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HLA

FENACO



12 jul 2021

  • 12.7.21
Tanto la vida como la literatura viven de la enfermería, de sus anécdotas y de sus excesos, de su necesidad profesional y de sus leyendas inevitables. Pero ya se sabe que toda leyenda, en ocasiones, desborda los recelos de la profesión y, en otras, no alcanza apenas ni un ápice a definir un sector sanitario tan comprometido y necesario en nuestras vidas. Pero tanto en esta profesión, como en muchas otras, las anécdotas podrían superar la imaginación más desbordada.


Si cualquier lector piensa que la sorpresa no es una de sus cualidades más desarrolladas, solo tiene que abrir el libro Anécdotas de enfermeras, publicado por Editorial Styria, y cuya primera edición vio la luz en el año 2009. Desde entonces, como era de esperar, se han ido sucediendo distintas ediciones.

La obra recoge, como volumen de esta naturaleza, historias inverosímiles pero ciertas, confirmadas por cientos de enfermeras procedentes de distintas comunidades autónomas que nunca llegaron a conocerse entre sí. La autora, Elisabeth G. Iborra, ha logrado dejar al descubierto a través de 356 páginas una de las profesiones más indispensables de la sociedad española, tal y como se puede leer en Google.

Entre otras anécdotas menores, el libro cuenta cómo en una ocasión a una enfermera se le cayeron cuatro metros de intestino al suelo. Para detalles menores, el lector debe acudir al libro citado. En otro momento, algunos pacientes que acudieron a Urgencias se habían introducido objetos en sus partes más íntimas.

Sobre este particular, las leyendas urbanas desbordan el contenido del volumen reseñado. En cualquier caso, el humor siempre es el principal protagonista de las anécdotas recogidas en la obra, si bien es verdad que también recoge otros momentos más duros vividos por las profesionales del sector.

Hay historias grotescas, como la de una mujer que insistió, hasta el delirio, en colocarse el termómetro en la oreja para tomarse la temperatura. Sin duda, la tenía muy elevada. Pero otras son conmovedoras. Como es el caso de un paciente que cada año envía una rosa roja a su enfermera, como muestra de agradecimiento por los cuidados recibidos.

Aquel hecho ocurrió en 2008, en plena crisis económica y financiera. Un año después, Iborra lo recogió en su libro. No pensé entonces que un detalle tan mínimo tuviese tanto recorrido. En su día, pensé regalarle una rosa amarilla cada año, porque Gabriel García Márquez escribía siempre con un ramo de estas rosas en su escritorio porque decía que atraían a la buena suerte. Pero yo, que solo era un enfermo agradecido, aposté por una simple y sencilla rosa roja. Cada año se la envío sin ningún tipo de titubeo. Con una nota que apostilla: “De un enfermo, que ya no lo es, agradecido y enamorado”.

Este año, ahora que la covid no me lo puede impedir, no envié la rosa por mensajería. Me acerqué a recepción con una rosa roja y la misma nota de siempre. Sé que ella, cuando llegan estas fechas, espera la nota y la flor. La recoge, dicen sus compañeras, con una esperanza remota pero firme de que al amor se manifiesta de muchas formas posibles.

Más allá, no le gusta desbrozar los detalles más íntimos ni hablar de una felicidad tan noble que cabe en un pequeño jarrón. No seré yo quien desmienta tanta esperanza. Ni tampoco quien rompa el sortilegio de una sorpresa que siempre nos remonta a la niñez y a los Reyes Magos, cuando pensábamos que todo era posible. Para ella, igual lo sigue siendo.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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