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HLA

FENACO



4 abr 2022

  • 4.4.22
Cuando amanece, este hombre otea un día desdibujado por la neblina. A veces, esa capa de aire denso que oscurece el paisaje son limaduras extraídas de sueños rotos que impiden ver con nitidez qué se esconde a varios pasos de él. En ocasiones, la nubosidad es variable. Y otras, oculta el entorno hasta verter su contenido en ninguna parte. Ese vacío que se abre es tan ajeno a él como lo es de él mismo. Mira hacia afuera, pero, en realidad, anda inmiscuido en asuntos propios que lo retrotraen a otros días menos sólidos que estos y que al mismo tiempo también los mimetizan y emparejan con aquel tiempo que creía archivado, dormido y presuntamente olvidado para siempre.


Hay días con una nubosidad invariable que enlaza otros momentos vividos con estos pensamientos apagados, y entonces mira un cielo que no ve y una mañana que no acaba de abrirse a la luz primera del amanecer, y que al mismo tiempo corre el peligro de extenderse a la tarde y pisar las sombras de la noche, que viene a ser la misma sensación monocorde de una oscuridad nunca buscada que cansa y que huele a naftalina, a horas quemadas, a sumisión inalienable y hosca. Lee entre frases las palabras de Antonio Muñoz Molina: “Generalmente estamos distraídos en esto y en lo otro: hay como una niebla. Y de pronto hay algo que te hace fijarte en lo que tienes delante de los ojos. Ese es el grado máximo al que yo creo que puede aspirar el arte, ya sea la literatura, la música o lo que sea”.

Es posible, piensa este hombre. En realidad, siempre hay una belleza escondida que habita espacios inusuales, y que vive muy próxima a nosotros, pero sin que alcancemos a verla o descifrarla. La niebla levanta sospechas y disimula otros mundos, pero también, en su intención peregrina de apagar la luz del día, también halla una llama interior que configura otro paraíso hasta ahora ajeno a la mirada de este hombre, que mira y busca donde siempre lo hace y donde, tal vez, ya no hay o nunca hubo nada. Puede ser una imagen o una palabra, el olor a pan recién horneado, un vaso de vino, el abrazo de una muchacha huida y recordada con el rigor de una nostalgia entrenada para estos lances en los inviernos más severos.

Hay una niebla que viste o desnuda el paisaje y otra niebla interior que este hombre incorpora a la ventana y a la casa, al árbol y al camino. Cuando observa la primavera en germen, ve las raíces hondas en la tierra de un paisaje arañado a sus esperanzas. Siempre hay una palabra desajustada en la frase, una hora deshilvanada que rompe la cadencia del día que iba a ser perfecto, una nota musical que desinfla la armonía imposible. Pero, de vez en cuando, un lucero brilla en mitad de la nada. Él no sabe de dónde proviene, ni con qué materiales lo han manufacturado, ni hasta cuándo mantendrá la llama en los instantes muertos de una vida que empuja hasta donde el mar se abre paso sin miramientos ni cortapisas.

Piensa que siempre el día se abre, se acaba abriendo, y que mañana dará paso a otro día blanco y feliz. Recuerda entonces otra frase del escritor de Úbeda: “En el budismo zen existe el término satori: la revelación instantánea que muchas veces se manifiesta con un golpe. De repente, dejas de ver la niebla de las apariencias y ves la realidad del mundo”. Ahora, meditando al respecto, alza la vista hacia la torre que tiene delante de él, y ve un pilar enorme que se alza sin límites hasta un cielo que no alcanza a precisar en su mirada.

Después, sentado en un sillón húmedo que se abre al río, cierra los ojos y descubre en esa oscuridad intencionada las aspiraciones desordenadas que un día le mostraron la ventura de una alegría que luego se disipa y que siempre vuelve a revolotear como una abeja en torno al panal de su existencia. Se pone en pie y camina, sin detenerse en su marcha severa. Camina sin detenerse a contar los detalles ya descritos en otras jornadas de fuego. Y así, sin prestar atención al cansancio, agota las horas, sin ritmo y sin dirección, paso tras paso, hacia donde no hay nadie. En realidad, ha estado marcando círculos sobre sí mismo y en torno a esta plaza exigua y vacía, pero se siente estimulado sabiendo que no se perderá, que, después, cuando el día abra sus alas, su vuelo será raso y firme y le conducirá a regañadientes a la misma casa, a habitar la misma soledad que muestra sus fauces cada amanecer y se retrepa contra cualquier neblina para sobrevivir al acecho de otras miradas.

Él sabe que algunos días nacen grises, que siempre nacen y nacerán grises, pero que después, nunca sabe cuándo, una luz azul abre la mañana y vomita las sombras neblinosas que se pierden sin remisión en el holocausto severo de una tristeza nada deseada y que agoniza a sus pies cuando camina sin rumbo donde alguien siempre le espera.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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