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HLA

FENACO



6 jul 2019

  • 6.7.19
El machismo ha hecho mucho daño a los hombres. Y no me refiero a aquellos que no han podido vivir su amor o su tendencia sexual, que claramente se han visto perjudicados. Hablo de aquellos que siendo heterosexuales han tenido que ocultar su ternura y su amor, tanto hacia sus hijos, como hacia su pareja.



Ser sensible era causa de que te señalaran con el dedo. “Los hombres no lloran”; “los hombres deben llevar los pantalones”; “los hombres tienen que beber y hacer lo que quieran”... Y, muchas veces, ese “quieran” no era nada más que seguir las normas de una sociedad cerrada, asfixiante, que vivía más pendiente de las vidas ajenas que de las propias.

Este hecho era especialmente duro en los pueblos del interior y en los barrios pequeños, donde las persianas tenían ojos y donde la falta de inquietudes hacían del cotilleo el gran pasatiempo social. Mi abuela me contaba que un hombre no podía coger a un bebé en brazos, ya que se le podía tildar de “poco macho”.

Y estos hombres solo podían empezar a mostrar cierto cariño cuando eran mayores y se volvían libres. Los nietos sabían mejor que los hijos que aquel hombre de campo los quería con locura. José Luis Sampedro lo refleja perfectamente en su libro La sonrisa etrusca.

“Calzonazos” era aquel que quería a su mujer y tenía en cuenta lo que ella decía y era capaz de dejarla decidir. No hay que olvidar que la mujer estaba constantemente bajo la potestad de un hombre, ya fuera su padre o marido. Y éste decidía si podía salir a la calle, si podía estudiar o trabajar.

Tampoco podía un componente del sexo masculino limpiar porque se le podía “caer el pito”, ni cuidar a sus padres. Y más de uno se guardaba su cariño en un cofre en su interior, cerrado a cal y canto, para que nadie dudara de su hombría.

Pero el peor daño que se les hizo a los machos fue condenarlos a la dependencia. Hacerles creer que no podían vivir sin una mujer que les haga todo. El resultado de eso se ha visto siempre en los hombres que se quedaban solteros o viudos y creían que se les había caído el cielo encima porque no eran capaces de cuidar de sí mismos.

No solo no sabían cocinar o limpiar, es que además estaban convencidos de que no podían hacerlo. En su mente eran hombres y, como tal, no hacían esas labores, que se suponían femeninas, y si se les ocurría hacerlas serían el hazmerreír de todos. Bajo el látigo de la hombría se ha perdido mucho amor, ternura, empatía e independencia. Tanto hombres como mujeres deben ser libres para poder elegir su vida y, para eso, la independencia es fundamental.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ


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