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Europa y la quimera de los desposeídos

Cada semana despegan de Tripoli, Cartago, El Cairo o Dakar decenas de aviones de pasajeros que conectan los países del norte de África con los principales aeropuertos europeos. Un billete de la capital tunecina hasta Milán cuesta poco más de 50 euros.

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Varios miles de metros más abajo, hacinados en el exiguo espacio de la proa de una barcaza oscilante y quejumbrosa, centenares de personas viajan en pos de un sueño cruel, bosquejado en la mente de a quien sólo le queda la esperanza como instintivo impulso vital. El incierto pasaje de ida hacia Lampedusa, Sicilia, Almería o Rodas oscila entre los 1.000 y los 3.000 euros.

Las quimeras adoptan sus heterogéneos disfraces de acuerdo a las necesidades de quien las persigue obstinadamente. Europa es, en sí misma, una realidad mítica de límites difusos, una ficción cimentada en el delirio colectivo, el último asidero de una huida espoleada por la desesperación y la muerte.

Miles de personas atraviesan cada año las arenas de un desierto inclemente o las aguas de un mar impredecible, expuestos a peligros siempre acuciantes, con el único propósito de arribar a un destino desconocido, tan sólo esbozado por las imágenes difusas de un televisor o los vagos relatos de los que regresan con vida, demasiado orgullosos de exhibir su periplo como para reconocer su verdad. No hay muros tan altos ni tragedias tan desgarradoras para disuadir la fe en una vida mejor, en una existencia digna.

A pesar de las décadas transcurridas, la Unión Europea y los gobiernos que la integran aún no han entendido esta sencilla premisa. En una época en la que el capital, las materias primas y la codicia fluyen libremente ajenas a las fronteras físicas entre naciones, mientras los seres humanos sin crédito, los desposeídos, deben arriesgar sus vidas para filtrarse entre las rendijas de una frágil torre de marfil, las tentativas para regular los flujos migratorios en el continente han estado enfocadas de forma casi unidireccional a fortalecer un aparato militar de vigilancia que incrimina a los que osan rondar las fronteras y discrimina por razones de raza, estatus económico y nacionalidad a partir de un restrictivo sistema de visados.

Así nace el Frontex, una agencia europea que tan sólo el año pasado recibió más de 80 millones de euros de la Unión con el objetivo de repeler los intentos con visos de éxito (pues las barcazas que van a la deriva no son de su interés) de miles de migrantes de llegar a territorio europeo.

Para ello, despliegan barcos, helicópteros, aviones, radares, cámaras térmicas e incluso drones en los puntos estratégicos de la periferia continental, al tiempo que pactan con los países de partida lo que se ha convenido denominar "externalización del control de fronteras". Es decir, la persecución criminal de migrantes en territorio marroquí, tunecino, libio o senegalés a cargo de las fuerzas policiales de regímenes manifiestamente corruptos donde el respeto a los derechos humanos es apenas una coletilla que repetir sin convencimiento en los foros internacionales.

Todo para evitar que el nivel del Mediterráneo ascienda por el volumen de los cuerpos anónimos abandonados a la deriva, y las conciencias sean lastradas por el peso de la responsabilidad, siempre diluida en un mundo global, de una tragedia perpetua inducida por la indiferencia. Al fin y al cabo, cuando no existe una intención directa de hacer el mal, tampoco hay lugar para la culpa, un concepto muy arraigado en la cultura cristiana occidental, puede que por pura supervivencia moral.

Por ello, en estos días una sucesión interminable de autoridades italianas y europeas han visitado la isla de Lampedusa para lamentar la muerte de centenares de personas como si de una catástrofe natural se hubiese tratado.

Los políticos lidian de forma torpe con situaciones donde no hay culpables identificados, donde no hay células integristas, conspiradores o dictadores de diversa índole a los que sentenciar unívocamente con palabras ceremoniosas. ¿A quien responsabilizar de este auténtico genocidio?

Italia clama contra Europa por la supuesta laxitud de su control marítimo de fronteras mientras Europa recuerda el decreto italiano mediante el que se criminaliza el auxilio a embarcaciones de inmigrantes. De hecho, durante el último naufragio, varios pesqueros y barcos europeos obviaron la agonía de cientos de personas a la deriva.

Ahora, el primer ministro italiano, en un alarde de hipocresía, ha nacionalizado a los muertos, mientras que los supervivientes han sido denunciados por inmigración ilegal y volverán a ser deportados. Parece que en Italia, en Europa, sólo hay sitio para tumbas anónimas.

No hay respuestas fáciles para un asunto de tamaña complejidad. El desarrollo de la “primavera árabe”, más allá del súbito entusiasmo generado por la caída de los caudillos que regentaban buena parte de las repúblicas islámicas del norte de África y Oriente Próximo, ha arrojado un escenario de gran volatilidad política que incide de forma directa en los flujos de inmigración hacia el norte.

Como ejemplo, los acuerdos en el control de fronteras entre Italia y el régimen libio de Muanmar el Gadafi durante décadas ha dado paso ahora a un vacío legal fruto de la ausencia de estructuras políticas en el país, que se debate entre las distintas facciones de guerrilleros y liberadores de la patria después de que la OTAN decidiera intervenir de forma directa.

El resultado más evidente ha sido la proliferación, aún más si cabe, de redes mafiosas que comercian con los sueños de oleadas de personas procedentes del Cuerno de África y de exiliados de guerras civiles como la de Siria. Un eslabón más en la larga cadena de actores de una masacre cotidiana y silenciosa, tan sólo atendida cuando el número de muertos sobrepasa el umbral que la impasibilidad colectiva que legitima el actual orden mundial puede soportar sin sentir un ligero hormigueo de culpa diluida por la compasión de quien no puede o no quiere hacer nada.

El último naufragio de una barcaza de migrantes frente a la costa de Lampedusa es una desgracia y una vergüenza para Europa, como aseveraba efusivamente el Papa Francisco. Sin embargo, cabría cuestionarse cuáles son las medidas que realmente está dispuesta a acometer la Unión y cada uno de los países miembros para evitar que esa vergüenza continúe salpicando la superioridad moral de una Europa que abandera la lucha por los derechos humanos en el mundo al tiempo que deja morir en sus aguas a miles de expatriados y legitima la violación de su dignidad como personas en la periferia de sus fronteras (paradójicamente, la primera respuesta del Gobierno italiano ha sido el despliegue marítimo del ejército en misión humanitaria).

Y más aún, la sociedad europea en su conjunto debería reflexionar qué estaría inclinada a hacer por un mundo más justo donde los seres humanos gocen, al menos, de un mismo valor que el gas, el petróleo, el uranio, los minerales o el coltán que es expoliado por Occidente para mantener las calderas del progreso en pleno funcionamiento.

Mientras tanto, los discursos artificiales, las falsas muestras de humanidad y las lágrimas de cocodrilo tan sólo sirven para perpetuar un sistema abusivo cuyas consecuencias continuarán golpeando la puerta trasera de nuestra conciencia: ataúdes con números y cuerpos en el mar.

JESÚS C. ÁLVAREZ
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