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Daniel Guerrero | Aquel 20 de noviembre

Nunca he olvidado dónde estaba y lo que hacía aquel 20 de noviembre de hace cincuenta años. Fue una fecha que se quedó grabada en mi memoria de forma indeleble. Por varios motivos. Uno fue porque me hallaba en casa de un amigo donde había pasado la noche en vela. Él era el único casado de un grupo jóvenes que nos reuníamos en su casa cada vez que apurábamos la noche para preparar algún examen de la carrera que cursábamos. También recuerdo quiénes estábamos allí estudiando: no más de cuatro personas. Todavía, cuando paso por allí, levanto la vista para mirar las ventanas de la vivienda que, en aquel tiempo, pertenecía a quien sigue siendo mi amigo.


La segunda razón es que, cuando bajé, al amanecer, a tomar café antes de irme a mi casa, escuché por la radio de un bar cercano que Franco había muerto. Aquella noche, mientras estudiaba, se dio por fin muerto a Franco, después de una larga agonía. Debo reconocer que, en cualquier caso, estos son motivos circunstanciales.

Otras razones han contribuido a que jamás haya olvidado esa fecha. Son políticas, de compromiso, que han servido para configurar mis convicciones. Yo no era “apolítico”, como se definen los que se resignan con lo establecido, sino que me gustaba estar “enterado” de la política del país. Tenía mis inquietudes. Será porque, por emular a mi padre, leía la prensa asiduamente y todo cuanto caía en mis manos.

Siendo bachiller, devoraba el ABC que entraba en mi casa o adquiría de vez en cuando el sabanero diario Pueblo. Luego, en la universidad, me acostumbré al efímero Informaciones y, desde su nacimiento, a El País. También compraba en los quioscos la revista Cambio16 o Triunfo. Y la humorística Por favor. Más tarde, cuando empecé a trabajar me suscribí a Cuadernos para el Diálogo. Había tomado, por tanto, consciencia de lo que existía en España, de lo que era este país. Y aquel 20 de noviembre yo estaba del lado de la democracia, desde hacía tiempo.

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Quizás por eso no entiendo a los que, hoy en día, ignoran, no recuerdan o no se creen que en España hubo, desgraciadamente, una dilatada dictadura (de 1939 a 1975) hasta que el dictador Francisco Franco, un militar golpista que promovió una guerra civil (1936-1939), murió, sin que nada ni nadie lo apeara del poder, el 20 de noviembre de 1975, a los 82 años de edad.

Su fallecimiento en una cama hospitalaria, sin remordimientos y librándose de la justicia, con el cuerpo cubierto de sondas, catéteres y electrodos que intentaban retrasar lo biológicamente inevitable, llenó a muchos de alegría y a unos cuantos de rabia y preocupación. Los primeros llevaban mucho tiempo expectantes por descubrir la democracia y vivir en libertad; y los segundos temían perder sus privilegios y fortunas conseguidos al amparo de la dictadura.

Tras su muerte, al dictador lo enterraron en el mausoleo que se mandó construir en el Valle de los Caídos, donde sus restos serían exhumados en 2019, después de 44 años de exaltación de su figura y apología de la dictadura, con misas, concentraciones y saludos brazo en alto, incluso en plena democracia.

Por aquellos años soplaban aires esperanzadores en España. La otra dictadura de la Península Ibérica hacía poco que había sido barrida pacíficamente de Portugal por la Revolución de los Claveles, dando fin a los 48 años de la de Oliveira Zalazar y Marcelo Caetano, su sucesor. Y también había desaparecido, prácticamente al mismo tiempo, la dictadura de los coroneles de Grecia, tras ocho años de tiranía impuesta por un golpe militar. Como todas.

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España era, pues, hace cincuenta años, una anomalía política en Europa que, salvo a los inquebrantables del “movimiento nacional”, nadie deseaba que continuara. Pero no fuimos capaces de quitárnosla de encima, sino que hubo de esperar a que la dictadura desapareciera de muerte natural.

Los que estábamos a favor de la democracia llevábamos mucho tiempo aguardando el fin de la dictadura, tras lo cual emprendimos una historia, la de la Transición a la democracia, que aun hoy presenta sombras que nadie ha querido iluminar ni explicar. Tal vez sea porque no todos se atreven a especificar de qué lado estaban y cómo asumieron aquel 20 de noviembre.

Porque es difícil explicar por qué se prefería un régimen fascista caracterizado por la opresión y la represión de los disidentes, aislado y repudiado internacionalmente, a cuyo frente figuraba una persona autoritaria, reaccionaria y sectaria, jefe del único partido autorizado, que accedió al poder mediante un golpe de estado contra una República democrática, legalmente elegida y constituida, y después de iniciar con su rebelión una guerra civil que dejó centenares de miles de muertos y un país destruido, dividido, atrasado y paralizado por miedo a las purgas, las torturas, las represalias y los fusilamientos de los vencidos, de cualquier sospechoso que no mostrara la obligada adhesión a la “cruzada” del Caudillo o pensara distinto.

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Era un régimen que suprimió todas las libertades democráticas individuales y colectivas, que no reconocía derechos ni a las mayorías (votar) ni a las minorías (la homosexualidad era delito); que derogó la Constitución republicana de 1931, decretó la abolición de los Estatutos de Autonomía de Cataluña y el País Vasco, impuso el nacionalcatolicismo como religión oficial, la cual correspondió paseando bajo palio al dictador.

Un régimen que no permitió la prensa libre y adoctrinó a los ciudadanos mediante un informativo cinematográfico de proyección obligatoria en todos los cines, conocido como el NO-DO, cuyo contenido exhibía, sin ningún disimulo, la ortodoxia ideológica del régimen.

E impuso (1939-1977) la obligación de un servicio social a todas las mujeres solteras, de entre 17 y 35 años, que debían prestar a través de la Sección Femenina, imprescindible para acceder a un trabajo remunerado, obtener un título académico u obtener el carnet de conducir o el pasaporte —y que, en realidad, suponía un instrumento de control y adoctrinamiento de la mujer en el ideario del Régimen—.

Es difícil justificar —y menos hoy día— haber sido partidario de una dictadura cuando no has querido saber ni reconocer sus crímenes y abusos. Tan difícil como comprender a quienes en la actualidad, desconociendo cómo era vivir bajo un régimen semejante, muestran sus simpatías y apoyos a formaciones nostálgicas de aquella dictadura y el período nefasto que supuso para nuestra historia, y que reivindican el legado franquista mientras aborrecen la memoria democrática que pretende fomentar el conocimiento de la democracia y honrar a todas las víctimas —no solo las de un bando— de la Guerra Civil y la dictadura.

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Por eso es oportuno recordar y hacer memoria. Por los olvidadizos y por los ignorantes. Es conveniente conmemorar el 50.º aniversario de la muerte de Franco y la restauración de la democracia en España. No para celebrar la muerte de un dictador, sino para difundir, analizar y, desde el conocimiento histórico del pasado, rememorar con espíritu crítico la profunda y dolorosa huella que dejó la dictadura en nuestro país y, así, poder apreciar y valorar la democracia que se conquistó cuando aquella pesadilla desapareció.

Sin conocer sus vínculos con el pasado, no se puede comprender ni defender con criterio fundado el presente. Porque desconocer el pasado resta importancia a lo alcanzado: la recuperación de derechos y libertades que creemos asegurados, pero que nos pueden volver arrebatar.

De hecho, desconocer el pasado significa ignorar que nuestra democracia no pudo nacer hasta que el dictador falleció. Y que nació en las calles y por voluntad expresa del pueblo. Porque los aires que soplaban desde mucho antes de aquel 20 de noviembre inflaron las velas de nuestro país hacia horizontes de libertad y democracia, ilusionando a la gran mayoría de la población.

Y aunque contradiga el relato establecido, esa democracia, la que disfrutamos hoy, no fue una concesión de seres providenciales y mentes esclarecidas, sino fruto de la presión de las masas, de las movilizaciones de los estudiantes, los trabajadores, las asociaciones de vecinos, las mujeres, los partidos y sindicatos semiclandestinos; de una prensa combativa, de colectivos profesionales, de determinados sectores minoritarios de la judicatura y el ejército, y de un largo etcétera.

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Es verdad que no era la democracia “perfecta” que se anhelaba, pues venía lastrada por una monarquía no sometida a elección y por mantener en las instituciones a los que no creían en ella pero, al menos, fue la democracia que devolvió las libertades que la dictadura había eliminado y que nos han permitido elegir a nuestros gobernantes, divorciarnos cuando el desamor rompía matrimonios, abortar si la mujer lo decidía, negociar convenios colectivos, conquistar nuevos derechos sociales, económicos y de protección frente a la discriminación y las desigualdades, así como poder expresar lo que se opina o profesar cualquier creencia sin miedo a la policía ni a la excomunión.

Considero pedagógico celebrar el medio siglo de nuestra democracia. Y más, ahora, cuando precisamente resurge el peligro real de involucionismo y de un neofascismo disfrazado de populismo que seduce a ignorantes y desmemoriados. Y cuando, encima, aquellos que continúan en las instituciones o sus herederos, sin renunciar del pasado, reaparecen para revertir el resultado que les desagrada de las urnas con operaciones torticeras desde el ámbito político, judicial y mediático, incluido el ámbito social a través de las redes digitales, desde donde propagan bulos y mentiras.

En definitiva, es terapéutico celebrar y recordar dónde estábamos aquel 20 de noviembre y de qué lado estamos hoy. Yo siempre lo he tenido muy claro. Por eso no me importa recordar y conmemorar el 50.º aniversario de la muerte de un dictador que comparte con Hitler, Mussolini, Pinochet, Lenin, Stalin, Mao y tantos otros las páginas más negras de la historia. Porque recordar sirve para evitar caer en los mismos errores. Y ni así estamos seguros.


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