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HLA

FENACO



10 jul 2022

  • 10.7.22
La sensación de vivir en un mundo en el que el caos y la violencia se esconden detrás de la fachada de orden y seguridad parece que se ha instalado en el ánimo de una mayoría de la población, conformada por ciudadanos de un siglo XXI a los que se nos prometía, cuando ya estuviéramos instalados en él, que contemplaríamos el pasado como una época cargada de guerras y catástrofes definitivamente arrinconadas en el baúl de los recuerdos.


En cambio, apenas llevamos algo más de un par de décadas en el nuevo milenio y nos sentimos rodeados de múltiples dudas, de forma que el futuro se nos antoja no solo difícil de predecir sino que ya casi nos cuesta pensar en lo que vendrá, pues la incertidumbre es lo más seguro que tenemos.

Estas breves reflexiones me han surgido nada más acabar de leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, extenso volumen del escritor austríaco de origen judío que conoció no solo la Primera Guerra Mundial, sino también el ascenso y la barbarie nazi que condujo a la Segunda.

Salvando las distancias, pareciera que el derrumbe del orden social que Zweig describe con gran precisión en gran medida se parece al que ahora nos toca vivir, por lo que nos encontramos afectados anímicamente. Y, de modo especial, son los más jóvenes los que se sienten un tanto perdidos en un mundo cargado de problemas, ya que apenas lo comprenden.

Escritores, pintores, cineastas, músicos o poetas se han encargado de expresar, a su modo, el caos y la violencia que en la actualidad nos rodean. Pero si hay un artista que plasmó con la mayor intensidad y furia el extraño laberinto del desorden social de su tiempo fue el berlinés George Grosz (1893-1959).

En su pintura ‘social’ retrató con rabia y desprecio a los sectores que consideró que potenciaron la subida del Partido Nacionalsocialista alemán: la alta burguesía; los militares que, sin disimular, lo apoyaban; el clero, que moralmente lo justificaban; los llamados ‘neopatriotas’, que se reunían en las vísperas del ascenso del nazismo; o los propios nazis cuando, el 5 de marzo de 1933, llegaron al poder por medio de las urnas, encabezados por Adolf Hitler.


Desde el punto de vista artístico, George Grosz atravesó distintos estilos pictóricos: cubismo, futurismo, dadaísmo, expresionismo o nueva objetividad. Si exceptuamos el tiempo en el que residió en Nueva York, huyendo de la catástrofe que intuía que se iba a producir en su país, sus caricaturas, dibujos y pinturas están cargadas de tensión y denuncia por la brutal decadencia que veía a su alrededor.

Así, en las dos obras que acabamos de ver (Un cuento de invierno y El agitador) se apoya en la caricatura y la estética del cubismo, con la inclusión de diferentes planos y puntos de vista en la construcción de ambas escenas, para mostrarnos la burla y el rechazo que sentía por quienes estaban promoviendo los ideales del nacionalsocialismo.


Conviene apuntar que Grosz, desde sus inicios, tuvo una sólida formación artística, ya que, en 1912 y con diecinueve años, es admitido como alumno en una escuela dependiente del Museo de Artes y Oficios de Berlín. Como suele ser habitual en principiantes, sus trabajos iniciales de entonces son de tipo naturalista, aunque también aborda temas urbanos y sociales en sus dibujos y pinturas.

Contando 20 años se desplaza a París, ciudad que es el centro de las nuevas corrientes artísticas, fijándose fundamentalmente en el cubismo y el futurismo, capitaneados por Pablo Picasso y Marinetti, respectivamente. Su estancia en la capital francesa es breve, dado que pronto, en 1914, se desata la Primera Guerra Mundial, por lo que regresa a Berlín.

En este retorno, tal como he indicado, expresa abiertamente su rechazo hacia los sectores que apoyan la guerra. Su obra se centra en la denuncia de la violencia social, tanto de Alemania como del Imperio Austrohúngaro que comenzaba a fenecer y que recibiría un golpe definitivo tras la denominada Gran Guerra.

Es llamado a filas, pero participa solo durante seis meses, puesto que fue dado de baja e ingresado en un hospital psiquiátrico por las huellas psicológicas que le dejaron las visiones de los horrores de esta terrible contienda.

Esto podemos comprobarlo en el uso de ciertos elementos surrealistas, tal como se muestran en las dos obras precedentes (Eclipse de sol y Los pilares de la sociedad), en las que se comprueba la ridiculización que hace de los militares, el clero, los banqueros y la alta burguesía, que incitaban permanentemente a la guerra.

Su actitud de constante rechazo al mundo que le rodeaba le condujo a un profundo desencanto, tal como queda expresado en su autobiografía que la tituló Un pequeño sí y un gran no. Dentro de esta obra aparece una frase muy significativa: “Yo vivía en mi propio mundo. Mis obras expresaban mi desesperación, el odio y la desilusión. Despreciaba radicalmente al género humano”.


Como bien sabemos, la Primera Guerra Mundial acabaría, en 1918, con la derrota de Alemania y del Imperio Austrohúngaro. En esa misma fecha, Grosz también finalizaba uno de sus lienzos más conocidos: El funeral, que, más tarde, el propio autor se lo dedicaría al médico y escritor alemán Oskar Panizza, fallecido en el año 1921.

En este cuadro plasma la visión caótica de la ciudad moderna. Vemos que, a partir de un cortejo fúnebre, unos personajes grotescos desfilan amontonándose detrás de un ataúd sobre el que se sienta un enorme esqueleto que parece burlarse de quienes se mueven en ese ambiente infernal. Esta idea de caos y furia se refuerza con el uso que el pintor hace del omnipresente rojo, color que evoca el fuego, la sangre y la guerra.


El anterior lienzo lleva el título de La explosión, fenómeno que también en nuestra época nos ha tocado contemplar, tal como acontece en la actualidad en la guerra que ha desatado la Rusia de Putin contra Ucrania, por lo que casi al momento somos espectadores de bombardeos y ataques a distintos edificios de ciudades y pueblos de este país.

Esto tiene un doble valor: por un lado, nos hacemos conscientes de los niveles de destrucción que se puede alcanzar cuando se desata un conflicto bélico de este nivel; en sentido contrario, nos sentimos abrumados e impotentes al contemplar el horror que genera esta guerra a la que por ahora no se le ve ningún horizonte de finalización.


A George Grosz cada vez se le hace más insoportable el ambiente político de su país, por lo que, en 1933, decide salir de Alemania y trasladarse a Estados Unidos. Fija su residencia en Nueva York, donde ejerce como profesor en distintas escuelas de arte, al tiempo que abre una propia, con lo que tiene los medios económicos básicos de subsistencia.

El estar lejos de las tensiones que se viven en Europa da lugar a que pierda, en gran medida, la agresividad y la fuerza de sus obras precedentes. Ha cumplido ya cuarenta años y necesita el sosiego que no encontraba en su país. Esto se refleja en sus obras que, aun teniendo un fondo de carácter social, no muestran la tensión, el caos y el horror de sus primeros años, tal como se aprecia en los dos lienzos anteriores.

Mientras tanto, en Alemania sus obras son sistemáticamente perseguidas por el nuevo régimen. Así, en la famosa exposición que se llevó a cabo en Múnich, en 1937, con la denominación de Arte degenerado, se le catalogaba de personaje enfermo y de un artista que no cumplía con los valores estéticos y morales de la nueva nación nacionalsocialista.

Finalmente, un año antes de fallecer regresa a Alemania, lo que es de suponer que supuso cierta reconciliación con el país que lo vio nacer. Sus restos, muy visitados por quienes admiran su obra, ahora reposan en el cementerio Friedhorf Heerstraße de Berlín.

AURELIANO SÁINZ

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