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HLA

FENACO



2 ago 2021

  • 2.8.21
El verano, para él, no solo era escapar del tiempo ineludible del trabajo, del cumplimiento inexorable de los horarios prestablecidos, de una monotonía multiusos que le desasosegaba en demasía. El verano era más aún: la libertad a explorar. La libertad estancada y la libertad por mondar, capa a capa, como una cebolla.


Un buen día, sin que se percatara de ello, dejaron de sonar llamadas en el móvil y apenas recibía mails. Los amigos abandonaban la ciudad y la misma ciudad era una isla desconocida. Huyó al mar, donde nadie le esperaba. Y allí, confundido entre el estrés de los turistas descarriados y los conocidos que comenzaban a llamarle y convocarle a cenas tumultuosas, no halló la paz que buscaba, sino un espacio masificado que empezó a odiar en ese mismo instante.

Diez días después, volvió a la ciudad buscando unas merecidas vacaciones. No era este un tiempo para viajes y aventuras con desconocidos. Abrió las ventanas de par en par para que entrara aire y luz, y se quedó mirando el paisaje quieto sin observar apenas el paso del tiempo.

No había previsto ningún plan para amortizar aquel periodo de vacaciones. Los meses de la covid-19 le habían dejado una sensación baldía de que el tiempo nuevo aún no se había inaugurado y de que los días vividos habían pasado a formar parte de la memoria más reciente.

Vivía en un limbo impuesto. Supo en ese mismo instante que, a veces, las vacaciones también son portadoras de desilusión, advenedizas huéspedes que no nos sorprenden con nuevas expectativas ni con proyectos desbocados.

Leyó en algún periódico que las vacaciones suelen ser periodos de mucha actividad psíquica. Y él, por el contrario, buscaba esos días vacíos para dejar descansar la mente, para dejarse perder en él mismo, para esbozar unos hábitos diarios diferentes que le ayudaran a encontrarse adentro y afuera del mundo que habitaba a diario.

Recordó una frase del psicoanalista Miquel Bassols: “las vacaciones lo confrontan a uno con expectativas que no necesariamente se pudieron satisfacer”. Y recordaba que añadía también: “en la modernidad los viajes están tan planeados que ya no parecen viajes”.

Confirmó en esta frase sus propias sospechas, y se propuso el viaje interior, que siempre eludía por compromisos o por falta de tiempo. Supo que mirarse interiormente no solo supondría un experimento reprobable sino también una hazaña dócilmente postergada con los años.

Se quedó apenas atravesando la epidermis cuando un dolor, que venía de más adentro, le decía “alto”, que parara, que no era tan fácil escudriñar el fluido de las venas y el aire que almacenan los pulmones. Se propuso una tregua solo de horas para, definitivamente, avanzar por las calles desiertas que los sueños dejan a un lado. Le pareció un mundo abrasador y necesario. Lo había intuido iluminado con otros colores y con un fondo de horizonte menos hondo y de un rojo menos intenso.

Se sentó en su sillón relax, mirando un nuevo libro, breve y bien encuadernado. Sus páginas olían a tinta y le gustaba, con las yemas de los dedos, recorrer la superficie rugosa de sus páginas. Sabía que las vacaciones podían ser una liberación pero que también, a menudo, resultaban ser una pesadilla.

El ser humano busca un hueco en el mundo donde colocar, como mejor puede, esos treinta días de bullicio y descanso y desorientación. Él, por el contrario, era consciente de que parte de uno mismo debe acompañarnos hasta en los momentos más benignos de la vida. Sobre todo, esa parte nuestra en la que llevamos las dudas y los proyectos aplazados.

Pensó, mirando el mismo libro, que agosto no es un buen mes para viajar y que prefería cualquiera otro para meterse en carretera y buscar la fonda de sus sueños. Esperaría a que el mundo se incorporara de nuevo al trabajo, a que abandonara las costas del delirio y volviera al mundo donde sobreviviría otros doce meses de esperanzas truncadas.

Abrió una cerveza muy fría, a punto de hielo, y bebió un trago largo y reconfortante. Y pensó que ahora no quería estar en ningún otro lugar, sino allí tendido, solo, con un montón de libros que esperaban su diagnóstico exquisito.

Pensó también que el mejor verano siempre es el que cualquier inventa a última hora, el más próximo, pero también el que le lleva más lejos, el más improvisado y menos tormentoso, el más simple y acogedor, el que le lleva a uno de la orilla de un río a la otra sin moverse de casa, sin mojarse los pies.

Eso pensaba allí tendido bebiendo cervezas heladas, sin sueños que deshilvanar ni rutas que recorrer, sin mapas que indagar ni incógnitas que resolver, sin fechas límite ni propuestas que ofrecerse a sí mismo. Le bastó un manotazo de certeza para saber que la felicidad, también en tiempo de vacaciones, anda rondándonos los talones.

Evidencia que tampoco excluye, por supuesto, que mañana, conforme este hombre despierte y otee el horizonte, opte por subir al coche, incorporarse a la carretera y morderle el rabo al mundo. Es lo que tiene descansar con garantías: te vuelve a reinventar.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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