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Antonio López Hidalgo | Ojo por ojo: volviendo a la infamia

Cómo lo harán los talibanes en Afganistán, no levanta demasiadas dudas. Durante la dictadura anterior (1996-2001), ya tuvieron la oportunidad de ponernos al día de en qué consiste su arte de gobernar. De momento, como ya era de esperar, han anunciado que el Ministerio de Asuntos de la Mujer pasará a ser conocido como Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio.


Las palabras “virtud” y “prevención” ya son, de por sí, para mirarlas con demasiado respeto. La primera medida al respecto lo dice todo: el nuevo ministerio ocupará la sede del desaparecido Ministerio de Asuntos de la Mujer.

También se sabe que las funciones de los agentes de este nuevo ministerio serán las mismas que en la anterior dictadura. Es decir, recordarán a los viandantes la obligación de acudir a las plegarias cinco veces al día, vigilarán la longitud de la barba de los hombres y que las mujeres no anden solas por las calles. Podrán hacerlo, por supuesto, si se empeñan. Pero tan arriesgada decisión les podría hacer probar en sus propias carnes las varas de los fundamentalistas. Que, según se entiende, no son precisamente caricias deseadas.

El acoso a la mujer no es novedad. Desgraciadamente, era de esperar. Sobre todo, desde que se dejó ver que el gobierno es absolutamente masculino. El hecho de que la sede para establecer el cuartel general de los vigilantes de la moral, donde antes se ubicaba el Ministerio de Asuntos de la Mujer, no es una medida de puro trámite, sino una advertencia que, desafortunadamente, pronto derramará sus frutos sobre ese derecho usurpado a las mujeres. De hecho, sus reacciones no se han hecho esperar.

Algunas mujeres cambian de casa cada dos días. Como le ocurre a la diputada por Nimruz, Fereshta Amini, quien, para colmo de desgracias, confiesa que su ex se ha unido a los talibanes y cada día le amenaza con matarla. Por su parte, Farzana Kochai, de 29 años, diputada por la minoría nómada kochi, advierte de que no es capaz de superar el miedo.

En cualquier caso, no son las únicas activistas y políticas afganas que están expuestas a amenazas e intimidaciones tras la disolución de hecho de la legislatura por el golpe de los fundamentalistas. De los 250 miembros de la Cámara baja de la Asamblea, 69 eran mujeres. Ser mujer en Afganistán, para el fundamentalismo, es un estigma.

Pero esta retórica y práctica del miedo talibán no queda ahí, sino que avanza como la lava de un volcán hasta incrustarse en todos los poros de la piel y en cualquier escondrijo legal que pueda desviar su recorrido programado e infalible. Ya lo ha anunciado el ministro de Prisiones, el mulá Nooruddin Turabi: volverán las ejecuciones y las amputaciones, como ocurrió en el primer periodo de dictadura talibán. Y volverán, claro, sin discriminación de género.

Hay que ampliar considerablemente el número de criaturas sometidas a la desesperación. Pero esta vez, afortunadamente, sin tanto rigor como en el periodo anterior: con toda probabilidad, esos castigos no se convertirán en un macabro espectáculo, como sí lo eran en el periodo 1996-2001, a fin de dar ejemplo e imponer la autoridad a sangre y fuego frente a un público frenético necesitado de esa justicia del ojo por ojo, como si el escenario fuese un circo romano. Que entonces lo fue, pero ya arrancando el siglo XXI.

Turabi, tuerto –tal vez dios es justo en sus sentencias–, se siente satisfecho con que vuelvan las ejecuciones y cortes de manos. Pero no tiene claro que se haga con público. El gobierno talibán, al parecer, también está dividido en este tema. No es el caso, en este supuesto, del delegado de Información y Cultura en la provincia de Kandahar, Noor Ahmed Sayed, quien es contundente en este sentido: “Cuando se cuelga a alguien delante de todo el mundo es para dar una lección y se obtienen muy buenos resultados porque todo el mundo ve lo que puede ocurrir”.

Hay quien todavía no ha logrado olvidar los recuerdos más sombríos de aquel quinquenio talibán en que las ejecuciones por asesinato y las amputaciones de miembros a ladrones eran un dramático y bárbaro espectáculo ante miles de personas. No obstante, Sayed quiere compartir la responsabilidad de la barbarie: “Si alguien mata, hay que matarlo. Pero puede salvarle la vida la familia del asesinado”.

Recuerdo una crónica de Alfonso Rojo escrita desde Kabul en 1998, titulada “Justicia talibán en el estadio de Kabul”. En la misma el enviado de El Mundo fue testigo de la ejecución de un homicida y de la amputación de una mano a un ladrón. El cronista describe con detalle el bárbaro espectáculo en el estadio de Kabul ante la presencia de 100.000 personas.

Esta es la descripción de la amputación de la mano del ladrón: “Una vez listo el material mandaron al joven que se tendiera en el suelo, boca arriba. Todo fue muy rápido. Mientras un talibán sujetaba la cabeza del condenado, uno de los enfermeros le clavó la aguja en el antebrazo y le inyectó la anestesia; otro hizo un torniquete y el doctor seccionó la mano por la muñeca y vendó el muñón. Inmediatamente, como si fuera un fardo, echaron a Alí en la furgoneta y se lo llevaron a la calle”.

Y añade Rojo: “Fue entonces cuando un talibán bajo y gordo, que se cubría con un turbante negro y llevaba a la espalda un kalashnikov, se agachó, cogió la mano, ya rígida, del césped, la levantó a la altura de los ojos y dio unos pasos con ella, como haría un torero triunfador con la oreja de un astado tras una buena faena”.

Después, describe cómo ejecutan al homicida: “Pasaron unos minutos en los que los espectadores se rebullían inquietos, antes de que el hermano de Alí Amat se incorporara y se aproximase sigilosamente al condenado. Cuando estaba a un par de metros de su espalda, un talibán le entregó un fusil. Regodeándose en los gestos, el muchacho apoyó una rodilla en tierra y se encaró el arma. Apuntó con cuidado al centro de la espalda, entre los dos omoplatos, contuvo la respiración y apretó el gatillo. Alí Quijah se agitó y cayó boca arriba estremeciéndose. El joven volvió a apuntar, esta vez a la cabeza, y disparó de nuevo. Todavía descerrajó un tercer tiro. Este último en la cara. Los talibanes arrojaron el cadáver a la camioneta, saltaron a sus vehículos y desaparecieron hacia la ciudad entre bocinazos y gritos”.

El párrafo final de la crónica no tiene desperdicio: “A las cinco de la tarde lo único que quedaba en el estadio de fútbol de Kabul eran tres vainas vacías de munición de kalashnikov, una mano ensangrentada e irreconocible y los envoltorios de los chicles y las galletas consumidas por el público durante las tres horas que duró el macabro espectáculo”.

Normalmente, estas ceremonias del escarnio eran los prólogos a los encuentros de fútbol. Acaso ahora, según promete Turabi, estos teloneros ejecutarán su teatro terminal entre bambalinas, lejos de un público que no se sabe si aprueba estas sentencias del ojo por ojo. Turabi perdió un ojo y una pierna combatiendo con las tropas soviéticas. Tal vez, pensará para él mismo, por qué solo yo voy a ser un tullido en este país condenado eternamente a la infamia. No solo pretende acabar con los teloneros del terror, sino que permitirá la televisión, los teléfonos móviles, las fotos y los videos. E incluso que las mujeres ejerzan como jueces.

De cualquier manera, no hay suficientes razones para entusiasmarse. El currículum que lleva a sus espaldas no es suficiente crédito para poner en él demasiada confianza. La infamia no puede conllevar nunca una segunda oportunidad. La infamia, después de todo, no puede tener perdón. ¿Qué sentido tendría?

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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