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Mostrando entradas con la etiqueta Mirada crepuscular [Daniel Guerrero]. Mostrar todas las entradas
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22 may 2023

  • 22.5.23
Hace unos días comenzó oficialmente la campaña para las elecciones autonómicas en 14 comunidades y para los comicios municipales, aunque ya estábamos “de facto” en plena diatriba electoral desde primeros de año. Desde entonces, el Gobierno y la oposición no han desaprovechado ninguna oportunidad para emitir eslóganes y proclamas electorales en toda ocasión propicia, viniera o no a cuento.


Tanto es así que, una vez aprobadas las leyes sobre la reforma del “solo sí es sí” y la de “la vivienda”, la Legislatura podía considerarse extinguida, por lo que, de inmediato, se puso en marcha lo que se les da bien a los partidos políticos: pugnar por las mejores posiciones mediáticas de cara a la opinión pública y no dejar de hacer promesas y ofrecer soluciones que ni se cumplen del todo ni resuelven apenas nada.

De este modo, cualquier acto e iniciativa gubernamental, parlamentaria o partidaria, a partir de entonces e incluso desde antes, ha servido para hacer propaganda electoral, donde todos se afanan por presumir de méritos y bondades propios y en desmentir y desacreditar al adversario.

Es decir, lo habitual en toda competición por el voto ciudadano, en que lo que a uno le parece bien, al contrincante le parece fatal. Y viceversa. Ya nos tienen acostumbrados tras más de 40 elecciones generales, autonómicas, municipales o europeas, desde 2015, y más de 200 si hacemos la cuenta desde la Transición.

Sin embargo, en esta que actualmente estamos soportando, el clima político es especialmente bronco, como si se pretendiera caldear adrede el ambiente de cara a las generales del próximo otoño, las que de verdad importan a las formaciones con posibilidad de gobernar.

En semejante contexto, llama particularmente la atención la ferocidad con que la oposición de derechas en general, y el PP en particular (Vox e Isabel Díaz Ayuso son caso aparte), atacan al Gobierno con su argumentario de campaña.

Da la impresión de que están indignados por no ocupar el poder en cualesquiera Administraciones en que podrían hacerlo. Van a por todas y con todas las armas a su alcance. Las legítimas y las ilegítimas. Con verdades y con mentiras. Con todo, incluyendo su capacidad mediática para obligar a sustituir programas de televisión por otros desde los que pueda proyectar su estrategia electoral (Ana Rosa Quintana por Sálvame, por ejemplo).

Todo vale para desalojar, “expulsar”, “echar”, “cercar” o “derrocar” (entrecomillo los términos utilizados) al socialista Pedro Sánchez y a sus socios “comunistas” de Podemos del Palacio de la Moncloa e impedirles que se apoyen en una mayoría parlamentaria con independentistas (ERC) y “terroristas” (Bildu).

Esta alianza, que permitió la investidura de Pedro Sánchez al frente del primer Gobierno de coalición en España desde que se restauró la democracia es, al parecer, insoportable para la irritante “sensibilidad” conservadora, la única depositaria de las esencias nacionales, patrióticas, constitucionales, morales y tradicionales de este país, por lo que se indigna hasta el arrebato cuando no está en el machito dirigiendo el cotarro. Con ese talante resabiado diseña su campaña electoral. Lo cual es peligroso y despierta mucha desconfianza, por no decir "desafección ciudadana" –que, por cierto, le conviene–.

Nos enfrentamos a que, en esta campaña como en anteriores desde Trump en adelante, se genere una cantidad no despreciable de bulos y fake news que operan, fundamentalmente, con la desinformación (Gobierno “Frankenstein” ilegítimo; blanqueo de independentistas y terroristas; facilidad a violadores y okupas; inmigración criminalizada, etcétera) y que, en su mayor parte, favorece a los partidos de la derecha y desprestigia a los de izquierdas.

La capacidad de persuasión de esta información falsa o tendenciosa es notoria y, en algunos casos, determinante para el triunfo electoral. En especial, cuando el consumo de información política y el debate público se hace a través de las grandes plataformas digitales, las redes sociales y, en menor medida, los medios de comunicación de masas convencionales, no exentos estos últimos de contaminación o sesgo ideológico que alimenta una cierta polarización afectiva, que induce a valorar más las emociones y los prejuicios que los hechos, como luego veremos. Y esto lo saben todas las formaciones políticas y sus gurús publicitarios, aunque unos sean más descarados que otros a la hora de hacer uso de tal manipulación.

Y esto es, precisamente, lo que está haciendo el PP cuando vuelve a enarbolar la bandera de ETA y las “listas manchadas de sangre” en esta campaña, en vez de enfrentar programas y medidas alternativas a los problemas cotidianos de pueblos y autonomías, que es justamente de lo que se trata.

Y lo hace mediante medias verdades, tergiversaciones y ocultando lo que no le conviene de los hechos, a sabiendas de que así promueve actitudes emocionales que obnubilan el juicio crítico y la capacidad de discernimiento ponderado en los receptores de sus mensajes.

Saben que, emocionalmente, da asco que antiguos terroristas, que ya cumplieron condena y están reinsertados en la sociedad, figuren en las listas electorales de un partido vasco plenamente democrático y legal, cual es Bildu, heredero de Sortu, vástago a su vez de la vieja Batasuna, brazo político de los simpatizantes y exmiembros de ETA.

Pero que ello sea así, que los que en el pasado se valieron de la lucha armada y el asesinato por sus ideas separatistas puedan defenderlas ahora de manera pacífica y democrática en las urnas, es un triunfo de la democracia del que deberíamos sentirnos particularmente orgullosos.

Costó mucho trabajo, vidas y sangre acabar con el terrorismo de ETA y para que los violentos asumieran que la única manera de defender sus ideas es con la palabra y la paz, participando de la política en democracia. Pero se consiguió: la democracia venció al terrorismo. Y todos los partidos democráticos que gobernaron España hicieron lo imposible por lograr tamaña proeza.

No es cuestión, por tanto, de instrumentalizar el dolor de las víctimas y el recuerdo amargo de aquella época atroz, que todos deseábamos dejar atrás, por unos réditos o cálculos electorales. Y no lo es, además, porque todos, incluido el mismo PP que ahora denuncia cualquier relación con el partido abertzale y exige su ilegalización, han alcanzado acuerdos con los violentos por conseguir la paz.

No hay que tergiversar la historia ni rasgarse las vestiduras con hipócrita indignación. Porque si Sánchez es un “indecente” al permitir lo que legalmente es legal y dejar que rehabilitados socialmente, sin deudas penales pendientes, figuren como elegidos en un partido legal, ¿qué calificativo merecería José María Aznar, expresidente y todavía referente del partido que ahora clama al cielo, cuando desde su Gobierno, en 1998 ensalzó a ETA como “movimiento vasco de liberación”?

¿Y Borja Sémper, el actual portavoz del PP, cuando en 2013 afirmó que “Bildu no es ETA, lo importante es que ETA se ha acabado (…) el futuro se tiene que construir también con Bildu”? ¿O el hoy portavoz en el Senado, Javier Maroto, entonces alcalde de Vitoria, cuando alardeaba de que “no me tiemblan las piernas por llegar a acuerdos (con Bildu)”? ¿O el mismísimo PP vasco, cuando votó más de 200 veces junto a Bildu en el Parlamento de aquella comunidad, mientras su matriz nacional cuestiona ahora al PSOE por hacer lo mismo?

Estas “artes” electorales de la derecha, en las que involucra a todos sus sectores de la política, la judicial, la mediática y la económica, es nauseabunda. Porque no todo vale en unas elecciones, y menos aun intentar manipular a los ciudadanos al ocultarles hechos y promover actitudes emocionales para que piensen y decidan con el corazón y no con el cerebro, ateniéndose a la verdad.

Y porque si a todos nos provoca asco que exterroristas puedan ser elegidos, aunque estén en su derecho, también sentimos repulsión y vergüenza por la utilización espuria de esos sentimientos –y de las víctimas– por meros intereses partidistas.

El peligro que conlleva una campaña así es el fomento del odio y del sectarismo más enfermizo en amplias capas de la población, cuando no se respetan ciertos límites, como sucedió con una portada de ABC, en la que aparecía una pancarta con una soflama ofensiva contra el presidente del Gobierno, destacando sobre el resto de la imagen. Y aunque el periódico se disculpó posteriormente en un editorial, no es casual ese reclamo emocional al odio en el fragor de la campaña electoral.

Como tampoco es aceptable valerse recurrentemente del rechazo a ETA como ardid electoral, hasta el punto de que la propia Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, diputado vasco del PP asesinado por ETA en 1995, criticara abiertamente esa estrategia: “El PP siempre nos está utilizando, jugando con ese tema. La dignidad de las víctimas empieza por el respeto”.

Por mucho que haya en juego, no es digno acceder al poder sin importar los medios y a cualquier precio. Aunque sea factible. Tales “artes” son propias de políticos sin escrúpulos ni moral, de los que, desgraciadamente, tenemos sobrados ejemplos en nuestro país como para permitir que sigan ofendiendo nuestra inteligencia e intenten manipularnos tan descaradamente. No, así no se juega.

DANIEL GUERRERO

15 may 2023

  • 15.5.23
No es mi intención hacer un juego de palabras con el título de la novela de León Tolstói, que tan bien describe la barbarie de la guerra y desmitifica la aureola mítica de sus “héroes”, sino enfrentarme a mis propios dilemas. ¿Qué actitud adoptar ante la guerra en Ucrania a causa de la invasión rusa? ¿Ayudar al agredido a defenderse? ¿O declararse a favor de la paz negando todo envío de armas a quien las necesita para combatir la invasión?


El mundo se debate hoy entre ambas disyuntivas. Europa y EE. UU. decidieron desde un primer momento enviar armamento al país invadido. China y Brasil (entre otros) se decantan, con motivos diversos, por hallar la paz mediante el diálogo y desde una cierta neutralidad.

Incluso en el Gobierno de coalición español, volcado en ayudar con tanques a Ucrania y acoger a refugiados que huyen de la guerra, existen divergencias entre los socios: PSOE apoya sin reservas el derecho de los ucranios a luchar contra la invasión y expulsar al agresor; Podemos, en cambio, es de los partidarios de la paz que prefieren no socorrer al agredido porque consideran que toda ayuda militar alimenta el conflicto.

Todos hablan de paz, uno inicia la guerra y otro la sufre en su territorio. Entre tanto, el enfrentamiento bélico se cronifica y se estanca en trincheras (como las de Bajmut) que ni avanzan ni retroceden, pero que dejan un reguero de decenas de miles de víctimas, entre muertos y heridos, que no para de crecer en ambos bandos. ¿Quién tiene razón? ¿Cuál actitud es más realista y sensata?

Lo que parece cierto es que, tras más de un año de una inaudita e inconcebible guerra en el continente europeo, ambos argumentos albergan su parte de razón y, también, de error. También mucho de hipocresía. Hacer de ellos una síntesis sería lo deseado si no fueran excluyentes. Se trata, por tanto, de un dilema de complicada resolución. A ver si logro aclararme.

Los que buscan la paz, liderados por China en un afán por asumir protagonismo en las relaciones internacionales y representar al Sur global, apuestan por explorar vías alternativas que, si no bastan para frenar la guerra, al menos podrían servir para acortar su duración y los daños que ocasiona. No lo expresan abiertamente, pero anteponen la consecución de la paz al restablecimiento de la justicia.

Ejemplo de ello es la actitud del presidente de Brasil, Lula da Silva, para quien Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, es igual de responsable que Putin de la guerra. El mandatario sudamericano insinúa en sus declaraciones que, en la búsqueda de la paz, ninguno de los bandos puede resultar vencedor ni perdedor, por lo que Ucrania deberá aceptar que no conseguirá todos sus objetivos militares o, lo que lo mismo, no logrará recuperar íntegramente su antiguo territorio.

Algo parecido a lo señalado por Jürgen Haberman, filósofo alemán representante de la Escuela de Frankfurt, en un artículo publicado en Süddeutsche Zeitung y El País en mayo de 2022, titulado “Guerra e indignación”, aconsejando negociar porque esta guerra no se resolverá en los términos derrota/victoria. Ni Rusia puede ganarla ni Ucrania perderla. Entre otras cosas, porque si las dos primeras guerras mundiales arrasaron Europa, un nuevo conflicto nuclear la destruiría para siempre.

Por su parte, China, que mantiene estrechas relaciones comerciales y diplomáticas con Rusia, además de compartir con ella el repudio a la preponderancia norteamericana no sólo en Occidente sino como garante del orden mundial, presentó un documento de 17 puntos como base para una posible negociación.

El país asiático desea convertirse en intermediador neutral a escala internacional (como puso de manifiesto al conseguir, en marzo pasado, la reanudación de los lazos diplomáticos entre dos archienemigos. Irán y Arabia Saudí), puesto que ha sido el único de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU que ha presentado un plan de paz sobre la mesa.

A pesar de su postura ambivalente, China no oculta sus preferencias, pues llega a calificar la guerra de simple “crisis”. Sus propuestas de paz no dejan de ser un catálogo de grandes principios que todos comparten, pero pocos –y menos la Rusia de esta “crisis”– respetan.

Así, afirma, entre otras cosas, que debe respetarse la soberanía, la independencia y la integridad territorial de todos los países. Sin embargo, China, alineada con Rusia, no condena la agresión a la soberanía, independencia e integridad territorial de Ucrania de manera explícita.

Es verdad que tampoco ha reconocido la anexión rusa de Crimea. Y que de momento no envía armas a Rusia, aunque le presta todo el apoyo económico, diplomático y comercial que permite a Putin sortear las sanciones económicas de Occidente.

Por su parte, quienes ayudan a Ucrania a resistir la invasión rusa y defenderse de la agresión buscan reparar una injusticia. Perciben la guerra como un acto de suprema e intolerable injusticia, contrario al Derecho Internacional y a la legalidad, tratados, acuerdos y convenciones que rigen las relaciones entre Estados y países del mundo.

Legalmente, la invasión rusa de Ucrania es una violación de la Carta de las Naciones Unidas. En sí misma, tal agresión constituye un crimen de Derecho Internacional al perseguir derribar un Gobierno legítimamente elegido. Se trata, por tanto, de no dejar pasar una flagrante y descarada violación de la legalidad internacional y mostrar un necesario deber de solidaridad con la Ucrania invadida por Rusia sin motivo alguno. Y ello no solo por meras razones morales, sino también prudenciales y estratégicas, entre las que también se cuelan intereses particulares u oportunistas.

El respeto a la integridad territorial y soberanía de los Estados es, en la arquitectura legal internacional, un principio sagrado e indiscutible, piedra de bóveda en la que se basan el orden y la estabilidad mundial. De ahí que la citada Carta de la ONU reconozca el derecho inherente de todos los Estados a la legítima defensa individual o colectiva, recogido también en los Principios del Tratado sobre el Comercio de Armas. Socorrer al Estado que es víctima de una violación de su derecho a la soberanía e integridad territorial es un deber para quienes defienden la democracia y el imperio de la ley.

No hay duda, pues, de que Ucrania debe resistir y rechazar la invasión de su territorio, contando con el derecho a recibir, con tal fin, toda la ayuda armamentística, financiera, humanitaria y de cualquier tipo que necesite para su defensa.

En ese sentido, Europa está especialmente involucrada en la reparación de la injusticia y el restablecimiento de la legalidad en Ucrania. Se juega su razón de ser. Porque, aunque Ucrania no pertenezca -todavía- a la Unión Europea, es parte integrante de un continente que configura progresivamente su proyecto de unidad política, lo que la convierte en el tercer ente económico-político a escala global, tras EE. UU. y China.

Y desde tal punto de vista, Europa no puede dejarse chantajear con esta agresión, entre otras cosas, porque supondría una muestra de debilidad que la condenaría para siempre en sus relaciones con el agresor y otras potencias, además de un escándalo político y moral sin precedentes, contrario a sus intereses geoestratégicos.

Bajo esta perspectiva, no se puede consentir que Rusia llegue a considerar, de ningún modo, que ha ganado o puede ganar este pulso a Occidente, en que el ser de Europa está en juego. Por eso, ayudar a Ucrania a defenderse es contribuir a proteger a Europa de una agresión injusta, ilegal e inmoral.

Es reparar una injusticia y restablecer la legalidad y el orden mundial quebrantados. Y evitar males mayores. Porque si cualquier “matón” puede hacer lo que le antoje, sin atenerse a ley alguna y sin que nadie le pare los pies, ¿cuál sería la siguiente balandronada rusa, su próxima víctima? ¿Georgia, Moldavia, algún país báltico? ¿Quizá Bielorrusia, si cambia de gobierno?

¿Incluso Finlandia, con frontera con Rusia como Ucrania y que ya, sintiéndose amenazada, ha ingresado en la OTAN, o Polonia que comparte historia cosaca y valores con la cultura eslava? Es mucho lo que hay en juego para Europa en la guerra de Ucrania como para confiar en que solo las palabras y las buenas intenciones, sin más, detendrán al agresor.

Aun así, los que colaboran en armar al ejército ucranio miden muy bien el alcance de dicha ayuda, limitándola escrupulosa y proporcionalmente a material defensivo y no al potencialmente ofensivo. Y ello es así porque, tanto EE. UU. como los países miembros de la OTAN y la propia UE, facilitan armamento y equipamiento a Ucrania y contribuyen a la preparación de su ejército sólo hasta un punto infranqueable: entrar en guerra con Rusia o que así perciba ella la colaboración occidental.

De ahí que el objetivo de esta ayuda no sea una victoria militar sobre Rusia, sino que Ucrania no acabe derrotada ni pierda su derecho a ser un país soberano e independiente, cuya existencia como Estado y nación ucranianos niega Putin. No hay que olvidar que este país es el más reciente de las naciones europeas y que logró su independencia tras la caída de la Unión Soviética, después de siglos bajo dominio de Polonia, Austria y Rusia.

Existe, además, la posibilidad de uso de armas nucleares, con las que ha amenazado reiteradamente Rusia, lo que conferiría al conflicto bélico una inmediata magnitud devastadora no solo para Ucrania, sino para el Centro y Este de Europa por la probabilidad de la lluvia radiactiva (lluvia ácida) que generan las explosiones atómicas, de persistentes y nocivos efectos para la población. Un temor que –imagino y deseo– también guarda el mandatario ruso, a pesar de sus amenazas.

En este dilema entiendo ambas posiciones, pero me inclino por que sean castigados quienes no respetan el derecho internacional y la independencia y soberanía de los Estados. El diálogo y la negociación siempre son preferidos y necesarios, pero especialmente como método para abordar conflictos y evitar el empleo de la fuerza y la violencia. Cuando estas se desatan, contraviniendo cualquier ley y todo orden, es prioritario el restablecimiento de la legalidad y la reparación de la injusticia.

De lo contrario, cualquiera que se sienta poderoso podría aplastar al débil, algo que es intolerable en democracia, sistema que reconoce a todos los Estados, grandes y pequeños, el derecho a la inviolabilidad de su soberanía, la independencia y la integridad de su territorio.

Si se transige con el quebranto de estas normas básicas de convivencia pacífica entre naciones, nadie estará seguro y la inestabilidad y la desconfianza dominarán el mundo, todavía más que ahora. Y la diplomacia sería un procedimiento innecesario, por inútil. La civilización regresaría a la época medieval, cuando la actividad de muchos pueblos era el saqueo y la conquista.

En definitiva, soy partidario de dialogar y negociar, pero antes de que se emplee la fuerza o si el agresor renuncia a ella. Mientras persista en la violencia, hay que hacerle frente para evitar mayores abusos y atropellos, y para que respete un orden que, tras la segunda guerra mundial, ha traído la paz y la prosperidad a esta parte del mundo. No sé si me explico.

DANIEL GUERRERO

8 may 2023

  • 8.5.23
No es una pregunta trampa ni retórica. Tampoco filosófica, al estilo de Kant, cuando elucubraba sobre los sentidos y los “marcos apriorísticos” mentales, como el espacio y el tiempo, con los que estructuramos el conocimiento, aunque no andaba mal encaminado. Es mucho más y tremendamente más complejo: es científica.


La ciencia lleva décadas tratando de averiguar cómo el órgano rector del sistema nervioso –que ni ve ni oye ni saborea ni palpa ni huele lo que hay fuera de su solitaria, silente y oscura cárcel craneal–, interpreta y reacciona a las señales que recibe a través de sensores externos, los sentidos.

Según el neurocientífico Anil Seth (Oxford, 50 años), que investiga desde hace años el cerebro y la conciencia, es nuestro cerebro el que elabora una "alucinación controlada" de la realidad que creemos percibir, “que es más y (también) menos que lo que el mundo real es de verdad”.

Percibimos un árbol, olemos un café, oímos el trino de un pájaro, distinguimos lo dulce de lo salado o notamos lo liso de lo rugoso y lo frío de lo caliente cuando nuestro cerebro ya ha acumulado, con toda nuestra experiencia perceptual, datos ingentes de unos “inputs” sensoriales que les llegan desprovistos de color, forma y sonido, y elabora con ellos una conjetura posible, la mejor de muchas –esa “alucinación controlada”–, sobre las causas probables que pueden producirlos.

Vemos un árbol cuando nuestro cerebro elabora el “concepto” de árbol. Si no, no lo distinguiríamos de entre la amalgama de ondas electromagnéticas que capta el ojo y procesa el cerebro. Según Eric Kandel, otro neurocientífico, no existe ninguna “mirada inocente”, sino conceptos previamente clasificados para interpretar la información visual. Lo que le sirve a Seth para subrayar que “cualquier percepción es algo que un organismo hace, y no una información pasiva que se le suministra a una 'mente' centralizada”.

¿Y por qué nuestro cerebro elabora estas construcciones perceptivas como si fuesen objetivamente reales? Porque la finalidad de la percepción es guiar la acción y la conducta: potenciar las posibilidades de supervivencia del organismo. No percibimos el mundo como es, sino como nos es más útil percibirlo.

¿Y cómo nos “percibimos” nosotros mismos? Mi “yo”, tu “yo”, cualquier “yo” se elabora de idéntico modo, pues también es una inferencia de la percepción, otra alucinación controlada, aunque de un tipo muy especial. La percepción del mundo, a través de los sentidos, se le llama "exterocepción". Y a la percepción del cuerpo desde dentro, "interocepción".

Estas últimas se transmiten desde los órganos internos del cuerpo hasta el sistema nervioso central. Sirven, básicamente, para facilitar información de esos órganos y del funcionamiento del estado general del organismo. Y ello es así porque en lo más profundo del yo se sitúa la experiencia de ser un organismo vivo. De hecho, el principal objetivo de todo organismo es mantenerse con vida. Todos los seres vivos procuran conservar su integridad fisiológica ante los peligros y las oportunidades. Por eso tienen cerebros.

La conciencia de “ser yo” es sumamente compleja. Hay distintos grados de yo: una yoidad corporeizada relacionada con el cuerpo; un yo narrativo, que configura nuestra identidad personal, al hilo de recuerdos autobiográficos, de un pasado recordado y un futuro proyectado; un yo social, relativo a cómo percibo a otros que me perciben a mí. Y un yo volitivo, que nos provoca experiencias de volición, esa especie de “libre albedrío” con el que proyectamos un poder o una influencia causal en el mundo.

Todos esos “yo” están unidos entre sí y subsumidos dentro de una experiencia unificada global: la experiencia de ser uno mismo. Pero como toda percepción, esa experiencia de una yoidad unificada no significa la existencia de un “yo” real, como tampoco existe un “color” real en las cosas, sino la mejor conjetura que se infiere de todas esas percepciones.

Ninguna percepción es un registro directo de lo que existe, sino una interpretación, una construcción activa. En realidad, el “tú” es la colección de creencias a priori relativas al yo, de valores, de objetivos, de recuerdos y de mejores conjeturas preceptivas que, sumados, componen la experiencia de “ser tú”.

La consciencia (que parece depender de la actividad neuronal del sistema talamocortical) no es algo que tengamos gracias a un poder sobrenatural o divino, sino que surge y es parte de la naturaleza. La evolución ha moldeado y dotado nuestros cerebros para el control y la interpretación de las percepciones, externas e internas, indispensables para la supervivencia.

Ello nos ha permitido manejarnos por los complejos entornos en los que surgimos, crecimos y prosperamos los seres humanos, facilitándonos, también, la capacidad de aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente ocasión. Por eso, no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Incluidos nosotros mismos.

DANIEL GUERRERO

1 may 2023

  • 1.5.23
Un personaje famoso de la prensa del corazón, adicto a los posados veraniegos en biquini, ha puesto de súbita actualidad (si no, no sería actualidad) el asunto de los vientres de alquiler, hasta el punto de haber provocado un debate social y, por ende, también político.


No es para menos. El tema de la “gestación subrogada”, como la define la Organización Mundial de la Salud (OMS) –eufemismo que suaviza la realidad a la que alude–, no deja indiferente a nadie pues remueve las más íntimas convicciones de quienes, incluso, son partidarios de derribar tabúes que todavía cercenan ámbitos de libertad a la mujer y desearían su total emancipación para disponer de su cuerpo, su sexualidad y, por supuesto, para decidir sobre su exclusiva capacidad biológica de engendrar, aun cuando fisiológicamente no pueda.

Sin embargo, a mí personalmente me genera serias reservas éticas el hecho de que algunas mujeres puedan “alquilar” su útero para “incubar” un hijo que no es suyo sino ajeno, con óvulos, espermas o embriones de otra persona que “alquila” su vientre fértil.

Se trata, sin duda, de una posibilidad que permite la técnica médica, pero que me cuesta aceptar sin más, sobre todo en aquellos casos en que el componente mercantil o psiquiátrico parece figurar entre las motivaciones para recurrir a ella. De ahí que esta práctica me parezca, en tales supuestos, sumamente obscena, cuando menos.

Porque no se trata solo de aplicar un recurso para resolver un problema de fertilidad en parejas que no pueden tener hijos por impedimentos congénitos o derivados de tratamientos farmacológicos (quimioterapia, etc.), quirúrgicos (histerectomías, abortos espontáneos, etc.) o patologías varias, sino de utilizar la fecundación in vitro para injertar unos embriones "de laboratorio" en una gestante que no tendrá ninguna relación con el hijo que va a alumbrar.

Es decir, ese hijo alumbrado tendrá dos madres: la biológica y la genética. Y esto se produce porque lo que empezó siendo una técnica de reproducción asistida ha devenido en comercio sumamente lucrativo allá donde se permite, como en Rusia, Estados Unidos, Ucrania, Israel, Canadá y otros países, hasta el punto de que, según un estudio de The Global Surrogacy Market Report, generó el pasado año unos beneficios de 14.000 millones de dólares en todo el mundo.

¿Y de qué estamos hablando? Del método de reproducción asistida en el que la mujer gestante no será finalmente la madre “oficial” del hijo que alumbre. Según el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, la mujer que da a luz es la que, “previo acuerdo o contrato, cede su capacidad gestante para que le sea implantado un embrión ajeno, engendrado mediante fecundación in vitro, y se compromete a entregar el nacido al término de su embarazo”.

Tal método se denomina "gestación subrogada", "gestación por sustitución" o, popularmente, "vientre de alquiler", y consiste en que una mujer fértil accede a gestar en su vientre al hijo de otra persona o pareja. Estas otras personas son lo que se conoce como padres de intención. Tras el nacimiento, el hijo se entrega a los padres de intención y la gestante renuncia, como estipula un contrato previo, al derecho de maternidad y a la filiación del recién nacido.

Existen distintos tipos de gestación subrogada: la tradicional o parcial y la gestacional o completa, en función de si la inseminación artificial se realiza con material genético (óvulos) de la gestante o si no aporta ningún material genético, sino que proviene de la futura madre o de un banco de óvulos donados.

En ambos casos, en función de si la gestante recibe compensación económica por el embarazo o solo un pago por los gastos del parto, se puede hablar de "gestación subrogada comercial" o "altruista". Y entre las personas que recurren a este método de reproducción suelen destacar las parejas homosexuales, hombres o mujeres solteros y las parejas heterosexuales que no pueden tener hijos.

En España, la gestación subrogada está prohibida desde que se promulgó la primera Ley de reproducción asistida, en 1988, que consideraba nulo de pleno derecho todo contrato de subrogación de útero. Una doctrina que el Tribunal Supremo ratificaría cuando, en una sentencia de la Sala de lo Civil, de 2022, señaló que los “contratos de gestación por sustitución vulneran los derechos fundamentales tanto de la mujer gestante como del propio niño”. Y por si quedaban dudas, la última reforma de la Ley del Aborto recoge, además, que esta técnica es una forma de “violencia contra las mujeres en el ámbito de la salud sexual y reproductiva”.

Legalmente, por tanto, está prohibida en nuestro país y no caben interpretaciones -y mucho menos sentimentales, como las que esgrime el personaje de la farándula que ha protagonizado el debate– para considerar que los vientres de alquiler sean una opción más al supuesto “derecho” a tener un hijo.

Solo cabe la posibilidad de acudir, previo pago de los emolumentos correspondientes, a esas clínicas foráneas donde se practica este tipo de intervención, como han hecho Miguel Bosé, Cristiano Ronaldo, Ricky Martin o la artista en el candelero. De hecho, en nuestro país se contabilizan más de 2.500 niños nacidos por gestación subrogada.

No obstante, la fertilización in vitro sí es perfectamente legal, pues está indicada en mujeres o parejas con problemas de fertilidad. Aproximadamente, un 12 por ciento de parejas en edad de procrear (de 15 a 45 años) es estéril. En esos casos, la fecundación in vitro es un válido procedimiento de reproducción asistida que permite a estas parejas cumplir el sueño de tener descendencia. Pero se aplica hasta determinada edad de la madre, por razones obvias.

Así y todo, se dan casos de quienes buscan sortear este límite de edad acudiendo también al extranjero, como la mujer de 67 años que dio a luz dos niños y que murió tres años después de ello. O el de aquella otra, de 64 años, que parió gemelos tras una fecundación in vitro y que anteriormente tuvo otra niña por el mismo método, cuya custodia le fue retirada tras declararse una situación de desamparo, por detectar problemas de aislamiento del menor, deficiencias en su higiene, vestimenta inadecuada y absentismo escolar. Los psicólogos que valoran estas peticiones saben que existen componentes obsesivos o trastornos psiquiátricos en el empeño de ser madre cuando la naturaleza o la biología no lo permiten.

De ahí mis reservas éticas a la extensión de esta técnica reproductiva, más aun si es ilegal, en toda persona de cualquier circunstancia que pueda costeársela. Me despierta especial cuestionamiento ético el papel de la madre gestante y el del hijo “adquirido” a cualquier precio.

Considero, sinceramente, que quienes recurren a este procedimiento de “embarazo en diferido” no piensan ni en la mujer que “vende” su útero ni en el ser que viene al mundo en tales condiciones. Ambos son actores forzados (motivación económica en la gestante y egoísta en el niño alumbrado por encargo) que plantean a mi conciencia el interrogante de si lo que la técnica hace posible es aceptable, sin más, desde la ética o la moral. Porque ambos están involucrados en un procedimiento animado por un lucro que recuerda sospechosamente al tráfico comercial de la compraventa de niños y el de órganos, en este caso vientres, que son mujeres.

Ambos actores, en definitiva, son cosificados y discriminados como mercancías al servicio de terceros que instrumentalizan a la gestante y al niño para satisfacer cuestionables deseos, intereses o apetencias no exentas de componentes patológicos.

Esa explotación de la función reproductiva y de la instrumentalización del cuerpo (vientre) de la mujer con fines lucrativos, particularmente en mujeres vulnerables (¿existe de verdad alguna mujer que se preste a ello sin necesidad, por puro altruismo?), es una clara afrenta a su dignidad y una forma de violencia contra ella.

Además, también se instrumentaliza al niño así concebido, pues es considerado mero producto resultante de un proceso “fabril”, como si fuera un bien o un servicio, encargado para satisfacer un supuesto derecho, el de los padres intencionales.

Más allá del sentimentalismo por tener un hijo o un nieto, no existe en el derecho internacional ningún “derecho al hijo”, sino el hijo como sujeto de derecho. Según la Convención sobre los Derechos del Niño, el interés superior del menor tiene una consideración primordial.

La dignidad que lo ampara como ser humano de especial consideración se ve afectada cuando se altera y mercantiliza su filiación, de capital importancia para su identidad, ya que en estos casos viene determinada por quien formaliza el contrato de gestación y no por la madre que realmente lo ha concebido.

Máxime cuando en España la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto. Este obstáculo para registrar o inscribir al niño lo sortean los padres comitentes aportando una resolución judicial del país donde han efectuado el procedimiento, certificando la filiación del nacido a favor de los padres intencionales y no de la gestante subrogada.

Pero más allá de estas reservas ético-legales, me plantea una amarga preocupación el hecho de que, en no pocos casos, estos niños de vientre de alquiler sean “encargados” por padres intencionales que difícilmente los verán crecer hasta la adultez, educar y formarse para ocupar su sitio en la sociedad y disfrutar de una vida plena.

Carecerán de la compañía, el ejemplo y el apoyo de unos padres que los protegerán hasta que se valgan por sí mismos. Es decir, me entristece que hayan sido concebidos más por el egoísmo obsesivo de quienes, a cualquier precio, pueden permitirse el lujo de comprar un embarazo para colmar el deseo de ser padres o abuelos como sea. Vamos, que no lo tengo claro, a pesar de que la señora Obregón reluzca feliz en la portadas de la prensa rosa, como cuando posaba en bañador.

DANIEL GUERRERO

24 abr 2023

  • 24.4.23
Todos los desiertos que conocemos en el mundo antes fueron otra cosa: lugares repletos de vegetación, lagos o espacios en los que el agua y la vegetación no escaseaban. No nacieron siendo esos inmensos territorios áridos, llenos de arena o rocas, inhóspitos para la vida, como los del Sahara, Gobi, Australia o Kalahari, entre otros.


El mayor desierto del mundo, el Sahara del norte de África, era hace 6.000 años una región de sabanas y exuberantes y frondosas praderas, con lagos y regada por abundantes lluvias, donde corrían animales de gran tamaño y en la que los seres humanos dejaron sus pinturas rupestres dibujadas en la piedra.

También el de Gobi, entre China y Mongolia, era hace milenios un paisaje, a gran altitud, con mesetas de estepas y campos herbáceos, al menos durante la estación húmeda. Y el de Kalahari, en África del Sur, fue anteriormente un gran lago de agua dulce llamado Makgadikgadi. Incluso el de Arabia, que se extiende por Arabia Saudí y Egipto, albergaba hace unas decenas de miles de años un gran número de lagos en los que chapoteaban hipopótamos y búfalos de agua.

Aquellos vergeles originales son ahora páramos desérticos donde las condiciones extremas de calor o frío los convierten en lugares desnudos, secos, despoblados, en los que a la vida le cuesta adaptarse. Al menos, a esa vida cómoda y sedentaria a la que el hombre civilizado está acostumbrado y a la que no renuncia aunque esquilme al planeta.

Pero han sido los ciclos geológicos y climáticos los que han transformado tales espacios en desiertos, cuando se retiraron las últimas glaciaciones y se alteraron las épocas de lluvias. El Sol y el calor completaron la tarea al evaporar cualquier vestigio de humedad que pudiera haber en ellos. Es decir, la disminución de las precipitaciones y el aumento de la evaporación son las condiciones que generan los desiertos que hoy conocemos.

Esas condiciones pueden ser debidas a causas naturales o a la acción del hombre. Tanto es así que, si nadie lo remedia, será el ser humano y su actividad económica los que condenarán al Parque de Doñana, esa joya ecológica Patrimonio de la Humanidad, a acabar como un desierto más del mundo. Va camino de ello.

No importa que sea uno de los más importantes ecosistemas mediterráneos húmedos, con una costa que todavía sigue siendo una franja virgen sin asfaltar, excepto esa espinita letal de Matalascañas, y una marisma que alterna un lago en invierno y un secarral en verano que atrae especies de ambos ambientes.

Para muchos, y por muchas razones (ideológicas, económicas, culturales), no es más que un terreno desperdiciado y despreciado que solo sirve para que aniden aves migratorias, se solacen el lince ibérico, los ciervos o el tejón, bajo la mirada escrutadora del águila imperial, y se distraigan unos cuantos turistas amantes de la naturaleza que apenas cubren el coste de los guardas que los guían.

No es de extrañar, pues, que para algunas de las poblaciones de su entorno, el Coto de Doñana sea, simplemente, un hándicap, un obstáculo o un freno a su economía que lastra el desarrollo y el progreso de aquellas poblaciones y su fuente primordial de ingresos: el cultivo intensivo de la fresa y otros frutos rojos.

Y hacia esos detractores va dirigida, oportunamente en período electoral, una iniciativa legislativa de la Junta de Andalucía, consistente en aprobar la ampliación del regadío agrícola hasta aquellas fincas que lo tenían prohibido pero que regaban sus tierras con agua de pozos ilegales.

Tampoco importa que la zona tenga prácticamente agotados sus recursos hídricos debido a la sobreexplotación del acuífero del subsuelo que nutre la reserva natural y su comarca. Ni que ello contribuya a acelerar la falta de agua que determina la aparición de un desierto.

Con todo, no es la primera amenaza que acecha tan emblemático espacio. Ya, en los años sesenta del siglo pasado, tuvo que sortear un plan agrario que lo reduciría a su mínima expresión, a un simple jardín forestal. También hubo de enfrentarse al proyecto de una carretera que, como una herida lacerante, lo atravesaría desde Huelva a Cádiz.

O a aquel gasoducto para transportar derivados del petróleo que transcurriría desde el puerto onubense hasta una refinería en Badajoz (Extremadura). Sin olvidar a la presión urbanística que aun se cierne sobre la costa, al dragado del río Guadalquivir que nunca se descarta sino que se aplaza o a la contaminación de afluentes que alimentan el parque a causa de residuos agrícolas o escapes de agua ácida y lodos tóxicos procedentes de la minería, como el acontecido en Aznalcóllar, hace justo 25 años, y del que sus responsables salieron impunes.

No hay que ser adivino para predecir que Doñana será un desierto. Y lo será no por factores climáticos o naturales, sino por obra y gracia de la estulticia humana y del egoísmo materialista de la sociedad en la que vivimos, solo interesada en el rédito inmediato y el máximo beneficio, aunque ello suponga pan para hoy y hambre para mañana.

Su transformación en una área estéril, seca, tórrida y vacía no sucederá al cabo de milenios de evolución geológica y climática, sino de forma progresivamente acelerada, de pocas décadas, en virtud de la mano del hombre y su sinrazón económica, medioambiental y política.

Porque, aunque es cierto que la debida preservación del Parque de Doñana plantea problemas sociales y económicos a la comarca, al restringir unos usos y una actividad centrados en la agricultura de regadíos que debería de ser compatible y sostenible con la existencia de un espacio natural protegido, no se consigue escapar a la dicotomía de una cosa o la otra.

Al parecer, no hay medios ni voluntad, ni antes ni ahora, para compatibilizar ambas necesidades, las ecológicas y las productivas, y ofrecer alternativas que permitan la conservación de un espacio natural junto a la garantía económica y laboral de los pueblos del entorno que carecen de más medios de vida que la agricultura.

Y ello pasa por llevar agua al Parque no para ampliar regadíos sino para alimentar sus recursos hídricos y contrarrestar la falta de precipitaciones. Y por disminuir el número de regadíos, cerrar los pozos ilegales y estimular, con rebajas fiscales, subvenciones e infraestructuras, la instalación de empresas, cuya actividad no sea perjudicial al medio ambiente, que ofrezcan una alternativa socioeconómica a una población obligada a abandonar sus cultivos tradicionales.

Si en la actualidad no hay agua ni subterránea ni superficial, si los científicos nacionales y foráneos advierten del “insostenible punto crítico” por el que atraviesa la reserva y si una sequía extrema está dejando el acuífero en niveles nunca vistos y los embalses medio vacíos, la sorprendente decisión de la Junta de Andalucía de legalizar cerca de mil hectáreas de nuevos regadíos va en contra del Parque de Doñana y a favor de su transformación irremediable en desierto.

Lo que perjudicaría a la postre, aunque parezca contradictorio, a los propios agricultores por la degradación, erosión, aridificación y desertización de un territorio que acabará afectando al suelo limítrofe destinado a labores agrícolas.

Asistiremos entonces a un caso más de empobrecimiento y destrucción de ecosistemas bajo el impacto del hombre, que se sumará a los 12 millones de hectáreas que cada año se pierden por la desertización del suelo. Tal será el legado que dejaremos a las generaciones futuras: el desierto de Doñana.

DANIEL GUERRERO

10 abr 2023

  • 10.4.23
Que los poderosos arrancan beneficios a los momentos de crisis –representan una oportunidad, según ellos–, es algo que en este sistema capitalista en el que vivimos nadie discute, salvo cuando esos beneficios son escandalosos –caídos del cielo– y se consiguen empobreciendo aun más a los humildes y desfavorecidos, que son los que soportan en verdad todas las crisis, tanto financieras como sanitarias, bélicas, económicas, energéticas y las que sean.


Algo así es lo que sucede actualmente en diversos sectores de la economía española. Los muy ricos están sacando tajada del cúmulo de crisis que nos golpea sin cesar. No hay más que ver el panorama. Los bancos (CaixaBank, Santander, BBVA, entre otros) obtienen pingües ganancias en la actual coyuntura, con las que reparten suculentos dividendos entre los inversionistas, mientras niegan facilidades a los atrapados en deudas e hipotecas cuyo interés no para de comerse la nómina de cualquier trabajador.

Las compañías petroleras, pobrecitas ellas, tan quejicas cuando el Gobierno les obligó a adelantar la rebaja de veinte céntimos por litro de gasolina a los consumidores con la subvención al combustible, están haciendo su agosto, pues recaudan como nunca en plena escalada de precios del petróleo. Así lo reflejan los balances de Repsol, Cepsa, CHL y demás petroleras, que tampoco reparten tales beneficios –también caídos del cielo– con sus clientes, abaratando el producto de los surtidores. Todo les parece poco.

Incluso Inditex, la mayor empresa textil española, propiedad de Amancio Ortega, ha cerrado la temporada 2022-23 con beneficios récord de miles de millones de euros (4.130), que sirven para aumentar la retribución de sus accionistas en un 29 por ciento, y la de su fundador y máximo accionista, que se embolsará más de 2.200 millones de euros en dividendos.

Sin embargo, semanas antes, la compañía se negaba a nivelar los salarios de las trabajadoras de tiendas con las de sus compañeras de logística, fábricas y centrales, lo que suponía un incremento en incentivos de poco más de 65 euros al mes.

Tras huelgas y cierres de tiendas, la empresa finalmente aceptó -calderilla para sus ganancias– ese plus en las nóminas de sus empleados. Eso sí, repartido entre varios ejercicios, no vaya a ser que el agujero que provoque en la cuenta de resultados aboque la quiebra.

Y como estos, se podría hacer una larga lista de ejemplos sobre la sensibilidad empresarial a la hora de arrimar el hombro en períodos en los que siempre se hunden los mismos, aquellos que hacen rentables los negocios a costa de apretarse todavía más el cinturón y pasarlas canutas.

Sin embargo, los que no se hunden, sino que flotan y engordan todavía más sus ganancias, son los poderosos e inmensamente ricos, los que patronean y controlan sectores imprescindibles para la población en su conjunto y la economía nacional. La lista sería interminable y vergonzosa, si no diera asco.

Pero todavía hay ejemplos aún más hirientes. Porque afectan a las cosas del comer, con las que no se juega ni debería especularse. Tal es el caso de Mercadona, esa cadena de supermercados propiedad del valenciano Juan Roig. Es el colmo del enriquecimiento gracias al hambre o apuros a la hora de adquirir alimentos de los clientes, cosa que también practican Carrefour, Día, Hipercor y otras grandes superficies, cuyos balances han sido espectaculares.

El lenguaraz y cínico empresario valenciano, cuando tuvo a bien presentar los beneficios del último año, reconoció textualmente: “hemos subido una burrada los precios, pero (había) que hacer sostenible la cadena de montaje”. Asegura el ínclito patrón, a modo de excusa, que los precios en sus supermercados se han incrementado solo en un 10 por ciento, mientras las compras a proveedores lo hicieron un 12 por ciento.

De esta manera, pretende dar a entender que ha hecho un sacrificio en favor de los clientes. Y lo dice como si hubiera perdido dinero. Pero no es así. Sus ganancias (beneficio neto) han sido de más de 700 millones de euros, un 5,6 por ciento mayores que las del ejercicio anterior (680), batiendo un récord de ventas de alrededor los 31.000 millones de euros, un 11,6 por ciento más. Y por si fuera poco, se atreve alardear de aportar a las arcas del Estado, vía impuestos, una cantidad ingente de dinero que exige que sea bien utilizado por los políticos.

Al parecer, para muchos de estos pudientes, contribuir al bien común y redistribuir la riqueza nacional es sinónimo de despilfarrar un dinero que ellos ganan con esfuerzo y sudor. Como si fueran los únicos que se esfuerzan y sudan, obviando que cualquier asalariado soporta, proporcionalmente, mayor presión fiscal.

La insinuación del señor Roig es, simplemente, una variante, aplicada a sus cuentas, del eterno mantra de los conservadores: la eficiencia de la gestión privada frente al supuesto derroche de la pública. Es decir: Mercadona lo hace bien y el Estado, empero, gasta el dinero en fruslerías, como carreteras, hospitales, escuelas, policías, juzgados, pagar pensiones, subvenciones a parados, ayudas a los vulnerables, becas a los estudiantes, comprar vacunas cuando hay alguna epidemia y un largo etcétera. ¡Qué manera de tirar el dinero!, pensarán Roig y sus conmilitones, pudiendo cada cual costear sus propias necesidades.

O cuando las arcas públicas dejan de recaudar para disminuir unos precios que, en los alimentos, están encareciéndose de manera vertiginosa. Por ello, el Gobierno modificó a la baja, desde enero, el Impuesto del Valor Añadido (IVA) a ciertos productos alimenticios. A los de primera necesidad, como el pan, harina, leche, queso, huevos, frutas, legumbres, cereales, etc., de hecho les aplicó una rebaja hasta el 0%.

De poco ha servido, pues según la organización de consumidores Facua, “uno de cada tres productos afectados por esta rebaja del IVA ha subido de precio”. Subidas que se han producido a lo largo de toda la cadena alimentaria (aquella que quería hacer sostenible el dueño de Mercadona), incidiendo mayormente en los canales de distribución.

Es lo que explica esas extraordinarias ganancias –como caídas del cielo–, que benefician a las grandes superficies de alimentación. ¿Es eso legal? Si lo fuese, ni es ético ni estético. Por el contrario, nos parece absolutamente inmoral e indecente porque afectan a una necesidad básica del ser humano: la alimentación.

Un sector en el que se está produciendo una estrategia especulativa por adelantarse y compensar un probable tope a los precios de determinados productos básicos que impida tales márgenes de beneficios. Con estas subidas no justificadas ya se ha “amortizado” la rebaja de impuestos (IVA) implementada por el Gobierno, favoreciendo la temible inflación que encarece precisamente lo que más duele a los ciudadanos: la cesta de la compra (un 16,6 por ciento en febrero).

Una inflación alimentada por los beneficios empresariales y no por los sueldos, según datos del Banco Central Europeo, puesto que crecen el doble que los costes laborales. Sin ningún pudor, las empresas están trasladando a los precios el grueso de sus aumentos de costes. Así consiguen unas ganancias extraordinarias sin hacer frente a subidas salariales. De ahí, también, que se nieguen en redondo acordar un pacto de rentas que permita un reparto adecuado de la carga que soportan unos más que otros. Prefieren el máximo beneficio para el capital y las penurias para el trabajo.

Y todo ello en un contexto de crisis múltiples -energética, económica, financiera (otra vez los bancos), más las incertidumbres derivadas de la guerra de Ucrania–, que devastan cualquier economía doméstica. Ante tal situación, ¿es admisible, como si fuera inevitable, que el sector alimenticio y la cadena de distribución obtengan esos enormes beneficios a costa de las estrecheces y dificultades de una gran parte de la población?

¿Es suficiente que el mercado, sobre todo el alimentario, se regule únicamente por la Ley de la Oferta y la Demanda, como exige el capitalismo más desalmado? ¿O debería ser intervenido puntualmente, en circunstancias como las actuales, para evitar abusos y avaricias (topar precios, cheques para la compra o tasas a las ganancias extraordinarias)?

¿No era función de la política fiscal y económica la redistribución de la riqueza nacional, haciendo que aporten más los que más ganan? ¿No se define constitucionalmente España, aparte de "democrático" y "de Derecho", como un Estado "social"? ¿Tiene alguien alguna respuesta, además del señor Roig? Pues eso.

DANIEL GUERRERO

27 mar 2023

  • 27.3.23
"Somos polvo de estrellas". Esta hermosa frase de Carl Sagan, astrónomo y divulgador científico estadounidense, me vino a la mente cuando leí que habían hallado moléculas de uracilo –uno de los “ladrillos” o cuatro bases nitrogenadas (adenina, guanina, citosina y uracilo) que componen el ARN, el ácido ribonucleico presente en todas las células de los seres vivos y que “copia” el ADN, entre otras funciones, cuando la célula se divide para multiplicarse– en las muestras extraídas de un asteroide por la sonda espacial japonesa Hayabusa 2.


Se trata de un hallazgo sorprendente pero no inesperado, además de un éxito absoluto del ingenio astronáutico de Japón, miembro “reciente” de la industria espacial, que ha sido capaz de enviar, en 2018, una sonda hacia el asteoide Ryugu, situado a millones de kilómetros, “aterrizar” en él para recoger esas muestras y enviarlas a la Tierra en una cápsula que cayó sobre el desierto de Australia en 2020.

Y aunque ya se habían encontrado compuestos similares en algunos meteoritos ricos en carbono, de los que existía la duda de si estarían contaminados por el contacto o exposición al ambiente terrestre, esta es la primera vez que se tienen muestras directas de un asteroide, selladas antes de viajar a la Tierra, que no dejan lugar a la duda: nuestro planeta fue “fecundado” por otros cuerpos celestes con las sustancias orgánicas complejas que favorecieron la aparición y evolución de la vida hace millones de años.

De ahí que la frase de Sagan retumbe en mi cerebro con renovado fulgor, máxime si se recuerda al completo (“Somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”), ya que lo que asumimos como una metáfora poética parece convertirse en profecía científica, al preconizar que estamos constituidos por elementos que procedieron de estrellas muertas en el remoto pasado del Universo.

Y es que asteroides como Ryugu, junto a meteoritos o cometas, están formados con el material procedente de la nube molecular que dio origen al Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años. Gracias a ellos, estos elementos orgánicos llegaron a la Tierra y otros planetas a través de impactos meteoríticos en los albores del tiempo.

Una sonda similar, la Osiris-Rex, fue lanzada por la NASA en 2016 hacia el asteroide Bennu, otro cuerpo celeste rico en sustancias orgánicas, donde llegó en 2018, para también recoger muestras “in situ”, estando previsto que regrese el próximo septiembre. ¿Confirmará esta sonda los hallazgos de Ryugu y las hipótesis sobre el origen orgánico extraterrestre? Seguramente, sí. Queda poco para saberlo.

Lo que no podrá saberse –todavía– es si sería condición indispensable para el surgimiento de la vida en la Tierra la aportación de estos elementos orgánicos llegados desde espacio mediante meteoritos, puesto que se desconoce cómo surgió la vida a partir de los elementos “no vivos” que la constituyen.

Como fuera, aquellas primeras formas de vida, que aparecieron en el mar, se dotaron del ADN y ARN que les permitiría multiplicarse y evolucionar, gracias a esos “ladrillos” procedentes del espacio. Para secundar esta hipótesis, los científicos japoneses también hallaron más de diez aminoácidos en el suelo del asteroide, como el ácido nicotínico, presente en la vitamina B3, molécula que ayuda a los seres vivos a extraer energía de los nutrientes, crear reservas de grasa y preservar el ADN.

Desde esas primeras células hasta culminar en la vida consciente que reflexiona sobre su origen en las estrellas no hay más que un paso cósmico. Y eso es, justamente, lo que hace extraordinariamente bella a la frase de Carl Sagan y lo que las muestras del asteroide Ryugu parecen confirmar: “Somos polvo de estrellas”.

DANIEL GUERRERO

13 mar 2023

  • 13.3.23
Oponer resistencia a la Inteligencia Artificial (IA) es una lucha perdida, puesto que ya ha venido y lo ha hecho para quedarse. Y como todos los avances para los que no estamos preparados, pues son disruptivos, causa recelo y dudas. Tantas dudas y recelos que, en mi caso, me ponen en estado de alerta ante el avance imparable de la IA en tareas que, por ignorancia, creía libres de tal tecnología. Y es que no confío en ella. No me fío en absoluto de la IA como tampoco lo hacía, en su día, del microondas, de internet y hasta del teléfono portátil, mal llamado móvil.


Reconozco que temo aquellas tecnologías que me arrollan porque las desconozco y no las domino, a pesar de que supongan avances impresionantes para muchos profesionales en incontables indicaciones o trabajos. Apenas les aprecio utilidad práctica en el ámbito doméstico, en el que, como mucho, las empleamos fundamentalmente para calentar agua o café, curiosear páginas web o intercambiar ”guasaps” por mero entretenimiento. Tengo que admitirlo: soy así de simple y analógico.

Con la IA me sucede lo mismo. De entrada, me cuesta creer que lo que nos venden por IA sea realmente inteligente. A lo sumo, admito que son sofisticados programas de almacenamiento y gestión de datos, algoritmos programados para extraer información entre miles de millones de ejemplos y bases relacionados con la cuestión encomendada.

Por ello soy visceralmente reacio a considerar ese artilugio cibernético equivalente a la mente humana. Podrá ser muy útil de ayuda, como una enciclopedia inabarcable, en procesos que requieren datos y tiempo ingentes. Pero reconocerle inteligencia, capaz de construir un pensamiento original (bastaría un simple poema), creo que es adjudicarle una facultad de la que carece, a menos que redefinamos el concepto de inteligencia, esa que nos hace interrogar lo que somos y poner en cuestión lo existente para superar nuestras limitaciones.

Lo de artificial no lo discuto, por obvio. Con todo, admito que se trata de programas sumamente complejos para buscar, seleccionar y comparar datos con los que elaborar una respuesta mecánica a un problema determinado. Pero los considero incapaces de acometer reflexiones para las que no están diseñados, es decir, que no pueden pensar por sí mismos e interrogarse sobre su propia capacidad supuestamente inteligente. No llegan al extremo, tan humano, de elucubrar y emocionarse con hallazgos frutos de su sabiduría o ignorancia. Ese saber que no se sabe nada.

Pero si el calificativo de IA me enerva, más me inquieta aún su aplicación en procesos cotidianos que nos avocan a una dependencia indeseada y que poco a poco acabará embotando capacidades propias que dejamos de practicar. Nos vuelve cómodos y torpes, y lo que es peor, controlables y manipulables.

Máquinas cada vez más listas y personas progresivamente inútiles y obedientes. Tanto, que ya nos cuesta aparcar porque el coche lo hace solo y mejor, y si lo dejamos, conduce por nosotros. También confiamos en que nos guíe con el navegador sin saber dónde estamos. Sibilinamente, para que nos vayamos acostumbrando a esa dependencia, se va extendiendo el hábito de pedir a un asistente electrónico que ponga la música que nos gusta y encienda las luces al llegar a casa.

Incluso le hacemos preguntas a un ChatGPT que, muy prudente él, elude respuestas comprometidas por ser políticamente incorrectas: “No soy capaz de tener creencias u opiniones personales” (OpenAI). Ya hasta le ganan la partida a todo un campeón mundial de ajedrez (Deep blue).

Dentro de poco, porque se está en ello, llegarán a diagnosticarnos en función de los síntomas y datos analíticos que les proporcionemos, sin que ningún médico de “carne y hueso” nos ausculte y mire a los ojos. E irán reemplazando al ser humano en cada vez más actividades y tareas.

Llegarán a conocerte mejor de lo que puedas conocerte tú mismo, en virtud del rastro que vamos dejando, a través de móviles, internet, tarjetas bancarias, compras on line, etc., en el enjambre digital. Pronto estaremos, si es que no lo estamos ya, eficazmente clasificados en todo tipo de registros alimentados por una IA que continuamente nos escruta y controla. Lo grave es que le permitimos ingenuamente que lo haga, ignorando que lo enumerado más arriba es, simplemente, lo menos “dañino” que puede causarnos la IA cuando se aplica “sin maldad”.

Porque podría servir, y de hecho sirve, para otros propósitos menos benévolos, como la desinformación, la elaboración de noticias falsas y para la pura y simple manipulación. Ya Iñigo Domínguez, en su artículo “Robots más listos y humanos más tontos” lo expone de forma clara, por lo que me ahorraré el esfuerzo.

Añadiré, sin embargo, que la publicidad y la propaganda se elaboran en muchos casos con ayuda de IA para “personalizar” mensajes y “seducir” (iba poner embaucar) a los destinatarios, consiguiendo influir en sus decisiones, no solo para comprar, sino incluso a la hora de votar.

Son sistemas expertos en inundarte de (des)información por todos los soportes y canales comunicativos posibles hasta lograr que renuncies a seleccionar tal avalancha de mensajes, y conseguir que te creas los “empaquetados” según tus gustos y tendencias. Eso es lo alarmante y peligroso de la IA: su uso para objetivos ocultos o espurios.

Y es que la tecnología con IA que se utiliza para reconocimiento facial no sólo sirve para “copiar” rasgos de personas desaparecidas o crear rostros falsos y presentarlos como si estuvieran vivos (Deep fake), sino que puede utilizarse para rastrear, localizar y vigilar a personas de manera automática, violando sus derechos.

Gracias a la IA, capaz de aprender simulando los procesos inductivos y deductivos del cerebro humano, se pueden construir armas autónomas –“armas con cerebro”, como las bautiza Javier Sampedro– que decidan su objetivo, pudiendo matar sin intervención humana.

O fabricar drones autónomos, no teledirigidos, que destruyan infraestructuras, edificaciones o poblaciones (militares o civiles) con sólo “educarlos y entrenarlos” para tal misión. De hecho, esta tecnología se utiliza ya para fabricar armas, lo que mueve a Antonio Guterres, secretario general de la ONU, a clamar contra su uso: “Las máquinas con el poder y el criterio para matar sin implicación humana son políticamente inaceptables y moralmente repugnantes, y la ley internacional debe prohibirlas”.

No se trata, pues, de ser catastrofista, sino de ser cauteloso y tener presente los riesgos que supone el “mal uso” de la IA, puesto que las consideraciones éticas, morales, culturales y emocionales escapan de los millones de big data con que estas máquinas elaboran sus respuestas y articulan sus conclusiones.

Y ya que está entre nosotros, deberíamos de estar pendientes de que la IA sea utilizada respetando siempre unos límites que impidan que se vuelva en contra nuestra. Máxime cuando esta tecnología es susceptible de un uso malicioso e interesado, opuesto al bien general.

De lo contrario, servirá para ahondar desigualdades y generar división, abusos, discriminación y manipulación. Un peligro del que nos vienen advirtiendo cada vez más pensadores y líderes sociales (Stephen Hawking, Éric Sadin, José Antonio Marina, Yuval Noah Harari, Víctor Gómez Pin y hasta ¡Elon Musk!, entre otros) cuando resaltan la ya innegable soberanía electrónica en la actividad económica, pero también, en gran medida, en la del ocio, las comunicaciones y la información.

Y es que, por muy bien diseñadas y entrenadas que estén estas máquinas, si su “inteligencia” se limita a seguir instrucciones de un programa y no se rige con criterios éticos o morales, poca inteligencia demostrarán poseer, aunque sean capaces de resolver y responder cuestiones sumamente complejas. Lo que no me deja más tranquilo.

DANIEL GUERRERO

27 feb 2023

  • 27.2.23
Digámoslo sin demora: la guerra en Ucrania es ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta. No existen razones ni amenazas o disputas que justifiquen la invasión militar rusa en territorio ucranio. Tampoco hay nazis ni antisemitas gobernando la república cosaca. Por no haber, no hay siquiera fuerzas enemigas (OTAN) estacionadas en aquel país, por mucho que Vladimir Putin blandiese esa excusa, entre otras, para enviar sus soldados a matar y morir en el país vecino.


Como mucho, existía y existe la voluntad de los ucranianos de acercarse a Occidente, alejándose de la órbita soviética, para disfrutar de la libertad (formal) y del consumismo (real) de los que gozan los países capitalistas de Europa y EE UU.

Pero tal aspiración no suponía ninguna novedad que no hubiera sido explorada anteriormente y materializada, por ejemplo, por países bálticos de la antigua URSS, como Lituania, Letonia o Estonia, sin que Moscú mostrase su oposición como hace ahora con Kiev.

¿Por qué, entonces, esa brutal reacción de Rusia contra su antigua República Popular de Ucrania? ¿Qué peligro presenta esa frontera que no la tenga, también, la de Finlandia, próxima a la base de Severomorsk (sede de la Flota del Norte)?

¿Es que los 1.300 kilómetros de frontera entre Finlandia y Rusia son menos estratégicos que los 1.974 terrestres y poco más de 300 marítimos que la separan de Ucrania? ¿Acaso son más importantes militarmente los puertos navales mediterráneos de Crimea que los del ártico de Kola?

¿O es, quizás, que una Ucrania integrada en la UE es un ejemplo intolerable de emancipación nacional ante el resto de las repúblicas bajo influjo soviético? ¿La integración de Finlandia en la UE en 1995 y su petición de formar parte de la OTAN en 2022 no es el mismo escenario pro-occidental infausto que se le quiere hurtar a Ucrania?¿Qué oscuras y perversas intenciones existen para violar la integridad soberana de un Estado y hacer añicos el delicado equilibrio de la legalidad internacional para obrar de manera tan violenta y asesina?

La respuesta se encuentra en la iluminada mente de Putin, quien sigue empeñado en jugar una mortal partida en el flanco europeo por no se sabe qué objetivos o intereses estratégicos. Puede que pretenda debilitar u obstaculizar Europa como proyecto continental unitario, o averiguar la capacidad del continente para protagonizar su propia defensa o, incluso, testar hasta qué punto estaría dispuesta la OTAN (y EE UU) a cumplir sus compromisos defensivos con Europa.

Puede, quién sabe, que solo pretenda dar un aviso a navegantes a todas sus exrepúblicas con idénticas veleidades occidentales. O, simplemente, busca afianzar su liderazgo en la cúspide del Kremlin y ante una población que muestra signos evidentes de cansancio por las cortapisas a la libertad, las persecuciones políticas y los tics autoritarios de su Presidente, un antiguo agente de la KGB.

En todo caso, nada se sabe a ciencia cierta porque lo que mueve al mandatario ruso se esconde tras una nebulosa opaca dentro de su cabeza. Se trata de una incógnita infranqueable e incognoscible, pero que alimenta desde hace un año una guerra ilegal, innecesaria, inmoral e injusta en Ucrania. Y una incógnita que parece dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias, sin importar si perjudica a civiles ucranianos, a ciudadanos rusos, a los europeos y cualesquiera se interpongan en su camino.

En otras palabras, la guerra va para largo sin que las razones para ello hayan sido explicadas, discutidas o negociadas, de manera diplomática y pacífica, en ningún foro o mesa de diálogo, como corresponde a países civilizados y democráticos.

Y tal vez en esto radique parte del problema: suponer democracia y civilización en naciones que todavía se guían por viejas nociones imperiales, más próximas al feudalismo que al Estado de Derecho. Y que usan la fuerza como único medio válido y eficaz de resolver sus disputas.

La historia tampoco ayuda a apaciguar los ánimos. Porque el conflicto bélico estalla, para más inri, entre países que comparten un legado histórico de más de mil años y que propició lo que actualmente son Ucrania y Rusia. Se trata de una historia de encuentros y desencuentros que culmina en la actual guerra, con la que Putin busca asegurarse, al menos, las tierras al este del río Dniéper, cuyos habitantes mantienen fuertes lazos con la vieja Rusia, compartiendo idioma y la religión ortodoxa.

Esa “rusificación” cultural vivió su momento más dramático cuando, en la década de los treinta del siglo pasado, las políticas de colectivización de Stalin provocaron una hambruna que causó la muerte de millones de ucranianos, lo que obligaría al dictador a repoblar el este de Ucrania con ciudadanos de Rusia y de otras repúblicas que ni siquiera sabían ucraniano ni tenían lazos con la región. Sus descendientes son los prorusos que ahora Putin dice querer defender de los “nazis” que gobiernan Ucrania.

A todo ello se suma que la Crimea que Moscú transfirió a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1954, y en la que ubicó la base de la Flota rusa del Mar Negro, acabaría siendo anexionada y ocupada a la fuerza por Rusia en 2014, al tiempo que instaba y apoyaba el levantamiento secesionista del Donbás, justamente la región oriental situada en la margen izquierda del Dniéper, hasta que se constituyó en sendas repúblicas independientes, las de Luhansk y Donetsk, que ya han sido reconocidas e integradas en la Federación Rusa.

Estas dos almas que tiran de Ucrania hacia Oriente y Occidente nunca han hallado un punto de convivencia común sin tensiones, lo que explica que los últimos líderes del país, tanto el proamericano Victor Yushenkpo, como el prorruso Vitor Yanukovich o el proeuropeo Petró Poroschenko y el actual Volodymir Zelenski, hayan sido incapaces de cohesionar una sociedad multicultural y multiétnica tan dividida y polarizada.

Sea por lo que fuere, no cabe duda de que la peor forma de dirimir estos conflictos es la guerra que lleva ya un año desarrollándose en suelo Ucranio, con decenas de miles de muertos en ambos bandos y sin que existan visos de cesar tal matanza fratricida. Un año de guerra ilegal, innecesaria, ilógica, inmoral e injusta a la que asistimos impotentes, intentando ayudar al agredido, mientras procuramos que el agresor desista de sus intenciones mediante sanciones económicas.

¿Cómo acabará esto? Sólo Putin podría saberlo, porque solo él sabe lo que quiere. El resto de atónitos espectadores intentamos comprender la evolución de los acontecimientos y el contexto en que se producen y condiciona. Poco más. Y así desde hace un año.

DANIEL GUERRERO

13 feb 2023

  • 13.2.23
Hay revuelo gubernamental por la ley del solo sí es sí. Y no es para menos. La intención con la que se elaboró esa norma por parte del Ministerio de Igualdad pudo haber sido buena, pero su puesta en vigor ha resultado ser, cuando menos, contraproducente judicialmente.


Más que proteger a la mujer víctima de violación u otras agresiones sexuales, ha favorecido al delincuente sexual, permitiéndole unas rebajas de penas que han soliviantado a todo el mundo, menos a los responsables ministeriales que redactaron la ley, pues no admiten ninguna corrección de un texto legal manifiestamente mejorable.

Achacan sus efectos indeseados a los jueces, quienes suelen interpretar cualquier ley y fallar toda sentencia según los términos que la misma ley establece. Sin embargo, parece que el entuerto cometido no tiene fácil solución, a la vista de las tensiones que provoca entre los socios del Gobierno.

Unas tensiones más teatrales que reales, puesto que afloran en un momento en el que parece aconsejable delimitar perfiles que diferencien a los protagonistas de una coalición que han de competir en las próximas elecciones que tenemos por delante.

Dan la impresión, desde las gradas de la calle, que están tomando posiciones para ver quién es más guapo electoralmente. Porque, de lo contrario, no se entiende que perfeccionar una ley sea motivo de tanta discusión y enfrentamiento.

Para cualquier profano en Derecho, como el que suscribe, resulta evidente que algo falla en la ley cuando su efecto más inmediato no es el endurecimiento de las condenas, sino la reducción de las mismas a los reos. A los legos en la materia no les cuesta trabajo comprender que no son los jueces los causantes de este desaguisado, sino la propia ley que permite tal lectura.

De ahí que la gente no se explique por qué no se aborda su corrección sin más, sin tantas algaradas ni sobreactuaciones de cara a la galería, máxime cuando en el Gobierno hay jueces y abogados con experiencia al respecto y cuentan con asesores legales y toda una panoplia de expertos jurídicos que conocen perfectamente cómo armar un texto legal blindado a las interpretaciones.

El cálculo electoral y la soberbia parecen presidir las negociaciones hasta el extremo de impedir la enmienda de una ley que causa más daño que amparo a las víctimas de la violencia sexual. En el poco tiempo que lleva vigente, cerca de 500 condenados por delitos sexuales han visto reducidas sus condenas y decenas de ellos, con penas bajas es verdad, han sido excarcelados.

¿Acaso no es motivo suficiente este resultado indeseado de la ley para acometer su reforma sin demora ni discusión? Flaco favor se les está haciendo a las mujeres, que asisten atónitas al espectáculo encarnizado que protagonizan quienes presumen de portar la bandera del feminismo y, por consiguiente, la de la lucha contra las desigualdades que aun penalizan a la mujer y la del combate contra la violencia de género.

Si la gran ley que iba a materializar ese ideal de justicia es ésta por la que ahora se pelean, mejor sería que se dedicasen a otra cosa más apropiada con los egos intransigentes que exhiben con mutua desconfianza. Así no se trabaja por el bien general, sino por el interés partidista, para ver quién se pone la medalla ante la opinión pública.

Los tertulianos de cualquier taberna del país sabrían qué hacer para corregir una norma con absoluto respeto al espíritu que la inspira: centrar todo el peso de la prueba del delito en la no existencia de consentimiento expreso, en el “solo sí es sí”.

Y graduar las condenas, que han de castigar tanto los abusos como las agresiones –unificados en la ley solo como agresiones–, en función de si, además, se ejerce violencia e intimidación en el ilícito penal, lo que implicaría el aumento de las penas mínimas y evitaría la reducción de condenas y las excarcelaciones. Es decir, se mantendría la agresión sexual como único delito, pero diferenciando si hubo violencia o no. ¿Significaría esto recuperar la denostada ley anterior?

Hay que comprender que el objetivo de la actual Ley de Libertad Sexual, que se pretende corregir, es procurar que cualquier acto no consentido contra la libertad sexual sea tipificado como un delito de agresión, exista o no violencia, puesto que lesiona esa libertad, que es considerada un bien jurídico cuya esencia se defiende.

A los artífices de la ley no les agrada la introducción de grados entre agresiones con violencia o intimidación o no porque temen que se volvería a diferenciar la existencia de ataques más graves o menos graves a la libertad sexual.

A su juicio, de alguna manera se estaría otorgando más importancia a la violencia que al ataque a la libertad sexual. Mientras que los partidarios de la reforma lo que persiguen es recortar en lo posible el arbitrio judicial, al reducir o acotar el margen interpretativo, agravando las penas cuando concurran violencia o intimidación. ¿Será posible compatibilizar ambos objetivos?

Si se empeñan con buena voluntad y sin ánimos torticeros, claro que sí. No hay que ser un togado jurista para hallar lo que tienen en común ambas propuestas, manteniendo el concepto de libertad sexual y el consentimiento como eje central de la ley. Es decir, sin tocar el artículo 178 del Código Penal. Y sin hacer distinción entre abuso y agresión, pues se conserva que cualquier lesión a esa libertad sexual sea tipificado como delito de agresión sexual, ya que esa libertad sexual es un bien jurídico esencial, o sea, el tipo básico o derecho a proteger.

De ahí que agravar la pena sin cambiar la esencia del delito, incluyendo la violencia y la intimidación como agravantes, no es recuperar la ley anterior, sino perfeccionar una excelente Ley de Libertad Sexual que es muy necesaria y oportuna.

Tampoco significaría recriminar a la víctima la ausencia de resistencia a la hora de ponderar el empleo de violencia o intimidación en el ataque que sufre. ¿Se pondrán de acuerdo Unidas Podemos y PSOE durante la tramitación parlamentaria de la reforma? Depende de los cálculos electoralistas de ambos partidos, socios coaligados en el Gobierno.

Y eso es más difícil que dominar Derecho, pues entra de lleno en el terreno de la Política, campo abonado a la demagogia, a la manipulación y al fariseísmo cuando olvida su fin, que es el bien común. En este caso, el de las mujeres que todavía tienen que aguantar palabras, tocamientos, agresiones, violaciones y ataques a su integridad física que menosprecian y socavan su libertad sexual. Ya es hora de que solo sí sea sí.

DANIEL GUERRERO

30 ene 2023

  • 30.1.23
No voy a hacer una reseña de la novela de Pío Baroja, cuyo título copio para esta columna, sino reflejar la actitud de una gran parte de la ciudadanía a la hora enfrentarse a una realidad que desborda sus conocimientos. Y que, en vez de informarse más ampliamente o acudir a quienes atesoran esos conocimientos, prefiere las explicaciones de los que inventan patrañas que satisfacen su propia ignorancia.


Ejemplo de lo que digo son aquellos que, hasta ayer mismo, negaban la pandemia del coronavirus que ha azotado a la humanidad, causando millones de muertos, y desconfiaban de las vacunas, considerándolas instrumentos para manipular a las personas.

O los que se niegan aceptar que en nuestro planeta se esté produciendo un cambio acelerado del clima debido a la acumulación de gases de efecto invernadero generados por la actividad humana. También, esos otros que aseguran estar convencidos de que la Tierra es plana y que el hombre no ha pisado la luna. O esa especie de majaderos, con ínfulas intelectuales, que escribe artículos para rebatir que el ser humano con su inteligencia sea fruto de la selección natural, pues le parece más lógico el creacionismo.

Todos esos desconfiados, que se guían exclusivamente por bulos y comentarios en bares y peluquerías, engrosan las filas de los que, como se lee en un pasaje de El árbol de la ciencia, piensan que “creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad” y que hacerlo “en los átomos es señal de estupidez”.

Se sienten más cómodos en la ignorancia y con las supersticiones que dan sentido a sus vidas que en la orfandad carente de finalidad que se descubre gracias al pensamiento racional y su fruto, la ciencia. Con todo, estos paranoicos constituyen los más inofensivos de los ignaros. Porque los hay peores y mucho más peligrosos.

Hay quienes huyen de la razón y la ciencia porque las creencias en dogmas religiosos les proporcionan más confianza y seguridad. Es la actitud de los que rechazan toda transfusión sanguínea o de sus derivados, indicada por la medicina para compensar cualquier pérdida grave de sangre, por accidente o enfermedad, incompatible con la vida, debido a que su fe se lo impide.

O los que no admiten los trasplantes de órganos o tejidos por idénticas cuestiones morales, muy respetables como opinión personal pero sumamente peligrosas, sobre todo cuando afectan a terceras personas que dependen de la tutela de tales fanáticos.

Lo mismo cabría decir de quienes no son partidarios del aborto, incluso en aquellos supuestos de violación o de malformación del feto. Aunque, para la ciencia, el desarrollo embrionario no es más que un conjunto de células todavía sin diferenciación, los antiabortistas consideran que se trata ya de un ser humano y, por ende, interrumpir un embarazo es matar a una “persona” no nacida, un nasciturus.

Nadie ni nada obliga a estas personas a abortar si es contrario a sus ideas, pero los que constriñen la naturaleza a sus creencias pretenden que hasta los que buscan la luz en la ciencia tampoco lo puedan hacer, aún cuando abortar no es para ninguna mujer una decisión ni agradable ni placentera, sino una necesidad que adopta en uso de su plena libertad y responsabilidad.

Estos antiabortistas son peligrosos por ese afán de imponer sus creencias a todos, incluso a los que no comparten sus opiniones rebatidas por la ciencia. Se comportan como fanáticos dispuestos a entronizar sus prejuicios, como antaño lo hicieron contra el divorcio, el matrimonio homosexual y otras rémoras parecidas.

Todos ellos pertenecen a la familia de los que también cuestionan agriamente la existencia de una violencia machista contra las mujeres y que ellas, las mujeres, por su mera condición femenina, se vean abocadas a tropezar con infinitos techos de cristal cada vez que intentan alcanzar posiciones laborales o sociales que generalmente suelen estar ocupadas por hombres.

A lo sumo, en muestra de condescendencia, admiten cierta violencia intrafamiliar de la que es víctima tanto la mujer como el hombre, y que la mujer podría aspirar, pues nada se lo impide, a las más altas responsabilidades profesionales y sociales si tuviera preparación y voluntad para ello, no mediante cuotas que corrijan faltas de oportunidad.

Estos negacionistas del papel de la mujer son reaccionarios porque rechazan el feminismo al considerarlo una ideología perniciosa, propia de “feminazis”, en vez de una lucha por la igualdad en derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer. Y hacen todo lo posible para que se mantengan los roles y los estereotipos que discriminan en función del sexo, tal y como la sociedad machista y patriarcal los ha transmitido a través de la tradición y las costumbres.

Niegan, por tanto, derechos y libertades a la mitad hembra del género humano. Se trata de un negacionismo pernicioso porque procura que no se instauren medidas contra una violencia machista que cada año causa víctimas mortales, y que es contrario a cuantas ayudas y políticas se destinen a erradicar esta lacra de manera eficaz.

Quienes lo comparten rechazan, sin más, una realidad de la que son reacios por cuestiones ideológicas, morales, culturales y económicas. Y como todos los anteriores, hacen lo indecible por que se imponga al conjunto de la sociedad sus dogmas y su particular modelo social, aquel en el que la mujer permanece subordinada al hombre como si estuviera incapacitada para disfrutar de los mismos derechos que el varón.

Es, pues, una mentalidad cavernícola, muy alejada del pensamiento científico que nutre la moderna sociología, que sirve para justificar la desigualdad histórica de la mujer, como explica la historiadora Marga Sánchez en su libro Prehistorias de mujeres (Destino).

Sin embargo, todos los que comulgan con estos prejuicios pueden –y, de hecho, la mayoría lo hace– actuar de buena fe, convencidos de “su” razón, aunque discrepen de la verdad científica con argumentos morales o emocionales. Lo más grave es que coexisten con grupos mucho más peligrosos: los que tergiversan el conocimiento para manipular a la gente por intereses espurios de poder y riquezas.

No son ignorantes. Conocen los frutos del árbol de la ciencia, pero los utilizan a su antojo y conveniencia, mediante medias verdades, falsos enfoques, argumentos falaces y francas mentiras, con tal de conservar privilegios y poltronas. Representan el mal para la convivencia pacífica y la tolerancia en cualquier sociedad humana civilizada.

Me refiero a los que se valen de la democracia solo si les beneficia. En caso contrario, no tienen empacho en cuestionar sus resultados y en deslegitimar al vencedor que gana la confianza popular. Comienzan entonces a extender sospechas de fraude electoral y teorías conspiratorias que socavan la confianza en el sistema democrático y sus instituciones, el sistema más racional de convivencia.

Estos populistas manipuladores son expertos en retorcer la sociología y la estadística, ciencias que estudian la sociedad humana y las probabilidades de cuantificar la realidad y analizar sus modificaciones, para que respalden sus pronósticos y expectativas. Y lo hacen adrede y con mala fe. Porque no aceptan, diga lo que digan las urnas, que los ciudadanos se alejen de sus postulados y prefieran otras opciones políticas a la hora de ser gobernados.

En su versión más extrema y violenta, cegados por la sinrazón y las ambiciones, no dudan en incitar y promover revueltas, turbas y disturbios que no sólo destrozan el anclaje físico de la democracia (manifestaciones, obstruccionismo, ocupaciones de edificios, etc., como en Washington y Brasilia), sino que también deterioran la credibilidad y la confianza en el procedimiento más justo y menos arbitrario de administrar nuestra gobernanza como colectivo heterogéneo de individuos.

Estos sectarios que desconfían de los mecanismos democráticos cuando les son adversos son los patógenos más letales para la salud social y la convivencia, y perviven cuando nos dejamos deslumbrar con sus ídolos y fetiches en vez de guiarnos por el cuestionamiento crítico y racional de la propaganda embaucadora con la que nos seducen.

No son exclusivos de nuestro tiempo, tan convulso. Siempre, por todas partes a lo largo de la historia, han proliferado los charlatanes que pretenden conducirnos con promesas de paraísos en la tierra, intentando que la razón y la ciencia los ampare.

Olvidan, como escribió Pío Baroja en su novela y descubren los que se decantan por el átomo ý no por los ídolos y fetiches, que “la ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria”. Pero, al parecer, no aprendemos.

DANIEL GUERRERO

16 ene 2023

  • 16.1.23
Los sectores más inmovilistas de la derecha española, aquella que irradia toda la gama de azules reaccionarios –esto es, la que va desde el celeste del PP hasta el verdoso de Vox (el anaranjado de Ciudadanos no cuenta porque se está difuminando)–, se desgañitan y claman al cielo estos días por las reformas que ha emprendido el Gobierno para determinados delitos del Código Penal, en concreto, los de sedición y malversación.


Según quienes padecen daltonismo cian, el Gobierno no tiene legitimidad (aunque tenga la de las urnas y sea el Parlamento quien los apruebe) para acometer cambios en nuestro ordenamiento jurídico si a esa derecha no le gustan o no le interesan.

Está convencida de que solo ella conoce lo que conviene al país y, por ende, es la única capacitada para saber qué se puede hacer o no en democracia y cómo interpretar el verdadero espíritu de la Constitución, a pesar de que, de continuo, la incumplan olímpicamente.

Resulta curioso, además, que tal potestad se la arrogue una formación que deriva de quienes en su día estuvieron en contra de ella y se negaron o abstuvieron a votarla en el referéndum constitucional. Por eso, sería risible si no fuera repugnante, esa propensión, tan habitual de la derecha en la actualidad, a expedir certificados de constitucionalidad y de patriotismo cada vez que quiere descalificar a quienes no hacen seguidismo de su ideario ni comparten su estrategia ni sus modos.

Para la derecha nacional, todo Gobierno que no esté encabezado por ella, aunque surja de las urnas, no puede ser otra cosa más que irresponsable, desleal, prácticamente ilegal y, por supuesto, deleznable. Calificativos que se tornan aun más duros, como traidor o vendepatrias, si quien gobierna osa introducir cambios legales que persiguen racionalizar y actualizar, adaptándolas a la realidad del país, las normas que garantizan nuestros derechos y libertades y, por tanto, una convivencia basada en el respeto, la igualdad y la tolerancia. Entonces, los atronadores gritos celestes se multiplican porque, para ellos, todo avance progresista es querer romper España.

Y no se equivocan. Tales cambios afectan al modelo social que propugna la derecha (recuérdese su negativa al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia, a la Dependencia, su desconfianza del feminismo, etcétera); a su creencia cuasi religiosa en la economía neoliberal, tan apreciada por la fuerza del capital (recuérdense sus objeciones al incremento del salario mínimo, al Ingreso Mínimo Vital, a la reforma laboral, a ampliar y garantizar prestaciones y subsidios, a regular y contrarrestar abusos del mercado, etcétera).

No olviden el “atrincheramiento” de la derecha en las instituciones (recuérdese su férreo bloqueo a la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional, entre otros, generando conflictos entre los poderes del Estado por asegurarse su influencia en ellos) y su sectario concepto de país, en el que las élites disfrutan de privilegios y prebendas que son negados al resto de la ciudadanía.

No hay duda: por supuesto que se intenta romper esa España de unos pocos, por muy poderosos, pudientes y conservadores que sean, para construir un país que sea de todos, en el que quepamos todos, de cualquier clase y condición, sin excluir a nadie.

Ante esta lucha tan titánica y agotadora, un nuevo alarido, que desgraciadamente no será el último, brota de las gargantas de esta derecha intransigente y reaccionaria a causa de las modificaciones que impulsa el Gobierno para “desjudicializar” y normalizar, en términos políticos, el “conflicto” catalán y encauzar las relaciones con Cataluña a través del diálogo, la lealtad institucional y el sometimiento a la legalidad.

El afán independentista de una parte de la población y del Ejecutivo de aquella Comunidad Autónoma es tan legítimo y defendible, en democracia, como cualquier otro. Incluso como el de la derecha. Y, puestos a comparar, unos y otros cometen acciones que violan de forma intencionada la Constitución, como celebrar un referéndum de autodeterminación u obstruir órganos y poderes del Estado. Sin embargo, para la derecha política y mediática de este país, los únicos criminales son los independentistas. ¡Curiosa vara de medir!

En su esfuerzo por reconducir la situación, el Gobierno ha decidido modificar varios artículos del Código Penal (relativos a los delitos de malversación y sedición) que fueron utilizados para condenar con penas desorbitadas a los autores de las iniciativas soberanistas que provocaron aquel conflicto.

Un conflicto que viene de antiguo, por la recurrente aspiración secesionista catalana, y que de vez en cuando enturbia las relaciones entre Cataluña y el Gobierno de la nación. Se trata, por tanto, de un problema de indudable carácter político.

Aun así, las modificaciones no se acometen para contentar a los perjudicados, sino por adecuar las penas a la debida proporcionalidad con que, en función de la gravedad, estos delitos deben ser aplicados. Y para evitar que vuelvan a ser utilizados para judicializar problemas políticos de enconada conflictividad como los protagonizados por los independentistas catalanes. Es verdad que estos promovieron movilizaciones y altercados, pero tales hechos, en cualquier democracia consolidada, solo caben ser considerados de graves desórdenes públicos y de desobediencia.

Porque acusar de sedición a quienes implementaron leyes, en función de su potestad como Gobierno de la Generalitat y refrendadas luego por el Parlamento regional, mediante las cuales se puso en marcha una convocatoria de consulta a la población catalana sobre la independencia, es pretender propinar un castigo ejemplarizante de injusta y extremada dureza.

Y porque, además, el delito de sedición, versión edulcorada del de rebelión en ausencia de violencia, era un anacronismo del Código Penal que estuvo justificado cuando se instauró en 1822, época en la que proliferaron los levantamientos militares en España, como el del general Elio (1814), el de Riego (1820) o el de Torrijos (1831), entre otros muchos. Una situación absolutamente distinta a la actual y, más aun, con lo sucedido en Cataluña en 2017.

Pero cuando se es incapaz de abordar políticamente las exigencias de aquella Comunidad histórica a través del diálogo, la comprensión y los intereses compartidos en el marco de la Constitución, se echa mano para acallarlas, que no solucionarlas, a la vía judicial, tachando de "rebelión" aquellos desórdenes, como hizo el fiscal general de entonces, siguiendo directrices del Gobierno encabezado por Mariano Rajoy.

A todas luces, tal proceder supuso un uso torticero de la justicia y una injusticia política que pone de relieve la mediocridad de los dirigentes políticos que recurrieron a ellos. Por eso se deroga el delito de sedición y se crea el de desórdenes públicos agravados, con penas más reducidas.

Y lo mismo sucede con la malversación, delito que cometen los funcionarios públicos que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de fondos que pertenecen a la colectividad. Incluía, en su redacción de 1995, la figura de la autoridad o funcionario que, con ánimo de lucro, sustrae o consiente que un tercero con idéntico ánimo lucrativo sustraiga caudales públicos. Pues bien, ese delito se modificó expresamente, en 2015, para poder aplicárselo a Artur Mas por haber empleado dinero público en la convocatoria de un referéndum consultivo.

Se trata, una vez más, de otro ejemplo notorio de la incapacidad para afrontar complejas situaciones políticas por parte de dirigentes de un partido que, precisamente, por aquellos tiempos, estaba siendo investigado por múltiples casos de corrupción que se castigan como malversación. Y que incluso fue condenado por ello. Tal es el talante de quienes no toleran que se practique ninguna otra política que no sea la suya.

La modificación del delito de malversación no impide el castigo de los corruptos, que son quienes malversan patrimonio público por afán de lucro. Porque, por lo demás, se crea un nuevo delito, el que castiga el enriquecimiento ilícito con penas de multa, cárcel e inhabilitación, según los casos, y que afecta a las autoridades cuyo patrimonio se incremente, durante el ejercicio del cargo público, en más de 250.000 euros sin justificar.

Queda a la vista, pues, la indigna actitud que caracteriza a la derecha española, que niega legitimidad a cualquier otra formación para gobernar España, aun contando con el beneplácito electoral y mayoría parlamentaria. Tampoco le permite ejercer sus funciones y trasladar a los demás poderes del Estado, como establece la Constitución, las mayorías resultantes de la voluntad popular.

Aparte de su gravedad, esta actitud es intolerable porque, si para lograr sus propósitos tiene que manipular, a través de sus correligionarios en la judicatura y los medios de comunicación, las normas y leyes que regulan el funcionamiento ordinario de las instituciones, se presta a ello sin complejos ni reservas, a pesar del daño que causa a la credibilidad y a la confianza en el sistema democrático que nos dimos los españoles en 1978. Eso sí es romper literalmente España.

Esta miopía torpe de la derecha es de tal magnitud que es capaz de precipitar a un abismo al país con tal de poder maniobrar en su propio beneficio e impedir que gobiernen los elegidos por los ciudadanos. Es una miopía letal.

Induce el mismo fanatismo de los que se creen portadores de una verdad absoluta. Y da miedo. Porque, si hoy, disfrutando de un régimen democrático, la derecha se comporta de este modo, ¿qué haría en momentos más indómitos que los del presente? La respuesta ha de buscarse en nuestra propia historia.

DANIEL GUERRERO

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