No se puede decir que lo que llevamos del siglo XXI haya sido, precisamente, tranquilo y llano. Que sus primeros 25 años fuesen monótonos y sosegados. A lo mejor, eso era lo que deseábamos tras un siglo XX traumático, en el que se produjeron dos guerras mundiales, una guerra civil en España y muchas otras desgracias que los más viejos conservan frescas en su memoria.
Lo cierto es que esta nueva centuria nos está sorprendiendo con sobresaltos y traumas tan inesperados como variados. Tanto que, en el primer cuarto del siglo, se han sucedido acontecimientos inimaginables que han zarandeados violentamente nuestras confiadas y entretenidas existencias.
Cinco lustros en los que hemos asistido a continuas crisis migratorias, un genocidio cometido a plena luz del día a orillas del Mediterráneo oriental, una guerra imperialista ante las mismas puertas del Este de Europa, una crisis inflacionaria que disparó los precios a cotas jamás vistas, una pandemia mundial que nos mantuvo encerrados y aislados durante meses, diversas crisis climáticas que, o bien cubrieron de nieve media España, o bien inundaron de agua y fango a una parte de la otra, destrozando bienes y segando la vida de centenares de personas en el Levante español.
Por ver, hasta vimos la erupción de un volcán que sepultó bajo cenizas a una isla y, por si fuera poco, sufrimos un masivo apagón eléctrico que dejó a oscuras y paralizó toda la península, Portugal incluido, dejándola sin luz, sin comunicación ni transportes. ¿Qué más puede pasar?
No se puede decir, aunque resulte repetitivo, que estos cinco lustros no nos hayan inmunizado contra todo lo que cabría esperar por parte de la naturaleza (catástrofes naturales) o de nosotros mismos (guerras y crisis económicas o políticas) por el número de desgracias padecidas.
Un primer cuarto de siglo tan agitado y convulso que tal parece intencionado para acostumbrarnos a esperar golpes venideros aun más duros y de magnitud global, como podría ser un desequilibrio mundial de nuestra gobernanza basada, hasta ahora, en leyes y acuerdos que eran consensuados y respetados.
Y es que, si a todo lo anterior, sumamos personajes como Putin, Milei. Netanyahu o Trump, entre otros, el panorama no puede resultar más sombrío. Ellos solos, ya de por sí, representan la inquietante perspectiva del poder del más fuerte, la expresión de la voluntad más intempestiva y sectaria, el desprecio al débil o diferente, la preponderancia del interés particular monopolista, el cuestionamiento y la desobediencia a los organismos regulatorios internacionales, la inutilidad de la ONU, la UNESCO, la OMS, del FMI, la FAO, etcétera.
En definitiva, una deriva de tal calibre que hasta un informe reciente de Amnistía Internacional lo considera alarmante, puesto que aboca al mundo a balancearse al borde de un precipicio liberticida, autoritario y xenófobo en relación con los derechos humanos.
Parece, por tanto, que estos últimos veinticinco años quisieran recordarnos con cada tragedia que nada hay seguro y estable, que nuestras confianzas y certezas son inválidas para unos tiempos, como los actuales, tan volátiles, caracterizados por lo imprevisto y disruptivo.
Una época en que hasta la democracia es instrumentalizada o pisoteada por líderes populistas y partidos radicales que recurren al miedo y a las inseguridades que ellos mismos propalan y exageran, mediante mensajes catastrofistas, para confundir y atraer la confianza de la gente asustada y sin criterio.
Un cuarto de siglo, en fin, que nos induce a esperar lo peor para transigir con lo malo; esto es, con menos libertad bajo promesa de más seguridad y con menos derechos como condición para “proteger” lo “nuestro”. Nos disuaden de que la libertad y los derechos son frágiles y transitorios, no conquistas permanentes.
Qué más puede pasar, nos preguntamos con preocupación. Y advertimos, con aun más preocupación, que puede pasar que demos por bueno gobiernos reaccionarios que ignoran el interés público, las libertades constitucionales y los derechos que asisten a todos, incluidas las minorías, sin distinción ni exclusiones.
Que radicales antidemocráticos e intolerantes accedan al poder, como hizo Hitler en 1933, gracias a la generosidad de una democracia que les abre las puertas para que repitan estragos ya vividos con el fascismo y el comunismo en el pasado.
Que claudiquemos, como mal menor, ante el dogmatismo y las imposiciones arbitrarias, que nos resignemos a los privilegios de unos pocos frente al atropello de la mayoría y que aceptemos una cultura y una sociedad ahormadas por la censura y el pensamiento único, el que dicta el poderoso en defensa de sus intereses, como hace Trump con universidades y medios de comunicación que no acatan sus mentiras, manipulaciones y mezquindad.
Aparte de reiteradas catástrofes naturales (sequías, lluvias torrenciales, olas de frío o de calor, aumento del nivel del mar, erupciones volcánicas, terremotos...), causadas por los efectos de un cambio climático que no hemos querido combatir aunque sabíamos cómo frenarlo, lo que puede pasar es también la emergencia de un futuro aterrador e inmanejable, provocado por inercias ideológicas que, pudiéndolas evitar, no quisimos hacerlo a causa de nuestra ceguera o comodidad. Una actitud tan irresponsable que explica que a posteriori nos preguntemos cómo fue posible, sin que asumamos nuestra responsabilidad.
Porque es sumamente fácil imaginar cómo actuarían los fanáticos de la exclusión y el sectarismo ante los problemas que este cuarto de siglo nos ha deparado. Es fácil imaginarlo con solo comparar lo que hicieron gobiernos que ignoran a los desfavorecidos y solo velan por los suyos y los poderosos, como hizo Rajoy al rescatar los bancos, recortar prestaciones o implantar copagos en la sanidad durante una crisis financiera en su mandato, dejando en la estacada a la población humilde y trabajadora.
Es fácil imaginarlo por cómo se posicionan líderes iluminados a favor de sus intereses o privilegios en perjuicio del interés general, como hace Aznar defendiendo a compañías nucleares antes incluso que se conozca la causa de un fallo masivo eléctrico.
Es fácil imaginar ese oscuro panorama por cómo gestionaron problemas graves gobiernos que anteponen la defensa del capital al interés colectivo, como cuando los atentados terroristas de Atocha, la tragedia del Yak-42 o esa guerra ilegal en la que nos involucraron, sin el respaldo de la ONU, mediante mentiras, manipulaciones y tergiversaciones absurdas e insultantes de las que no se arrepìenten.
¿Qué más puede pasar? Lo último que puede pasar es que renunciemos a la responsabilidad que nos corresponde como generación, que es evitar que el mundo que entreguemos a nuestros hijos sea peor que el que heredamos de nuestros padres. Que no seamos capaces, no ya de rehacerlo y mejorarlo, sino de impedir que se desmorone o destruya. Puede pasar de todo por, simplemente, dejadez y despreocupación de quienes no sabemos valorar lo bueno que tenemos la suerte de disfrutar. Y de preservarlo.
Lo cierto es que esta nueva centuria nos está sorprendiendo con sobresaltos y traumas tan inesperados como variados. Tanto que, en el primer cuarto del siglo, se han sucedido acontecimientos inimaginables que han zarandeados violentamente nuestras confiadas y entretenidas existencias.
Cinco lustros en los que hemos asistido a continuas crisis migratorias, un genocidio cometido a plena luz del día a orillas del Mediterráneo oriental, una guerra imperialista ante las mismas puertas del Este de Europa, una crisis inflacionaria que disparó los precios a cotas jamás vistas, una pandemia mundial que nos mantuvo encerrados y aislados durante meses, diversas crisis climáticas que, o bien cubrieron de nieve media España, o bien inundaron de agua y fango a una parte de la otra, destrozando bienes y segando la vida de centenares de personas en el Levante español.

Por ver, hasta vimos la erupción de un volcán que sepultó bajo cenizas a una isla y, por si fuera poco, sufrimos un masivo apagón eléctrico que dejó a oscuras y paralizó toda la península, Portugal incluido, dejándola sin luz, sin comunicación ni transportes. ¿Qué más puede pasar?
No se puede decir, aunque resulte repetitivo, que estos cinco lustros no nos hayan inmunizado contra todo lo que cabría esperar por parte de la naturaleza (catástrofes naturales) o de nosotros mismos (guerras y crisis económicas o políticas) por el número de desgracias padecidas.
Un primer cuarto de siglo tan agitado y convulso que tal parece intencionado para acostumbrarnos a esperar golpes venideros aun más duros y de magnitud global, como podría ser un desequilibrio mundial de nuestra gobernanza basada, hasta ahora, en leyes y acuerdos que eran consensuados y respetados.

Y es que, si a todo lo anterior, sumamos personajes como Putin, Milei. Netanyahu o Trump, entre otros, el panorama no puede resultar más sombrío. Ellos solos, ya de por sí, representan la inquietante perspectiva del poder del más fuerte, la expresión de la voluntad más intempestiva y sectaria, el desprecio al débil o diferente, la preponderancia del interés particular monopolista, el cuestionamiento y la desobediencia a los organismos regulatorios internacionales, la inutilidad de la ONU, la UNESCO, la OMS, del FMI, la FAO, etcétera.
En definitiva, una deriva de tal calibre que hasta un informe reciente de Amnistía Internacional lo considera alarmante, puesto que aboca al mundo a balancearse al borde de un precipicio liberticida, autoritario y xenófobo en relación con los derechos humanos.
Parece, por tanto, que estos últimos veinticinco años quisieran recordarnos con cada tragedia que nada hay seguro y estable, que nuestras confianzas y certezas son inválidas para unos tiempos, como los actuales, tan volátiles, caracterizados por lo imprevisto y disruptivo.

Una época en que hasta la democracia es instrumentalizada o pisoteada por líderes populistas y partidos radicales que recurren al miedo y a las inseguridades que ellos mismos propalan y exageran, mediante mensajes catastrofistas, para confundir y atraer la confianza de la gente asustada y sin criterio.
Un cuarto de siglo, en fin, que nos induce a esperar lo peor para transigir con lo malo; esto es, con menos libertad bajo promesa de más seguridad y con menos derechos como condición para “proteger” lo “nuestro”. Nos disuaden de que la libertad y los derechos son frágiles y transitorios, no conquistas permanentes.
Qué más puede pasar, nos preguntamos con preocupación. Y advertimos, con aun más preocupación, que puede pasar que demos por bueno gobiernos reaccionarios que ignoran el interés público, las libertades constitucionales y los derechos que asisten a todos, incluidas las minorías, sin distinción ni exclusiones.

Que radicales antidemocráticos e intolerantes accedan al poder, como hizo Hitler en 1933, gracias a la generosidad de una democracia que les abre las puertas para que repitan estragos ya vividos con el fascismo y el comunismo en el pasado.
Que claudiquemos, como mal menor, ante el dogmatismo y las imposiciones arbitrarias, que nos resignemos a los privilegios de unos pocos frente al atropello de la mayoría y que aceptemos una cultura y una sociedad ahormadas por la censura y el pensamiento único, el que dicta el poderoso en defensa de sus intereses, como hace Trump con universidades y medios de comunicación que no acatan sus mentiras, manipulaciones y mezquindad.
Aparte de reiteradas catástrofes naturales (sequías, lluvias torrenciales, olas de frío o de calor, aumento del nivel del mar, erupciones volcánicas, terremotos...), causadas por los efectos de un cambio climático que no hemos querido combatir aunque sabíamos cómo frenarlo, lo que puede pasar es también la emergencia de un futuro aterrador e inmanejable, provocado por inercias ideológicas que, pudiéndolas evitar, no quisimos hacerlo a causa de nuestra ceguera o comodidad. Una actitud tan irresponsable que explica que a posteriori nos preguntemos cómo fue posible, sin que asumamos nuestra responsabilidad.

Porque es sumamente fácil imaginar cómo actuarían los fanáticos de la exclusión y el sectarismo ante los problemas que este cuarto de siglo nos ha deparado. Es fácil imaginarlo con solo comparar lo que hicieron gobiernos que ignoran a los desfavorecidos y solo velan por los suyos y los poderosos, como hizo Rajoy al rescatar los bancos, recortar prestaciones o implantar copagos en la sanidad durante una crisis financiera en su mandato, dejando en la estacada a la población humilde y trabajadora.
Es fácil imaginarlo por cómo se posicionan líderes iluminados a favor de sus intereses o privilegios en perjuicio del interés general, como hace Aznar defendiendo a compañías nucleares antes incluso que se conozca la causa de un fallo masivo eléctrico.
Es fácil imaginar ese oscuro panorama por cómo gestionaron problemas graves gobiernos que anteponen la defensa del capital al interés colectivo, como cuando los atentados terroristas de Atocha, la tragedia del Yak-42 o esa guerra ilegal en la que nos involucraron, sin el respaldo de la ONU, mediante mentiras, manipulaciones y tergiversaciones absurdas e insultantes de las que no se arrepìenten.
¿Qué más puede pasar? Lo último que puede pasar es que renunciemos a la responsabilidad que nos corresponde como generación, que es evitar que el mundo que entreguemos a nuestros hijos sea peor que el que heredamos de nuestros padres. Que no seamos capaces, no ya de rehacerlo y mejorarlo, sino de impedir que se desmorone o destruya. Puede pasar de todo por, simplemente, dejadez y despreocupación de quienes no sabemos valorar lo bueno que tenemos la suerte de disfrutar. Y de preservarlo.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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