En los últimos tiempos padezco una suerte de insomnio. No es que no pueda dormir, sino que me despierto de madrugada y ya no puedo seguir en la cama. Un mal del que se benefician mis actividades lectoras, pero que perjudica a lo demás.
Aquella noche me había despertado a las tres y media de la mañana, demasiado temprano. Así que, en un acto desesperado por conciliar el sueño, me leí una tragedia de Eurípides, Las bacantes. Ya llevaba parte de la lectura adelantada, así que me metí en mi estudio con una infusión y me centré en la lectura con recogimiento. Por supuesto, no me dormí.
Eurípides escribió la obra hacia el 409 a. C., retirado en Macedonia. Solo sería representada en Atenas tras su muerte, pocos años más tarde. Le cogió en un período maduro, y redactó el texto sin garantías de que fuera representada. ¿Qué hace esta tragedia diferente de las demás? La crítica sutil a los dioses.
La tragedia trata de lo que fue, desde un punto de vista histórico, una dificultad en el mundo griego: la introducción del culto a Dioniso, una divinidad impuesta desde el Oriente. Un dios que, como ya apuntó Nietzsche, se oponía a los cánones clásicos apolíneos. Tanto en la obra como en el ámbito mitológico —recordemos que no hay mitos inocentes, porque nosotros no lo somos—, Dioniso se encuentra con dificultades para ser reconocido como deidad en su propia ciudad, Tebas.
Su impío primo, Penteo, se opone al culto. En cambio, la madre de este se convierte en sacerdotisa de Dioniso —si bien, no lo reconoció de primeras—, y su abuelo Cadmo acepta al principio de la obra a la nueva divinidad, e intenta convencer al descarriado.
La crueldad de Dioniso es fría y desmedida. Hace que su primo se travista para presentarse ante las bacantes que, lideradas por su madre alucinada, descuartizan al impío. Es el viejo Cadmo quien, en una escena terrible, tiene que explicarle a su hija que lo que porta no es la cabeza de una bestia, sino la de su propio hijo.
Sin embargo, no solo Cadmo paga la impiedad. Incluso la madre y el abuelo del difunto, que habían finalmente aceptado la divinidad de Dioniso, son castigados. Pero si los hechos no fueran suficientes, el diálogo refuerza la crueldad divina:
CADMO.— Nos hemos percatado de ello; pero estás yendo demasiado lejos con tu castigo.
DIONISO.— Porque a pesar de que era un dios he recibido un trato ultrajante por vuestra parte.
CADMO.— A los dioses cuadra no asemejarse a los mortales por lo que a la cólera respecta.
DIONISO.— Tiempo hace que mi padre Zeus dio su consentimiento a estos acontecimientos.
Se percibe así el alcance del castigo que cae sobre el impío, que es común en todas las religiones. En cambio, la crítica al exceso de los dioses es más infrecuente. Así lo apunté en mi cuaderno de notas, y en esas estaba, cuando decidí ir en dirección al salón. Serían las cinco de la mañana.
Una vez allí, mientras reflexionaba sobre la escena citada, me encontré entre las cortinas del salón con un moscardón. Era enorme. Sin duda, había entrado en algún momento por el balcón y estaba como aturdido. Quizá por el frío. Lo primero que pensé fue en cómo echarlo. Sin embargo, era imposible. Así que cogí un bote de insecticida y le dirigí el veneno con fruición.
Parecía no inmutarse. Iba de un lado a otro, y cada vez que se posaba le dirigía una nueva dosis. Antes de caer detrás del sofá, tuvo que soportar no menos de cuatro descargas. Era muy resistente, pero cayó. Y cuando lo hizo, lo hizo en un lugar de difícil acceso. Pero fue su final.
Tras la caza, me deshice del cadáver, dejé el bote en su sitio, me lavé las manos y me senté en el sofá. Serían las cinco y cuarto de la mañana, o cosa así. Miré en dirección a la cortina, donde había encontrado al moscardón. Y fue entonces cuando se me vino a la cabeza un pensamiento inquietante. ¿Fui cruel con el moscardón? Y eso me llevó a otra inquietud todavía mayor. ¿Acaso seremos como una suerte de moscardones para los dioses? Si existiera un dios, ¿qué nos garantiza que sea bondadoso? Hay cuestiones sobre las que es mejor no pensar.
Sigo intentando dormir bien por las noches. De vez en cuando, lo consigo. Gracias a los dioses, o más bien sin ellos.
Haereticus dixit
Aquella noche me había despertado a las tres y media de la mañana, demasiado temprano. Así que, en un acto desesperado por conciliar el sueño, me leí una tragedia de Eurípides, Las bacantes. Ya llevaba parte de la lectura adelantada, así que me metí en mi estudio con una infusión y me centré en la lectura con recogimiento. Por supuesto, no me dormí.
Eurípides escribió la obra hacia el 409 a. C., retirado en Macedonia. Solo sería representada en Atenas tras su muerte, pocos años más tarde. Le cogió en un período maduro, y redactó el texto sin garantías de que fuera representada. ¿Qué hace esta tragedia diferente de las demás? La crítica sutil a los dioses.
La tragedia trata de lo que fue, desde un punto de vista histórico, una dificultad en el mundo griego: la introducción del culto a Dioniso, una divinidad impuesta desde el Oriente. Un dios que, como ya apuntó Nietzsche, se oponía a los cánones clásicos apolíneos. Tanto en la obra como en el ámbito mitológico —recordemos que no hay mitos inocentes, porque nosotros no lo somos—, Dioniso se encuentra con dificultades para ser reconocido como deidad en su propia ciudad, Tebas.
Su impío primo, Penteo, se opone al culto. En cambio, la madre de este se convierte en sacerdotisa de Dioniso —si bien, no lo reconoció de primeras—, y su abuelo Cadmo acepta al principio de la obra a la nueva divinidad, e intenta convencer al descarriado.
La crueldad de Dioniso es fría y desmedida. Hace que su primo se travista para presentarse ante las bacantes que, lideradas por su madre alucinada, descuartizan al impío. Es el viejo Cadmo quien, en una escena terrible, tiene que explicarle a su hija que lo que porta no es la cabeza de una bestia, sino la de su propio hijo.
Sin embargo, no solo Cadmo paga la impiedad. Incluso la madre y el abuelo del difunto, que habían finalmente aceptado la divinidad de Dioniso, son castigados. Pero si los hechos no fueran suficientes, el diálogo refuerza la crueldad divina:
CADMO.— Nos hemos percatado de ello; pero estás yendo demasiado lejos con tu castigo.
DIONISO.— Porque a pesar de que era un dios he recibido un trato ultrajante por vuestra parte.
CADMO.— A los dioses cuadra no asemejarse a los mortales por lo que a la cólera respecta.
DIONISO.— Tiempo hace que mi padre Zeus dio su consentimiento a estos acontecimientos.
Se percibe así el alcance del castigo que cae sobre el impío, que es común en todas las religiones. En cambio, la crítica al exceso de los dioses es más infrecuente. Así lo apunté en mi cuaderno de notas, y en esas estaba, cuando decidí ir en dirección al salón. Serían las cinco de la mañana.
Una vez allí, mientras reflexionaba sobre la escena citada, me encontré entre las cortinas del salón con un moscardón. Era enorme. Sin duda, había entrado en algún momento por el balcón y estaba como aturdido. Quizá por el frío. Lo primero que pensé fue en cómo echarlo. Sin embargo, era imposible. Así que cogí un bote de insecticida y le dirigí el veneno con fruición.
Parecía no inmutarse. Iba de un lado a otro, y cada vez que se posaba le dirigía una nueva dosis. Antes de caer detrás del sofá, tuvo que soportar no menos de cuatro descargas. Era muy resistente, pero cayó. Y cuando lo hizo, lo hizo en un lugar de difícil acceso. Pero fue su final.
Tras la caza, me deshice del cadáver, dejé el bote en su sitio, me lavé las manos y me senté en el sofá. Serían las cinco y cuarto de la mañana, o cosa así. Miré en dirección a la cortina, donde había encontrado al moscardón. Y fue entonces cuando se me vino a la cabeza un pensamiento inquietante. ¿Fui cruel con el moscardón? Y eso me llevó a otra inquietud todavía mayor. ¿Acaso seremos como una suerte de moscardones para los dioses? Si existiera un dios, ¿qué nos garantiza que sea bondadoso? Hay cuestiones sobre las que es mejor no pensar.
Sigo intentando dormir bien por las noches. De vez en cuando, lo consigo. Gracias a los dioses, o más bien sin ellos.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO ESCOBAR
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR




























