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HIPODROMO

Mostrando entradas con la etiqueta Mirando lo invisible [Jes Jiménez]. Mostrar todas las entradas
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13 abr 2022

  • 13.4.22
Ya vimos que en el mapa de Babilonia no había ni rastro de Europa, pero ¿cuál era el conocimiento del exterior para los babilonios de esa época? Para ello podemos comparar dicho mapa con uno actual en el que aparecen los límites aproximados de la extensión del imperio neobabilónico (gobernado por una dinastía caldea) en ese mismo periodo, es decir, del siglo VII al VI antes de nuestra era (a.n.e.).


En la segunda imagen vemos la tablilla original dentro de la vitrina en que se expone en el British Museum (lamento la calidad de la fotografía, que tomé con un simple teléfono móvil). El anillo azulado del “río amargo” parece corresponder con los límites acuáticos del golfo Pérsico, mar Rojo y mar Mediterráneo y, seguramente, también tenían conocimiento de la existencia del mar Negro y del mar Caspio hacia el norte.

En el año 604 a.n.e. Nabucodonosor II el Grande asciende al trono de Babilonia y enseguida comienza una serie de campañas bélicas contra Siria y Palestina. A lo largo de su reinado, el imperio neobabilónico llega a su apogeo, extendiéndose desde el valle del Éufrates hasta la orilla oriental del Mediterráneo y Egipto.

Una de sus acciones más conocidas es la toma de Jerusalén en el año 587, llevándose a parte de sus habitantes como cautivos a Babilonia. Allí permanecieron setenta años, por lo que tuvieron tiempo de sobra para conocer la historia de Ut-Napishtim y el gran diluvio, contenida en el Gilgamesh, de la que ya hablamos en la entrega anterior.

El imperio neobabilónico fue la potencia hegemónica en el Oriente Próximo hasta el 539 a.n.e., año en el que Babilonia es conquistada por el persa Ciro el Grande, poniendo fin definitivo al reino de Babilonia. Por ello, es más que probable que los babilonios tuvieran un amplio conocimiento de las ciudades-estado griegas y sus colonias en la península de Anatolia y a lo largo del Mediterráneo.

Pero, a pesar de que en el siglo VI a. n. e. de comienzo la ciencia, la filosofía y las matemáticas griegas, no parece que esto impresione demasiado a los sabios de Babilonia. Al menos, no lo suficiente como para incluiros en sus mapas del mundo.

Ya en el siglo XI, un autor uigur llamado Mahmud al-Kashgari publica en Bagdad un tratado sobre las lenguas turcas y en el mismo incluye un mapamundi con la distribución de las tribus que hablaban esos idiomas.


Es un mapa bastante diferente de los hechos en Europa. Como era de esperar, el centro es ocupado por Balasagun una importante ciudad de la época situada en el actual Kirguizistán. A diferencia de los mapas europeos de la época, en los que el centro se sitúa en Jerusalén, en el mapa se utilizan claves de colores para significar accidentes geográficos: las líneas rojas indican cordilleras; las azules muestran los ríos; en verde, los mares y, en amarillo, las ciudades, los países y sus habitantes. El mapa está orientado con el este hacia arriba y en él se pueden distinguir China y Japón en el este, Cachemira y parte de la India en el sur, Iraq y Egipto en el oeste y el mar Caspio en el norte.

En la siguiente imagen se ha reorientado el mapa con el norte arriba y se ha dibujado de forma más esquemática


Una vez más, aparece un anillo circular que representa el mar que rodea el mundo terrestre. En su interior, bastantes lugares reconocibles: los desiertos al este del mar Caspio, Samarcanda, Rusia, Siria, Yemen, Egipto y, en el extremo occidental, Al Ándalus, cerca de una zona “inhabitable por el excesivo calor”.

Salvo la referencia a la islámica Al Ándalus, tampoco aquí encontramos la presencia de una realidad “europea”. Poca relevancia podía tener en la floreciente cultura islámica de la época la Europa de la “Edad Oscura”. Del 600 al 1000, ninguna nación de la zona podía compararse, en poder, ni con el Califato, ni con China o Japón. Carl Sagan escribe:

“Mientras en el mundo islámico florecía la medicina, en Europa se entró realmente en una edad oscura. Se perdió la mayor parte del conocimiento de anatomía y cirugía. Abundaba la confianza en la oración y las curaciones milagrosas. Desaparecieron los médicos seculares. Se usaban ampliamente cánticos, pociones, horóscopos y amuletos. Se restringieron o ilegalizaron las disecciones de cadáveres, lo que impedía que los que practicaban la medicina adquirieran conocimiento de primera mano del cuerpo humano. La investigación médica llegó a un punto muerto”.

JES JIMÉNEZ

30 mar 2022

  • 30.3.22
En la entrega anterior vimos algunos ejemplos de cómo se ha representado Europa en la Grecia clásica y en la Edad Media. Todos los ejemplos que allí se mencionaban eran de origen “europeo”, es decir, se concibieron y realizaron en territorios incluidos en esa realidad más cultural que puramente geográfica a la que denominamos "Europa".


En ellos se puede comprobar cómo se visibilizaba el concepto de Europa y, de una manera bastante secundaria, su situación física respecto a otros lugares y a otras sociedades. Pero ¿cómo veían el mundo los “otros”, es decir, aquellos que vivían en sociedades no europeas?

Uno de los mapas más antiguos conservados en su forma original es el incluido en una placa de arcilla de Babilonia. Está datada en el siglo VI antes de nuestra era (a.n.e.), aunque su contenido es una copia de un documento anterior que podría remontarse, como muy pronto, al siglo IX a.n.e. Así que la fecha en la que se grabó esta tablilla es muy próxima a la del mapa de Hecateo de Mileto que ya vimos.


En la foto aquí reproducida podemos ver una parte superior con inscripciones que contienen un texto grabado en escritura cuneiforme e idioma acadio. Debajo podemos ver un anillo circular que aparece con la inscripción de “Rio amargo”. En el interior del círculo están marcados el rio Éufrates, Babilonia y otras ciudades de su entorno.

Fuera de ese anillo están representadas ocho regiones externas (nagu) en forma triangular. No se ven ocho, pero en la parte posterior (visible en el dibujo adjunto) aparecen más inscripciones que así lo sugieren aunque, según algunas interpretaciones, podrían ser siete en vez de ocho.


Hay varias semejanzas con los mapas europeos que ya vimos en la entrega anterior. La más destacada es la forma circular de representar el mundo; el anillo circular del “Rio amargo” es semejante al anillo representando al océano exterior que vimos en el mapa de Hecateo y en los mapas medievales de “T en O”. Otra similitud es la articulación del espacio en torno a grandes superficies de agua: mar Mediterráneo en los mapas europeos; rio Éufrates en el mapa de Babilonia.


Y la más importante de las similitudes es el carácter decididamente simbólico de este tipo de mapas. Simbolismo que caracteriza a los mapas más antiguos de los que se tiene noticia, probablemente por considerar este tipo de representación la más adecuada a un grado de realidad superior, mucho más importante que la exactitud en las distancias físicas o en el relieve de las costas.

Al espacio vivido se une, de manera indisoluble, el espacio imaginado y el conjunto no puede limitarse a un espacio medido geométricamente de forma precisa. Y desde este punto de vista, el círculo marca el interior de los espacios conocidos y lo exterior es lo “diferente” o lo profundamente desconocido.

Siento curiosidad por saber si en este antiguo mapa hay alguna referencia, alguna huella, sobre la realidad europea y decido averiguar algo más sobre su contenido. Pienso que, en todo caso, cualquier indicio de la realidad europea estará en las regiones externas (nagu) de forma triangular. Por cierto, que ya vimos en la entrega anterior cómo se utilizaba la forma triangular para delimitar entidades geográficas distintas en el mapa del Códice de Fernando I y Sancha del año 1047.


La placa de arcilla de la que hablamos está depositada en el British Museum y en la ficha de su descripción podemos encontrar valiosa información. En el mapa solo se puede distinguir una frase en una nagu: “Gran Muro//6 beru (unidad babilónica de tiempo y medida lineal) // donde el Sol no se ve”.

Pero en los comentarios escritos en la parte superior del mapa se hace una enumeración de habitantes de esas regiones de “Más allá” y aparecen reyes (Sargón y Nur-Dagan), dioses (Marduk y Anzu), monstruos relacionados con el relato épico de la creación y algunos animales (leopardo, lobo, hiena…) considerados habitantes exóticos de las regiones exteriores.

En todo caso, y según lo escrito, parecen referirse a territorios de carácter mítico relacionados con la Epopeya de Gilgamesh y, más en concreto, con el personaje Ut-Napishtim, al que el dios Enki encomienda la construcción de un barco gigante para prevenirse de un gran diluvio. Este mito es un claro antecedente del relato narrado, de forma muy similar, en el Génesis con Noe como protagonista; aunque la versión bíblica es muy posterior, nada menos que unos mil años más tarde.

En definitiva, a pesar de denotar un cierto conocimiento de realidades lejanas, no aparece Europa por ningún lado. Y, por otra parte, se observa que estamos ante la manifestación de una cartografía en la que se da una mezcla de realidades físicas con espirituales. Tanto este mapa como los medievales europeos son el resultado de una Geografía religiosa y responden a la necesidad humana de trasladar al mundo visible lo invisible, de representar lo imaginario anclado a lo terrestre.

JES JIMÉNEZ

16 mar 2022

  • 16.3.22
Cada vez que oigo hablar del “continente europeo” me asalta la incertidumbre sobre la realidad material geográfica a la que se refiere esa expresión. En esos momentos acudo a los recuerdos del colegio (de monjas) que tuve que sufrir en mi infancia y me vienen a la memoria todas aquellas retahílas que debíamos aprender de memoria. Entre esas listas estaba la de los continentes de la Tierra, y en aquel entonces eran cinco: Europa (en primer lugar, faltaría más), Asia, África, América y Oceanía.


No sé a qué se debía la no inclusión de la Antártida en ese listado, quizás por no estar habitada, o por ser demasiado fría y lejana, o por no estar representada en el mapa mural. Tampoco me extrañaría que su exclusión se debiera al simple desconocimiento o a que su descubrimiento resultaría demasiado novedoso para incluirlo en el listado tradicional de continentes.

Por otra parte, la definición de continente era extremadamente precisa: una gran masa de tierra rodeada de agua por todas partes. En los mapas del mundo se podía apreciar con claridad meridiana la realidad continental de América y Oceanía. Bueno, la de Oceanía no tanto, ya que en sentido estricto es Australia lo que podemos considerar un continente y Oceanía es el conjunto de ese continente más una muy larga serie de islas de diversos tamaños y situadas en el océano Pacífico. Lo de África podía tener un pase: después de todo, con la construcción del canal de Suez se había abierto una vía de agua que completaba el cerco acuático del conjunto terrenal africano.

Así que tenemos como continentes a América, África, Australia y la Antártida. Pero ¿dónde está la separación geográfica (acuática) que justifique la consideración de Europa como continente diferenciado de Asia?

Si observamos un globo terrestre, claramente apreciamos que lo que habitualmente denominamos como Europa no es sino una península de Asia; una península grande, sí, pero una península que, a su vez, contiene otras penínsulas más pequeñas: la itálica, la ibérica, etcétera. Por eso, en todo caso, podría considerarse como una “superpenínsula” o como un subcontinente asiático, igual que el subcontinente indio.

Releyendo lo ya escrito me doy cuenta de que todos los continentes tienen un nombre que empieza por la letra “A”. Quizás éste sea otro inconveniente para considerar Europa como un verdadero continente. En todo caso, parece que el primer mapa en el que aparece diferenciada Europa como región terrestre es en el de Hecateo de Mileto (550 a. C.-476 a. C.). El original se perdió, pero podemos ver la reconstrucción realizada por E. H. Bunbury en su Historia de la Geografía Antigua publicada en 1879.


En el mapa podemos observar cómo Libia (África) no se distingue nítidamente de Asia: más bien parece ser una región de la misma en los territorios a la izquierda del rio Nilo. La distinción entre Asia y Europa es más clara, ocupando respectivamente las zonas de abajo y arriba respecto a un eje horizontal formado por el mar Mediterráneo, el Egeo, los Dardanelos hasta llegar al mar Negro. Se atribuye a Anaximandro situar de una manera más precisa la frontera entre Asia y Europa siguiendo el curso del rio Phasis (actualmente rio Rioni) en el Cáucaso.

En la Edad Media se producen algunas visiones mucho más esquemáticas de la realidad europea, como esta curiosa distribución triangular del mundo conocido, que aparece en el Códice de Fernando I y Sancha del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, producido en el año 1047.

La orientación en el plano de la hoja no se ajusta a la moderna convención de situar el norte en la parte de arriba, sino que aparece a la izquierda y el sur a la derecha; el oriente está en la parte de arriba y el occidente en la de abajo.

Europa está situada en la parte norte de occidente y se caracteriza por su frialdad (frigidam). Libia, por el contrario, es cálida (calidam) y aparece en la parte meridional del occidente. El oriente está ocupado en su totalidad por Asia.


Pero es Isidoro de Sevilla quien, ya en el siglo VII, había concebido una forma de representar el mundo mediante un tipo de mapa simbólico que luego se ha denominado mapa de “T en O” o mapa “Orbis Terrarum”. En su De natura rerum escribe Isidoro: “La Tierra puede ser dividida en tres partes, de las cuales una es Europa, otra Asia y la tercera se llama África. Europa está separada de África por un mar desde el final del océano y las Columnas de Hércules. Y Asia está separada de Libia con Egipto por el Nilo”.

En estos mapas el mundo está representado como un círculo que, en su parte exterior, está totalmente ocupado por el océano. En el interior del círculo se inscribe una “T” y, encima de su tramo horizontal, aparece Asia; África está a la derecha del tramo vertical y Europa, a la izquierda. En la imagen siguiente se puede ver la ilustración correspondiente que aparece, con el texto en árabe, en el Códice toledano del siglo IX.


Este tipo de representación geográfico-simbólica siguió evolucionando y dio lugar a una gran variedad de visualizaciones de Europa con respecto al resto del mundo conocido. Como el carácter simbólico prevalecía sobre la exactitud de los datos geográficos, en estos mapas tenían cabida tanto las mayores audacias imaginativas como las más refinadas habilidades estéticas.


Se podrían mostrar muchos ejemplos, pero quizás uno de mis preferidos es el que aparece en otro manuscrito de los Comentarios al Apocalipsis de San Juan del Beato de Liébana, que se encuentra en la catedral del Burgo de Osma.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA PRINCIPAL: JES JIMÉNEZ

2 mar 2022

  • 2.3.22
En las culturas primitivas fue bastante frecuente considerar las sombras y los reflejos, en el agua o en los espejos, como una parte vital del individuo reflejado, llegando a veces a considerar esas imágenes como el alma de la persona. Por ello, si esa imagen (su alma) fuera separada del sujeto, éste moriría.


James G. Frazer da unos cuantos ejemplos en su obra La rama dorada. En ella nos cuenta cómo los Motu Motu de Nueva Guinea creyeron ver sus almas cuando se vieron por primera vez en un espejo pulimentado. También los nativos de las islas Andaman y los habitantes de Nueva Guinea creían ver sus almas en la imagen reflejada en el espejo.


Y, consecuentemente, el reflejo-alma puede experimentar peligros que repercutan sobre el propietario de ese alma. Según Frazer, los zulúes africanos evitan mirar en el interior de un pozo temiendo que su reflejo en el agua sea apresado por un animal que allí habita; al apoderarse éste de su alma, el individuo queda literalmente “desalmado” y muere.

Los basutos del actual Lesoto creían que los cocodrilos podían matar a una persona simplemente arrastrando su imagen bajo el agua. Y así lo interpretaban cuando alguno de ellos fallecía repentinamente sin causa evidente: afirmaban que, probablemente, algún cocodrilo se había apoderado de su reflejo mientras cruzaba un río.

Algo muy similar sucedía en la isla Mota Lava de Vanuatu (cartografiada inicialmente como Lágrimas de San Pedro). Frazer cita el relato acerca de una laguna de la isla “donde si alguien mira, muere; el espíritu maligno se apodera de su vida por medio de su reflejo en el agua”.


En las culturas de la India y Grecia antiguas se consideraba peligroso mirarse en el agua. Los griegos llegaban más lejos, considerando como presagio de muerte soñar que veías tu reflejo en el agua. Y de manera similar a lo ya mencionado sobre las creencias de zulúes y basutos, los griegos temían que los espíritus de las aguas pudieran arrastrar bajo el agua el reflejo-alma con la consiguiente muerte de la persona. No parece descabellado relacionar estas creencias con el origen de la historia sobre Narciso que ya se contó en la entrega anterior.

Hasta tiempos mucho más recientes se han mantenido prácticas relacionadas con esta creencia en el reflejo como alma del sujeto. Por ejemplo, la costumbre de tapar los espejos o darles la vuelta tras la muerte de algún habitante de la casa; el espíritu del fallecido, que vaga por la casa hasta el momento del entierro podría llevarse con él las almas-reflejo de los vivos.

Algo similar puede suceder cuando una persona está enferma: no debe haber cerca un espejo a la vista “en momentos de enfermedad, cuando el alma puede volar con tanta facilidad, es particularmente peligroso proyectarla fuera del cuerpo al reflejarla en un espejo.”

Se puede profundizar un poco más en esta idea del reflejo-alma con un ejemplo contemporáneo de los indígenas Tzeltal de Chiapas, tal y como nos lo cuenta el profesor de Antropología Pedro Pitarch. Para ellos, la vida ordinaria coexiste con otra forma de realidad a la que denominan ch’ul (sagrado), que engloba el mundo de los muertos y de los espíritus.

Ch’ul es el otro lado de la existencia, la otra cara del ser. Y la dimensión ch’ul se encuentra también en el interior de cada persona, en forma de lo que habitualmente designamos con la palabra alma: “Las almas no son sino fragmentos del estado sagrado encapsulado en el interior del cuerpo”.

Con el nacimiento, el cuerpo se pliega sobre sí mismo, arrastrando el alma hasta el momento de la muerte. A ese pliegue lo denominan sbot’ sba que, literalmente, significa “mirarse fija e intensamente a sí mismo como en un espejo”.

Y mirarse en un espejo es como ver el otro lado de uno mismo, ver el revés de lo visible o, incluso, ver la propia muerte, como en la más conocida obra del pintor de Augsburgo, Lucas Furtenagel, que en 1529 realizó un retrato de su maestro Hans Burgkmair y de su esposa Anna.


Podemos ver a estos dos personajes que nos miran de frente, con un gesto de cierta resignación mientras ella mantiene en su mano derecha un espejo de mano. El tratamiento en perspectiva del espejo le otorga una poderosa sensación de volumen: no es un espejo plano, y su grado de convexidad queda claramente resaltado para mostrar de forma contundente las dos calaveras que constituyen el reflejo de los protagonistas de la escena.

Los pigmentos utilizados son predominantemente de tonos oscuros o negros, excepto en las caras y en el pecho de Anna Burgkmair. Esto, unido a un fuerte contraste en el tratamiento de la luz, contribuye a generar una atmósfera dramática acorde con el tema del cuadro.

En la cartela con la firma del autor, encima de Hans Burgkmair, aparece la inscripción (SOLL)CHE GESTALT VNSER BAIDER VVAS. IM SPIEGEL ABER NIX DAN DAS que, traducido del alemán, significa algo así como “Este era nuestro aspecto. Pero en el espejo, nada queda de ello”.

En la parte superior del espejo está escrito en latín “O MORS” (“Oh, muerte”) y, en su mango, en alemán “HOFNVNG DER VVELT” (“Esperanza del mundo”). Pero la inscripción quizás más interesante es la que se puede leer en su contorno: en alemán, “ERKEN DICH SELBS” (“Conócete a ti mismo”), tema sobre el que ya traté en la entrega anterior.

Y, para terminar, no puedo resistirme a compartir una cita de Las pesadillas de personas eminentes de Bertrand Russell: “Porfirio era sensitivo y sufridor desde su temprana juventud. Estaba obsesionado por el temor de que quizá no existiese. Cada vez que se miraba a un espejo se sentía lleno de la aprensión de ver desaparecer su imagen”.

JES JIMÉNEZ

9 feb 2022

  • 9.2.22
Si hay algo –o, mejor dicho, alguien– que nos resulta invisible a pesar de la certeza de su existencia es uno mismo, o sea, nosotros. Más exactamente, es nuestro rostro lo que nos resulta difícilmente visible en nuestro acontecer cotidiano. Constantemente vemos a otros, observamos sus rasgos y sus gestos y ellos nos ven a nosotros. Nos ven, somos observados muchísimo más de lo que nosotros podemos ver de nosotros mismos. Para cualquier persona con la que nos relacionamos con cierta frecuencia, nuestra fisonomía es mucho más familiar que para nosotros mismos.


En la mitología grecolatina encontramos un ejemplo extremo de desconocimiento del propio rostro en el mito de Narciso. Ovidio escribe en su Metamorfosis que la ninfa Liríope, madre de Narciso, consultó con el adivino Tiresias acerca del futuro de su bellísimo hijo. Tiresias predijo que Narciso tendría una larga vida siempre que no se conociera a sí mismo. Así que Narciso, si no quería tener una muerte prematura, debería permanecer ajeno a la contemplación de sus bellas facciones.

De todas maneras, Narciso sabía que era bello: sus numerosos pretendientes (de ambos sexos) así se lo corroboraban. Y como suele suceder en estos casos, Narciso, a la par que bello, era arrogante y presuntuoso. Hasta que un buen día llego a un manantial “impoluto, de nítidas ondas argénteo, que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte habían tocado, u otro ganado, que ningún ave ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama”.

Y el bueno de Narciso contempló por primera vez su bello rostro reflejado en aquella argéntea superficie. Como además de bello y engreído no parecía gozar de una regular inteligencia, o al menos de una educación básica sobre los principios de la reflexión de la luz, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en la imagen que allí veía proyectada.


Resultado: se enamoró de su imagen sin saber que era su propio reflejo. “Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita. Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas?”. Se desespera Narciso por la falta de corporeidad de la imagen en el agua y como desdén la interpreta: “Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas, o a dónde, buscado, marchas?”.

Hasta que, finalmente (ya era hora), llega a la sagaz conclusión de que ese hermoso muchacho que en el manantial contempla es su propia imagen: “Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: me abraso en amor de mí…”. Y como Tiresias había pronosticado, Narciso muere tras haberse descubierto.

Por cierto, que la joven que aparece en la parte izquierda de la pintura es la ninfa Eco, profundamente enamorada de Narciso, y aunque rechazada por él le sigue continuamente. Tal y como su nombre indica, Eco representa, a nivel sonoro, el equivalente de los reflejos visuales.

* * * * *

Edgar A. Poe, en su cuento William Wilson (1842), narra la historia de un hombre que en su infancia asiste a una escuela en la que tiene como compañero a un niño con su mismo nombre y apellido a pesar de no tener ninguna relación familiar. Este personaje aparece como un auténtico doble del protagonista del relato: tiene su misma edad y fecha de nacimiento, viste y habla de la misma manera, etcétera.

A lo largo de su vida se va haciendo más y más insoportable la omnipresencia del doble, hasta llegar a un punto culminante en Roma, durante una fiesta de Carnaval. Allí, de nuevo, se encuentra con el otro William Wilson y su rabia e ira se desatan hasta provocar un combate en el que abate a su doble: “Rápidamente, salvajemente, puse la punta de mi espada una y otra vez en su corazón”.

Repentinamente, un gran espejo aparece en el extremo de la habitación y Wilson ve allí reflejada su figura manchada de sangre, su cara pálida. “Parecía yo, pero era mi enemigo, era Wilson, que permanecía delante de mí agonizante (…). Era Wilson; pero lo que yo escuchaba era mi propia voz diciendo: «he perdido. Pero desde ahora tú también estás muerto... ¡muerto para el mundo, muerto para el cielo, muerto para la esperanza! En mí tú vivías –y en mi muerte- ves en mi cara, que es la tuya propia, como de completamente te has matado... ¡A ti mismo!»”.

El tema del espejo como generador de un doble del sujeto se puede rastrear en bastantes más obras literarias, cinematográficas e, incluso, operísticas. Por ejemplo, La historia del reflejo perdido de E.T. A. Hoffman nos narra cómo se desgaja de un espejo la imagen de Erasmo (el protagonista del relato); en la película El Estudiante de Praga (1913), el mago Scapinelli compra al estudiante Baldwin su reflejo en el espejo…

Centrándonos en Narciso y en William Wilson, observamos que en el primero, el espejo originado por las mansas aguas del manantial tiene un papel descubridor del doble del que se enamora perdidamente Narciso. En la imagen proyecta la idealización de sí mismo. Pero cuando descubre, cuando conoce que es él mismo quien aparece en la superficie del agua, cuando se produce la identificación entre el sujeto y su doble, Narciso muere.

La historia de Wilson se desarrolla a la inversa; convive de forma atormentada con su doble, hasta llegar a una lucha feroz que él vive como exterior pero que el espejo revela como una lucha interior. Ese descubrimiento del doble como parte inseparable de su integridad como individuo le lleva a la muerte.

En el mito de Narciso, el doble emana del espejo; en el relato escrito por Edgar Allan Poe, es el espejo el que aparece repentinamente “absorbiendo” al doble. Pero, en ambos casos, parece manifestarse el peligro de conocerse a sí mismo, tanto para el autoenamoramiento como para atormentarse permanentemente.

Las advertencias sobre el peligro del conocimiento profundo de uno mismo pueden parecer contradictorias con la primera máxima que, cuentan, se podía leer en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”. Pero esta frase ha tenido múltiples interpretaciones a lo largo de los siglos.

Limitándonos únicamente a Platón, podemos encontrar comentarios sobre la misma en seis de sus diálogos. En realidad, el significado que se le daba en la Grecia clásica era el de Conoce tu medida, conoce tus límites. En todo caso, me parece conveniente advertir de lo peligrosos que pueden llegar a ser los espejos...

JES JIMÉNEZ

19 ene 2022

  • 19.1.22
Terminaba mi artículo anterior con una cita de Jenófanes de Colón sobre las dificultades de tener certezas acerca de los dioses. En esa misma línea, Lucrecio nos dice que los dioses “son sustancias tan sutiles, que el sentido no puede percibirlas, ni el espíritu apenas comprenderlas…”.


Lo que sí parece tener claro Lucrecio es que los dioses no han tenido ningún papel en la creación: “Suponiendo que yo mismo ignorara de los principios la naturaleza, a asegurar, no obstante, me atreviera, cielo y naturaleza contemplando, que no puede ser hecha por los dioses máquina tan viciosa e imperfecta”.

Unos cuantos siglos más tarde, el físico Stephen Hawking coincidiría en la innecesaria participación de dios como creador del universo. Pero, para este autor, por razones científicas y no filosóficas.

¿Por qué surgen los dioses? A juicio de Lucrecio, los humanos confrontados con los fenómenos extremos de la naturaleza y con los avatares que lleva a la caída y destrucción de ciudades y reinados, reconocen un poder más grande que el suyo “y una fuerza divina extraordinaria” que ha de dirigir el universo.

Y los demás fenómenos que observan en el Cielo y la Tierra los mortales tienen suspensas con pavor sus almas, las humillan con miedo de los dioses, y las tienen cosidas con la tierra, puesto que la ignorancia de las causas los fuerza a sujetar Naturaleza al imperio de dioses y a ponerles en sus manos el cetro, y se imaginan que algún poder divino hace las obras cuyo primer resorte ellos ignoran (…) caen en su inveterado fanatismo, y nos ponen tiranos inflexibles, a quienes para colmo de miseria les conceden poder ilimitado…”.

Tanto Buda como Mahavira (uno de los grandes predicadores del jainismo) negaron la existencia de un dios supremo de carácter creador. Mahavira sí admitía la existencia de los dioses, aunque no los consideraba inmortales.

Epicuro no niega la realidad de los dioses, aunque la considera resultado de una representación mental equiparable a la que producen los sueños o la fantasía. La materialidad de los dioses es comparable a la de los centauros.

Por otra parte, considera Epicuro que los dioses, en su distante superioridad sobre los humanos, viven de forma permanentemente feliz sin experimentar ninguna inquietud y sin producírsela a nadie; no les conmueve la cólera, ni la bondad y, por lo tanto, no se preocupan (ni se ocupan) por nada de lo que atañe a los humanos. Eso sería contrario a su perfecta serenidad.

Aunque a ellos les resulte indiferente cualquier tipo de veneración, Epicuro aconseja la oración y la contemplación piadosa por su conveniencia para la propia sabiduría y felicidad “porque los dioses son como un espejo, y el sabio goza en esta contemplación, que, al fin, es la de su propia imagen”.

Aristóteles, en su Política, también mantiene la idea de los dioses como imagen de los humanos: "los hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya".

Sobre la relación entre los hábitos de dioses y humanos podemos encontrar múltiples ejemplos en las religiones y mitos griegos, hindúes, egipcios... Me resulta especialmente interesante la reflexión que Pio Baroja pone en boca de dos de sus personajes:

—Es raro que todos los dioses, en todas las religiones, para imponerse, tengan que hacer daño –dije yo.

—Hay una razón –contestó Chimista.

—¿Cuál?

—-La razón es que los dioses no son más que la sombra de los hombres. Los hombres son malos e injustos; los dioses tienen que serlo.

—Así que tú crees: dime quién es tu dios y te diré quién eres.

—Es evidente.


En consecuencia, si los dioses son “la sombra de los hombres”, habrá tanta clase de dioses como de hombres, y que cada sociedad, cada pueblo, tendrá sus propios dioses dotados de idiosincrasia singular.

Aunque los dioses no sean imprescindibles, la vida espiritual es importante, muy importante, para las sociedades humanas. Y las religiones pueden desempeñar una función positiva para la armonía y bienestar social, aunque también pueden ser destructivas. La religión es incluso más importante que los dioses, de los que puede prescindir o relegar a un papel secundario.

Los dioses como “verdad” irrefutable solo son necesarios para las instituciones sacerdotales: “porque los necios aman y admiran más lo que está envuelto en misteriosos términos; su oreja suavemente puede ser herida y embelesada con gracioso ruido: y el dulce halago a la verdad prefieren”.

Y como nos dice Lucrecio: “No es piedad el dar vueltas a menudo, tapada la cabeza ante una piedra, ni el visitar los templos con frecuencia, ni el andar en humildes postraciones, ni el levantar las manos a los dioses, ni el inundar sus aras con la sangre de animales, ni el cúmulo de votos: que la piedad consiste en que miremos todas las cosas con tranquilos ojos…”.

JES JIMÉNEZ SEGURA

5 ene 2022

  • 5.1.22
Los dioses son invisibles –como los alienígenas o los fantasmas– para los que no tenemos la bendición de esa magnífica faceta de la imaginación a la que llamamos fe. Aunque, afortunadamente, miles o millones de artistas, a lo largo de la historia de la humanidad, nos han permitido asomarnos a la magnificencia de la divinidad a través de estampas, efigies y monumentales esculturas. De todo tipo y, casi siempre, utilizando los materiales más caros y sagrados.


Como era de esperar, los dioses son especiales, tienen características superiores a las de los seres humanos. Se les atribuyen poderes personales fantásticos que sobrepasan los límites ineludibles de los humanos. Los dioses desafían las leyes de la física y los principios biológicos más básicos. En los dioses proyectamos nuestros anhelos de superar las limitaciones que, como cualquier otro animal, tenemos que asumir.

Muy frecuentemente son inmortales o pretenden serlo. En Edipo en Colono podemos leer “Solamente los dioses están exentos de la vejez y de la muerte; todas las cosas que están fuera de ellos quedan dentro del tiempo soberano. La fuerza de la tierra se gasta, el vigor corporal desaparece; la confianza languidece, florece la desconfianza...”.

Pero esa pretensión de inmortalidad no es más que una vana ilusión, ya que muchos de ellos se extinguieron para siempre junto a sus seguidores. ¿Qué fue de Ereshkigal, diosa de la oscuridad y hermana mayor de Ishtar? En la Mesopotamia de hace casi 3.800 años era la reina del inframundo situado bajo las montañas del este, allí donde los muertos estaban reunidos. Hoy solamente queda esta enigmática imagen que se puede contemplar en el British Museum.


Es de suponer que, al igual que con la diosa de la oscuridad, ha sucedido con miles y miles de antiguos dioses. De su pretendida inmortalidad solo queda una leve e inconsistente memoria en alguna misteriosa inscripción o en alguna imagen desvaída por el paso de los siglos. Y lo mismo sucederá con los dioses que ahora se veneran por millones de fieles. Su inmortalidad se sustenta únicamente en la creencia sostenida por la multitud de sus seguidores. Sin ellos, su recuerdo se desvanecerá.

Una peculiar característica de los dioses es su parecido con nuestra especie. Una abrumadora proporción de los mismos se representa con un aspecto claramente humano, aunque a veces se mezcla con potentes características de uno o más animales. Un ejemplo claro lo tenemos en Ganesha, un dios muy venerado en el hinduismo y popular también entre los practicantes del budismo y del jainismo. Ganesha, con sus cuatro brazos, cumple esas características sobrehumanas que mencionaba más arriba y, además, tiene cabeza de elefante.

Es considerado un benéfico auxiliar ante los obstáculos de la vida, favorecedor de la buena suerte, patrón de las artes y, paradójicamente, de las ciencias. No sé a qué ciencias se referirá su patronazgo, pero desde luego no creo que incluya la biología evolutiva.


Precisamente de elefantes (y de jirafas) escribía en un artículo anterior mencionando sus prácticas sociales ante la muerte de alguno de ellos. Parece que, de alguna manera, compartimos la preocupación por la muerte. Los dioses con su ilusión de inmortalidad calman nuestra angustia y nos prometen que la muerte no es el final definitivo.

Todo esto me plantea una serie de preguntas: los dioses de los elefantes, los de las jirafas ¿tienen aspecto de elefante o de jirafa? ¿Y cómo son los dioses de delfines, mariposas o peces de colores? ¿Y los de los árboles o los volcanes, los de la lluvia o el viento? Ninguno de ellos tiene manos ni instrumentos con los que realizar piadosas imágenes de sus dioses. Además, es poco probable que estén dotados de la fe necesaria para acceder a la gozosa contemplación de la divinidad.

O quizás ¡duda terrible!, todos esos seres no tienen dioses que los consuelen de la enfermedad y de la muerte, que los animen al combate y que les den la luz de la verdad moral incuestionable. ¿Tampoco tendrán dioses que los hayan creado? Pero si sus dioses son también los nuestros –o, mejor dicho, nuestros dioses son también sus dioses– son dioses comunes a todo lo creado, ¿por qué los dioses se parecen tanto a los humanos?

La respuesta que se suele dar me parece de una ingenuidad infantil y, al mismo tiempo, de una soberbia gigantesca (casi “divina”): somos nosotros los que nos parecemos a los dioses y estamos hechos a semejanza de ellos, pero sin sus características superiores. Como si fuéramos una versión degradada de los mismos.

Mientras estoy escribiendo este artículo me cuentan el siguiente diálogo de Manuela (cinco años): “Abuela, ¿Crees en Dios?” La abuela duda unos instantes en silencio y la nieta la tranquiliza: “Yo no creo que exista Dios, pero hay gente que sí lo cree. Yo pienso que no merece la pena investigarlo”.

En otras palabras, ya lo dijo Jenófanes de Colofón (siglo V a.C.): “La verdad absoluta, respecto a los dioses y a todas las cosas de las que hablo, no la sabe nadie ni la sabrá. Incluso si alguien, casualmente, dice algo muy cierto, aun así no lo sabe; donde quiera que sea, solo se puede adivinar”.

JES JIMÉNEZ

15 dic 2021

  • 15.12.21
Miguel Ángel Asturias nos dice en sus Leyendas de Guatemala: “En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas; ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra”.


Luis de Toledo pasea por el bosque y mira lo invisible. Y no solo lo mira, sino que es un verdadero cazador de esos seres huidizos, inaprensibles, que no son accesibles al común de los mortales. Descubre a los invisibles habitantes del bosque, ocultos en la maleza, en los pliegues rugosos de la corteza de un tronco, entre las raíces entrelazadas que emergen a la superficie, o volando entre las rojizas y quebradizas hojas que el otoño ha marchitado inexorablemente.


Se pueden rastrear ilustres precedentes. El campo tiene ojos; el bosque tiene oídos (c. 1502-1505) es, seguramente, el dibujo más importante de Jerónimo Bosch (El Bosco) y en él se refleja de manera compleja y magistral la vida oculta del bosque.

Curiosamente, son también los bosques de los Países Bajos los que han inspirado a Luis de Toledo que, tras un largo periplo como fotógrafo, carpintero…, ha vivido en Holanda en los últimos diez años. Luis sale al campo con su cámara fotográfica y deambula sin rumbo fijo, esperando el encuentro fugaz con las “criaturas” que se ocultan en el hálito inmutable de la espesura.

Dice Luis que sus pinturas son un destilado de la “cosecha” fotográfica obtenida en la frondosidad de montes y valles. Que él se limita a buscar dentro de las vistas robadas al bosque aquellos rincones en los que se ocultan los “personajes”.


Hay que estar atento a los pequeños detalles que desnudan el camuflaje de la inmensa nación de pobladores autóctonos del bosque, pero también pobladores de nuestros sueños y quimeras. Luis pinta luego esos rincones mágicos y lo hace sobre tabla, como lo hacía El Bosco y los primitivos pintores flamencos. También emula las antiguas técnicas flamencas de la transparencia. Y siempre con la mayor fidelidad posible. Fidelidad a las criaturas que ha encontrado y fidelidad a sí mismo en sus reflexiones sobre la vida.


Luis y yo conversamos, pausadamente, sobre el paseo como método y, también, como escape a la gigantesca contaminación icónica en la que vivimos inmersos. Luego, en el camino de regreso, voy rumiando lo hablado y recuerdo lo que escribió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863).

Al llegar a casa busco, y encuentro, la cita evocada: “Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”.

El fotógrafo Brassaï, del que ya hablamos en un artículo anterior, fue también un ávido paseante en busca de grafitis por las calles de Paris. Anotaba en su cuaderno de notas los lugares donde hacía sus hallazgos, junto a un somero dibujo de los mismos. Y más tarde, en el momento apropiado, volvía al lugar con su equipo fotográfico para capturar aquellos magníficos ejemplos de imaginería popular.

Él también buscaba las huellas de lo invisible, no de las personas que habían realizado esos garabatos, sino del “antiguo gesto humano y también de la primitiva manera de descubrir el mundo”. Porque, en palabras del propio Brassaï, el secreto del hombre de hoy en día no es menos profundo que el del hombre de las cavernas.

También Pérez Galdós fue un paseante empedernido. En sus recorridos por las calles de Madrid y en las conversaciones allí escuchadas, encontró las huellas de una identidad popular que nutre vitalmente a los personajes de sus novelas. Uno de ellos, Lord Gray, en el volumen dedicado a Cádiz de los Episodios Nacionales, dice: “He saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin”.

Frente al caminar sosegado, degustando lo que vemos y lo que oímos en su esencia vital, nos encontramos con el deambular agitado de los que solo perciben la superficie de las cosas sin pararse a mirar, presos de un voyerismo compulsivo, obsesivo, que lleva a una ceguera crónica y a la pérdida de la capacidad de mirar.

Porque para mirar (plenamente y en profundidad) es preciso detenerse, escrutar el contenido, las formas, los colores, las luces, establecer un diálogo personal e intransferible con el mundo en el que vivimos inmersos: un mundo misterioso y en permanente cambio.

JES JIMÉNEZ
ILUSTRACIONES: LUIS DE TOLEDO

24 nov 2021

  • 24.11.21
En el anterior artículo vimos cómo la actitud ante la propia muerte es muy diversa en diferentes contextos sociales. La forma en que abordamos la idea de nuestro final suele estar claramente determinada por las concepciones religiosas y/o filosóficas de la sociedad en la que hemos sido criados.


La religión católica fija su atención en una supuesta renovación de la vida tras la muerte, considerando la existencia que todos experimentamos como una vivencia meramente transitoria y sin mayor importancia que la de hacer los correspondientes méritos para poder disfrutar de la “verdadera” vida eterna.

Como dice un personaje de uno de los Cuentos de vacaciones de Santiago Ramón y Cajal: “Parecíame que la mayoría de los filósofos y moralistas cristianos amaban poco la vida y el mundo y miraban con cierto aristocrático menosprecio los hechos y conclusiones de las ciencias físicas y naturales”.

En la religión judía el tema no está nada claro e, incluso, hay una cierta tradición de evitar especulaciones al respecto. El hinduismo, el jainismo y la religión sij sostienen el principio de la reencarnación de las almas. Incluso algunos monjes taoístas han pretendido alcanzar la inmortalidad momificándose en vida.

El mismo personaje creado por Ramón y Cajal, que he mencionado antes, reflexiona críticamente sobre esa generalización de los anhelos humanos por una conciencia eterna: “¡Pobre humanidad, que no puede vivir en paz sino a condición de esperar la inmortalidad, ni soportar las acritudes del mundo sino soñando con los deliquios de un mundo mejor!” y reacciona ante ellos de una manera curiosa: “…acabé por hallar en esos grandes espejismos de la religión y de la filosofía cierta lógica profunda, la lógica del error necesario, del error educador”.

Cuando cambiamos de punto de vista y pasamos de reflexionar sobre nuestro final singular (y único) y nos ponemos a considerar la muerte de los otros, la perspectiva es muy diferente. Aquí no se detiene el tiempo, ni la vida; de hecho, observamos cómo, constantemente, la vida nace y es alimentada por la muerte de otros seres que terminaron su ciclo. Podemos observar cómo los cuerpos se corrompen, se descomponen, en un proceso dinámico ininterrumpido que genera nuevas formas de vida.

Hay una distinción básica, fundamental, en la consideración que nos merecen los muertos: la relación que tienen con nosotros. Puede tratarse de seres queridos o de personas totalmente desconocidas. Incluso pueden ser enemigos que han caído en un enfrentamiento armado.

También pueden ser animales de otras especies que son cazados o se ajustician sumariamente en un matadero (sin ninguna duda, una palabra contundente, clara, precisa; no es, desde luego, una denominación que nos pueda llevar a engaño sobre lo que allí se hace).

En la naturaleza, los depredadores matan para sobrevivir, los carroñeros olfatean ávidamente la muerte para alcanzar los restos que les permitan alimentarse tanto a ellos como a sus crías. Para todos ellos, de una manera perentoria, la muerte de sus presas es vida. No hay vida sin la muerte de los otros. No tienen elección posible: sus formas de alimentarse están determinadas genéticamente, ya que no podrían sobrevivir comiendo vegetales.

Pero es diferente cuando los muertos son individuos de la manada, del grupo social. Por ejemplo, jirafas y elefantes no parece que dispongan de elaboradas concepciones metafísicas pero, de alguna manera, se ven afectados por la muerte de sus congéneres. He visto (asombrado) en un documental televisivo cómo unas jirafas “se despiden” de los restos de una de ellas que había sido matada por unos leones que la habían devorado; ordenadamente, se iban acercando a los despojos que yacían esparcidos en el suelo, los olfateaban, los tocaban y tras su despedida, se alejaban.

Las formas en que los humanos tratamos y hemos tratado a nuestros muertos son enormemente variadas e ilustrativas de nuestros valores, pero ahora entrar en ello sería alargarnos demasiado y creo más conveniente dedicarle algún artículo más adelante.

En todo caso, la cruda realidad, claramente constatable, es que la muerte de uno mismo es el final de la vida: es la paralización total del movimiento; es lo contrario de la animación (que ya vimos lo importante que era en el teatro de títeres). La Muerte (así, con mayúsculas) es la paradoja en la que se funden la nada y la eternidad; es el diluirse en el vacío absoluto: vacío de tiempo, de espacio, de movimiento. Es el final irreversible e inevitable de la conciencia.

Por lo tanto, creo que la forma más juiciosa y práctica de afrontar el tema de la muerte no es la filosófica ni la religiosa. Lo verdaderamente importante es preservar la vida (en la medida de lo biológicamente posible, desde luego). Y, para ello, es fundamental contar con un sistema sanitario adecuado que nos proteja de una muerte prematura. Cuidemos más a nuestros médicos y a nuestro personal sanitario y no perdamos el tiempo (la vida) en divagaciones sobre lo improbable.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

10 nov 2021

  • 10.11.21
Hace unos días concluía mi artículo anterior con una reflexión sobre la importancia de la diversidad cultural. Y, ciertamente, la forma en que nos comportamos ante la muerte de nuestros congéneres no podía escapar a esta pluralidad de creencias y expresiones sociales.


También se ha dado una enorme diversidad en la representación gráfica de la muerte. Tanta que sería prácticamente inabarcable el tema. Para mí, personalmente, tiene especial relevancia El triunfo de la Muerte, pintado por Pieter Brueghel el Viejo entre 1562 y 1563. Seguramente porque es una de mis obras favoritas de las que pueden disfrutarse en el Museo del Prado. En esto coincido con lo afirmado por Aureliano Sainz en su artículo titulado Las sectas y el Apocalipsis.



Nadie se libra de la muerte, ni siquiera un pastor evangélico brasileño que así lo había prometido a sus cristianos seguidores hace ya unos cuantos años (en 2008). La frustración ha llenado los corazones de sus feligreses, tal y como puede leerse en esta reseña.

Tampoco parece que ha resucitado el hijo de John F. Kennedy, a pesar de que esas lumbreras de Qanon lo pronosticaran para el pasado 2 de noviembre, exactamente a las 12.00 del mediodía y, precisamente, en el centro de Dallas, donde su padre fue asesinado.

Lo que más llama la atención no es el chasco de los allí presentes sino, precisamente, que hubiera allí congregadas cientos de personas. Y que, incluso, se hubieran diseñado, fabricado y, por supuesto, vendido, camisetas para la ocasión. Camisetas que aludían a una hipotética candidatura para las siguientes elecciones presidenciales norteamericanas, encabezada por Trump y con JFK Jr. como vicepresidente. A ver quién supera esto: ¡un zombi de vicepresidente!

Más sensato que esos cientos de ciudadanos de EEUU parece un personaje de Saramago que, en su obra Todos los nombres, dice: “Si usted fuera funcionario de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte”.

Aunque el mismo autor, en una obra posterior titulada Las intermitencias de la muerte, nos cuenta cómo en un país indeterminado la muerte deja de ejercer su labor, sabemos perfectamente que si hay una realidad absolutamente ineluctable es la muerte de todos y cada uno de los seres vivos que han sido, son y serán.

Por eso, el miedo a la muerte y a “las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar” de las que nos hablaba Antonio López Hidalgo en su columna titulada Reivindicación del dolor. Frente al miedo y a la angustia por el “dejar de estar y ser”, han surgido todo tipo de creencias religiosas. Como dice Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista: “El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas”.

Así lo sabían en el antiguo Egipto, como atestigua una inscripción grabada en la tumba del rey Intef: “Nadie vuelve de allá / para decirnos cómo está, / para calmar nuestros corazones / hasta que vayamos donde han ido. / Por tanto, alegra el corazón… / diviértete y no te canses de ello”.

El obispo Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita en el siglo XVI, nos cuenta de los mayas: “Esta gente tenía mucho temor y excesivo a la muerte; y esto muestraban [sic] en que todos los servicios que a sus dioses hacían no era por otro fin ni por otra cosa sino porque les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían…”.

Los mayas compartían con los nahuas la firme creencia de que la muerte no es un tránsito a una vida mejor: la verdadera vida es la terrenal y así lo atestigua fray Bernardino de Sahagún en su monumental Historia general de las cosas de Nueva España, también del siglo XVI: “Nadie piensa en la muerte, solamente se considera lo presente, que es ganar de comer y beber y buscar la vida, edificar casas y trabajar para vivir, y buscar mujeres para casarse…”.

Este escepticismo es compartido por un personaje de Pío Baroja en su novela Los pilotos de altura. Shangui-Shanga, reyezuelo de una tribu africana del Congo, dice: “Yo no comprender cómo los blancos, tan sabios… hacer pólvora y escopetas tan buenas, trajes bonitos, barcos hermosos, luego pueden creer que los hombres, después de muertos y metidos en tierra y podridos, resucitar en el cielo… Eso para mí, tontería…, tontería grande… Ilusión, nada más”.

De una manera un poco más sofisticada, Sócrates plantea que ya que no sabemos “si la muerte es un bien o un mal, un ‘todo’ o un ‘nada’: solo debemos aferrarnos al bien de la vida, ya que al menos, él, es cierto”. Podríamos explorar infinidad de respuestas ante un hecho tan incontestable y que nos afecta de manera tan dramática a todos. Sería demasiado prolijo y probablemente estéril. Confucio y Sócrates coinciden en que “si no sabes nada de la vida, ¿qué puedes entonces saber de la muerte?”. Y como afirma Félix Jiménez Villalba: “Al intentar medir la muerte, solo se logra medir la ignorancia humana”.

JES JIMÉNEZ

20 oct 2021

  • 20.10.21
En la entrega anterior se mencionaba la comparación entre la subasta de la cueva de Misuri y una hipotética subasta de la capilla Sixtina del Vaticano. Me imagino que Diaz-Granados se refería a la importancia religiosa de cada una de ellas para los Osage y para los católicos, respectivamente. Para los Osage es claro que la cueva tiene una gran relevancia religiosa y social en cuanto núcleo importante de su identidad cultural.


En el interior de la cueva se encuentran unas 300 imágenes rupestres datadas en torno al año 1025. El conjunto es considerado, tanto por su cantidad como por su complejidad, como uno de los lugares arqueológicos más significativos de EEUU, seguramente el más importante en cuanto al arte rupestre.

En las figuras allí representadas se pueden apreciar detalles que no se encuentran en otros yacimientos norteamericanos: detalles de la vestimenta, de los tocados, de los plumajes, de las armas… tal y como podemos ver en las magníficas fotografías captadas por Alan Cressler.

Especial atención se le ha prestado a una de las imágenes, en la que puede verse una figura de color blanco, con aspecto humano, pero con una notable protuberancia en la zona nasal, como una especie de cuerno. Esta efigie ha sido interpretada de diversas maneras: el Hombre-Pájaro, la Estrella de la mañana, o Cuerno-Rojo. Se puede analizar más el detalle en el dibujo realizado por Richard Dieterle.


Cuerno-Rojo es un héroe mítico de las tradiciones orales sioux, también conocido como El que lleva cabezas humanas en sus orejas, ya que una de sus peculiaridades es la de que sostiene unas diminutas caras vivientes en los lóbulos de sus orejas. Era uno de los cinco hijos del Creador, que lo envió a la Tierra para rescatar a la humanidad. Aparece representado en un gran número de complejos ceremoniales de las culturas del Misisipi.

Las aventuras de Cuerno-Rojo han dado lugar a muchos relatos orales que se agrupan en el conocido como Ciclo de Cuerno-Rojo. Allí aparecen muchos otros personajes de la mitología de las culturas del sudeste de EEUU que luchan contra una raza de gigantes (Comedores del Hombre).

Cuerno-Rojo se transforma a sí mismo en una flecha para ganar una carrera de velocidad a sus enemigos. Este episodio muestra la asociación simbólica (y la identidad mística) entre Red-Horn y las flechas. Tras la victoria, decide adornar sus orejas con pequeñas cabecitas y trenza su largo cabello rojo en forma de cuerno. Así se convierte en “Cuerno-Rojo” y “El que lleva caras humanas en sus orejas”.

Podríamos contar muchas más historias relacionadas con Cuerno-Rojo y los otros personajes que allí aparecen, como la joven huérfana que siempre iba envuelta en una piel de castor blanca y que es instigada por su abuela para conquistar a Cuerno-Rojo, con quien finalmente se une en matrimonio.

O los gigantes que perdieron un juego de lacrosse ante Cuerno-Rojo y sus amigos porque no podían parar de reír ante las muecas que hacían las cabecitas que pendían de sus orejas. De su amigo Tortuga, enviado por el Creador para enseñar a los humanos como vivir, pero que los llevó a la guerra.

También podríamos hablar de la identificación de Cuerno-Rojo como una estrella del firmamento o de los celos de Hena, hermano de Cuerno-Rojo, porque éste había conseguido como esposa a la mujer más gorda. Y así, un largo etcétera.

Antes me he referido a la gran importancia que, para los nativos americanos, tienen estas historias y las imágenes que les sirven de vehículo. Pero para nosotros, para todos los que no pertenecemos a estos pueblos, también son importantes (o deberían serlo). Porque son un testimonio que nos cuenta la forma en que otros seres humanos han entendido y han vivido el mundo de forma diferente a la nuestra. Y, precisamente, esa diferencia es la que lo hace más valioso. Sin diversidad no es posible la vida biológica, pero tampoco la de las sociedades humanas. La diversidad enriquece la vida cultural.

Además, en la raíz de esas diferentes expresiones y vivencias de nuestra relación con la realidad podemos encontrar lo esencialmente humano, lo que nos revela qué hay de común en todos nosotros bajo las peculiares capas con las que se manifiestan nuestras creencias sobre el mundo que nos rodea.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍAS: ALAN CRESSLER

6 oct 2021

  • 6.10.21
El pasado 14 de septiembre tuvo lugar una peculiar subasta en S. Luis (Misuri). Peculiar porque lo que se subastaba era “un conjunto de dos cuevas con pinturas polícromas realizadas por nativos americanos, asociado con 43 acres de tierra circundante”. El terreno que rodea las cuevas es un paisaje boscoso dotado de una fuente natural y en el que hay gran variedad de especies animales. Los actuales propietarios (que lo son desde 1953) lo han utilizado fundamentalmente como terreno de caza.


La noticia tuvo amplio eco en distintos medios informativos norteamericanos como CNN, The New York Times, CBS... En español solo la he encontrado en el suplemento de Cultura de ABC y en el sitio web Russia Today (RT).

En los comentarios sobre la noticia se subraya la desolación de la nación Osage por la venta de la que consideran como "el lugar más sagrado de su cultura". En ese enclave se han celebrado rituales sacros, enterramientos, búsquedas de visiones espirituales... Las más de doscientas imágenes y símbolos allí grabados y pintados tienen, al menos, mil años de antigüedad y han servido como instrumento de transmisión de creencias y tradiciones.

Pero ¿quién son los Osage? La nación Osage –Wahzhazhe es como se denominan a sí mismos– forma parte de la gran familia de hablantes de lenguas siux. Abarca actualmente cerca de 24.000 personas. Su área jurisdiccional actual, la Reserva de la Nación Osage, está situada en el nordeste de Oklahoma, pero en el pasado dominaron una amplia región que abarcaba parte de los actuales territorios de Illinois, Misuri, Oklahoma, Kansas y Arkansas.

Dedicados a la agricultura y a la caza de búfalos y en constante pugna con otros grupos, fueron magníficamente retratados, en el siglo XIX, por el pintor George Catlin. Los Osage consideraban que su supervivencia no dependía de Wakonda (el Gran Espíritu) sino que era su propia responsabilidad. No concebían la lucha por la vida como un conflicto con otros animales a los que reverenciaban por sus cualidades superiores a las humanas y esperaban aprender de ellos para emularlos.


La supervivencia dependía de una lucha continua entre distintas comunidades humanas que competían por los mismos recursos. Su capacidad para defenderse y hacer la guerra a otras tribus era imprescindible para la conservación del grupo.

Respecto a sus lugares sagrados es destacable el carácter discreto y totalmente reservado en cuanto a su localización exacta. De hecho, no se ha hecho pública la localización precisa de la Cueva de las Pinturas, que además no tiene un acceso fácil.

Como indicio de la preservación de la cueva se puede citar la circunstancia de que en ella tiene su alojamiento una colonia de murciélagos de Indiana (Myotis sodalis), especie amenazada que ha visto reducir su presencia en sus hábitats naturales, fundamentalmente por la presión humana.

No siempre esos espacios sacros tienen una localización específica con limites claramente definidos. Pueden ser parajes que incluyen plantas, animales, recursos de agua, sonidos, luz... Incluso cualidades intangibles.

En resumen, y según sus propias palabras, consideran sagrados aquellos lugares que tienen especial “significado espiritual para los Osage o que se utilizan, o fueron utilizadas por sus ancestros en conjunción con ceremonias espirituales”. Y si observamos las imágenes que ellos mismos facilitan como ejemplo, nos damos cuenta de las diferencias bastante grandes con lo que solemos considerar como "lugar sagrado".


Esta concepción de los lugares sagrados es bastante coherente con lo mencionado más arriba sobre sus creencias y con ese sentido de respeto y armonía con el entorno natural. Y nos ayuda a entender la profunda consternación ante la subasta de uno de sus lugares sagrados más emblemáticos de su tradición religiosa.

El sentimiento de perdida va más allá de la realidad concreta de las pinturas rupestres allí emplazadas. En un comunicado afirmaron que la venta “verdaderamente, les rompía el corazón”, ya que sus ancestros vivieron en esta zona durante 1.300 años y allí fueron enterrados, incluso en la propia Cueva de las Pinturas.

Carol Diaz-Granados, que ha estudiado la cueva durante veinte años, declaró que era algo así “como si se subastara la Capilla Sixtina”.  La comparación puede resultar un tanto exagerada y, en todo caso, se sustenta en la mezcla de aspectos distintos, aunque difíciles de separar. Pero esto lo trataremos más detenidamente en una próxima entrega.

JES JIMÉNEZ

22 sept 2021

  • 22.9.21
Al principio del teatro de títeres, éstos eran considerados como réplicas artificiales de los seres humanos. Y, justamente, esta semejanza era la que atraía a los espectadores. De hecho, llegó a acusarse a los titiriteros de practicar la magia.


A la función mágica de los títeres sucedió una función teatral cambiante según distintas variables socioculturales que evolucionaron desde la satisfacción de la pura curiosidad por el espectáculo a la interpretación teatral similar a la de los actores humanos.

Como ya vimos en una entrega anterior, el relato puede llegar a conseguir un grado de identificación y una participación del público enormes. Cuando se apagan las luces de la sala y solo permanece iluminado el escenario, los muñecos resultan tan expresivos y sugerentes que parecen tener vida propia. Strindberg, que tuvo una gran pasión por los títeres, escribe: “Todo puede ser, todo es posible e inusitado. El tiempo y el espacio no existen. Sobre una débil trama de realidades, la imaginación teje y modela nuevas formas”.


El espectador se proyecta en los personajes y participa de manera activa en el espectáculo. Su imaginación recrea lo que se le muestra y se sumerge en el relato narrado. Incluso llega a sentir y a meterse en la “piel” de la máscara. Sí, “máscara”, porque el muñeco participa en gran medida de las funciones expresivas y comunicativas de las máscaras. Pero sobre éstas ya hablaremos en otro momento.

¿Qué es lo que sucede para que se establezca ese vínculo tan sugerente? ¿Cómo es posible que alguien, con una simple historia y una figura inanimada, consiga comunicar esa magia tan difícil de conseguir, incluso con grandes espectáculos? Pues precisamente eso: la naturaleza inanimada de los títeres transmutada en vida animada mediante el movimiento comunicado por el titiritero. Lo inerte, sin movimiento, sin vida, adquiere una nueva forma de existencia con energía dinámica, con aliento propio.

Básicamente, los espectáculos de marionetas son narraciones en las que los muñecos tienen, aparentemente, movimiento propio. El artista que los maneja es quien les infunde espíritu y personalidad: es el animador. De hecho, en las antiguas tradiciones de representaciones sacras, desde Java a la Grecia clásica, los manipuladores de las figuras eran considerados como oficiantes religiosos.

El manipulador infunde "vida" a la figura en el momento en que la hace moverse. Georges Sand ya los describía como seres de ficción dotados de vida por voluntad humana: “Estos seres ficticios son llevados a la vida por deseo del hombre y se mueven y hablan y, en cierto modo, se vuelven humanos, inspirados con vida para bien o para mal, para conmovernos o entretenernos”.

Uno de los autores que mejor ha reflejado esta relación de ida y vuelta entre títeres y humanos ha sido Oscar Wilde en su relato El cumpleaños de la infanta: "Unas marionetas italianas representaron la tragedia semiclásica de Sofonisba en un pequeño escenario levantado al efecto. Trabajaron tan bien y sus gestos fueron tan extremadamente naturales que, al terminar la representación, los ojos de la infanta estaban llenos de lágrimas".

"La verdad es que algunos de los niños lloraron de veras y tuvieron que ser consolados con pasteles, y el propio gran inquisidor se impresionó tanto, que no pudo evitar decirle a don Pedro que le parecía intolerable que unos muñecos hechos sencillamente de madera y cera coloreada, movidos mecánicamente por alambres, pudieran ser tan desgraciados y soportar semejantes infortunios".

Lo que caracteriza y diferencia a los títeres de otros muñecos o figurillas es la articulación de sus distintas partes que permite el movimiento. Y éste es un estímulo muy poderoso para captar y retener la atención. Además, el movimiento da lugar a la existencia verosímil de unos personajes y de un hilo narrativo.

.Si bien el espectador recrea a partir del objeto, éste cobra su significación a partir del movimiento. Es quizá por ello que la fascinación por el movimiento sea ineludible en las creaciones de las diversas culturas, desde sus remotos inicios en la Prehistoria. Para S. Giedion: "La representación del movimiento es consustancial al arte paleolítico desde sus inicios" y aporta algunos interesantes ejemplos del arte mueble y rupestre en la Prehistoria.

El esfuerzo artístico del titiritero siempre se ha centrado en dotar los objetos de "personalidad". Solo así tienen sentido y adquieren visos de realidad. "Siendo" reales pueden interesar al público. De ahí la importancia asignada al movimiento.

El movimiento debe tener cierto carácter orgánico y servir como vehículo de las emociones que el titiritero quiere transmitir. Esto implica la necesidad de concentración, incluso de compenetración entre el artista y el muñeco. Gordon Craig, uno de los autores clave en el renacimiento del arte de los títeres, escribía a principios del siglo XX: "Tú no lo mueves, le dejas moverse: eso es el arte". El objetivo es ofrecer una sensación de naturalidad.

El compositor y escritor Otakar Zich decía que observando al títere como algo vivo y dotado de movimiento, los espectadores olvidan que está hecho de materiales inertes y lo ven transformarse en un ser mágico, sobrenatural, fuera del ámbito de lo racional. En definitiva, es a través del movimiento, principalmente, donde cobra sentido específico el espectáculo del teatro de títeres.

JES JIMÉNEZ

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