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Crisis moral

Estamos inmersos en una crisis económica que se superará como todas las que conforman el carácter cíclico de estos espasmos del capitalismo. Mucho más grave que ello es, sin embargo, la crisis de credibilidad que está afectando, de forma paralela, a la política o, más concretamente, a los políticos, cuya relación con los ciudadanos genera una desconfianza nunca antes conocida y un rechazo a su labor rayano en la desafección total.

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Es esta crisis moral la que mayores estragos puede acarrear a la sociedad pues socava los cimientos del sistema democrático, paraliza las instituciones y erosiona la convivencia pacífica y ordenada de los ciudadanos. Si grave es la crisis económica, más preocupante es aún la crisis moral que la acompaña.

Ambas, a pesar de generarse aparentemente por causas distintas, se influyen mutuamente, no sólo para perdurar en el tiempo, sino también para potenciar su virulencia y magnificar sus repercusiones letales. De esta manera, las crisis económica y moral están tiñendo de negro el tiempo presente, sumiendo a los ciudadanos en una apatía y un pesimismo del que obtienen réditos actores ocultos y algunos populismos radicales.

Lo triste es que sobran razones para la frustración en la política. Ni las medidas adoptadas para afrontar la crisis económica son justas y equitativas, ni el comportamiento vergonzante de muchos políticos y de la élite social, que priman la salvaguarda de sus privilegios frente a la solidaridad con la población, dejan lugar al optimismo o la esperanza.

La inmensa mayoría de la gente asiste desprotegida al desmantelamiento de sus sistemas de auxilio público y a la eliminación de derechos que atenuaban su vulnerabilidad frente a las circunstancias y la voracidad de los poderosos.

La crisis económica los conduce irremediablemente a la pobreza y la crisis moral los convierte en espectadores asqueados del saqueo que cometen del dinero de los contribuyentes unos delincuentes elegidos como representantes públicos. Ante semejante situación, lo raro sería que no se produjera una reacción aún más visceral de repudio y de ruptura que la que se percibe en la actualidad.

Porque si en el partido que exige el mayor sacrificio en la historia reciente a los ciudadanos anidan personajes, como el señor Bárcenas, que acumulan una riqueza inconcebible detrayendo en su exclusivo provecho los flujos legales, alegales e ilegales que pasaban por su mano, lo realmente extraño sería que esa formación política retuviera la confianza de sus votantes.

Y si en la institución más elevada del Estado, la que debe representar al conjunto de la Nación, acoge a familiares que se comportan como auténticos sátrapas que menosprecian a los más humildes de la sociedad y los valores de honestidad y dignidad que debería encarnar, lo raro sería que mantuviera la lealtad, el aprecio y el respeto de su pueblo.

El deterioro que causa esta brecha que se agranda por momentos entre la política y los ciudadanos es alarmante y la preocupación que genera su deriva da pánico. Pero nadie parece dispuesto a tomar cartas en el asunto.

Los grandes partidos nacionales (PP y PSOE) y a escala nacionalista (PNV, CiU) se aferran al mantenimiento de unas estructuras con las que controlan una red clientelar de relaciones entrecruzadas –económicas, políticas, sociales y orgánicas-, que les aseguran el reparto del poder de forma alternativa e indefinida. No tienen interés alguno en modificar una Ley de partidos que elaboraron a medida de sus intereses ni una Ley electoral que garantiza su elección ad infinitum.

Menos dispuestos se muestran aún en hacer más riguroso el ineficaz control que el Tribunal de Cuentas debería hacer de sus contabilidades y manejos dinerarios. Las cajas-b y la financiación irregular continuarán siendo las fuentes de mayores ingresos que posibilitan la viabilidad funcional de estas entidades instrumentales de participación política.

No sorprende por ello que ni la regeneración de personas ni la transparencia en las actuaciones, tan en boca de todos, apenas afecten a los partidos políticos, a pesar de los cantos de sirena que prometen auditorías y declaraciones patrimoniales de todos los dirigentes y cargos públicos. Están creados para la opacidad y la arbitrariedad en su quehacer práctico. Y así abonan el surgimiento de cuántos bárcenas sin escrúpulos integran sus aparatos de dirección, pudriendo en la desconfianza la vía que canaliza la participación activa de los ciudadanos para ejercer su derecho al ejercicio de la actividad política.

De igual modo, la visibilidad preclara de ámbitos inmunes a la justicia, que se elude por procedimientos dilatorios que desembocan en el archivo de causas gracias a la disponibilidad de recursos que garantizan la asistencia de correosos bufetes de abogados, capaces incluso de apartar de la justicia hasta los jueces más empeñados en combatir la corrupción, y la existencia de enormes privilegios entre una poderosa casta elitista que ya no oculta ni su avaricia ni su voracidad lucrativa, y que no sólo se libra de las consecuencias de la crisis que asfixia al resto del país, sino que incluso sale beneficiada de ella, hace que la ciudadanía sienta indefensión, abandono y maltrato por parte de una política que debería corregir estas desigualdades y procurar una equidad que brilla por su ausencia.

Entre urdangarines, gürteles y rescates a los bancos –para los que no faltan medios públicos y privados de ayuda- y los desahucios, despidos y ajustes en el resto de “gastos” sociales –para los que escasea cualquier socorro-, se cava la fosa abisal que separa la política de la gente e incuba esa crisis moral de indeterminadas consecuencias.

Pero lo más horrible de todo ello es que esta atmósfera de inseguridad y desconfianza que se ha instalado en la población no ha sido espontánea, sino que ha sido provocada por fuerzas que lo estiman conveniente a su estrategia de incrementar poder y ámbitos de influencia.

Descargar el peso de las medidas contra la crisis sobre los más débiles de la sociedad y destruir la credibilidad de las instituciones y del sistema democrático apuntan a un objetivo que beneficia a ciertos sectores socio-económicos de forma clara en España y en Europa, donde el neoliberalismo está imponiendo nuevas reglas que no consideran útiles ni la democracia y ni un Estado de bienestar que valoran como derroche.

Nos inoculan una crisis moral para que consintamos las recetas contra una crisis económica que también provocaron ellos mismos. Así pueden anunciarse como nuestros salvadores, a la voz de: ¡la bolsa o la vida!

DANIEL GUERRERO
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