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Daniel Guerrero | Las izquierdas en España (I)

Este es el primero de una serie de artículos sobre el origen del pensamiento de izquierdas en España que no es más que una reseña –amplia, eso sí– del libro Historia de las izquierdas en España, del historiador Juan Sisinio Pérez Garzón (Editorial Catarata, 2022), del que extraigo la mayor parte de los datos (ver bibliografía), y que resulta sumamente interesante no solo para cualquier curioso de la Historia de España, en general, sino también para el simpatizante –militante o no– de esa historia particular de la ideología de izquierdas en nuestro país.


Y es que en España puede rastrearse hacia el pasado la aparición del pensamiento de izquierdas –ese conjunto de ideas y prácticas de libertad y progreso caracterizado por luchar contra las injusticias, las desigualdades y la explotación– hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando desaparecen las monarquías absolutas del Antiguo Régimen gracias al impacto que tuvieron en España la revolución industrial del Reino Unido, la norteamericana que validó la República como régimen y, fundamentalmente, la Revolución francesa, de cuya Asamblea Nacional emergen, precisamente, los conceptos de izquierda y derecha por la posición que ocupaban, respecto del presidente de la institución, los partidarios de anular el poder absoluto (sentados a su izquierda), los defensores del absolutismo monárquico (a la derecha) y los moderados o indecisos (en el centro). Estas posiciones ya se tomaban en la Cámara de los Comunes británica, donde el Gobierno se sienta a la derecha del Presidente y la oposición a su izquierda.

Como fuese, ya podemos ubicar la etiqueta y la época en que surgió la izquierda como idea que, con la Ilustración, engloba a los que piensan que por medio de la razón se puede organizar una sociedad de ciudadanos libres e iguales y, por tanto, solidarios y felices, luchando contra cualquier clase de opresión a través de la reforma o eliminación de cuantas tradiciones y normas impidan la emancipación de todas las personas, sin distinción.

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En cualquier caso, hay que señalar que, desde esos mismos inicios, las izquierdas, en plural, siempre han estado divididas y fragmentadas entre radicales y moderados, lo que explica, de alguna manera, que el presente siga endeudado con ese pasado convulso de unos ideales que, compartiendo los fines, difieren del método (drástico o paulatino) para alcanzarlos.

Es lo que determina que cada generación abrigue sus propias expectativas y vías para modificar las estructuras de dominación existentes e, incluso, hasta la propia definición de lo que es ser de izquierda. Casi podría afirmarse que la izquierda es un ideal dinámico que se adapta a cada contexto y época, pero siempre bajo los criterios de racionalidad y universalismo, por lo que su etiqueta no es ni absoluta ni estática.

El liberalismo como germen


La idea de libertad es antigua y común en muchas culturas, pero es desde la Ilustración, en que Kant propugna la consigna “sapere aude” (atrévete a saber) y deja la sentencia de “La Ilustración es la liberación del hombre [por medio de la Razón] de su culpable incapacidad”, cuando la libertad se convierte en principio para organizar la vida política y social.

Es decir, cuando en el Occidente cristiano, constreñido hasta entonces por dogmas y tutelas religiosas, nace el deseo de libertad y de la razón para desarrollar la ciencia y demás saberes humanos, sin dogmas ni ataduras, y lo que es más revolucionario, germina la exigencia de una moral y un derecho basados en la soberanía de cada individuo en virtud de su libertad.

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Es así como las élites españolas empezaron también a asumir ese ideario revolucionario de libertad y progreso que venía allende los Pirineos y con el que acabaron subvirtiendo los cimientos de la sociedad estamental, el feudalismo y el absolutismo monárquico que caracterizaban al Antiguo Régimen, aquel en que la soberanía la detentaba la Corona, considerada de origen divino, y cúspide de toda la pirámide social.

Un absolutismo que, desde el siglo XVI, consideraba que la autoridad del rey era absoluta, estaba solutus ab lege o legibus solutus, es decir, no sometida a ninguna norma superior a su voluntad, no reconocía autoridad por encima (soberanía) ni institución que limitara su poder.

Durante el Antiguo Régimen se consideraba a los seres humanos incapaces por naturaleza, salvo los estamentos privilegiados, para desempeñar funciones políticas activas y, por tanto, para trascender su condición de súbditos. Era un régimen que se apoyaba en la aristocracia y el clero, los cuales, con criterios despóticos y pautas improductivas, se repartían la geografía transatlántica (península y dominios) en reinos, virreinatos, intendencias, capitanías generales, señoríos solariegos, audiencias judiciales y señoríos eclesiásticos.

El poder se ejercía en nombre de una sola persona, el rey, y se proyectaba a través de varias jurisdicciones: la de la Corona, la de la Iglesia y la de los señores. No existía el individuo como sujeto político, sino que eran tratados según el estamento al que pertenecían (sociedad estamental).

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Desde la Ilustración, sus partidarios sostenían, en cambio, que el hombre está capacitado por la razón para ejercer la soberanía política y, por ende, ser tratado como ciudadano, sujeto libre e igual en derechos y deberes, amparado por una única legislación, la de la nación política o Estado.

Sin embargo, no es hasta la abdicación de Fernando VII, en 1808, cuando el Antiguo Régimen en España se derrumba gracias a las ideas liberales de los ilustrados, a pesar de que desde la década de 1770, con el inicio de la Revolución Industrial, esas ideas de libertad habían ido diseminándose por la península hasta constituir los cimientos de una nueva sociedad, la de individuos con derechos, liberal y burguesa.

Y es que aquellas élites ilustradas, que eran conocedoras de las ideas y los textos de la Ilustración europea, aspiraban a introducir en nuestro país las reformas racionalizadoras que inspiraron la Revolución Francesa. Un campesinado antifeudal y esas élites “afrancesadas” propugnaban un sistema más justo basado en la libertad y la iniciativa individual.

Tal defensa de la libertad acabaría asociándose enseguida al significado del concepto político de “liberal” y que, en castellano, equivalía a ser generoso. No obstante, no es un término atemporal, pues su significado varía según las circunstancias e intereses de cada época.

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Sería durante la “revolución española”, que se enmarca históricamente con la invasión francesa de la península y el ocaso del Imperio español por la emancipación de las colonias americanas, convertidas ya en repúblicas independientes, cuando se popularizaron los términos liberalismo y liberal.

Se utilizaron para definir, frente a los absolutistas que defendían los privilegios del antiguo régimen señorial y teocrático, a los partidarios de asumir y aprovechar las experiencias de las revoluciones americana y francesa. De este modo, en las Cortes de Cádiz, los protagonistas de la revolución española se definieron a sí mismos como liberales frente a los “serviles” que defendían la sumisión al poder absoluto del monarca.

Aquellos liberales “afrancesados” sostenían propuestas reformistas propias del cosmopolitismo de unas clases altas acostumbradas a aprender idiomas –fundamentalmente el francés-, leer obras extranjeras y recibir a visitantes ilustres y viajar ellos mismos fuera del país. Pero también había liberales, tanto reformistas como radicales, que diferían respecto a las ideas de patria y patriotismo como etiquetas para distinguirse de los que decían representar ideas foráneas.

El pensamiento liberal de oposición al monopolio del poder, aquel que ejercían de manera feudal los estamentos aristocráticos y eclesiásticos amparados por la Corona, fue incubándose gracias al terreno abonado desde el Renacimiento con el humanismo utópico de Francis Bacon, Tomás Moro o Tommaso Campanella.

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Pero floreció de forma activa con el impulso de las transformaciones sociales que supusieron la Revolución Industrial de Gran Bretaña, la Independencia de los Estados Unidos y, con más impacto en nuestro país, la Revolución Francesa.

Un contexto convulso


España atravesaba, en aquel tiempo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, por una especial coyuntura. Aquel contexto convulso, caracterizado por la guerra y la revolución -dos procesos estrechamente imbricados entre sí-, supuso que surgieran, desde el principio, diferencias entre las élites ilustradas.

Así aparecieron los reaccionarios o absolutistas, que rechazaban rotundamente cualquier novedad; los moderados o reformistas, que defendían una adaptación parcial de los principios revolucionarios; y los liberales, que plasmaron su ideario en la Constitución de 1812 y, anteriormente, en la de Bayona de 1808, la primera constitución escrita de la historia de España. Las dos fueron elaboradas por españoles y ambas definían por primera vez las instituciones de un Estado constitucional.

No puede dejar de ubicarse esa preocupación por transformar la España de súbditos en un país de ciudadanos, dotados de derechos y deberes, en el marco histórico de rupturas que vivieron sus protagonistas, y que propició el derrumbe de una monarquía absoluta secular para dar paso, por primera vez en España, a la construcción de un Estado moderno, regido por una monarquía constitucional.

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Aquella monarquía española agotaba, en cuanto régimen absolutista, su proceso histórico tras las crisis sufridas a partir del hundimiento de la Armada (Trafalgar, 1805), la invasión francesa de la península, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII (1808), la guerra que se inició entonces conocida como la Guerra de Independencia, y la rebelión de las colonias americanas desde 1810 por conquistar su independencia como estados.

Todos estos factores explican la “revolución española” que, en aquel escenario de guerra de casi tres decenios de duración, impulsó una serie de propuestas revolucionarias de cambio institucional, que acabarían consolidándose como transformaciones estructurales, en respuesta a los desafíos de tan difícil momento.

Fue, de hecho, un cambio tan revolucionario que significó la aniquilación del Antiguo Régimen para construir en su lugar un Estado moderno, en que la soberanía la detentaba el pueblo y no el rey. Y allí estaban esas incipientes “izquierdas” protagonizando el empeño, conformadas por una élites intelectuales y los sectores protoburgueses de las capas medias del campesinado antifeudal que podrían considerarse los anclajes sociales y políticos de lo que, sin lugar a dudas, acabarían siendo las primeras izquierdas en España.

Y aunque no se identificaban como partido (concepto que denostaban), fueron los embriones de los futuros partidos políticos. Unas izquierdas que en su origen fueron liberales, pues estaban enraizadas en principios liberales. Y de cuyas semillas brotaría lo que conocemos por izquierda en nuestro país.

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Bibliografía


  • Historia de las izquierdas en España, de Juan Sisinio Pérez Garzón. Ed. Catarata. Madrid, 2022.
  • La construcción del Estado en España, de Juan Pro. Alianza editorial. Madrid, 2019.
  • Breve historia de España, de Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga. Alianza editorial. Madrid, 1993.
  • Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-1855), de Ignacio Fernández Sarasola. Tesis doctoral.
  • Evolución del Sistema de Partidos en España desde la Transición, de Daniel García Ruiz. Trabajo Fin de Grado en Economía.

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