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HG Manuel | La fotografía (VIII)

—… Pues le decía a usted… que este sueño, no solo mío como le he dicho antes: el egoísmo miente y hay que trabarlo como al potro soberbio que es, fue compartido por un puñado de ilusionados profesores, todos amigos y todos excelentes… Desesperábamos al contemplar el vasto sequero por donde campaban la ignorancia, la desidia, la torpeza, el olvido… –dispersaba como a insectos, con el vápulo de la mano, tan nocivos términos–. Y decidimos, acordes a la emoción compartida, que no bastaba la mera labor docente. Era necesario despertar, activar la savia de una ciudad en permanente galbana. Nosotros, sin que nadie lo pidiera o lo exigiera, salvo la triste circunstancia, nos dimos a la tarea con mucha tenacidad, y sobre todo, permítame la laude, con una excelente preparación. Si al conjunto sumamos la generosidad: una entre las variadas formas que toma la ilusión, ¡ah, qué apunte haría aquí el gran don Julián Marías, a quien tuve el honor de conocer!, pues le completo el panorama. ¡Alguien debía agitar las aguas del conocimiento, de la memoria, de la cultura, que todo es igual y lo mismo –se arrebató, un pelín–, y allá que nos lanzamos! Pero no de cualquier manera. No… Toda acción conlleva elección y se encamina hacia el bien, así comienza, creo recordar, la ética nicomáquea. Encauzar las acciones a los fines… este principio guio nuestra hermosa tarea, que iniciamos donde se debía, en la academia: el centro donde todos nosotros ejercíamos, el instituto, nuestro añorado Instituto Central. Sí, pusimos el motor, la causa, en marcha…

Nada se oía… Puede que un levísimo chasquido entre maderas y libros…
Una diminuta resonancia, casi adivinada… procedente de afuera, de muy afuera: un eco extraño, lejano…

Me removí en la silla: ¿y si le daba por detallarme todo el recorrido?

—Este lugar… –desplazó una mano temblona por aquel espacio cerrado y la descansó con abandono sobre el lamido brazo del sillón–, el mismo donde usted y yo charlamos amigablemente, bautizado, tras diálogo apacible, con el apellido del benemérito médico y botánico don Francisco Javier Balmis Berenguer, resume nuestra aventura… –meditó con balbuceo, o tal vez me lo dijo–. La novedad, que es alegría porque ya inicia el camino, es el colofón de los preparativos y merece un brindis, con su espuma, naturalmente… Por eso, porque también es efeméride: celebración del día… Introduce el día futuro en la celebración del día nuevo… Paradójico… –se detuvo a pensarlo– ¿Y dónde quedó el día, aquél día…? –se preguntó (o suspiró), aparentemente enredado en el misterio de su propia paradoja, y por completo abstraído de mi presencia.

Al poco, recogió el nudo de las manos sobre el pecho, aún caviloso. Yo también permanecí medio absorto: nada se oía… puede que un levísimo chasquido entre maderas y libros… una diminuta resonancia, casi adivinada… procedente de afuera, de muy afuera: un eco extraño, lejano…

«¿Se apagó el tiempo?», me pregunté, ganso.

El caso es que el anciano profesor, durante la entrevista, venía suscitando en mí una sincera estima, y me obligó a recordar que alguna vez pasó por mis manos una antigua revista de fotografía de la que, lo podría asegurar, fue director. Ahora también acertaba en lo que nunca había pensado: que le debía un espacio luminoso de mi infancia: aquel lugar (éste, marchito) al que acudía, como tantos otros niños, para recorrer expositores y estantes a la caza de maravillas en los dibujos de lomos y portadas: Las cien mil leguas… Corazón… Moby Dick… La Odisea… La estrella del capitán Chimista… hasta dar con mi preferido, el libro que, junto al otro de texto obligado, me llevaría a casa.

—… Unas cosas se fueron y otras llegaron –en el mismo tono afable, recuperó el hilo don José María–: lo antiguo carga en su alforja lo nuevo, así va la maravillosa ruta de la vida. Después, formalmente establecidos, la rutina del trabajo: tan buena, por otra parte, para evitar sobresaltos, el afán repetido, la división de criterios… en fin, sucede siempre, destemplaron los ánimos y brotaron las dificultades. Las subvenciones del Ateneo en colaboración con los fondos que las entidades financieras dedican a la cultura se iban evaporando, y lo más doloroso: los libros no se vendían. Realmente, ¿a alguien le importaban estas ediciones? Ni la prensa, que recibía puntualmente un ejemplar, publicaba la pertinente reseña. Tampoco las bibliotecas adquirieron un solo título de los publicados. El desengaño cundía y hubo no deserciones, sí colmo y agotamiento… Íbamos siendo menos, cada vez menos… Así y todo… hasta aquí he llegado –dirigió hacia mí el dorado reflejo de sus lentes–. En pocas palabras se resume una vida… Pero, y no es fácil, comprenderlo bien requiere años… –de nuevo apagó la voz.

Difluían pesares antiguos en la claridad estanca de la habitación. Mi silencio se acompasó al suyo, pero fue breve. Un leve quejido gutural y despertó su labia: pronunciaba el colofón, así me lo parecía –o lo deseaba–, de su hazaña.

—Todos estos libros le han dado sentido a mi vida… –un sonoro y rápido jadeo le estremeció la frágil carcasa del pecho–. Sí, el propósito se mantiene tan fresco como el primer día… aquí –con la yema del índice se tocó la sien derecha–; porque, ¿sabe usted?, quien ha probado la ambrosía olímpica: crear… difundir… dar cauce al milagro del talento… –volvió a jadear, quise incorporarme pero negó con la mano–, no puede acomodarse al olvido. Mas… los cuerpos… este viejo cuerpo egoísta se impone con sus achaques y me condena al bastón y a la silla; le peleo, sí, pero él me recluye un poco más… –se encogió de hombros y sonreía liviano, aquiescente, casi infantil. Yo, por simpatía, reflejaba un remedo de aquella sonrisa–. No sé si alguien insistirá en lo mismo, si el fruto que dimos todavía alimenta. Prefiero creer que sí, más… ¿quién conoce el comportamiento de las nubes? –¡Oh!, se me escapó (mentalmente)–. Los tiempos idos traen los tiempos nuevos: sentir manido, como su fórmula…

—Es una frase optimista. Algo parecido ha dicho usted antes –me aventuré a intervenir, más que nada por hacerme notar, demostrarle que lo escuchaba.

—¿Optimista? ¿Pero es así? ¿Puedo estar conforme? –casi me regaña–. Al fin y al cabo, si divago sobre algo que me toca: la ciencia, y fue mi oficio enseñar algunos rudimentos, que se implica con las diversas materias que integran el mundo, y las clasifica, las compone y las descompone… y que nunca se detiene porque superó la conciencia del hombre y corre por ahí con todos sus artefactos haciendo… cuanto imagine, pues concluyo que la ciencia, envuelta en todas sus venturas… y guiada por según qué manos… nos aboca a la pregunta inevitable… ¿Qué nos traerá? A lo mejor, es posible… y sería estupendo, yo… confundo la ciencia con mis miedos, porque ambos: ciencia y miedo… son libérrimos y superan… toda condición o sistema, desbordan cualquier cultura. Los míos, mis miedos… –se fatigaba don José María–, que son muchos y contrarios a la creencia o nueva religión: la ciencia, que dotará… al humano de una ilimitada jerarquía, se avienen con mi estado de viejo tonto y enfermo. Un viejo que… algunos días, según se levante, desconfía del futuro y teme por la bípeda criatura, tan frágil… y tan obstinada en la soberbia. Considere usted… el calibre de semejante estupidez –se le volvía a estirar el bigote: sonreía–: un anciano terminal preocupado por el futuro –palmeó el reposabrazos–. Quizá por ello, y por seguir la corriente a mi necedad, cosa sencilla, me permito el desahogo de afirmar… muy serio y pompático, perdone, que somos… y no somos… partículas de infinito que caen en el infinito, según palabras guardadas… con escaso rigor en mi averiada memoria… del chino Chuang-Tzu; esto, en fin, vale tanto como decir que cero, ni residuo, quedará en el lugar que hemos ocupado, o… y acháqueme también lo banal y vulgar de esta otra frase, que somos nada con un poquito de sifón… –escuché un jadeo, puede que fuera risa. Apaciguó el resoplo de la respiración y se me quedó mirando, con fijeza, inexpresivo, como a un lienzo de pared.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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