático. Es imposible simular lo que estoy a punto de hacerle y él ya lo sabe. Tiene la mirada fija en mis ojos. Intenta encontrar en mi rostro un atisbo de humanidad, un instante de duda.

Al otro lado de la calle se filtra desde el bar una vieja canción de Miles Davis. Se cuela por el ventanuco de esta pocilga. La trompeta de Davis nos gusta a los dos. Él ya se está imaginando que antes de que acabe el disco habrá dejado de existir.

"Me gusta Miles Davis", me dice con la cara empapada en sudor. "Su trompeta es un regalo para los solitarios". Quiere entretenerme, dejar que pase el tiempo, apurar unos segundos más de su vida, y yo tengo que matarlo, no puedo esperar. Mi novia se podría impacientar. "No me mates. Por favor, déjame salir y te prometo que nunca sabrá nadie quién eres, no diré nada. Al fin y al cabo me salvas la vida. Deja que me vaya".

La gente que va a morir se comporta de manera muy distinta. Unos callan y se resignan a lo evidente. Otros lloran e imploran y quieren liberarse en un momento inútil. Y otros, como este tipo, no dejan de hablar. Es como si el silencio les diera más miedo.

"¿Sabes? Mi hija Andrea...". Un sonido sordo se para en la "A" de Andrea. En ese preciso instante una bala salió de mi pistola, le atravesó la cara y lo tendió boca arriba. Después fue todo muy rápido. Él lloraba con la lengua partida por la herida. Me miraba aterrado, y esos ojos fueron los que me provocaron que siguiera disparando.

Parecía un muñeco embadurnado en Ketchup, y por eso fue más fácil para mí. Después de tres disparos la vida se va, y el que suplica se mueve con los últimos estertores de la muerte, como un monigote de goma.

Sigo aquí. Ahora está callado, y la sordina de Davis lleva su ritmo al otro lado de la calle. La sangre le sale de la boca y parece que respira. Me acerco y le vuelvo a disparar. Ya se paró su pulmón y mi dedo dejó de apretar el gatillo.

Estoy en esta oscuridad y necesito salir a tomar el aire. Es mi última oportunidad para redimir una culpa que no tengo. El viento frío de enero me da en la cara y me renueva el alma. Es como si me limpiara todas las manchas de mi conciencia.

Acabo de quitarle la vida a un hombre que me caía bien y no siento nada. Es fácil. Es fácil matar a un hombre. Solo hay que tomar la decisión de hacerlo y aguantar la parte más desagradable. Lo de la sangre y lo del terror del que va a morir. Por eso, es mejor matar rápido y, si es posible, matar desde lejos, sin verle la cara a la víctima.

Entro en el bar que está al otro lado de la calle. Miles Davis sigue sonando, ahora más cerca. Su trompeta se escucha con más vigor y es mi cómplice. Llego tarde. Mi novia seguro que me está esperando en la puerta del cine y no me va a dar tiempo de limpiarme la sangre.

Entro en el baño y compruebo que un trozo de su diente se me ha incrustado en la chaqueta. Me desprendo de él. Con un poco de jabón intento quitarme unas gotitas de sangre y ya está todo arreglado.

Paro un taxi. Mi novia todavía me está esperando. Me da un beso y entramos en la sala. Llegamos a mitad de los trailers. Ella se llama Amelia y nada en el mundo me hace sentirme más feliz que cuando le cojo la mano.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

27 dic 2016

  • 27.12.16
Ubaldo Albolafia creía que había vida después de la muerte. Por eso, siempre intentó tener bien ordenada su herencia para que no lo pillaran por sorpresa. Incluyendo la colección de los cómics de Hazañas Bélicas, legados a su nieto.



A Ubaldo no le molestaba el hecho de morirse, sino saber que su propia familia tendría que soportar el pésame y las condolencias que vienen más tarde. Los que asisten a un funeral en la iglesia desfilan uno a uno por delante de los dolientes dejando caer su cabeza con pesadez, en una especie de última reverencia hacia el difunto y hacia sus familiares. Los hombres de la familia a la izquierda del altar, y las mujeres, a la derecha. Todo con una solemnidad desgarradora.

Ubaldo, cuando asistía a funerales, siempre se imaginaba dentro del ataúd, muerto, delante de todos. Muerto, con la piel fría, con la sangre coagulada, y con el pensamiento retenido en la última imagen de su vida, el último instante de su conciencia.

Lo que pasa después, ya nadie lo sabe, es cuestión de los muertos. Sus familiares fallecidos nunca se lo contaron cuando se dormía asustado y soñaba con ellos. Él les preguntaba por el lugar donde se encontraban. Nadie respondía a sus preguntas turbadas. A sus dudas o a sus miedos. En sus pesadillas los veía a todos con el mismo aspecto y con la misma seriedad lejana.

En su familia, todos los varones fallecían al cumplir los cincuenta años. Su tío Jorge fue la excepción. Murió más joven, con cuarenta y nueve años, a dos días de cumplir los cincuenta. Los Albolafia heredaban una malformación genética que les reventaba las venas del cerebro cuando pasaban del medio siglo, y eso les ocurrió a todos. Nadie se libraba, y aunque Ubaldo estaba enterado, él siempre albergó esperanzas de morirse con tiempo, como Dios manda. Sin sustos, sin ansiedades. Para poder pasar en paz la transición de la vida a la muerte, y después, volver a la existencia en otra forma.

Y como estaba previsto, la maldición de la estirpe se cumplió.

Aquella tarde tenía todos los colores. El color gris de las tormentas, las nubes espesas y espumosas que parecían que guardaban enanos gorditos. Ese día estaba impregnado de olores de la infancia. La fragancia del trigo en verano, la tierra recién mojada por un chaparrón, y el olor a chicle de fresa masticado por una adolescente que había sido su novia cuando él tenía nueve años.

Ubaldo Albolafia se murió una de esas tardes en las que nadie tiene derecho a morirse. Se fue por sorpresa, casi sin enterarse. Por esa condena que padecían todos los varones que llevaban en sus venas la sangre maldita de la familia.

Al final se iría para siempre en las mismas circunstancias que todos sus antepasados. Con la cabeza reventada por dentro. Ubaldo experimentó en directo la extinción de su cuerpo y vio a su conciencia desvanecerse. Se murió como todos, a los cincuenta. Con la exactitud de un reloj. A la misma hora de su nacimiento. Se fue preguntándole a su mujer si el reloj del salón estaba adelantado.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

20 dic 2016

  • 20.12.16
La juez de guardia tardó muy poco tiempo en llegar al lugar de los hechos y ordenar el levantamiento del cadáver de Javier Délano. En Madrid, cuando los solitarios se mueren, nadie se entera. Este tipo de muertos suelen pudrirse durante días en sus casas hasta que el mal olor les delata. El hedor que desprenden los cuerpos es igual al de las ratas que a veces se descubren muertas en las alcantarillas. Es un olor penetrante y dulzón, igual al de los albaricoques pasados.



"Lleva ahí tirado por lo menos una semana", le dijo el médico forense que acompañó a la jueza. "Así, a primera vista, si huele a fruta es que murió intoxicado con cloroformo. Aunque también desprende un cierto tufillo de almendras amargas. Pudiera ser que el fallecimiento fuese provocado por el cianuro. El laboratorio analizará las muestras y lo sabremos pronto. Lo que está claro, señoría, es que este hombre se envenenó o lo envenenaron".

Para la jueza, Amelia Batán, aquel cadáver era su primer caso. Estaba recién llegada a los juzgados de plaza de Castilla. "Me parece muy bien, Hernández", le indicó con la inseguridad de su primera intervención. "Téngame informada cuando lleguen los resultados".

El fallecido era un hombre de mediana edad, de unos 40 años. Vivía en un barrio residencial del centro de la capital. Madrid es una gran urbe que recibe bien al forastero. Es la capital más abierta de Europa. Si se tiene dinero y amigos es fácil ser feliz en Madrid. Si se está solo, la ciudad se puede convertir en una cárcel sin barrotes. En un pudridero de carne solitaria.

El cadáver estaba tendido boca arriba. Llevaba en una mano un pañuelo y en la otra un trozo de muslo de pollo que estaba tan corrompido como los dedos que lo agarraban. Parece que lo último que miraron los ojos ya oscurecidos por la podredumbre fue una lámpara. Colgaba del techo y se balanceaba lentamente a causa de una corriente de aire.

Javier Délano era periodista. Durante años había trabajado en los informativos de la televisión nacional como especialista en tribunales. Un tema de calado sentimental lo catapultó a los platós de la programación rosa. En aquel tiempo, las cadenas se lo rifaban para contratarlo por cifras millonarias. Él llevaba las primicias más calientes de esos famosos sin prestigio y se vendía al mejor postor.

Los periodistas que trabajaban en este tipo de programas eran muy populares. La televisión vivía sus peores momentos. Alcanzaba la fama el más vulgar y el más patán de la tribu. Para ser famoso se tenía que comer en directo con la boca abierta, tirarse pedos, eructar y pelearse con la compañera de al lado.

Javier Délano estaba especializado en descubrir infidelidades. Se las apañaba para destapar los cuernos más insólitos de la toda la sociedad rosa. Cuando alcanzó la cota máxima de popularidad fue cuando dejó en ridículo al mismísimo presentador del espacio donde colaboraba. Le mostró un vídeo de su esposa liándose con un cámara de su propio programa. El operador abandonó la cámara y el presentador el micrófono.

Ninguno de ellos conocía la sorpresa que Délano les había preparado. Se enzarzaron en un bochornoso espectáculo de boxeo en directo delante de millones de personas. Aquello tuvo mucha repercusión, pero la fama en la televisión es efímera. Tal vez por eso, el día que apareció el cadáver de Javier Délano nadie lo reconoció. Solo se pudo apreciar el hedor dulzón que desprende la putrefacción. Un olor parecido al de los albaricoques cuando están pasados.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

17 feb 2014

  • 17.2.14
Patrice Artage estuvo a punto de perecer degollado por su propia mano izquierda. Ocurrió mientras estaba en la cama del hospital convaleciendo de una reciente operación cerebral. La suerte le libró de morir como lo hacen los cerdos en el matadero. Segundos antes del corte mortal abrió los ojos y solo tuvo un instante para reaccionar y librarse de su traicionera mano.

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Un trozo de su intuición que todavía andaba despierta le salvó la vida. Cuando el bisturí amenazaba la garganta pudo percibir el ataque de su mano y zafarse de una muerte segura. “Te llamaré Constance”, le dijo con familiaridad mientras la desarmaba.

El mal que padecía este hombre es una rara enfermedad. Están descritos pocos casos en el mundo. Se llama Síndrome de la Mano Ajena. El SMA o, como en otros estudios lo denominan, “el mal de la mano alienígena”.

Es una alteración neuronal poco frecuente. Consiste en la descoordinación de una de las manos que parece obrar con voluntad propia, sin hacerle caso a su dueño. Cuando el cerebro le manda una orden a la mano, ésta se niega a obedecer y puede optar por movimientos contrarios a la voluntad del paciente. Como ejemplo: si la mano sana abre la puerta de una casa, a continuación la ajena la cierra.

La historia clínica de esta patología data de 1908 y fue descrita por el doctor Goldstein. En la mayoría de los 39 casos existentes en el mundo no se observaron rasgos de peligrosidad. Solo se conocen tres historias de manos agresivas.

El primer caso registrado ocurrió el 13 de abril de 1913 en Massachusetts. Un obrero de la construcción llamado German Hassel estuvo a punto de morir estrangulado.

El 4 de junio de 1923, en la localidad francesa de Colliure, la mano alienígena de Pierre Balmán consiguió hacerse con un veneno mortal e intentó verterlo en la copa de su dueño. Sin embargo, la historia más perversa ocurrió a las cuatro de la tarde del 5 de julio de 1975 a Françoise Mélano, profesor de la Sorbonne en París. Su mano ajena (la izquierda) enamorada de la otra mano (la derecha) convenció a esta última para separarse del cuerpo de Françoise y llevar una vida en común. No volvió a verlas.

Constance, como Artage llamaba a su mano alienígena, era muy inteligente y trazaba una caligrafía muy elegante. Se comunicaba con Patrice Artage con frases cortas. La primera vez que Constance le escribió le dijo:“¿Te gustan los tangos de Piazzolla?”. Cuando la mano escuchaba al tanguista Astor Piazzolla parecía que aplacaba su movilidad disparatada. Fue una oportunidad que desde ese momento aprovechó Artage para poder convivir con ella.

Un día ardiente de verano, la mano ajena tuvo un singular comportamiento. En un cine, en medio del metraje de una vieja película de Orson Welles, Constance, comenzó a acariciar a una joven negra que casualmente se encontraba en la butaca de la izquierda. Patrice siempre había sido un hombre tímido, solitario, feo, bajo y con una tripa cervecera algo desagradable.

La muchacha era una veinteañera que lucía desenfadada sus largas piernas africanas. Estaba muy relajada con una falda corta que invitaba a soñar y a descubrir todos los secretos de su sensualidad. De modo sorprendente, esta vez la mano no se movió con las convulsiones nerviosas de siempre.

Todo lo contrario, se mostó aliviada. Patrice, estupefacto, observó cómo su mano izquierda comenzaba a acariciar con descaro las hermosas piernas de la muchacha que estaba a su lado. Unos muslos que él nunca se hubiera atrevido a rozar ni a mirar. Con una lentitud pasmosa uno de los dedos alcanzó su objetivo y logró penetrar en lo más íntimo de la joven.

La chica del cine estuvo inmóvil en un primer momento. Sin hacer nada. Quieta como una presa, alerta y sumisa. Unos minutos después, la muchacha tomó la iniciativa y se movió al mismo ritmo del dedo que danzaba dentro de su más preciado tesoro. La desconocida se dejó llevar por Constance, y después, la joven africana comenzó a hurgar en los interiores de Patrice Artage.

Allí mismo, amparado en la oscuridad del cine, el cuarentón y feo Artage fue masturbado por una mujer que no había visto nunca. Por primera vez en su vida disfrutó de los besos y los mordiscos que la joven le regalaba a su fruta madura. Ahí, en el cine, Artage conoció el sexo, porque hasta ese momento su timidez y sus carencias físicas le habían impedido disfrutar del amor prestado.

Unos minutos antes de que acabara la película la muchacha se deslizó como una ágil gacela hacia la puerta del cine y desapareció. Aquella experiencia con la desconocida pareció aplacar los movimientos nerviosos de Constance durante un tiempo.

Patrice Artage tuvo un periodo de idilio con su mano izquierda. A veces, la mano le apuntaba solícita exquisitas recetas de dulces medievales y le pasaba las páginas de los libros. Incluso, algunos días, mientras él dormía, le acariciaba la sien con el dedo índice.

Una noche, después de unos meses de sosiego, Artage se despertó sobresaltado porque su mano no paraba de convulsionar. Vio cómo se volvía hacia él y le hacía señas para que le alcanzara un trozo de papel y un bolígrafo. Quería decirle algo. Constance escribió:

“Ansiedad, tú o yo. ¿Me tienes miedo? Ansiedad, elige. Tú o yo. ¿Me temes? Tú o yo”. Así garabateó toda la extensión de la cuartilla hasta llegar a rayar la mesa cuando se terminó el papel. Cuando Patrice intentó apartarla de su alocada escritura la mano se revolvió contra él y le clavó el bolígrafo en el pecho.

Artage ya herido fue a buscar una cuerda y ató fuertemente la mano izquierda a su cuerpo. Llamó a un médico. El galeno le extrajo el bolígrafo y vendó su herida.

Después de aquel suceso, Patrice Artage no pudo descansar. Sabía que en algún momento ese alienígena que estaba atado a su cuerpo le iba a quitar de en medio. Por eso, llegó a una radical conclusión: quería apartar de su cuerpo a esa mano que ya había atentado contra su vida en dos ocasiones.

Debía amputársela. Olvidarla para siempre.

Compró el instrumental de quirófano y los fármacos necesarios para aplacar el dolor y la hemorragia. Había decidido desprenderse de Constance cuanto antes. Fue a la cocina y mientras la mano disfrutaba de la música de Piazzolla se la cortó de un tajo. Al separarse, el dedo índice de la mano ajena se movió levemente al ritmo del tanguista hasta que se derrumbó como un trozo de carne.

Constance no fue enterrada con honores. Estuvo toda la noche en el cubo de la basura esperando al camión de los desperdicios. Patrice Artage tuvo que ingresar en urgencias en un hospital para evitar morir desangrado. Tardó un tiempo en aclimatarse a su nueva realidad. A vivir sólo con su mano derecha.

La mano derecha nunca osó desobedecerle, siempre fue una extremidad solícita a los deseos de su amo, hasta que una noche roja de verano Patrice el manco fue al cine, como hacía habitualmente. Le encantaba refugiarse allí del calor y disfrutar de sus películas favoritas.

Aquel día pudo haber sido como tantos otros, a no ser porque le llamó la atención una mujer que estaba sentada a su derecha. La reconoció enseguida. Habían pasado algunos años, pero sabía que era ella. La muchacha negra que jugó con él. La joven que le regaló su único momento de placer. Entonces se acordó de Constance, la mano ajena que sedujo a la chica, aquella mano revoltosa que ya no tenía.

La joven mujer no dijo nada. Los dos se habían reconocido. Patrice acariciaba el silencio con su deseo, y ella miraba fijamente a la pantalla sin mirarlo. Artage era el amante solitario ansiando el amor de alguien que no conocía.

La bella africana seguía en la butaca de al lado inmovil, con la misma serenidad que aquella lejana noche húmeda que nunca olvidó. En la sala se vivía cierta quietud que solo estaba alterada por las suaves caricias de la mano derecha de Patrice.

Era su única mano la que estaba reptando lentamente por las hermosas piernas de aquella chica que nunca olvidó. Acariciando toda la geografía de unos muslos que él nunca se hubiera atrevido a mancillar. Penetrando en lo más deseado. En aquella piel ajena y esperada.

Amparados en la oscuridad del cine la muchacha volvió a probar su carne. A beber de su alma caliente y a huir nuevamente antes de que terminara la película, como la primera vez, como una gacela.

Fue entonces, cuando Patrice Artage dirigiéndose a su mano derecha le dijo en voz muy baja: “A partir de hoy, te llamaré Constance”.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

13 jul 2013

  • 13.7.13
Hoy voy a robar un banco. No soy un profesional del hampa, sino un parado arruinado y con familia. Llevo tres años sin trabajar. Empecé con 16 años de botones en el desaparecido Banco Hispano Americano. Pasé por todas las fusiones bancarias de la anterior década y, al cumplir los 45 años, me echaron. Lo llamaron "reestructuración laboral".

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Es la primera vez que atraco un banco. Son las ocho de la mañana y estoy a punto de asaltar al empleado que está en la caja. Yo podría estar ahí de cajero. De hecho fue mi último puesto. Los últimos diez años, antes de que prescindieran de mí, estuve en la caja.

Con la indemnización del despido no me dio ni para vivir dos meses. Ahora soy muy pobre, y ellos, cada día que pasa, son más ricos. Los banqueros tienen mucho dinero, el dinero de todos. En tiempos de crisis todos pasamos necesidades menos ellos. Y dicen que esta crisis la han provocado los bancos. Pero yo no veo a ningún banquero en el paro.

Por eso estoy aquí, para llevarme el dinero. Me lo voy a llevar crudo. Ahora sí. No tengo sentimientos de culpa. No hay remedio. Además, tengo que alimentar a mi familia.

La pistola se la compré a un tipo. No he disparado en mi vida. Bueno, sí, en la mili. Todavía lo recuerdo como si fuera la primera vez. El blanco estaba como a unos cien metros, pero la bala se encasquilló. Me volví con el fusil apuntando a todo el mundo para pedir ayuda. Aún veo a toda aquella compañía de soldados tirándose al suelo para evitar ser acribillados por mi torpeza. Todavía recuerdo el guantazo que me dio el capitán en la cara.

Tengo que conseguir dinero. Mi hijo de diez años celebró el domingo su cumpleaños gracias a los puntos que nos dan en el supermercado. Creo que le dio para unos chicles y unos refrescos. Ayer comimos patatas asadas con cebolla, pero mañana no sé lo que podré conseguir para mi familia.

Son las ocho de la mañana. A estas horas en el banco hay muy poca gente. Solo un hombre de unos treinta años muy bien vestido y una señora mayor. La directora del banco está hablando con ella. La misma directiva que me denegó la semana pasada un préstamo para ir tirando estos meses. El hombre trajeado está sentado y tiene puesto un abrigo de Cachemira. Parece que espera a alguien. Estoy desesperado pero no se me debe notar.

Tengo que decidirme ya. Creo que ahora es el momento. Tengo frío. No, más bien es un escalofrío que me recorre la espalda. La pistola la tengo agarrada por dentro del bolsillo. Me siento más seguro así.

Me acerco a la ventanilla y saco la pistola intentando que no me vea el señor bien vestido. El hombre que está en la caja me mira incrédulo. Al principio esbozó una sonrisa. Debo de tener una cara de chiste patética. Creyó que era una broma.

“Venga no te hagas el héroe y no te haré daño”. Caray, me salió igual que en la película Atraco perfecto de Kubrick. Era la primera vez en mi vida que interpretaba el papel de malo. Siempre fui el bueno, o mejor dicho, el imbécil de la familia. Pero ahora soy un bandido. “Venga, dame todo el dinero que tengas y disimula. No mires a nadie. Si intentas algo te abraso con este revólver”. No estoy pensando lo que digo. Me sale automáticamente. Todos los personajes favoritos de mis películas hablan por mí.

Ya sé la cara que pone un hombre cuando piensa que puede morir en los próximos segundos. Es una expresión que parecería normal sino fuera por la mirada de los ojos. Los ojos buscan los míos para adivinar si seré capaz de matarlo. De apretar el gatillo.

Me mira mientras cuenta los billetes. El hombre del abrigo se ha levantado del asiento. Me ha descubierto. Yo lo puedo ver a través de una ventana que refleja toda su imagen. Se acerca a mí mientras se mete la mano en su chaqueta. Ha sacado su pistola de marca Beretta. Es igualita a la que utiliza Keanu Reeves en Matrix.

Se identifica como policía y me pide que suelte la pistola. Me está apuntando. No puedo permitir que este tío me quite ahora mi dinero. Ya estaba haciendo planes. Iba a llevar a los chicos al parque de atracciones. Subiría del supermercado con dos carros cargados hasta arriba de cosas. Leche, galletas, arroz, pan de molde, judías, chorizo... Llevaría a mi mujercita al cine. Hace muchos años que no podemos ir a ver una película.

Me sigue apuntando y no le entiendo muy bien. No le hago caso. Es como si no quisiera oírle. Se está poniendo nervioso. No voy a permitirlo. Tengo que llevarme el dinero.

Hay que hacerlo muy deprisa. Ser más rápido que él. Como en las películas de vaqueros. Cuando Pat Garrett liquidó a Billy el Niño. Billy apenas percibió su final. Su último minuto estaba cerca y él siguió sonriendo hasta que le metieron una bala en la cabeza y otra en el corazón.

Me vuelvo con rapidez hacia el tipo bien vestido y aprieto el gatillo. No llegué a tiempo. Él fue más rápido que yo. Resulta que él es Pat Garret y yo estoy más muerto que Billy el Niño. Esto no estaba planeado.

No pensaba que alguien me iba a disparar. Que me iban a matar en esta mañana tan soleada de invierno. Me duele mucho el pecho. Maldita sea. Apenas puedo respirar. La vista se me está nublando y no quiero soltar el revólver.

Camino hacia la calle con el dinero que puedo coger con una mano. Pierdo los billetes por el camino. Ni siquiera llego a la puerta. Quiero salir. Me estoy cayendo. Me duele el pecho. Me ahogo.

La directora y la señora gritan histéricas. No puedo despedirme de mis hijos. No podré llevarlos jamás al parque de atracciones. Ni a mi mujer al cine. Los niños hoy no comerán galletas. Ya no podré comprar los dos carros del supermercado. Me duele mucho todo el pecho y me estoy asfixiando.

Dios mío. Pat Garret me ha ganado en este duelo. Me muero.

Me han disparado, pero yo soy Billy, Billy el Niño y no puedo morir. Por eso, antes de cerrar los ojos para siempre voy a enfundar mi revólver y abandonaré muy despacio a lomos de mi caballo este poblado tan polvoriento.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA

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29 mar 2013

  • 29.3.13
Siempre recordaré mi primer encuentro con el amor y sus olores, entre las calles del pueblo. Fueron las fragancias perdidas en mi memoria, las que me abrieron un largo camino hacia el recuerdo esta tarde, en la playa. Ahora estoy frente al mar. Oliendo el mar. Lo que les voy a contar ocurrió en la primavera de 1973. Es una historia de olores santos. Como dije, iba paseando al atardecer por la playa y el perfume de un naranjo solitario me condujo hacia otros tiempos.

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Me llegó a la nariz la misma fragancia de aquel Viernes Santo. La esencia de la vida convertida en una breve emanación de azahar que volvía para castigarme y recordarme quién era y hacia dónde iba.

Los nazarenos y los costaleros de aquel Viernes Santo de 1973 fueron testigos mudos de tiempos muertos y vivos. De aquellas primeras caricias escondidas y de los besos más tímidos. La Semana Santa pertenece a los adolescentes que saben oler y tocar las fragancias.

En los primeros años de la juventud todo se revela como nuevo, como ajeno a nuestro propio cuerpo. Todo es locura por vivir y por sentir. En los comienzos, los olores son más físicos. Con la vejez, al igual que nuestras carnes se marchitan, también lo hace la nariz y sus ganas de oler. Afortunadamente, queda en la memoria el olfato perdido.

Y entre otras presencias no se me olvidan los perfumes de los días de procesiones, incienso y aromas de primavera. La Semana Santa es la semana de los perfumes más sagrados y más profanos. En esos días, los jóvenes están abiertos al misterio que les ofrece la naturaleza viva que los conducen hacia la pasión. Esas noches apremian para amar oliendo. En el callejón estrecho, inundado de sudores de santos.

Con la curiosidad del joven que comenzaba a buscar los placeres más primitivos, recuerdo el perfume del incienso y del azahar estallando entre mis sentidos, y el brillo de ella y de sus ojos escondiendo sus curvas de mujer en el traje viril de un nazareno desconocido.

En las noches de abril las fragancias se entremezclaban y se perdonaba casi todo. Incluso, los pecados más veniales, que por aquellos años, eran casi mortales.

Yo tenía 15 años en esa noche santa de viernes, cuando descubrí a la joven que me invitó a conocer sus secretos nunca revelados. Aquella niña ya era mujer y se llamaba de alguna manera. Ahora la niña ya no tiene nombre porque murió entre mis recuerdos.

Ni siquiera evoco su rostro. Sólo percibo la sensación de su piel y de aquellos ojos que miraban curiosos. Recuerdo que sus pechos olían a virgen y que sus manos blancas eran como la cera derretida.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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16 mar 2013

  • 16.3.13
El cadáver de Teodora Castro sigue oliendo a sexo a pesar de llevar muerta más de cinco años. Desde que ella falleció, su cuerpo permanece de la misma manera: incorrupto, con ese olor penetrante, denso y con un fuerte poder afrodisíaco. Estoy muy cerca de ella, mucho más de lo que ustedes podrían imaginar. Abro la nevera donde lleva todo ese tiempo olvidada y la consigo ver envuelta en un plástico protector. Teodora murió muy joven, con tan solo 25 años. Nadie supo la causa de su muerte. Y les cuento toda esta historia porque ahora me toca a mí averiguarlo.

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Me llamo Jorge Rodríguez Armero y trabajo en el Hospital Doce de Octubre como médico especialista en el departamento de Anatomía Patológica. Desde que un compañero me contó el suceso, estoy obsesionado con ella. Quiero averiguar el origen de la fragancia que despide su cuerpo.

Teodora llevaba más de un mes sin vida cuando la hallaron muerta. La putrefacción no había hecho mella en ella. Sus tejidos se mantenían intactos, puros y rosados. Teodora estaba muerta y su piel desprendía cierto aroma erótico que nadie pudo describir.

La encontraron desnuda con un cuchillo y una patata podrida entre sus manos. Parece que la muerte le vino a la hora de preparar el almuerzo. En el momento más cotidiano del día. Era muy reveladora la visión y el contraste de la patata descompuesta en su mano inerte y sin corromper.

Al aparecer el cadáver, avisaron al juzgado y no tardó en presentarse el juez encargado de investigar la muerte de Teodora. El magistrado, que era un hombre casado y de férreas convicciones religiosas, tuvo que abandonar el lugar antes de ordenar el levantamiento del cadáver.

Se fue porque no pudo soportar la poderosa atracción sexual que le provocaba la contemplación de la muerta. Curiosamente, dos meses después, ese juez se pegó un tiro en el ojo izquierdo y nadie pudo averiguar la causa.

El cadáver siguió mucho tiempo allí, en su casa, esperando a que alguien se atreviera a desafiar esa extraña maldición. Nadie quiso tocarla porque la sola visión o contacto con su cuerpo experimentaba en los presentes un primitivo apetito suicida y un deseo libidinoso carnal e incontrolado.

El cuerpo incorrupto de Teodora olía a un penetrante y denso sudor sexual que incitaba el instinto más perverso.

Los que estuvieron en el lugar de los hechos se percataron de ese extraño fenómeno y lo vivieron personalmente. Cuando se acercaban a su cuerpo experimentaban una desaforada actividad genital que casi provoca que algunos de los presentes acabaran en una sangrienta orgía.

Teodora llevaba en la nevera más de cinco años sin que nadie se atreviera a practicarle la autopsia. No hubo forense capaz de hacérsela. Todos tenían miedo. Solamente con mirarla cualquier piel experimentaba un aumento sensitivo y erótico. La temperatura corporal subía lentamente induciendo cierto sofoco que, incluso, acababa provocando en los más débiles un extraño impulso suicida.

Mi trabajo como especialista en el hospital me ha facilitado los trámites necesarios. Hace tiempo que quiero analizar los restos de Teodora. A ella la tienen clasificada como el sujeto 1.201. Lleva todos estos años congelada en una especie de sarcófago a 20 grados bajo cero. En su ficha ya desgastada por el tiempo se puede leer en letras un poco borrosas: "Teodora Castro Sánchez. Causa de la muerte: desconocida".

Hoy he venido a verla y a comprobar si todo lo que me han contado sobre ella es verdad o son supercherías de enfermeras del turno de noche. La tengo delante de mí. Está envuelta en un plástico transparente para evitar ese fuerte olor que transforma al más puritano en un putón irredento.

Es muy bella. No sé si murió sonriendo pero, al verla, diría que sus labios dibujan un tibio gesto que traza en su cara cierta ironía. Tiene unos pechos pequeños y bien formados y una voluptuosa cadera. Sus piernas son delgadas y mantiene firmes sus hermosos muslos. El plástico no puede evitar que siga oliendo a sexo.

Al abrir el cajón, a pesar de estar el cuerpo congelado, se ha notado desde el primer instante esa agradable fragancia erótica. Es algo tenue que apenas se percibe, pero que entra directamente por la nariz y se incrusta en la pituitaria con una aspereza firme y agresiva.

Ahora tendría que abrirla desde el esternón y todo su abdomen para averiguar las posibles causas de su muerte. Después le rajaré la cabeza para analizar sus sesos, pero quiero esperar un poco y contemplarla. Antes de alterarla, de destruir su belleza.

Su olor me invade, me crea cierto dulzor en la boca y una leve pulsación sanguínea en las sienes. Quiero dejarme llevar por ese perfume. Es imposible que la ciencia no haya podido explicar este fenómeno. Que una persona muerta despida la esencia que desprenden los amantes cuando hacen el amor.

Tengo que quitar el plástico y para ello me han recomendado que me ponga una mascarilla de oxígeno para evitar el hechizo que ya me está dominando.

Tengo que liberarme de la mascarilla y comprobar su estado. Sé que corro cierto riesgo pero tengo que hacerlo. No puedo examinarla así. Me aparto la válvula de oxígeno y la esencia de Teodora entra en mi cerebro. Es difícil de describir. No es olor a muerta. Es el perfume de la vida. Es un aroma impregnado de saliva, besos y caricias.

Ella me está tocando, lo veo, lo siento. Pero está muerta, inerte, sonriéndome desde el más allá. Quiero volver a ponerme el oxígeno para escapar de su encanto pero ya no puedo, porque realmente estoy tendido en una camilla. En la nevera de al lado.

Estoy inerte con esa puñetera etiqueta que desde hace años me hace cosquillas en el dedo y en la que se puede leer: "doctor Jorge Rodríguez Armero. Causa de la muerte: suicidio. Sujeto clasificado con el número 1.202".

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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8 dic 2012

  • 8.12.12
El otro día, un amigo del instituto con el que no hablaba hace más de veinte años me mandó un mensaje por Facebook contándome que se iba a suicidar. Me dijo que se llamaba Pedro García, pero yo no recordaba su nombre ni su cara. Como todavía no estoy muy ducho en esto de las redes sociales, no supe cómo contactar con él, ni cómo actuar para evitar el trágico desenlace. Su número de teléfono no estaba en sus datos personales y tampoco el domicilio.

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El comunicado era escueto. "Querido amigo, cuánto tiempo sin saber de ti. Gracias por agregarme el otro día a tu lista de contactos. No esperaba menos. Te escribo estas cuatro letras para comunicarte que esta noche voy a matarme. Por favor, no intentes nada porque ya está decidido. Es una pena que después de tantos años nos despidamos así. Con cariño, tu viejo amigo, Pedro García".

El mensaje se leía en la información general llamada “muro”. Se encontraba entre una invitación para Luces de Bohemia, una crítica periodística de Antonio Mejías y una receta de codornices asadas.

Primero creí ser el blanco de una broma, pero después me atrapó una idea obsesiva. Mira que si es verdad y este tío me quiere echar a mí todo el marrón, toda la responsabilidad de su muerte...

Necesitaba avisar a alguien pero no recordaba quién era ese Pedro García y quién podría conocerlo. Mientras intentaba averiguar cómo podría ayudar a ese hombre, oí que en la radio daban las noticias.

“La pasada noche, el montillano Pedro García ha aparecido ahorcado en la azotea de su casa”. Volví la mirada hacia el ordenador y me inundó una profunda frustración por haber llegado tarde. Con mi forma atropellada de leer no me fijé en la fecha. El mensaje me lo mandó el día anterior y yo lo había leído un día después.

Colgué el teléfono aturdido y me eché un rato en mi cuarto. Me quedé dormido. Entonces me di cuenta de que la imagen del tal Pedro me era muy familiar pero no conseguía recordarlo.

¿Cómo era posible no acordarse de alguien que me consideraba un viejo amigo? Las caras cambian cuando pasan los años. El tiempo desdibuja los rasgos y el impacto visual es, a veces, muy desagradable. Menos mal que nosotros mismos nos vamos habituando con el tiempo a nuestra imagen a través de mirarnos día a día. No me imagino el susto que se tiene que dar cualquiera que renuncie a verse en el espejo, y vuelva a mirarse en él treinta años después...

Un timbrazo del teléfono me despertó de mi ensoñación. Descolgué y pude oír la voz de alguien:

—Perdona que te llame pero vi tu número en Facebook y quería saludarte.

—¿Quién eres? –contesté-.

—Soy Pedro García. El otro día me agregaste en tu lista.

—Joder –le dije-, creía que estabas muerto.

—Lo estoy –me contestó-, pero esto es Facebook. Aquí ya estamos todos.

—Ah, menos mal... Pues nada, ahora no puedo entretenerme mucho contigo, Pedro. Escríbeme cuando quieras y, de paso, me cuentas cómo te va por ahí.

El difunto colgó y me quedé tendido en el sofá. Intenté nuevamente recordar esa cara tan familiar. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que Pedro García no era yo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

2 dic 2012

  • 2.12.12
Acaba de subir a la planta 61 de la torre Chrysler. Es el último piso. Toda la estancia está herméticamente cerrada. Rompe los cristales de la ventana para poder salir al exterior. Nunca pensó que el juicio final le llegaría en 2012. Pércibal Reynolds brindaba hace solo unos meses la entrada del año nuevo con Margot, su amante. Ahora está prácticamente muerto. Vive con la duda permanente.

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Su pesadilla comenzó a las 10 de la mañana del seis de marzo en Wall Street. El rumor de la quiebra de Lehman Brothers, una de las principales compañías financieras del país, provoca la desconfianza de los inversores. El cierre ha sido catastrófico. La bolsa ha sufrido una caída del 500 por cien.

En un solo día ha perdido 2.420 millones de dólares. Pércibal era dueño de un banco por la mañana. Ahora ya no tiene nada. Ni siquiera es suyo el anillo que su esposa le regaló treinta años atrás. Una hermosa piedra de diamante que está valorada en cinco millones. Todo se ha embargado. Todos sus bienes. La casa de la playa, el apartamento de París y su colección de 50 automóviles Hispano-Suiza.

Pércibal Reynolds se aúpa y se sitúa entre la cornisa y la gárgola en forma de águila que cuelga extramuros del edificio. Mira hacia el abismo y ve a la gente que se detiene y lo señala con el dedo. Los viandantes están en su vertical. Justo 319 metros más abajo, entre la intersección de la calle 42 y el número 405 de la avenida Lexington.

Nueva York está inquieta. Mirando al suicida. Las miles de ventanas que se ven desde arriba son como ojos que lo vigilan. Que le dicen que se tire. Que se funda con el viento. El suelo le está esperando. Su cuerpo se aplastará contra la acera y su sangre se esparcirá y se mezclará entre la suciedad de la ciudad.

Pércibal está inmerso en sus ensoñaciones. Pensó que si ahora se iba de este mundo no conocería las calamidades de la miseria. Un hombre como él no podía ser pobre. La vida le había regalado todos los placeres y era hora de despedirse como un buen americano. Calculaba la velocidad que llegaría a alcanzar al precipitarse, antes de estrellarse contra el suelo.

Lo único que ahora le preocupa es si el dolor será soportable. Unos años antes vio caer a un hombre desde un globo aerostático. No tardo más de ocho segundos en estrellarse contra la arena de la playa. El globo estaría a unos 2.000 metros de altura. Fue como ver a un monigote rebotar varias veces contra el suelo sin quejarse. Parecía un muñeco de trapo.

“Entonces caer desde 319 metros sería como tropezar –pensó- no me daría cuenta ni de que estoy cayendo. Sólo notaría el aire cortarme la cara un segundo. Oiría un sonido fuerte, seco y ahí acabaría todo”.

Pércibal, absorto en sus pensamientos, ha estado a punto de resbalar y de precipitarse al vacío. Fue al apoyarse en la cabeza de águila que cuelga del muro. Se ha agarrado con fuerza a otra gárgola vecina. Todo el peso de su cuerpo lo está sujetando una cornisa que le puede hacer perder el equilibrio en cualquier momento.

No podrá aguantar mucho tiempo. La cabeza de águila se le escapa de entre los dedos. Hace frío. Siente que le quedan unos pocos minutos. Le sudan las manos. Es imposible seguir sujetándose y va a tener que buscar otro asidero.

Antes de estar en esa situación tenía la firme convicción de querer matarse. Pero ahora que está en peligro no quiere morir. Siente que la vida se le ha pegado entre las uñas, que la pared que ahora araña para asirse es su salvación.

Abajo todo el mundo mira espantado al suicida. Pércibal Reynolds ahora no quiere morir. Ya no le importa ser pobre. Le da igual el destino del banco que acaba de perder. Ni tan siquiera el anillo de su mujer o que su amante lo haya abandonado esta misma tarde.

Sus dedos se van soltando de la pared, impotentes. Él no quiere caer. La gárgola lo mira desde arriba y él se está precipitando hacía el fondo. Todo es mucho más pausado de lo que podría haber imaginado. Puede ver a la gente desde arriba. Los ve acercarse.

Una niña de unos cinco años corre a las faldas de su madre. Tres bomberos están intentando acercarle una colchoneta. Dos adolescentes compran un perrito caliente. Ellos no lo ven precipitarse. Hay un chaval disfrazado de superhéroe. De Spiderman.

Pércibal grita y nadie lo está oyendo. Nadie lo puede proteger. Ni siquiera el Spiderman de pega. Él lo siente todo muy de cerca. La vibración de una mariposa que le sobrevuela como si fuera un hada buena que viniera a salvarlo.

Antes de llegar al suelo escucha perfectamente el claxon de un taxi que protesta ante el gentío que se agolpa para verlo caer. Es un ruido nítido. Lo oye como si fuera uno de esos privilegiados que ahora están caminando y no se están estrellando a una velocidad de 30 metros por segundo.

Todo el gentío se arremolina y se detiene a mirarlo. Gritan, lloran y algunos no pueden disimular la cara de asco.

Pércibal no ha sentido absolutamente nada. De repente se ve en el suelo. En una acera que parece almohadillada, blanda y acogedora. Se encuentra recostado en una postura bastante rara. Nunca se vio la espalda y ahora la tiene delante de su cabeza. Al lado se encuentran totalmente estiradas y cruzadas sus dos piernas. Pércibal sabía que esa postura era bastante extraña.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

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