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HG Manuel | La fotografía (V)

–Pues… verá, casualmente fue aquí, donde estamos sentados, y ya han pasado… –hurgaba en su bolsa y extrajo un cuaderno de color rosado con pálidas flores de cerezo–. Espere… sí…–hojeaba ágilmente la agenda–. En marzo, a mediados. Ah, y se comportaba como siempre, ya se lo digo. No, no como siempre, no, mejor: tenía ilusión. Sí, ilusión. Estaba muy interesado en un proyecto que le había ofrecido un profesor universitario, amigo suyo.

Una vida aislada se hace tantas preguntas… Y si en ellas late el sentido del sinsentido, de que todo progreso conlleva el drama del retroceso, y a más progreso el drama es mayor e irreversible…

Se trataba de imágenes, fotografías, que sugerían un texto; a Castilla le tocaba escribirlo según le dictaran las musas. El reto, porque así se lo tomó, consiguió despertarlo. Vi que se animaba, que por fin despertaba de ese triste letargo, la indiferencia; y me refiero a él como poeta, es fundamentalmente poeta, no puede evitarlo y así lo considero desde que lo conozco. Convenimos en hablar, más bien lo propuse yo porque sentía mucha curiosidad –se llevó las manos al pecho en acto de disculpa–, más adelante, cuando tuviera unos folios que enseñarme. Y lo hizo, era su propósito, sí, no me lo esperaba, la verdad.

Me llamó casi un mes después, concretamente… –detuvo el dedo en la agenda–, el quince de abril, miércoles. Había trabajado mucho, y con provecho según él; pero el motivo de su llamado era otro: una de las fotografías que había recibido. No estaba entre sus favoritas, pero algo en ella lo intrigaba; no, lo inquietaba, «me inquieta» fueron, textualmente, sus palabras, qué curioso, ¿verdad?, y le pregunté así, en plan simpático, si por fin lo había golpeado la musa. Pero… no sé, la ansiedad en la voz: él insistía en vernos.

El caso es que me coincidió con una revisión médica y cuando me toca siempre me pongo muy nerviosa, no puedo evitarlo. Se lo expliqué, dijo que lo entendía pero yo sé que lo decepcioné. En este detalle, solo un matiz: la decepción, caí luego –le asomaron unas efímeras arruguitas cuando levantó las cejas y se daba tironcitos de los rizos del pelo–, y casi me enfado por su egoísmo. Pero al momento lo comprendió, con mucha delicadeza, y no insistió. Al día siguiente le propuse quedar en Guerry, una cafetería del centro, y aceptó, sin más.

–Conozco esa cafetería –la animé a seguir.

–Tienen una bollería estupenda, ¿verdad? –dio otro sorbito. Yo apuré mi café, quemaba un poco–. Bueno, pues él tenía mucho interés en mostrarme esa fotografía, de la que, por cierto, no dio ningún detalle. Como ni lo mencionó, él es tan reservado, le pedí que llevara lo que había escrito, y nada más raro: accedió, pero sin darle la menor importancia. Desde luego, hubiera sido extrañísimo pedirme opinión por un escrito suyo, nunca lo ha hecho. Y no es por soberbia, tampoco es humildad: solemos comentar lecturas de todo tipo. Yo sospecho que es pesimismo, a lo Schopenhauer: una vida aislada se hace tantas preguntas… y si en ellas late el sentido del sinsentido, de que todo progreso conlleva el drama del retroceso, y a más progreso el drama es mayor e irreversible… –la interrumpió el repique de una cucharilla al dar contra el suelo–.

Con tales ideas es fácil, creo yo, evitar la compañía. Todo esto es largo de explicar –y aguardó, por si yo quería la explicación; pero el tiempo corría y no estaba por la labor–. Bueno, pues esa fue la última vez que hablamos, porque no se presentó allí, en Guerry, y esperé, esperé muchísimo. Total, salvo la sorpresa del plantón, no le di importancia, siempre puede suceder un imprevisto, una coincidencia, el día antes sin ir más lejos me había pasado a mí. Lo extraño fue que no me avisara –quiso transmitirme su intriga con las dos arruguitas del ceño–. Lo llamé desde la misma cafetería, varias veces, y no contestó. Insistí, he insistido, y nada, ha sido en vano. Pensé mucho en su comportamiento, y llegué a la conclusión de que, no sé, algo le impidió ir, y que algo, ese algo, llámelo fantasía pero no lo dudo, tampoco le permitía coger el teléfono.

–Y sigue sin cogerlo, me refiero al fijo. El otro lo tiene apagado –afirmé, lo había comprobado durante mi larga caminata.

–Sí, pero el mensaje de «apagado o fuera de cobertura» yo lo escuché al día siguiente. Y también por eso, a cada vuelta que le daba, más y más preocupada me sentía, sobre todo si sabes lo cumplidor que es y ha sido siempre Castilla. Lo anoté, mire, en mayúsculas: ESTOY PREOCUPADA –leyó mostrándome el cuaderno–. Entonces, le pedí a mi hijo que fuera a su casa; y por más que insistió, allí no le respondió nadie. Puesta a buscar un motivo, consideré que su ausencia se debía a un accidente, algún viaje… no sé, algo ordinario, sencillo de explicar, la cabeza da tantas vueltas…

Total, que volví a molestar a mi hijo y allá que nos presentamos. Tocamos el timbre, insistimos: escuchamos perfectamente cómo sonaba dentro, pero Castilla no abrió. Se notaba un silencio, no sé… como de abandono, a mí me dio muy mala espina. Pude hablar con el vecino de enfrente y también con el de abajo: esa gente estaba a sus cosas y no supieron decirme nada –tajó el aire con un movimiento horizontal de la mano.

Por eso recurrió a los amigos, «Me costó vencer su escepticismo y lo peor: soportar sus bromas. Tuve que ponerme muy muy seria para convencerlos», ella sola se sentía incapaz. Así nació el fondo de ayuda y todo lo demás, incluido mi módico fichaje.

Cerró la agenda y la devolvió a la bolsa. De inmediato, motu propio, antes de que yo se lo pidiera, comenzó a narrarme su peripecia –la de Castilla–: Su rodar por distintos institutos en distintas provincias, «un culo inquieto», mientras ella se iba a la universidad de Benarés, «Culpa de Panikkar y Pániker, y no sé si entré en el laberinto interior buscando la claridad: pregunta que se responde con la pregunta que se responde… regresar al origen desde allá donde el tiempo te sorprenda… y seguida siempre por los griegos.

No olvido una frase de Pániker, recogida de las Upanishads: “el discurso humano es una delicada farsa sobre un trasfondo de lucidez absoluta”, trastoca tanto la razón… que yo me compuse este trío y que se conjuga tan mal: mística, verbo y realidad…»; su colaboración económica con una de las ONG que actuaban, no estaba segura si en un país del sureste de África: «Mozambique, Madagascar…»; su afición a la escritura (conservaba «desde, ¡uff!, la tira de años» un antiguo libro de poemas, «Me causó tal impresión…», que le publicó la editorial y librería Balmis, fundada por don José María A., su antiguo profesor metido a editor y librero, «un personaje bastante olvidado», lamentó, «con el que mantiene, al menos eso creo, una buena relación…», y que, en su momento, ella descubrió por «pura casualidad» expuesto en el escaparate de la citada librería, porque Castilla ni lo anunció ni lo comentó), y así continuó hasta dar con lo propio: el temor –ella sí– por la supresión, también ya programada, de su asignatura.

‒Qué fue –se lamentó– de la nueva alianza propugnada por Ilya Prigogine. La ciencia, que investiga y manipula la naturaleza se adueñó del campo; y la filosofía, que está obligada a intervenir –aseveró–, pues discute y discute en un ensueño semántico, o deambula perdida en su circunloquio. ¿No ha oído hablar de esa nueva filosofía, la que vocifera que el mundo no existe y tal?

Me alcé de hombros.

Levantó la taza, iba a dar otro sorbito, pero se arrepintió.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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