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El Bar Canónigo y la vida de Francisco dando buen café en pleno centro de Dos Hermanas desde hace 27 años

Francisco Gutiérrez Orozco, Francisco o Paco para sus clientes, es el propietario de uno de los bares más clásicos de Dos Hermanas, el Café Bar Canónigo, ubicado en la calle del mismo nombre, donde desde hace 27 años ofrece buen café y magnífico trato a sus clientes, la mayoría de ellos “de los fijos de toda la vida”. Y al frente de este céntrico bar continúa, desde donde nos cuenta en primera persona toda su historia.


“Yo nací en Ronda, porque de allí era mi madre, María de la Paz García Orozco, mientras que mi padre, Quirico Manuel Gutiérrez Ángel, era de Pedrera. Ambos viven todavía, gracias a Dios. Yo en Ronda estuve un año o por ahí, hasta que nos fuimos a Alcalá de Guadaíra, donde estuve otros cuatro años, y fue luego ya cuando llegamos a Dos Hermanas, porque mi padre se vino a trabajar a una empresa de productos químicos. En la familia somos dos hermanos más, Antonio y Jesús Manuel, pero ninguno se dedica al mundo de la hostelería, ya que uno es profesor y el otro delineante”.

“Cuando llegamos a Dos Hermanas, el primer lugar donde vivimos fue en la barriada de La Moneda, hace ahora unos cincuenta años, hasta que en 1994 nos fuimos a las casitas que están al lado de la Feria, y allí estuvimos con mis padres hasta que tanto mi hermano como yo nos casamos. Yo estoy casado con María José Rodríguez Rubio, y tenemos dos hijos, Alejandro y Lucía, de 21 y 18 años”.

“En esa época de chaval yo estudié hasta 8º de EGB en el Colegio Caudillo de la Paz, que estaba en la calle Doctor Fleming y que hoy es el Colegio Cervantes, y después me fui al de La Moneda. Los estudios los empecé a compaginar ya entonces con un trabajo por las tardes en el Chía, un bar muy famoso que está en la calle Aragón, que es el de los videoclubs y al que iba mucha gente a comer pavías y chipirones. Yo tendría por entonces unos 13 o 14 años, y allí limpié más chipirones que un tonto. A hasta allí me fui porque el dueño era amigo de mi padre y le dijo que me fuera a echar un rato por las tardes. En el Chía me llevé unos dos años, donde básicamente echaba una mano en lo que me mandaban. El caso es que ese mundo comenzó a gustarme, y por eso decidí seguir en el sector”.

“Después me fui a trabajar a la cafetería Miki, que estaba al final de la calle Real. Llegué allí porque se fue un empleado a la mili y, total, que estuve un año y medio más o menos, donde también hacía lo que me mandaban. Aquello era como el Casino, donde se reunían todos los de los bancos, los corredores de la aceituna…, hasta que me fui a la barriada de La Moneda, a un bar de un vecino mío que se llamaba Rafael, que ya no existe, y donde estuve hasta el año 1987. Hasta que lo tuve que dejar porque me fui ese mismo año a la mili. Primero estuve en Cerro Muriano y luego salí destinado al Casino Militar, en la calle Sierpes de Sevilla, donde hacía de ordenanza o estaba la puerta”.

“La verdad es que no era mal sitio. Por las mañanas estaba allí y por las tardes me iba por entonces al bar Esperanza, que lo llevaba Juan Ajenjo, quien por desgracia ha fallecido hace poco. Yo tenía por entonces 18 años. El bar Esperanza era entonces donde más gente entraba de toda esta zona, además de que en esa época sólo estaban dos: el Esperanza y el Nicasio, este último en la esquinita de la calle San Sebastián, donde por cierto también estuve trabajando allí durante un verano. Bueno, había uno también aquí detrás, donde está ahora el bar Estrella y que se llamaba igual”.

“El bar Esperanza era un no parar de gente desde las cinco y media de la mañana hasta las diez o las once de la noche, donde lo que más se daba eran los desayunos y las tapas de mediodía. Yo echaba ahí diez u once horas, pero recuerdo esa época con mucho cariño. Yo entraba a las ocho de la mañana, me iba a las dos, entraba después a las cuatro y ya estaba hasta las doce de la noche o por ahí. Allí fue donde conocí a la que luego fue mi mujer, porque era clienta del Esperanza. Ella trabajaba en una óptica cercana y empezamos a salir hasta que nos casamos en el año 2000”.

“En el Esperanza estuve trabajando catorce años y seis meses, hasta que me vine a mi bar. El hoy bar Canónigo era entonces una peluquería, que se llamaba Japón, y anteriormente una taberna, que se llamó Murube, muy famosa por un rano que tenía en el patio, un juego que había antiguamente. El local donde estaba la peluquería se llevó mucho tiempo cerrado y un día que llegué a mi casa, mi padre, que se dedicaba al corretaje, me dijo: “Pues mañana va a venir un hombre de Sevilla a ver el local de Ana María, que era la dueña. Y es que yo estoy aquí de alquiler. Ellos son muy famosos en la Plaza de Abastos porque el hermano es ‘El Pelao’, que tenía la pescadería. Total, que el hombre que vino de Sevilla estuvo mirando el local, porque él tenía otro bar al lado del Hospital García Morato y quería coger este para meter a la nuera y al hijo, pero al final no se hizo el trato porque el local estaba mal y había que arreglarlo. El caso es que a los tres o cuatro días, llegué yo a mi casa con un calentamiento de esos del trabajo y le dije a mi padre: “Dile a Ana María que me quedo yo con el local”. Y así fue. Eso ocurrió en el año 1994. Y tuve que hacer el local nuevo, porque se quedó sólo en los muros, y dejándolo tal y como está ahora. Eso sí, el patio ya no existía entonces, porque lo cogieron de las tiendas que estaban detrás”. br/>

“El bar Canónigo lo abrí el 2 de agosto de 1995. Ya son unos cuantos años desde entonces, y no me he arrepentido en ningún momento. Hay veces, como en todo, que te lo piensas, porque es verdad que esto es duro y no todo tan bonito como parece, y siendo dueño menos todavía. Desde el primer momento lo enfoqué como un bar de desayunos y de algunos montaítos. Yo entonces no tenía ni idea de cocina, pero aprendí porque no tuve más remedio. Recuerdo que un día me explicaron cómo se hacía la tortilla de patatas, y se acabó haciendo famosa en todo el pueblo. Además, siempre tuvo mucho éxito el salmorejo, que yo le digo porras porque es lo típico de la parte de Pedrera y de Antequera”.

“Mi bar fue muy gracioso porque por aquí venían los representantes de los zapatos, que aparecían dos veces al año, y cuando llegaban por la mañana sobre las ocho o por ahí a tomar café, les gustaba porque veían que había muchas mujeres. Y eso era porque por entonces las profesoras del colegio de La Almona venían mucho por aquí. En el Canónigo hay muchos clientes que llevo echándoles café veintisiete años, más los catorce que estuve en el bar Esperanza, de forma que hay algunos a los que llevo toda la vida echándoles café. Yo tengo clientes aquí que incluso los conozco de cuando trabajaba en la confitería, como José María Rey, por decir algún nombre, que estaba en la notaría”.

“Con el tiempo he ido cambiando algo en cuanto a las tapas, porque ya me puse a meter cosas de cocina, de lo que algunos días te arrepientes porque, tal y como está la cosa ahora mismo, es lo mejor que se puede hacer: una cosa fija y punto. Porque variar tanto no se puede hoy. Al principio empiezas poniendo un guiso, luego dos, tres, cuatro… pero la cosa no está ahora para tener a alguien en la cocina. Yo he tenido aquí a camareros que han estado conmigo casi toda la vida, como Marchena, que se ha llevado veintiún años aquí, y otro que también estuvo mucho tiempo, Adrián, pero que se fueron porque ellos quisieron”.

“La verdad es que toda esta zona ha cambiado mucho. Cuando yo empecé había sólo dos bares y ahora hay muchos más. Eso sí, yo te puedo decir que mi clientela es la misma de siempre. Es fiel. Además, tengo fama de tener uno de los bares más limpios del pueblo. Hace poco decidí no abrir por las tardes. Mi padre se puso malo y no me daba tiempo a nada, además de que la luz está muy cara. Pero así trataremos de aguantar hasta que me jubile, sirviendo a mis clientes de la mejor manera que pueda”.

FRANCISCO GIL / ANDALUCÍA DIGITAL
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