Parafraseando la conocida sentencia que Hobbes escribió en El Leviatán, se podría afirmar, sin caer en el error, que la desinformación es una manera de poder controlar la opinión pública, influir en la política y conformar una sociedad acrítica y sumisa.
Tal es el volumen de desinformación con el que se nos bombardea a diario y por todos los medios que dicha práctica resulta ya inevitable por rutinaria. Y no es algo nuevo, aunque en esta era digital de las comunicaciones se haya convertido en un fenómeno mucho más intenso y extenso, hasta el extremo de representar una seria amenaza para la democracia, la confianza en las instituciones y la convivencia ciudadana.
Además de afectar al ámbito de los derechos fundamentales y las conquistas históricas, como la libertad de expresión, a los que tiende restringir o eliminar. No en vano, Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, califica nuestra sociedad como la de "la desinformación y el desconocimiento".
Entre otras razones porque, como asegura Manuel R. Torres Soriano, también catedrático en Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, “las nuevas tecnologías de la información nos han hecho más vulnerables frente a la mentira”.
Y es que el mundo digital –el de las nuevas tecnologías y las redes sociales– ofrece herramientas potentísimas para la promoción y diversificación de mentiras, bulos y tergiversaciones al servicio de determinados intereses o discursos políticos que, por su cantidad y sutileza, representan el mayor intento de manipulación de masas de la historia.
Se trata de estrategias de falseamiento informativo que impiden a la opinión pública conocer la realidad de los acontecimientos, conduciéndola al engaño, a la polarización y, a la postre, a la desafección política y hacia la desconfianza, cuando no al cuestionamiento del sistema democrático.
Porque la desinformación no es más que el final de un proceso comunicativo que falsea el mensaje respecto a los datos veraces. Para la Real Academia Española (RAE), consiste en “dar información intencionalmente manipulada al servicio de ciertos fines”.
Así, por ejemplo, se inculcan tendencias de odio, sectarismo, racismo y de exclusión en amplios sectores de la sociedad, ya que, influidos por noticias falsas, parciales o tendenciosas, convenimos en culpar a los extranjeros, a los inmigrantes o a otros colectivos de todos los males y problemas que nos aquejan, disuadiéndonos de prestar atención o conocer las causas reales y profundas de los mismos.
Es más, nos hace ser presas dóciles de una estrategia con la que fomentamos y compartimos ese discurso de odio que refuerza la desinformación, pero que no garantiza, en absoluto, el derecho a una información veraz, pertinente y de verdadero interés público.
La diseminación de información manipulada, que interfiere incluso en procesos electorales para alterar sus resultados, es aun más dañina y peligrosa cuando se proyecta sobre un público no preparado para descubrir o enfrentar el engaño.
Ello es posible porque la desinformación se elabora de tal manera que apela a las emociones, dificultando el análisis racional, y porque la velocidad del consumo informativo, junto a la comodidad de la brevedad de las redes sociales, inducen a procesar esa desinformación mediante “atajos cognitivos”, sin valorar si es falsa, parcial o tendenciosa y sin comprobar su veracidad. Nos acostumbra a guiarnos por lo morboso, lo conflictivo o lo anómalo en vez de la importancia, el interés social y la utilidad pública como criterios de selección y consumo de información.
En esa diseminación y permeabilidad de la desinformación radica su peligrosidad al incidir en elementos nucleares de la democracia representativa, como son la participación ciudadana, el pluralismo y el control del poder, que precisan de la libertad de expresión de ideas u opiniones y del derecho a la información no manipulada sobre hechos relevantes (veraces y de interés general), que son imprescindibles para fomentar la deliberación y la creación de una fundada opinión pública.
Tan peligrosa como compleja, pues es difícil detectar y defenderse de la desinformación, ya que emplea una amplia variedad de recursos eficaces para el engaño y la manipulación de sus destinatarios. Desde la falacia selectiva que considera válidos únicamente los datos que la confirman o corroboran, hasta el hecho factoide, esa creencia popular sin base factual, que se convierte en supuestamente incontrovertible por repetirse innumerables veces y fuentes.
Tampoco podemos olvidar la técnica reactiva de negar la evidencia y defenderse atacando, invirtiendo las figuras de víctima y agresor, o la de la propaganda y réplica, que consiste en emitir multitud de mensajes en corto tiempo para que la cantidad y rapidez de los argumentos prevalezcan sobre su veracidad.
Mención aparte merecen, por supuesto, las mentiras, los bulos, las exageraciones, las fake news, las noticias basura (junk news), las presuntas conspiraciones y los pseudoescepticismos (negacionistas que se consideran escépticos), etcétera.
Todos esos recursos –y muchos más que no recopilamos para no hacer demasiado larga su descripción– constituyen los potentes y enrevesados tentáculos de la desinformación, como recoge este artículo de 'The Conversation', y son sumamente útiles para saturar el debate, apabullar al receptor y reducir o condicionar la deliberación pública, impidiendo el derecho a recibir una imagen objetiva de la realidad por medio de una información precisa, veraz y relevante.
Y es un peligro, por si fuera poco, porque la desinformación afecta cada día más al periodismo de calidad. Máxime cuando, solo desde el periodismo aferrado a la verificación de los hechos, ligado a la verdad y que obtiene la información de forma lícita, es posible evitar y combatir la desinformación.
Solo recurriendo a medios de acreditada solvencia, que se guían por prestar como servicio público el derecho a la información, situando los hechos en su contexto, se puede eludir la trampa de la desinformación y no caer presos de sus tentáculos.
Solo los verdaderos periodistas que actúan con diligencia, desde su papel como mediadores sociales, y unos medios de comunicación responsables, que no ocultan ni su dependencia empresarial ni su línea editorial ni sus fuentes de financiación, pueden ofrecer una información verídica y relevante, fiel a la realidad y sujeta a la verdad, imprescindible para el debate público, la participación ciudadana y el efectivo control del poder en toda democracia.
Y es que la desinformación es lo opuesto al buen periodismo, aquel que se basa en el rigor, la selección y fundamentación de los hechos noticiosos, la verificación de la información y el contraste de fuentes. Ese buen periodismo diligente que implica el análisis crítico de la información mediante la comprobación y contextualización, utilizando fuentes plurales y sin mezclar opinión con información.
Y que, aparte de inspirar credibilidad, combate, desde su rigor y honestidad, eso que se ha dado en llamar infodemia, la capacidad que otorgan las redes sociales a la ciudadanía para emitir contenidos sin atenerse a criterios de calidad periodísticos, y a la posverdad, definida por la RAE como “información o afirmaciones que no se basan en hechos objetivos, sino que apelan a las emociones, creencias o deseos del público”.
Todas juntas, la desinformación y sus “franquicias” de la infodemia y la posverdad son peligrosas, además, porque promueven la ignorancia y el desprecio a la verdad objetiva, pues se basan en la mentira, la falsedad y la manipulación o distorsión de los hechos.
Para colmo, nos abocan al riesgo de no saber distinguir entre lo verdadero y lo falso e, incluso, a la indiferencia hacia tal distinción. Todo lo cual alimenta un clima de desconfianza, tanto hacia los medios de comunicación en general como hacia las instituciones, que es caldo de cultivo para la polarización y la crispación social, la desafección a la democracia o su cuestionamiento y al auge de los populismos. En definitiva, para conformar una sociedad acrítica y sumisa, fácilmente manipulable.
Tal es el dantesco poder de la desinformación hoy en día, debido, en parte, a ese afán tan cómodo de suplantar al verdadero periodismo por los pseudomedios y los agitadores ideológicos que están al servicio de determinados intereses y discursos políticos.
Una desinformación que se potencia al despreciar o limitar el trabajo de los periodistas, impidiéndoles el acceso a ruedas de prensa y actos de partido. Y, sobre todo, cuando preferimos y nos conformamos con la información parcial y necesariamente sin rigor, por su inmediatez y brevedad, rebotada viralmente por las redes sociales, como vía para “informarnos” de lo que sucede en el mundo, en el país y en nuestra ciudad.
No, no es una boutade afirmar que la desinformación es, hoy, poder. Mucho poder. Y se lo hemos dado nosotros.
Tal es el volumen de desinformación con el que se nos bombardea a diario y por todos los medios que dicha práctica resulta ya inevitable por rutinaria. Y no es algo nuevo, aunque en esta era digital de las comunicaciones se haya convertido en un fenómeno mucho más intenso y extenso, hasta el extremo de representar una seria amenaza para la democracia, la confianza en las instituciones y la convivencia ciudadana.
Además de afectar al ámbito de los derechos fundamentales y las conquistas históricas, como la libertad de expresión, a los que tiende restringir o eliminar. No en vano, Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, califica nuestra sociedad como la de "la desinformación y el desconocimiento".
Entre otras razones porque, como asegura Manuel R. Torres Soriano, también catedrático en Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, “las nuevas tecnologías de la información nos han hecho más vulnerables frente a la mentira”.

Y es que el mundo digital –el de las nuevas tecnologías y las redes sociales– ofrece herramientas potentísimas para la promoción y diversificación de mentiras, bulos y tergiversaciones al servicio de determinados intereses o discursos políticos que, por su cantidad y sutileza, representan el mayor intento de manipulación de masas de la historia.
Se trata de estrategias de falseamiento informativo que impiden a la opinión pública conocer la realidad de los acontecimientos, conduciéndola al engaño, a la polarización y, a la postre, a la desafección política y hacia la desconfianza, cuando no al cuestionamiento del sistema democrático.
Porque la desinformación no es más que el final de un proceso comunicativo que falsea el mensaje respecto a los datos veraces. Para la Real Academia Española (RAE), consiste en “dar información intencionalmente manipulada al servicio de ciertos fines”.
Así, por ejemplo, se inculcan tendencias de odio, sectarismo, racismo y de exclusión en amplios sectores de la sociedad, ya que, influidos por noticias falsas, parciales o tendenciosas, convenimos en culpar a los extranjeros, a los inmigrantes o a otros colectivos de todos los males y problemas que nos aquejan, disuadiéndonos de prestar atención o conocer las causas reales y profundas de los mismos.

Es más, nos hace ser presas dóciles de una estrategia con la que fomentamos y compartimos ese discurso de odio que refuerza la desinformación, pero que no garantiza, en absoluto, el derecho a una información veraz, pertinente y de verdadero interés público.
La diseminación de información manipulada, que interfiere incluso en procesos electorales para alterar sus resultados, es aun más dañina y peligrosa cuando se proyecta sobre un público no preparado para descubrir o enfrentar el engaño.
Ello es posible porque la desinformación se elabora de tal manera que apela a las emociones, dificultando el análisis racional, y porque la velocidad del consumo informativo, junto a la comodidad de la brevedad de las redes sociales, inducen a procesar esa desinformación mediante “atajos cognitivos”, sin valorar si es falsa, parcial o tendenciosa y sin comprobar su veracidad. Nos acostumbra a guiarnos por lo morboso, lo conflictivo o lo anómalo en vez de la importancia, el interés social y la utilidad pública como criterios de selección y consumo de información.

En esa diseminación y permeabilidad de la desinformación radica su peligrosidad al incidir en elementos nucleares de la democracia representativa, como son la participación ciudadana, el pluralismo y el control del poder, que precisan de la libertad de expresión de ideas u opiniones y del derecho a la información no manipulada sobre hechos relevantes (veraces y de interés general), que son imprescindibles para fomentar la deliberación y la creación de una fundada opinión pública.
Tan peligrosa como compleja, pues es difícil detectar y defenderse de la desinformación, ya que emplea una amplia variedad de recursos eficaces para el engaño y la manipulación de sus destinatarios. Desde la falacia selectiva que considera válidos únicamente los datos que la confirman o corroboran, hasta el hecho factoide, esa creencia popular sin base factual, que se convierte en supuestamente incontrovertible por repetirse innumerables veces y fuentes.
Tampoco podemos olvidar la técnica reactiva de negar la evidencia y defenderse atacando, invirtiendo las figuras de víctima y agresor, o la de la propaganda y réplica, que consiste en emitir multitud de mensajes en corto tiempo para que la cantidad y rapidez de los argumentos prevalezcan sobre su veracidad.

Mención aparte merecen, por supuesto, las mentiras, los bulos, las exageraciones, las fake news, las noticias basura (junk news), las presuntas conspiraciones y los pseudoescepticismos (negacionistas que se consideran escépticos), etcétera.
Todos esos recursos –y muchos más que no recopilamos para no hacer demasiado larga su descripción– constituyen los potentes y enrevesados tentáculos de la desinformación, como recoge este artículo de 'The Conversation', y son sumamente útiles para saturar el debate, apabullar al receptor y reducir o condicionar la deliberación pública, impidiendo el derecho a recibir una imagen objetiva de la realidad por medio de una información precisa, veraz y relevante.
Y es un peligro, por si fuera poco, porque la desinformación afecta cada día más al periodismo de calidad. Máxime cuando, solo desde el periodismo aferrado a la verificación de los hechos, ligado a la verdad y que obtiene la información de forma lícita, es posible evitar y combatir la desinformación.
Solo recurriendo a medios de acreditada solvencia, que se guían por prestar como servicio público el derecho a la información, situando los hechos en su contexto, se puede eludir la trampa de la desinformación y no caer presos de sus tentáculos.

Solo los verdaderos periodistas que actúan con diligencia, desde su papel como mediadores sociales, y unos medios de comunicación responsables, que no ocultan ni su dependencia empresarial ni su línea editorial ni sus fuentes de financiación, pueden ofrecer una información verídica y relevante, fiel a la realidad y sujeta a la verdad, imprescindible para el debate público, la participación ciudadana y el efectivo control del poder en toda democracia.
Y es que la desinformación es lo opuesto al buen periodismo, aquel que se basa en el rigor, la selección y fundamentación de los hechos noticiosos, la verificación de la información y el contraste de fuentes. Ese buen periodismo diligente que implica el análisis crítico de la información mediante la comprobación y contextualización, utilizando fuentes plurales y sin mezclar opinión con información.
Y que, aparte de inspirar credibilidad, combate, desde su rigor y honestidad, eso que se ha dado en llamar infodemia, la capacidad que otorgan las redes sociales a la ciudadanía para emitir contenidos sin atenerse a criterios de calidad periodísticos, y a la posverdad, definida por la RAE como “información o afirmaciones que no se basan en hechos objetivos, sino que apelan a las emociones, creencias o deseos del público”.
Todas juntas, la desinformación y sus “franquicias” de la infodemia y la posverdad son peligrosas, además, porque promueven la ignorancia y el desprecio a la verdad objetiva, pues se basan en la mentira, la falsedad y la manipulación o distorsión de los hechos.

Para colmo, nos abocan al riesgo de no saber distinguir entre lo verdadero y lo falso e, incluso, a la indiferencia hacia tal distinción. Todo lo cual alimenta un clima de desconfianza, tanto hacia los medios de comunicación en general como hacia las instituciones, que es caldo de cultivo para la polarización y la crispación social, la desafección a la democracia o su cuestionamiento y al auge de los populismos. En definitiva, para conformar una sociedad acrítica y sumisa, fácilmente manipulable.
Tal es el dantesco poder de la desinformación hoy en día, debido, en parte, a ese afán tan cómodo de suplantar al verdadero periodismo por los pseudomedios y los agitadores ideológicos que están al servicio de determinados intereses y discursos políticos.
Una desinformación que se potencia al despreciar o limitar el trabajo de los periodistas, impidiéndoles el acceso a ruedas de prensa y actos de partido. Y, sobre todo, cuando preferimos y nos conformamos con la información parcial y necesariamente sin rigor, por su inmediatez y brevedad, rebotada viralmente por las redes sociales, como vía para “informarnos” de lo que sucede en el mundo, en el país y en nuestra ciudad.
No, no es una boutade afirmar que la desinformación es, hoy, poder. Mucho poder. Y se lo hemos dado nosotros.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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