El complejo Envidarte de Montilla albergó anoche la 50.ª edición de la Cata Flamenca, un festival que se ha convertido en patrimonio emocional para la ciudad y en faro cultural para Andalucía. Medio siglo después de su primera cita, el arte jondo volvió a fundirse con el vino en una velada que no solo celebró el compás, sino también la memoria y la identidad de una tierra que respira arte por los cuatro costados.
No fue una noche cualquiera. La cifra redonda obligaba a mirar atrás y, al mismo tiempo, a soñar con el futuro. Sobre las tablas se dieron cita artistas que son ya historia viva del flamenco y jóvenes talentos llamados a sostener esa llama. Una mezcla perfecta para rendir tributo a quienes hicieron grande este festival, pero también para demostrar que el flamenco, lejos de ser fósil, sigue latiendo con fuerza.
El cartel, diseñado por el artista montillano Rafael Rodríguez, ya anticipaba que no se trataba de un festival más. Su obra, cargada de simbolismo y de una tipografía que evocaba la tierra y la pasión, resumía cinco décadas de compromiso con el cante jondo.
El alcalde de Montilla, Rafael Llamas, destacó durante la presentación que “la Cata Flamenca es un festival con solera, consolidado como uno de los más importantes del panorama nacional e internacional, que contribuye a proyectar la marca Montilla y a dinamizar la actividad cultural y económica de nuestro municipio”.
La Peña Flamenca “El Lucero”, alma de esta cita desde sus inicios, asumió un papel protagonista. Su presidente, Salvador Córdoba, lo subrayó días atrás: “Este año tenemos una programación muy especial, con artistas que son auténticos referentes del flamenco actual. Además, contamos con la colaboración del Festival Cante de Las Minas en nuestro 50.º aniversario, algo que nos llena de orgullo”.
Y no era para menos. La alianza con el certamen murciano no solo llevó a Montilla la actuación del cantaor linarense Isco Heredia, reciente ganador del premio por Tarantas en La Unión, sino que también sirvió para reconocer la labor de la peña montillana con el prestigioso Premio “Rojo el Alpargatero”, entregado el pasado 4 de agosto.
El escenario, enmarcado en el recinto de Envidarte, se vistió de solemnidad para recibir a un extraordinario elenco de artistas que contó con el médico y poeta montillano Antonio Varo Baena como maestro de ceremonias. Y, de este modo, en el tablao montillano pudo escucharse a Antonio Reyes, con esa voz que parece heredada del tiempo, un cante que acaricia la memoria de Pansequito y Jarrito pero que suena a presente.
También hubo ocasión de disfrutar de Carmen Linares, la gran dama del flamenco, la misma que ha conquistado el Carnegie Hall y el Royal Albert Hall y que anoche, en Montilla, demostró por qué la historia del Premio Princesa de Asturias de las Artes lleva también su nombre. Su quejío fue un mapa emocional que llevó al público desde las honduras hasta la luz del cante jondo.
El Pele, siempre imprevisible, subió con la fuerza indomable que lo caracteriza. Su soleá fue un puñal y su compás, un terremoto. Cada golpe de voz arrancaba un “¡olé!” del público, consciente de estar ante uno de los últimos grandes patriarcas cordobeses del cante. Y entre esas voces consagradas, sonó también la de Antonio Mejías, el orgullo montillano, que jugó en casa con la entrega de quien sabe que en cada nota se juega algo más que un aplauso: se juega el respeto de su gente.
Pero el cante no camina solo. Necesita la caricia y el filo de la guitarra. Y anoche las cuerdas fueron un coro invisible que tejió la emoción. Paco Cepero, maestro entre maestros, volvió a demostrar por qué su nombre está escrito con letras de oro en la historia del flamenco.
Junto a él, guitarristas como Niño Seve, Salvador Gutiérrez y Eduardo Espín Pacheco —hijo de Carmen Linares— añadieron matices, dialogaron con el cante y recordaron que el toque también es protagonista. Cada falseta fue una confesión íntima y cada rasgueo, un latido.
La quincuagésima edición de la Cata Flamenca tuvo, también, el sello del baile. Mercedes de Córdoba irrumpió en el escenario con un braceo que parecía abrazar el aire y con un zapateado que marcó el compás como si quisiera tatuarlo en la tierra. Su baile no fue solo técnica: fue un relato en movimiento, un homenaje al medio siglo de vida de la Cata Flamenca. El público, de pie, entendió que lo que acababa de presenciar no era un espectáculo cualquiera: era historia viva.
Porque la 50.ª Cata Flamenca fue la confirmación de que, mientras haya voz, guitarra y baile, mientras haya vino que acompañe el compás —anoche magistralmente servido por los niños y niñas de la Asociación de Amigos de la Venencia—, Montilla seguirá siendo un santuario para el arte jondo, gracias a este festival organizado por el Ayuntamiento de Montilla y la Peña Flamenca "El Lucero", con la colaboración de la Diputación de Córdoba, la Junta de Andalucía, el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Protegida (DOP) Montilla-Moriles, así como la Cooperativa Agrícola La Unión y la Cooperativa Nuestra Señora de la Aurora.
Más allá del escenario, la velada dejó una certeza: la Cata Flamenca no es solo un festival, es un espejo donde se mira Andalucía entera. Medio siglo después, sigue siendo un rito colectivo, una liturgia laica en la que el cante se vuelve oración y el compás, lenguaje universal. Y quizá ahí radique su fuerza: en recordar que la tradición no es pasado, sino un racimo vivo que sigue dando las mejores uvas.


No fue una noche cualquiera. La cifra redonda obligaba a mirar atrás y, al mismo tiempo, a soñar con el futuro. Sobre las tablas se dieron cita artistas que son ya historia viva del flamenco y jóvenes talentos llamados a sostener esa llama. Una mezcla perfecta para rendir tributo a quienes hicieron grande este festival, pero también para demostrar que el flamenco, lejos de ser fósil, sigue latiendo con fuerza.
El cartel, diseñado por el artista montillano Rafael Rodríguez, ya anticipaba que no se trataba de un festival más. Su obra, cargada de simbolismo y de una tipografía que evocaba la tierra y la pasión, resumía cinco décadas de compromiso con el cante jondo.


El alcalde de Montilla, Rafael Llamas, destacó durante la presentación que “la Cata Flamenca es un festival con solera, consolidado como uno de los más importantes del panorama nacional e internacional, que contribuye a proyectar la marca Montilla y a dinamizar la actividad cultural y económica de nuestro municipio”.
La Peña Flamenca “El Lucero”, alma de esta cita desde sus inicios, asumió un papel protagonista. Su presidente, Salvador Córdoba, lo subrayó días atrás: “Este año tenemos una programación muy especial, con artistas que son auténticos referentes del flamenco actual. Además, contamos con la colaboración del Festival Cante de Las Minas en nuestro 50.º aniversario, algo que nos llena de orgullo”.


Y no era para menos. La alianza con el certamen murciano no solo llevó a Montilla la actuación del cantaor linarense Isco Heredia, reciente ganador del premio por Tarantas en La Unión, sino que también sirvió para reconocer la labor de la peña montillana con el prestigioso Premio “Rojo el Alpargatero”, entregado el pasado 4 de agosto.
El escenario, enmarcado en el recinto de Envidarte, se vistió de solemnidad para recibir a un extraordinario elenco de artistas que contó con el médico y poeta montillano Antonio Varo Baena como maestro de ceremonias. Y, de este modo, en el tablao montillano pudo escucharse a Antonio Reyes, con esa voz que parece heredada del tiempo, un cante que acaricia la memoria de Pansequito y Jarrito pero que suena a presente.


También hubo ocasión de disfrutar de Carmen Linares, la gran dama del flamenco, la misma que ha conquistado el Carnegie Hall y el Royal Albert Hall y que anoche, en Montilla, demostró por qué la historia del Premio Princesa de Asturias de las Artes lleva también su nombre. Su quejío fue un mapa emocional que llevó al público desde las honduras hasta la luz del cante jondo.
El Pele, siempre imprevisible, subió con la fuerza indomable que lo caracteriza. Su soleá fue un puñal y su compás, un terremoto. Cada golpe de voz arrancaba un “¡olé!” del público, consciente de estar ante uno de los últimos grandes patriarcas cordobeses del cante. Y entre esas voces consagradas, sonó también la de Antonio Mejías, el orgullo montillano, que jugó en casa con la entrega de quien sabe que en cada nota se juega algo más que un aplauso: se juega el respeto de su gente.


Pero el cante no camina solo. Necesita la caricia y el filo de la guitarra. Y anoche las cuerdas fueron un coro invisible que tejió la emoción. Paco Cepero, maestro entre maestros, volvió a demostrar por qué su nombre está escrito con letras de oro en la historia del flamenco.
Junto a él, guitarristas como Niño Seve, Salvador Gutiérrez y Eduardo Espín Pacheco —hijo de Carmen Linares— añadieron matices, dialogaron con el cante y recordaron que el toque también es protagonista. Cada falseta fue una confesión íntima y cada rasgueo, un latido.


La quincuagésima edición de la Cata Flamenca tuvo, también, el sello del baile. Mercedes de Córdoba irrumpió en el escenario con un braceo que parecía abrazar el aire y con un zapateado que marcó el compás como si quisiera tatuarlo en la tierra. Su baile no fue solo técnica: fue un relato en movimiento, un homenaje al medio siglo de vida de la Cata Flamenca. El público, de pie, entendió que lo que acababa de presenciar no era un espectáculo cualquiera: era historia viva.
Porque la 50.ª Cata Flamenca fue la confirmación de que, mientras haya voz, guitarra y baile, mientras haya vino que acompañe el compás —anoche magistralmente servido por los niños y niñas de la Asociación de Amigos de la Venencia—, Montilla seguirá siendo un santuario para el arte jondo, gracias a este festival organizado por el Ayuntamiento de Montilla y la Peña Flamenca "El Lucero", con la colaboración de la Diputación de Córdoba, la Junta de Andalucía, el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Protegida (DOP) Montilla-Moriles, así como la Cooperativa Agrícola La Unión y la Cooperativa Nuestra Señora de la Aurora.


Más allá del escenario, la velada dejó una certeza: la Cata Flamenca no es solo un festival, es un espejo donde se mira Andalucía entera. Medio siglo después, sigue siendo un rito colectivo, una liturgia laica en la que el cante se vuelve oración y el compás, lenguaje universal. Y quizá ahí radique su fuerza: en recordar que la tradición no es pasado, sino un racimo vivo que sigue dando las mejores uvas.
JUAN PABLO BELLIDO / REDACCIÓN
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR

