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FENACO



Mostrando entradas con la etiqueta Agua llovida [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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5 abr 2021

  • 5.4.21
Hace ya casi cinco años, Antonio López Hidalgo concibió un libro diferente a todos los anteriormente publicados. Se trata de un libro de relatos extensos basados en hechos reales pero alterados estos por algún elemento de ficción. Uno de estos relatos se transformó en una novela breve, La noche, aún inédita.


El volumen fue creciendo en número de relatos y en extensión, pero seguía guardado en el cajón de aquellos proyectos que nunca ven la luz. Una obra escrita entre el periodismo y la literatura, entre la ficción y la no ficción. El volumen incluso tenía título: Vidas encriptadas. Hoy publicamos en exclusiva el relato titulado La bala. Este es el texto:

(1)

Me llamo Germán Regner. 28 años. Segundo apellido no tengo. Bueno, Ibarra. Pero no está documentado. Nací en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires. A Rosario fui en 2004, cuando tenía 16 años. Allí terminé la secundaria. Empecé Periodismo en la Universidad. Terminé. Empecé Administración. No terminé. Quedé en cuarto año. Al mismo tiempo que empecé Administración en 2009, me puse un negocio, un quiosco. Bien chiquitito. Tenía 22 años. Vendía cigarrillos, golosinas, gaseosa y nada más. No vendía fiambres, carnicería, verdulería. Un negocio de paso. Lo tuve cinco años. Puse otro el año pasado antes que me pasara el accidente.

El 7 de octubre del año pasado, era un martes, me acuerdo. A las siete de la tarde, yo estaba afuera en el patiecito donde tenía todas las mesas. Yo estaba sentado solo. Al lado del quiosco, tenía una verdulería y, en la esquina, una carnicería. Después, todo casas. Yo estaba mandando un mensaje por el celular. En frente del negocio hay un árbol grande. Un palo borracho se llama.

Viene de la calle al lado del árbol. Y ahí se frena una moto. Bajan dos personas. Pendejos. Tendrán 16 o 17 años, no más que, eso, porque eran pequeños, medirían 1.60 cada uno. Flaquitos. Cara normal. Cara descubierta toda. Con pantalón corto, porque octubre era lindo ese día. Estaba musculoso, me acuerdo. Y el que estaba en la moto, manejando, tenía una gorra para atrás. Frenan en la puerta. Se baja el de atrás, que era uno de rulitos, entra, y yo me quedo ahí. Entra mostrando la billetera, como que va a sacar plata para comprar. Y me dice: Flaco, cigarrillos, ¿vende? Yo digo sí. Entra. Entro yo atrás. Cuando él entra primero, yo entro atrás, lo paso después. Para yo dar la vuelta y meterme atrás del mostrador. Cuando yo le sobrepaso a él, me va siguiendo atrás. Le digo: Loco, ¿qué haces? Me sigue y, cuando lo quiero tener enfrente, no estaba. Estaba al lado mío con una pistola así, agachado, la pistola para abajo. Como yo ya sabía que me iba a robar, le abro la caja registradora, le hago un montoncito de billetes de diez pesos. Los billetes estaban separados: los de diez, los de cinco, los de dos, las monedas. La típica caja registradora. Le saco los de diez y le digo: Toma. No, no. Dame más, dice. Siempre agitando la pistola. Agarro los de cinco y se los doy. No, no. Dame más. Dame el celular. Yo le digo: No. Esto ya no te lo doy. Ni en pedo te doy el celular, le digo yo. ¿Por qué no se lo quise dar? Porque yo en el 2014 perdí cuatro celulares. Le dije: No. Ya. Perdí muchos celulares. No me vengas a perder este. Me dice: Dame el celular, que te pego un tiro. No te voy a dar el celular. Será hijo de puta. Me putea. Dame el celular. No te voy a dar el celular.

Lo piso. Cuando lo piso, él se quiere ir para atrás. Pero como lo piso, se va cayendo. Cuando se cae, hace así. Yo me acuerdo perfecto. Cuando lo piso, yo lo quiero agarrar. Pero no lo puedo agarrar, se va cayendo. Peleamos. Yo no sentí nada. Nos caemos. Con el filo del mostrador me corto. Me tajé. No pasó nada. Él se cae hacia atrás, que cae contra la exhibidora de los fiambres y se va corriendo por la puerta. Yo me paro. Cuando voy a dar la vuelta al mostrador, él más o menos me saca cuatro metros. Él estaba por la puerta y yo me estaba recién parando en la caída. Cruza el patiecito, cruza el árbol, se tira en la moto que estaba el amigo esperándolo y se van. Cuando se estaba subiendo en la moto, yo recién estaba saliendo de la puerta. Hijo de puta, encima disparaste. Porque yo escuché el boom, pero no sentí nada. No sentí ardor, como dicen. No sentí dolor. No sentí nada. Yo pensé que no me pegó.

Bueno, a todo esto, cuando el tipo se va… Viste que esta es una situación de cinco segundos. Cuando pasa esto, está guiñándose el verdulero de al lado. Enfrente tienes una tintorería, mercería, dos locales de ropa, un estudio de ingenieros. Un local de ropa en la otra esquina. Una veterinaria acá. Una calle muy transitada. Viene el verdulero. Me disparó el hijo de puta. Lo quiere ir a agarrar, porque estaba a dos metros. Y cuando lo quiere agarrar, el de atrás le hace así, le apunta al verdulero y ahí el verdulero dice banderita blanca. Y se fueron por la calle de atrás. A todo esto, todos los comerciantes salieron a la calle. Me preguntan y yo digo no me pegó, pero yo tenía la remera de manga corta y veo que me cae un chorrito de sangre.

Hago así. No se dejaba ni ver. Es un puntito así la bala que entra. Como si fuera una vacuna. Me disparó, pero tengo la bala en el hombro, digo yo. Me quedó en el hombro. Es un calibre 22. Una bala con un plomo chico que generalmente no tiene orificio de salida porque al ser plomo chico da vueltas. En cambio, un calibre 38 o 45 son balas mucho más grandes. Estas te entran y te salen. Es una pistola más grande que tira con más potencia. El 22 es un arma chica. Entonces, como que lastima más, porque un 45 o 38 te da en el hombro, entra por acá y sale por acá. Esta entra, como me pasó a mí, me fisuró el omóplato, aquí atrás, y la bala fue para abajo. Empieza a dar vueltas con la velocidad que entra y no puede salir. Justo le da en un hueso, que fue mi caso. Si hubiese sido músculo, pie o tejido, capaz que sí tiene orificio de salida. Pero, bueno, como es así, el médico dedujo que la bala entró por acá, me fisuró el omóplato y me fisuró el pulmón. Se fue para abajo. Yo no sentía nada. Entonces, los vecinos se empezaron a acomodar.

Son las siete de la tarde. Me voy para adentro, llamo a mi viejo, le digo no te preocupes, me entraron a robar al negocio, me dispararon, estoy bien, ven a buscarme. Me llevó al hospital. Vivo a dos cuadras del local. Buey, ahí voy, dice. Llamo a mi socio. Le digo: Pedo, no te preocupes. Entraron a robar, recién me resistí, me pegaron un tiro, estoy bien. La bala me entró por el hombro. Vení a cerrar.

A todo esto, salto al patio y me pongo a juntar las mesas. No lo tendría que haber hecho, porque esa fuerza, me dijo el médico, hacía que la bala se corra más. Yo me tenía que quedar quieto, pero son cosas que yo no sabía por el momento de calentura que uno está excitado. Yo juntaba las sillas, las mesas. Llegó mi viejo, subí al auto. La policía, como siempre, tardó cuarenta minutos. Viene mi socio y cierra el local.

(2)

Germán era alto y desgarbado. Se pasaba los días inventándose la vida, dándole sentido al destino no elegido, domeñando al azar, bebiendo cerveza, intentando entender el mundo que se abría a su alrededor. Había ahorrado con la venta de sus pequeños negocios, pero no le gustaba derrochar. Así que, de lunes a viernes, almorzábamos menús baratos en restaurantes modestos. Refresco natural y unos cuantos trozos de fruta para el postre. De primer plato, siempre sopa. De segundo, dependía. Pero andábamos ya cansados de tanta sopa. Siempre diferentes, eso sí. Él decía que en Ecuador había más de doscientas o trescientas sopas diferentes y que por eso los ecuatorianos tenían el hábito diario de comenzar a comer con un buen plato de sopa. Era cierto. En Ecuador la variedad de sopas era muy variada y deliciosa. Desde sopa de mariscos en la costa hasta las tradicionales sopas y locros de la sierra andina. Sopas con plátanos y guineos verdes, sopas con quinua, sopas con habas, con patas de res, aguado de gallina, biche de pescado, caldo de bolas de verde o caldos con guanchaco. A Germán le gustaba sobre todo la fanesca, pero esta solo se preparaba en Semana Santa. Se sabía la receta de memoria: bacalao, zapallo, zambo, habas, chochos, choclo, arvejas, porotos o frejoles, arroz, cebolla, ajo, comino, achiote, maní, leche, crema y queso. Pero no te confundas, me decía, ahí no queda todo, porque esta receta tradicional cada ama de casa la hace a su manera y su preparación puede cambiar mucho de una casa a otra.

A mí la fanesca me parecía una comida muy pesada y poco digestiva. Y después de comerla, mi estómago me pedía con premura un par de gintónics. Pero en Quito nadie bebe gintónic. Ningún país es perfecto, pensaba yo. Pero también se lo decía a Germán: ¿Cómo se puede vivir sin conocer el gintónic? Germán reía sin decir nada. Él bebía sobre todo cerveza. Y como se puede comprobar, le gustaba sobre todo comer. Algún fin de semana nos subíamos a un taxi y nos metíamos en un restaurante cuyo nombre nos hacía salivar: Parrilladas Uruguayas. El sabor de los buenos momentos. A Germán le gustaba el eslogan del lugar: Las carnes y el fútbol se juntan al puro estilo charrúa. Decía que, en Uruguay, hasta que se las metía en el fuego, las vacas eran felices, que corrían alegres, desinhibidas y a sus anchas por aquellos campos inmensos. En ocasiones se ponía profundo: Uruguay es un país lleno de vacas, las mejores vacas del mundo. Yo le decía que la ternera de Kobe en Japón también era feliz, que escuchaba música clásica y que vivía sin estrés hasta el día de su muerte, pobres. Pero esas son vacas pijas, muy pijas, objetaba Germán, que acortaba las frases en todo lo posible para no dejar de masticar.

A Germán le gustaba sobre todo comer, pero no sé dónde echaba tanto manjar ingerido porque era muy flaco. Como buen argentino, también le gustaba hablar. Y viajar. Había llegado a Quito por terapia, huyendo del atraco a su quiosco, huyendo de una bala de la que no podía huir y que tenía enquistada en los pulmones, venía con Elvis imitando la travesía que el bioquímico Alberto Granado y Ernesto Che Guevara de la Serna, estudiante de medicina -le quedaba por aprobar tres asignaturas-, especializado en el tratamiento de la lepra, hicieron por América Latina en 1952 a lomos de La Poderosa, una motocicleta modelo Norton 500 M18 y que hoy se conserva en la casa-museo de Che Guevara.

(3)

Estoy yendo para el hospital, que está más o menos a media hora. Y yo ya me empecé a agitar. Me sentía bien. Mi viejo me miraba. Está mal. Cuando llegamos al hospital, mi viejo me deja en la esquina. Eran las 7.35 horas. El auto no lo podía dejar allí. Enfrente había un estacionamiento. Me dejó ahí. Fue mientras a dejar el auto. Entro, subo la escalera y ya ahí yo no podía. Tenía un pulmón perforado. Pero me sentía bien. Era como si hubiera terminado de correr, qué sé yo, cinco horas, todas seguidas. Estaba muy agitado, pero bien. Pasé por la guardia, llego a la chica que está con el café, y yo le digo: Me dieron un tiro. Llega mi viejo. Los de la guardia me hacen entrar a mí primero. Viene el pasante, no el médico. Como que vio groso porque, al toque, llama al cirujano. El cirujano, que se llamaba Gustavo Berrocal, me mira y dice: Llama al instrumentista, al anestesiólogo. La enfermera me pone en la camilla, me lleva. En dos minutos yo estaba en la camilla, en plena cirugía. No te preocupes, dice el médico.

Yo, todo consciente. Me baja el ascensor, tercera o cuarta planta, me pasan a otra camilla entre dos enfermeras. Me llevan al quirófano, me pasan a la mesa de operaciones, me ponen de este lado. Viene el médico, me dice: No te preocupes. Te vamos a hacer un drenaje, porque tenés el pulmón perforado. Entonces, qué pasa. La bala entró, te perforó el pulmón. El pulmón son tejidos, que no son músculos que cicatrizan, es un tejido que es como una burbuja, que después se vuelve a ser revuelta. Empieza a derramar toda la sangre del pulmón y se mezcla con todos los gases, los jugos gástricos que tiene el cuerpo que van fuera del pulmón. Entonces, me tenían que drenar eso, todo el limado que se había hecho y ahí el pulmón se comenzaba a recomponer de nuevo, con los días.

El médico me pone de lado, me tapa la cara, empiezo a sentir una luz caliente. El anestesiólogo me puso un par de anestesias. Sentí el dolor, pero bastante bien igual. Estaba el médico trabajando. En un momento, cuando me empieza a meter el tubo… el tubo tiene que ser más grande que la bala… cuando tienen que meter el tubo al pulmón es como que tienen que romper más. Y ahí sentí un dolor, pero lloraba. Y lloraba y lloraba. Del dolor. Me terminan de meter el tubo, me cosen. Cableado por todos lados. Ahí eran, no sé, las 7.45 horas. En nueve o diez minutos yo estaba operado, con los drenajes, saliendo de la cirugía para terapia. Fui a terapia. Estuve dos noches en terapia.

Y bien. Hay dos cuestiones con esto. Si se saca o se queda la bala adentro. Si se saca, es porque el cuerpo rechaza la bala y se produce una infección que es mortal. Te tienen que cortar y sacar el pedazo de plomo. Que eso es muy groso porque es muy costoso. Hay muchos profesionales que no se hacen cargo de esas cosas y son operaciones que, en pesos, son, ponle, 30 o 40.000 pesos, o más. Que serán 3.000 o 4.000 dólares. O la bala la acepta el cuerpo. Se empieza a encapsular la bala. El pulmón la empieza a encapsular, se hace un capullito y queda ahí. Ahora pasa a ser parte del cuerpo. Esas son las dos cosas.

La clave eran las 72 horas para ver cómo reaccionaba el pulmón. Gracias a dios, quedó bien, no presentó preocupaciones y ahí quedó. Cada ocho meses me tengo que hacer análisis por si pasa algo. En algún momento el cuerpo tiene que rechazar a la bala. En algún momento. Tiene que ocurrir.

Fue una consternación grande. Estuve dos días en terapia, cuatro días en sala. Nunca hubo ninguna complicación. Yo, siempre consciente. En ningún momento me dormí. Sentí en un comienzo como que me dormía. Y el médico decía: No te duermas, no te duermas, no te duermas. Cabeceaba, pero trataba de no dormir.

Continuará...

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

29 mar 2021

  • 29.3.21
Hoy abrí la puerta de la terraza, y el sol iluminaba toda la habitación. Afuera, el ruido del mundo, a veces también el silencio del mundo, rompían el clímax que necesitaba para la lectura. De fondo, el piano de Glenn Gould me ayudó a aislarme en mi sillón relax de la vida que fluía detrás de los cristales.


Hay días, como hoy, que me echo en el sillón y abro un libro, y pasan las horas sin la conciencia de que también pasa la vida. Pero no me preocupa. Para mí, la lectura es parte inalienable de la vida. No sé qué hubiera sido de mí sin los libros.

Ahora releo. Sé que hay muchos volúmenes en los que nunca lograré decodificar mi alma. Sin embargo, la relectura se me hace un ejercicio imprescindible en un mundo en el que el olvido nos muestra sus aristas cada vez más estrechas, cuyos bordes se tropiezan unos con otros como si quisieran cubrir la misma superficie.

Releo algunos libros de mi vida, y su segunda lectura, en ocasiones, me parece la primera o bien otra distinta. Como si alguien, en esta realidad fantasmagórica que atraviesa nuestras biografías, hubiera vuelto a reescribir esas mismas páginas que las creíamos parte de nosotros y que ahora, años después, viven su propia existencia ajenas a nuestra primera mirada.

Otros libros, en cambio, perduran en la memoria sin apenas rasguños ni dobleces, como si cada uno de nosotros hubiéramos escrito una a una cada una de sus páginas y su recuerdo se mantuviera imperturbable pese al paso de los años.

Pero los más enigmáticos son aquellos que, siendo lo que son o lo que fueron, mantienen una capa de enigmática magia que los hace los mismos y otros al mismo tiempo, como si sus páginas pudieran abarcar tantas vidas como lectores, y tantas interpretaciones como el lector fuera capaz de abarcar o de imponerles.

He leído –releído– hoy, durante todo el día, con la sensación baldía de que tal vez haya perdido la jornada entre volúmenes que ya me son propios. Pero no ha sido así.

Releyendo mis libros de cuando era un estudiante de periodismo en Madrid, he recreado no solo el contenido de estos volúmenes, sino los días de una juventud que administrábamos como buenamente podíamos, porque nadie nos había dado instrucciones al respecto. En aquel mundo que nacía sin que nadie nos hubiera advertido de que iba a ser así, dibujamos un horizonte, nunca equivocado, pero sí más ancho que el ya diseñado por otros sin nuestra previa consulta.

Tan jóvenes, jugábamos a cambiar el mundo, pero ya el mundo lo modelaban acorde a las demandas de unos y de otros, nunca de nosotros. En el mundo cabemos muchos, decía un amigo. Claro, somos demasiados.

Y ahora cuesta identificar a aquellos si no es por los libros que leíamos, y las calles que transitábamos de noche con algunas copas de más, y las películas que nos aburrían, pero nos hacían pensar, y los profesores, algunos tan estirados y tan bien hablados, que nos descifraban este mundo como otro mundo posible.

Era ayer, pero ahora que miro la puerta entreabierta de la terraza y veo otro paisaje que nunca soñé y que tampoco rechazo, no sé por qué apagamos los sueños incandescentes de los años jóvenes.

Releo aquellos libros y veo esos días idos para siempre y nuestras dudas intachables, y nuestros sueños justificados a ninguna manera, y aquellos proyectos ilusionantes y marchitos que siguen viviendo en la memoria. Releo para vivir, me digo. O para no morir, pienso a veces.

Releo porque no me basta una mirada a la calle, porque el lenguaje oral de las tabernas se acartona como el menú de ayer y porque el presente, si no lo alimentamos, no alcanzaremos a compararlo con otros momentos vividos.

Hoy me he metido a solas con mis libros, como si el mundo fuese un dúplex al que nunca subo, o solo lo hago a veces, y en esa planta baja de la comodidad encuentro sin buscar trozos de una existencia olvidada, desmaquillada, que amo y que, en ocasiones, sin ambages, ella misma me busca, porque la existencia es un todo inabarcable, una historia escrita a cachos, a trozos, a empujones, a veces con la tristeza de frente y otras con la algarabía en exceso, pero siempre empujando a favor o en contra de nuestra voluntad.

Y ahí andamos nosotros, metiéndonos las manos en los intestinos para ver qué nos encontramos o para descifrar un destino maltrecho o libre, o sencillamente respirando para no morir de inanición.

Hoy estuve encerrado entre libros, entre los libros de una juventud que nunca se va del todo si la retienes con la seducción de quien la alimenta con pasión y no con la incredulidad de quien no cree en los actos eternos, en los momentos que solo se parecen a los sueños, en las circunstancias intangibles que nos mueven de allá para acá, con la sorpresa irreductible de quien no cree en nada, tan solo en los amores inexplicables que siempre vuelven y te pillan releyendo un libro de entonces.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

24 mar 2021

  • 24.3.21
Hace ya bastantes años que leí Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke, de quien amaba todos sus libros, breves y perfectos, pero sobre todo sus ensayos, más breves y más perfectos. El libro que cito “toma este estado como excusa o punto de partida para hilvanar en primera persona ideas que van más allá del mismo, en un discurso en el que lo que se busca no es tanto lo exacto ni lo riguroso como la relación personal con lo que se explica”. Es lo que dice la editora del libro. Y es cierto.


Muchas veces sentí cansancio en mi vida, no de mi vida. Y no era físico. Se trataba de ese otro cansancio que está en el cerebro pero que se deja sentir en los huesos. Como si fuéramos rehenes de un sobreesfuerzo físico, pero que en realidad se trata de las secuelas que nos deja la tristeza de este mundo metidas tan adentro.

Mi generación se ha vuelto muy comprensiva, sin saber por qué misterio de la naturaleza humana, con los cambios y motores tecnológicos que harán añicos nuestra vida de ayer para ponernos de frente en un mundo ignoto y enigmático.

Un día le dije a un amigo de la juventud que no le correspondía a nuestra generación defenestrar el papel de nuestras vidas, porque siempre lo vi muy comprometido con los productos digitales, un entusiasmo que nunca compartí y que acepté porque los tiempos, obviamente, cambian, para bien y para mal.

Ahora sé que quienes no vivieron en el papel pueden leer versos incluso en una caja de galletas o en el cristal empañado de un autobús. Curiosamente, son los mismos que ahora, agonizando, defienden el trabajo telemático. Sin la conciencia, desgraciadamente, de que en la pantalla del ordenador se nos escapa el ángulo de la mirada.

El filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han, que imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín, escribe con acierto: “También el teletrabajo cansa, incluso más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga, sobre todo, porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el teletrabajo en solitario, pasarse el día sentado en pijama delante de la pantalla del ordenador. También nos agota la falta de contactos sociales, la falta de abrazos y de contacto corporal con los demás”.

Efectivamente, porque, como diría él, la distancia social destruye lo social. Pero me da miedo cómo abrazamos el teletrabajo y, sobre todo, cómo los profesores justifican estos escenarios laborales y cómo esconden en el reflejo de la pantalla la mirada desvaída de un mundo que les atemoriza.

Hay un cansancio que siempre viene de dentro, de allí donde duermen nuestras frustraciones, los sueños rotos, las esperanzas chamuscadas, sobre todo el miedo a los otros, a los alumnos, a quienes necesitan de nuestra empatía para crecer y estar en el mundo que aprendemos a deshabitar incomprensiblemente cada día.

Y ya no son solo los profesores. Los alumnos también se están acostumbrando a parodiar a sus profesores en sus actos de ausencia y justifican su actitud con el convencimiento de que la vida después, no sabemos cuándo, volverá a ser como lo era ayer. Y no lo será. Porque el sistema cada día más se empeña en segregarnos y en dejarnos en casa a tiempo completo, lejos los unos de los otros, con deberes laborales en demasía y un horizonte de sueños a temperatura ambiente.

Hay un cansancio en nosotros que no es nuevo, que crece y se renueva en nuestras vísceras como si fuera nuevo y no lo es, pero que en realidad venimos acumulando desde el día siniestro que tuvimos conocimiento de la infelicidad. Y ahora la pandemia ha venido a traernos trozos intangibles de aquellos días usurpados y de una morriña sin agujeros que acumula en nuestras venas el tiempo perdido para siempre. La pantalla del ordenador nos encierra en casa y nos aísla del mundo, porque, además, el mundo comienza a ser ya un planeta inexplorado y ausente.

Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano, escribe que también nos agotan las videoconferencias que nos convierten en videozombis, que nos cansa contemplar nuestro propio rostro en la pantalla, porque estamos demasiado tiempo frente a nuestro propio rostro. Pero él ironiza: “No deja de ser una ironía que el virus haya aparecido justamente en la época de los selfis, que se explican sobre todo por ese narcisismo que se va propagando por nuestra sociedad. El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se confronta sobre todo con su propio rostro. Ante la pantalla nos hacemos una especie de selfi permanente”.

Lo grave de todo, en cualquier caso, es nuestra capacidad de asimilación y de reemplazo de un modo de vida por otro, de hallar en la pantalla del ordenador el espejo de nuestros secretos hasta ahora silenciados, nuestra apuesta interesada y desinteresada al mismo tiempo por un escenario que el teletrabajo reducirá a la cocina de casa. Hay en este convencimiento inconfesable y perverso una rendición íntima de nosotros mismos que no me gusta.

Hay en mí, al menos, un cansancio que intento vencer cada día contra el mundo impostado, telemático, on line o virtual que pretenden imponernos y que, desde luego, en poco se parece a la vida. Al menos a mí, los alumnos me encontrarán siempre en el aula, a esa hora intempestiva que se precipita antes del amanecer y que nos encuentra a todos devorando los últimos ardores del sueño y la sensación siempre luminosa del conocimiento.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

15 mar 2021

  • 15.3.21
Ahora que sabemos que los años miden el transcurrir de nuestro paso por la tierra, hemos aprendido que la vida no se mantiene solamente respirando y apurando un día tras otro, como si fuera un plato puesto a la mesa presto a consumirlo.


Ahora sabemos que la vida también no es solo la vida, sino también los sueños que alimentamos y nos alimentan, los días que fulminamos con la conciencia despierta de que el transcurrir del tiempo es inevitable y que los momentos que nunca llegaron a suceder también forman parte alienable de nuestras biografías. Acaso sin la memora de todos aquellos proyectos que nunca llegamos a realizar, la vida se nos muestre más precaria y soez.

Hace unos días volví a reencontrarme con Julio Cortázar, el escritor argentino de quien tanto aprendí y con quien tanto reí y lloré. Esperaba sus últimos títulos como el enfermo adicto que busca en la farmacia un fármaco que le aplaque el dolor por resolver. Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas, Queremos tanto a Glenda, Deshoras. Y las recopilaciones de artículos sobre Nicaragua y Argentina que publicó póstumamente. Porque la muerte, como acostumbra, le sorprendió en 1984, cuando éramos tan jóvenes para perder a nuestros maestros del alma.

Lo he leído y releído tantas veces que pensé, hace unos días, que ya estaba curado contra tanta ternura e imaginación y maestría. Tanta tensión en un cuento, tanta hondura, solo poniendo los sentimientos de par en par, abiertos en canal y expuestos en páginas enfrentadas, en un mundo en el que tantos escritores cultivan su oficio como si sus vidas fuesen signos encriptados, como si sus vidas pudieran alimentarse ajenas al dolor que nos amenaza cada día.

Leo Deshoras, el relato titulado igual que el libro que lo contiene, publicado en 1984, el último o uno de los últimos libros que nos regaló el escritor argentino y, al leerlo o releerlo –la memoria miente como cualquier escritor profesional–, encuentro mi vida hecha añicos y la de quienes conozco, el recuerdo de una mujer que nunca supimos por qué no compartimos más días juntos, mientras otra, que habitaba aquellos días con la sombra de quienes ya no somos, nos saca de un sueño entrecruzado con un sopapo que es una llamada de alerta, la conciencia de que tal vez nos equivocamos, la certeza brusca de que se ama con el cerebro y no con el corazón y la sensación ineludible, como ya contó Gabriel García Márquez, de que el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.

De manera que nos encogemos en nosotros mismos, agazapados en un lado oscuro de una de estas habitaciones con la pretensión inconcebible de que es entre estas paredes donde siempre quisimos estar. Pero no es así. Y si hay alguna duda, solo podemos, antes de mirarnos más adentro para contrastar estas sensaciones, volver a leer a Deshoras de Julio Cortázar, para saber y certificar que nunca nos equivocamos, sino que, más bien, no supimos corregir el error, ni poner luz a nuestras sombras, ni tuvimos fuerzas ni valor para cambiar la rutina que abriga nuestras noches.

Cualquiera lee a Cortázar pensando que el argentino habla de él mismo, y ahí erramos. Porque los buenos escritores localizan su mal y universalizan sus secuelas, que, por supuesto, también son nuestras. Sospechamos en esas páginas que la existencia esconde un ángulo gris que nos es propio, pero que negamos cuando el sol alumbra el mediodía y la vida brilla por sí sola, aunque ningún fuego pronostique su eterna incandescencia.

Así que leyendo estas páginas he visto no solo mi vida, sino nuestras vidas, arañadas por el paso del tiempo, huyendo del cataclismo, intentando recomponer la porcelana rota. Pero ahí también hay una belleza tímida en el recuerdo agazapado, en esa posibilidad efímera que ofrece la noche cuando el frío habita las calles y toda existencia.

Conservo un libro de Pablo Neruda firmado por Gabriel Celaya y otro de Julio Cortázar firmado por Gabriel García Márquez. Sé ahora por qué. Neruda ya había muerto, y también Cortázar. Así que suplí sus ausencias con la de Celaya y la de Gabo. Supe, en definitiva, que eso es la vida. Que la pesadilla que nos devora, la suplimos con quimeras que no están a nuestro alcance. Donde las tinieblas tienden sus velos inexorables es contra aquellas decisiones que no guardan coherencia con nuestras sensaciones más primitivas.

Leyendo a Cortázar, cualquiera sabe que, mientras ella te habla de proyectos inútiles, otra mujer habita tus recuerdos. Pero yo he aprendido que da igual, siempre y cuando una mujer pueda suplir a otra por muy diferentes que sean. Como quien conserva libros de un escritor que ama, dedicados por otro escritor que también ama. Pero si quien firma este libro no alcanza la altura de tu alma, tal vez sea mejor salir a la calle y gritar a todo pulmón que la vida sigue valiendo la pena. Y no volver nunca adonde estabas.

Es más. Si nos acogemos al puro significado de las palabras, deshoras o a deshoras, es el tiempo o momento inoportuno. Fuera de razón o de tiempo. En Bolivia, curiosamente, es nombre femenino: mujer que es amante o querida de un hombre. De ahí la expresión: “Anoche durmió con su deshora”.

Andar soñando a deshoras es lo ordinario. Vivir a deshoras nunca es el diagnóstico idóneo para un horario desbarajustado, tampoco para una vida que, sin pretenderlo o sin saberlo, se nos escapa por los descosidos inconexos de cada amanecer.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

8 mar 2021

  • 8.3.21
Hay títulos enigmáticos que nunca he logrado decodificar en toda su integridad, como este de Joan Margarit: Amar es dónde. ¿Donde estés? ¿Dónde es un lugar? El poeta escribe: “Recupero/ el viejo impulso, el rayo luminoso/ en esta oscuridad en la que amar es dónde”. 


Dicen los doctores en la materia y los letristas de boleros que la distancia es el olvido. Bueno, habrá algo de poesía en poner unos cuantos kilómetros de por medio entre los amantes, pero sin distancia el amor tampoco crece ni se mantiene. 

Hay una inseguridad torpe en estas afirmaciones en las que el amor más efectivo se representa como un pájaro enjaulado. Margarit escribe: “La vida nos acostumbra, más allá del mezzo del cammin, a la presencia de lejanías, tanto al mirarnos hacia atrás como si lo hacemos hacia adelante”.

La obra de Margarit es plenamente bilingüe en catalán y castellano. Carles Geli ha escrito que el poeta llevaba un poema en curso siempre en los bolsillos, pero “dentro de una semana, a lo sumo, llevaré dos, que será el poema en castellano, pero no es una traducción: ambos hacen su camino”, decía.

Tal vez llevara muchos más, porque la poesía en sí misma es una traducción imposible de la vida, que solo cobra sentido después de muchas deconstrucciones encriptadas en las vísceras. Margarit lo escribió así: “La lengua en la que hablo y la lengua en la que escribo los poemas es la misma”. 

Él sabía, porque lo escribió, que algunos poetas así lo entendían, como Gabriel Ferrater o Philip Larkin. Pero otros, como Josep Carner, acentuaban las diferencias entre la lengua hablada y la del poema. El poeta catalán, finalmente, se reconciliaba con ambos: “Pero todos ellos me han enseñado que la inspiración, por lejano o extraño que parezca a veces el poema, no puede venir más que de la propia vida”.

Claro, solamente hay un dónde que es la vida, que es el dónde donde habitamos y sufrimos y amamos. Ningún gran poeta lo ha sido si no ha escrito en su propia lengua, acostumbraba a decir. Aquí también los caminos se bifurcan y tal vez no hable solo de la lengua como tal, sino de su propia esencia, de la soledad que lo ata a las palabras, de su dificultad de transmitir el afecto. 

Después de todo, la poesía está ahí para complementar la vida, aunque su simiente sea la misma existencia. La tristeza que no logra asimilar la vida, el poeta la tritura en la licuadora del verso. Obviamente, el resultado es una tristeza fácil de asimilar y digerir. 

La tristeza, ya se sabe, nos vale para la literatura y la música, pero mejor si es prescindible en la vida. Sin tristeza no hay poemas, pero con tristeza tampoco hay vida. Así que lo mejor será amasar los excesos de este combustible para doblegar a las palabras y después bajar a la noche libres de prejuicios, perjuicios y somnolencias.

Margarit lo sabía y escribió: “Debo convivir/ con la tristeza y la felicidad,/ vecinas implacables”. A la batidora de la vida, quién lo diría, le caben muchos más ingredientes, muchos de ellos, en ocasiones, incompatibles, como la tristeza y la felicidad. Y cuando crecen los años en número y en cansancio, la sospecha de que la vida es efímera se agarra a la garganta como una gripe nueva y adhesiva sin solución. 

El poeta catalán lo iba sospechando, que el final solo es una mala experiencia que nos aguarda al final de nuestra existencia: “Se acerca la última verdad, durísima y sencilla./ Como los trenes que en la infancia,/ jugando en el andén, me pasaban rozando”.

Sí. El fin nos pasa rozando, pero nos lleva de lleno, sin voluntad y sin aviso previo. El coronavirus le impidió recibir el Premio Cervantes con todo el protocolo de la fiesta y sin el discurso propio del reconocimiento. Él se contentaba afirmando que hacer un poema es mucho más difícil que morirse. Lo decía con mucha humildad confundida: “No lo puede hacer todo el mundo, un poema. Morirse está al alcance de todos”. 

Pero los poetas no son tan sinceros cuando se trata de cruzar la última mampara que los aleja imponderablemente de los versos aún no escritos. Porque dejar la vida, así como así, siempre es el poema de más difícil materialización.

Escribió que hay muy pocos libros que le deslumbraran y muy poca música que pudiera consolarlo. Se esforzaba para mantener el brillo del oro humilde “que conservo aún”. Por eso hablaba con “los que no están”. Eso sí, lo hacía sonriendo, pero no iba nunca “a ese lugar donde la muerte/ lo es de oficio y las flores son más feas”. Pero no se confundía con una de las pocas convicciones que inspiraron sus poemarios: “En saber estar triste hay energía./ La última en perderse”.

Leo a Joan Margarit ahora que ya no está con nosotros. Leo sus poemas herméticos como esponjas que todo lo mimetizan, sobre todo el exceso de tristeza que mata tanto como el colesterol o el azúcar o la arritmia. 

Hay en esa tristeza alegre de sus versos una apuesta firme firmada ante notario, como quien declara que cuanto ha escrito lo suscribirá para siempre, como si cada libro fuese una célula inseparable de su cuerpo. Leo estos versos que, aunque también enigmáticos, los asumo como propios: “Ahí lo descubrí: para ser libre,/ que aquellos que te quieren/ no sepan dónde estás”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

1 mar 2021

  • 1.3.21
El Gobierno anunció hace unas semanas la reforma del Código Penal para modificar varios delitos relacionados con la libertad de expresión. El debate ya estaba abierto. El dilema estaba claro, sobre todo en un país donde la doble moral reina a sus anchas. La cuestión a plantear era obvia. J. J. Gálvez la resumió con claridad en este párrafo: “¿existe un excesivo celo punitivo en un país que encarcela a titiriteros porque sus marionetas muestran un cartel de ‘Gora ETA’, sienta en el banquillo a un actor por cagarse ‘en Dios’ o, incluso, condena a un sindicalista por decir ‘hay que prender fuego a la puta bandera’? ¿Se han fijado demasiados límites a un derecho fundamental? ¿O algunos jueces lo están interpretando de forma muy restrictiva? ¿Qué posición ocupa España respecto a otros países de Europa?”.


Cuando se trata de ejemplos como los anteriores, efectivamente, algunos jueces agarran la escopeta de plomillos dispuestos a poner orden en un país en el que la religión es el principio que debería regir todos nuestros actos, sobre todo si alguien se atreve a ultrajar la bandera, la corona y a dios.

Pero no pasa nada si por ser cura o político te saltas las colas para la vacunación contra la covid-19 por tu cargo o rango en la Iglesia, o bien si dices públicamente que te pasarías por las armas a todos los rojos que se manifestasen como tales. La envergadura de los dislates en este país debe engrosar la enciclopedia de los disparates excesivos superando a la de cualquier otra nación del mundo.

Como bien diría Álex Grijelmo: “Algunos cargos de la Iglesia católica que se han saltado la cola han metido a las vacunaciones en un obispero”. O bien esta segunda perla: “Defender la libertad de expresión y agredir a un cámara es defender la libertad de agredir a un cámara”.

De todos los disparates escuchados y leídos en los últimos meses, hay uno que, por su temeridad, no deberíamos tomarlo a boleo. El pasado mes de diciembre, la ministra de Defensa, Margarita Robles, remitió a la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Madrid el contenido del chat de la XIX promoción de la Academia General del Aire, “por si los hechos en ella reflejados fueran constitutivos de delito, cometido por personas que además pudieran atribuirse la condición de militares en activo, sin serlo”.

La ministra acompañaba el escrito con la información publicada por el digital Infolibre, que incluía frases como: “No queda más remedio que empezar a fusilar a 26 millones de hijos de puta” o “qué pena no estar en activo para desviar un vuelo caliente [con armamento real] de [el campo de tiro de] las Bardenas a la casa sede de esos hijos de puta”, en alusión a la Asamblea Nacional de Cataluña, atribuidas al general de división Francisco Beca Casanova y al coronel Andrés González Espinar, respectivamente.

Pero los jueces no leen estos periódicos, claro. Y yo también puedo entender que para algunos jueces el hecho de que un militar pretenda fusilar a 26 millones de ciudadanos por ser demócratas y rojos o independentistas no exceda el mínimo celo punitivo para meterlos en la cárcel.

Tampoco tiene importancia que juraran lealtad al país y a la Constitución, que hayan vivido toda su vida del erario público, y lo sigan haciendo una vez jubilados, y que no les dé ningún reparo traicionar esos principios que todo buen militar debería respetar y guardar entre pecho y espalda.

Hay otra anécdota –llamémosla así–, entre otras muchas, que por su intención malvada no puedo olvidar en estos momentos. La diputada del PP y exportavoz del partido en el Congreso de los Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo, consideró en su día que su mayor logro político fue llamar al vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, "hijo de un terrorista", durante el pleno de la Cámara Baja del pasado 27 de mayo de 2020.

La acusación, justificada según la polémica dirigente popular en que el padre de Iglesias militó en su juventud en el FRAP, le costó una denuncia de Francisco Javier Iglesias, ante la cual Álvarez de Toledo intentó que el PP le costeara la defensa. Casado, sin embargo, no accedió a asumir ese coste, y precipitó la destitución de la portavoz de su cargo, en agosto.

"¿Cuál diría que es su mayor logro político?", le preguntaron a la diputada por Barcelona en una entrevista en la edición de diciembre de la revista Vanity Fair. "Llamar a Pablo Iglesias por su título", respondió ella. Aquí los jueces –algunos– tampoco ven ningún mal, pues se trata de un joven que viste coleta y se autoinculpa marxista.

Mi amiga María Jesús Casals, que fue una profesora de excelencia, me ha recordado hoy la vigencia de estos resquemores contra titiriteros y cantantes. Como ella dice, todo (o casi todo) está escrito. Aquí un pasaje del Quijote:

—Este, señor, va por canario, digo, por músico y cantor.

—Pues ¿cómo? —replicó don Quijote—. ¿Por músicos y cantores van también a galeras?

—Sí, señor —respondió el galeote—, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.

—Antes he yo oído decir —dijo don Quijote— que quien canta sus males espanta.

—Acá es al revés —dijo el galeote—, que quien canta una vez llora toda la vida.

—No lo entiendo —dijo don Quijote.


(Cervantes, Don Quijote de La Mancha, primera parte, capítulo XXII)

Entre tanto dislate sin pena ni gloria, sin cárcel y sin rencillas, hay disparates que vencen toda mala voluntad por la bondad de sus actos y su capacidad de fabulación. Cuentan las crónicas que una monja del Convento de las Rosalinas en Valladolid de 29 años levantó un gran revuelo al descubrirse ella misma que estaba embarazada de tres meses.

La consternación fue aún mayor cuando, lejos de admitir que un escarceo sexual con algún cura o visitante del convento fue la causa del dicho embarazo, la monja aseguró que ese niño crecía de forma mágica en su vientre y sin relación sexual previa. Esta fue su confesión: “Yo no quiero pecar de inmodestia, ni ofender al santo padre, pero esto ha tenido que ser el espíritu santo, no hay otra explicación puesto que yo no conozco ni he conocido hombre en los años de mi vida. Ha debido visitarme en sueños y fecundarme. No estoy diciendo que yo sea una nueva virgen María, eso tendrán que confirmarlo desde el Vaticano”.

Entre tanto dislate desconcertante y fabuloso, España sigue siendo un país de frases hechas. Qué sería de nosotros sin estas prescripciones milagrosas que nos libran sin solución, y también sin pena ni gloria, del psiquiatra más reputado.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

22 feb 2021

  • 22.2.21
Casi todos mis viajes a América Latina han estado motivados por razones académicas. El último me llevó a Perú y a Ecuador. Estuve una semana en Lima. Di algunas conferencias en las universidades de San Marcos y César Vallejo, bebí con los amigos, recorrí todo el centro colonial, el barrio de Miraflores y toda la costa hacia el sur en dirección al desierto de Chile, pero no alcanzamos a llegar. Ese mismo día, un terremoto de 7,8 en la escala de Richter, que duró casi 75 segundos, sacudió el norte de la costa ecuatoriana.


El epicentro del seísmo, ocurrido a las 18.58, hora local (01.58, hora peninsular española), de ese sábado 16 de abril de 2016, fue en el noroeste, entre las zonas de Cojimíes y Pedernales (Manabí) y se sintió en buena parte del país. En Quito, Guayaquil, Santo Domingo, Ibarra, Esmeraldas, entre otras ciudades. Los daños fueron graves en Portoviejo, Crucita, Pedernales, Tosagua, Manta, Muisne, y afectó en menor medida a Babahoyo, Quito y Guayaquil. El terremoto se saldó con 671 personas muertas y más 2.000 heridos.

Las réplicas no dieron tregua en los días siguientes: 3.229, de las que nueve superaron los seis grados. Al mes, una réplica de más de 40 segundos en Quito me hizo conocer en mi propia piel cómo se resquebrajaba la tierra en sus propias vísceras. Al día siguiente viajaba a Latacunga. A media mañana, una nueva réplica sacudió la ciudad. Me pilló en una panadería que se balanceaba como si fuera un velero. El dueño, señalándome con la mano, me pedía que sujetara a una anciana, pero ella parecía más diestra en estos menesteres que yo. Se ve que la experiencia enseña más de lo que pensamos. El domingo 17 de abril, al amanecer y encender el móvil, múltiples correos electrónicos de mis amigos preguntaban por mi salud. Me imaginaban en Ecuador y no en Perú. Les tranquilicé y bajé a degustar un pisco sour.

En Quito, desde la ventana del apartamento donde me hospedaba, observaba cada mañana la presencia imponente del Pichincha, el volcán más próximo a la ciudad. Me inquietaba su paz exterior y su corazón convulso. Tiene dos cimas principales. La más próxima, inactiva, el Rucu Pichincha (4.680 metros), es la menos elevada. La otra, el Guagua Pichincha (4.794 metros), la vigilan los vulcanólogos con una dedicación extrema. Quito, la segunda capital más elevada del mundo, está ubicada a una altura de 2.850 metros. El mal de altura provoca dolores de cabeza y mareos. Para minimizar estos malestares, conviene olvidar el tabaco y el alcohol. Un mate de coca alivia en estos trances.

En ese viaje a Latacunga, al día siguiente de la réplica que relato, subí para explorar más de cerca el Cotopaxi. Es uno de los volcanes más bellos de este planeta. Sus laderas heladas están pobladas de caballos salvajes, zorros, ciervos y osos de anteojos. Y alzando la vista se puede observar cómo cruzan el cielo el cóndor y el colibrí del Chimborazo.

A finales de mayo del año anterior, 2015, con motivo de otra estancia académica, visité por primera vez Latacunga para dar un taller de periodismo narrativo en la Universidad Técnica de Cotopaxi. Ese verano el coloso comenzó a dar muestras de que estaba vivo. 320.000 personas se vieron afectadas por la actividad fumarólica del Cotopaxi. Los campesinos observaron estupefactos los campos cubiertos de un manto gris de cenizas. Cenizas y flujos piroclásticos dañan las cosechas y asfixian a los animales.

A unos 14 kilómetros al norte de Zumbahua, y a 3.000 metros de altura, visité también el cráter de otro volcán: El Quilotoa, en cuyo seno una laguna de un azul traslúcido muestra un paisaje de ensueño. Los lugareños han creado su propia leyenda: dicen que no tiene fondo. Los geólogos, por el contrario, han hecho añicos la imaginación y han demostrado que su profundidad es de 250 metros.

Las primaveras de 2015 y 2016 las viví en Quito con salidas aéreas a Lima. En el Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina (CIESPAL), realicé dos estancias académicas. Dicté algunas conferencias, organicé un congreso sobre periodismo narrativo y transmedia, ofrecí varios talleres sobre nuevas narrativas y tecnologías emergentes y coordiné el libro titulado Periodismo narrativo en América Latina, que vio la luz en 2017 y que la editorial Comunicación Social volvió a publicar en 2018.

No todo fue trabajo, naturalmente. Cuando viajo, me gusta recorrer las calles de las ciudades, entrar en restaurantes y bares, otear paisajes, confundirme con sus habitantes. En aquellos meses recopilé material sobre el Cotopaxi, entrevisté a vulcanólogos, a políticos, a indígenas que viven en sus laderas. El mundo de los volcanes comenzó a obsesionarme. Pensé escribir un libro sobre el tema. Ahí sigue. Cualquier día le doy forma.

Brasil, adonde viajé en tres ocasiones, también me inspiró para escribir una breve novela: Escrito en Brasil, publicada en 2009. En el primero y tercer viajes me acompañó Francisco Sierra. En el primero, recalamos en Brasilia y Natal. Brasilia me abrazó y me abrasó. Era una ciudad de avenidas amplísimas. Declarada capital de Brasil en 1960, es una ciudad planificada que cuenta con emblemáticos edificios blancos de arquitectura moderna, concebidos principalmente por Oscar Niemeyer.

Está diseñada como un avión y podría decirse que su fuselaje lo conforma el Eje Monumental, que consta de dos avenidas que flanquean un enorme parque. La cabina la compondría la Plaza de los Tres Poderes, denominada así por las tres ramas del gobierno que la rodean. Delante de la cabina estaba ubicado nuestro hotel, donde la camarera, Roberta, la última noche, nos advirtió que habíamos acabado con toda la cachaça de aquel establecimiento. Sorprendente y un honor para nosotros ser los primeros en algo.

Un congreso nos llevó a otro. Esta vez a Natal. Allí conocimos el auténtico Brasil, el Brasil del mestizaje, del encuentro entre culturas y razas, la tierra donde la danza y la música viven en la epidermis de sus ciudadanos. Donde la alegría es tan fácil de identificar como la desigualdad social.

Ponta Negra es la playa de Natal, capital de Rio Grande do Norte. No solo es una playa, sino una zona turística que atraviesa de punta a punta toda la zona. Las guías turísticas cuentan que Natal es la ciudad del sol, porque al año tiene alrededor de 300 días de sol con una temperatura media de 28 grados.

Ponta Negra es además el segundo lugar del mundo con el aire más puro del planeta después de la Antártida. La zona es segura y por las noches puedes caminar por sus calles y beber caipirinha en locales abiertos al exterior con música ensordecedora donde las mujeres gritan y bailan las danzas locales con una destreza que no es de academia.

Dicen que Ponta Negra es la mejor playa de la zona, pero yo amo por razones personales Pipa, un lugar tranquilo donde los delfines son un reclamo turístico, o aquellas otras playas vírgenes como Genipabú o Maracajú a las que uno se acerca en buggy sorteando dunas, tierras también vírgenes y cruzando el río Potengi.

A Francisco Sierra le impactó aquel viaje insólito. Y eso que a él no le entusiasma el deporte de riesgo. Nos sentamos a una mesa en el lago Pitangui. Las mesas curiosamente estaban dentro del lago, en la orilla, y el agua nos cubría hasta las rodillas mientras multitud de peces pequeños revoloteaban en torno a nosotros desparasitándonos de la cultura occidental. Igual eran espías encubiertos. Es broma.

El tercer viaje a Brasil nos llevó a Bauru, ciudad universitaria, para impartir unos cursos de postgrado. El municipio tiene una gran actividad universitaria. Allí se encuentran: Campus de la Universidad de São Paulo, donde funcionan las Facultades de Odontología de Bauru (una de las mejores facultades de Odontología de Brasil y la tercera mejor del mundo); Facultades Integradas de Bauru (FIB); Instituição Toledo de Ensino (ITE); Universidad do Sagrado Coração – USC; Universidad Estatal Paulista – UNESP y Universidade Paulista (UNIP). Antes, nos purificamos en São Paulo durante unos días, antes de que el coche oficial nos recogiera para ejercer como docentes, que es a lo que íbamos.

São Paulo tiene la mayor flota de helicópteros del mundo, 30.000 taxis, 7.000 líneas de ómnibus urbanos, 38.000 bares y restaurantes, el plato oficial es la pizza y donde viven alrededor de 30.000 millonarios. Paseando por Avenida Paulista, me detengo en un mercadillo de cerámicas y maderas talladas, de joyas artesanas y libros raros. En uno de estos puestos ambulantes encuentro la primera edición de Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. Solo cuesta 800 reales. Pero no tengo el dinero suficiente. Después me he arrepentido hasta la saciedad de no haberlo adquirido. Ya se sabe que uno solo es feliz con aquello que ama. Y la vida no siempre da una segunda oportunidad.

Varias veces fui a México. Al menos dos, acompañado por mi amigo Samuel González, último cónsul de aquel país en Andalucía. Con él y los amigos recorrí la ciudad de México, la ruta de los volcanes, la península de Yucatán. Tomé burritos y enchiladas, quesadillas, degusté, no sin reparos, los gusanos de maguey y los huevos de hormiga. "Si salta, corre o vuela, a la cazuela", dice un viejo proverbio gastronómico que se aplica a los escamoles, esos huevos de hormiga que se equiparan al caviar por su precio y exquisito sabor.

Pero la ciudad que más me impresionó de México fue Juárez, ciudad fronteriza con Estados Unidos, tierra de indios apaches, atravesada por el río Bravo, adonde fui para impartir un curso de Doctorado sobre Periodismo y Literatura. Cruzo la frontera hasta El Paso, ciudad legendaria de conquistas a grupa de caballo por el desértico Oeste americano.

Juárez es ciudad apacible y emprendedora, aunque buena parte de su economía está condicionada a las maquiladoras. Es, con toda seguridad también, la ciudad más fea del mundo. A sus vecinos les preocupaba su imagen de cadena incontenible de crímenes atroces. En los vertederos ubicados a las afueras de la ciudad no dejaban de aparecer cadáveres de mujeres. Veo cinco o seis cruces de color rosado donde aparecieron algunos cuerpos.

Mientras estoy en la ciudad leo la novela póstuma de Roberto Bolaño 2666 en la que narra los crímenes de estas mujeres salvajemente asesinadas. En realidad, el libro es un homenaje al periodista Sergio González, quien murió hace unos años y fue pionero en la investigación de estas muertes. Dejó testimonio de sus investigaciones en el libro Huesos en el desierto. González Rodríguez fue, sin duda, un periodista comprometido y excepcional. Excepcional en sus indagaciones y en su prosa perfectamente pulida.

En Ciudad Juárez bebo tequila, pero también sotol reposado. Sotol Mesteño, que es del lugar. El sotol es un tipo de mezcal extraído de una agavácea que solo crece en el desierto chihuahuense, al igual que el mesteño, caballo salvaje que nace y muere libre en las grandes llanuras del norte. Pero en Juárez se bebe también whisky elaborado en la ciudad desde 1909 por D. M. Distillery Co., S. A. En los años de la ley seca, esta destilería vendió miles de cajas de botellas de Juárez American Whiskey al país vecino. Dicen que por allí apareció alguna vez Al Capone. Se supone que para comprobar la calidad de la mercancía. La calidad, en cualquier caso, es superior. Sin duda es de los mejores whiskies que he degustado.

Si rememoro América, no puedo olvidar Chile, un país que inevitablemente une su nombre al de Pablo Neruda. Impartí allí un seminario sobre periodismo en Concepción. Después volví a Santiago, una ciudad tantas veces traicionada por militares gozosos del poder arrebatado al pueblo. La Casa de la Moneda, el estadio de fútbol me retrotraen a los años de la represión del general Pinochet. Visité la tumba de Salvador Allende, recordé el perfil comprometido y bueno de Víctor Jara. Me acerqué, con Claudia Mellado, inevitablemente a Isla Negra. Conocía sus rincones de haberlos leído, el océano bravo rompiendo sus olas contra las rocas, las tumbas de Pablo y de Matilde, su colección de conchas, su colección de botellas, sus mascarones, el cuerno de narval, su mundo propio representado en objetos recogidos por medio mundo. Una casa que nunca dejaba de crecer frente al océano Pacífico que le vio morir del dolor propio y ajeno.

Antes o después, estuvimos una semana en Isla de Pascua, donde la única carretera era el aeropuerto. Denominémoslo así. Toros y caballos salvajes y libres habitaban la isla. El océano manso del color de un carbón metálico. Isla de Pascua es el rincón habitado más alejado de cualquier parte del planeta. Allí ves el cielo y tocas la soledad.

Pero fue Cuba el país que primero visité de América Latina. La Habana es, sin duda, una de las ciudades más bellas del mundo. Andar La Habana Vieja, entrar en la bodeguita del Medio, tasca tradicional, con las paredes escritas y fotografías enmarcadas de famosos, donde se sirven mojitos. ¿Y del medio por qué? Porque todas las tabernas están ubicadas en las esquinas, al final de la calle. Menos esta.

Entrar en Floridita, más conocido como El Floridita, bar y restaurante desde 1817. Se hizo mundialmente famoso gracias al escritor y periodista Ernest Hemingway, quien acostumbraba visitarlo con regularidad. De hecho, ahí sigue en forma de estatura de bronce apoyado en la barra. Cuna del daiquiri, he pasado tardes enteras con el profesor Francisco Esteve y Claudia Mellado bebiendo al lado del inmortal Premio Nobel. En su nombre, siempre pedía un daiquiri Papá Hemingway. ¿Por qué se denominaba así? Porque contenía doble ración de ron. Visité su casa a las afueras de la ciudad. Escribía de pie. No lo entiendo. ¿Cuántas veces leí El viejo y el mar? Ya no recuerdo. Dejé a unos cuantos amigos allá.

¿Cuándo cruzaré de nuevo el océano Atlántico para ir a América Latina? En realidad, no sé si he regresado de aquel continente desde entonces. Si no fuera así, la próxima vez haré escala en las islas Azores. Tengo pendiente tomar allá el mejor gintónic del mundo a la salud de Antonio Tabucchi, uno de mis escritores de cabecera. Mientras espero, tomo otro gintónic y releo, una vez más, Dama de Porto Pim. Hay esperar que, aunque se prolonguen, valen la pena.

Publicado en enero en el número 10 de Trasatlantics Studies Network. Revista de Estudios Internacionales.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

15 feb 2021

  • 15.2.21
Febrerillo el loco, desde luego, está para encerrarlo en el manicomio más selecto. Estos días traen a cualquiera fuera de sí. Afortunadamente, los días amanecen ya más temprano y los atardeceres se prolongan más allá del horario de los bares. Así que, en lontananza, veo cómo el sol se oculta tras las colinas sin un mal gintónic que echarme a la garganta.


Tienen estos días que anteceden a la primavera la sensación baldía de los amores enconados. Tal vez por esta razón, el 14 de febrero es día para celebrar con amor y con consumo, con regalos de obligado cumplimiento si no quieres que ella, o él, te miren sin otra intención que la demanda del mismo.

Estos días tienen una luz que no se agota y maridan a la perfección con una terraza, una o varias cervezas y esa mujer que advierte de vez en cuando que no andas –o no debes andar– solo por el mundo. Uno, con los años, mira la vida con perspectiva y no siempre con nostalgia. A la nostalgia le ocurre lo mismo que al colesterol: que la hay buena y la hay mala.

La primera te lleva a poder vivir una vez más los días de felicidad caducada que aún saboreas a grandes tragos. La segunda te atrapa en los bastiones oxidados del tiempo y te araña con dolor aquellas sensaciones perdidas que siempre quisiste conservar o revivir. Por descontado que ningún fármaco ayuda a disolver esa nostalgia espesa que alimenta los huesos muertos y las pesadillas que apagan otros sueños.

Hasta aquí llega el sol. Algo así decía George Harrison en una de las mejores canciones que cantó con The Beatles. A veces, cansado de días grises y de lluvias pertinaces, me gusta pasear por la ciudad sin mirar a ninguna parte, sin observar con detalle la urbe amazacotada, otras veces vacía, o hacerlo en la playa cuando el mar es una alfombra verde y azul.

Hay un calor modesto y acogedor que hincha las venas y una necesidad nuestra de buscar a la otra persona ahora que los días se abren como tomates de temporada. Hace años, cuando teníamos capacidad de decirle a los sentimientos que abrieran sus compuertas y nos dejaran noches de lujuria y alcohol, ella venía con un libro abierto, recitando los mismos versos de Pablo Neruda, abría una botella de vino y decía más tarde, convencida, que el mundo le sobraba todo entero entre aquellas paredes maestras y alquiladas de una juventud incandescente.

Ahora que el sol alumbra los últimos rescoldos de una pasión disuelta, nos gusta abstraernos en las mismas lecturas, andar los mismos caminos, vivir, aunque solo en el recuerdo, la belleza de un cuerpo perfecto, la noche con sus luces y sus sombras, los errores que siempre estuvimos condenados a acometer y a reincidir en ellos.

Hay en el azar una vocación inconsciente y pretenciosa por repetir la duda, el día único, el verso imborrable, una puesta de sol que nunca es diferente esté donde estés, la sensación última y primera de que cualquier momento feliz no se parece a ninguno otro ni en el caparazón in en sus entretelas.

Ahí llega el sol. Todo está bien. Cantaba Harrison. Después de un solitario, largo y frío invierno, las sonrisas están volando a los rostros, cantaba. He escuchado la canción cientos y cientos de veces. Miles. A los trece años, intoxicado de música, veía la foto del beatle incluida en el LP doble blanco y me veía igual. Lo decían mis amigos. Como si la música me hubiese mimetizado. Vivíamos en la música y por la música, como si la vida no tuviera sentido dentro de sus partituras. La vida era perfecta, simple, demasiado bella para ser real. Pero lo era.

Una amiga de entonces me confesó un día, después de muchos años sin vernos, que aquellos fueron los años más felices de su vida. Y en aquella otra vida ya muerta estaban las mismas melodías, el rostro de un hombre, las fiestas en desvanes, los cubalibres de ginebra. Siempre fueron de ginebra. Y ella vivía el presente con la consciencia de que el mundo de remontaba a treinta años antes. Te veo a ti, me decía, y lo veo a él.

Era una mujer hermosa, sencilla, radiante, de esas que se enamoran una sola vez en su vida. Ahora vivía casada, con hijos y con memoria. Quería a su marido, moriría por él. Pero no era igual. Ella ya estuvo enamorada. La vida es tan breve que en su mochila no se pueden almacenar demasiados sentimientos contradictorios, pero el cerebro es tan sabio que te permite existir de día y soñar de noche. Tal vez por esta razón los sueños, sueños son, citando al clásico. Una manera de soportar la existencia tal vez.

La verdad es que no vivimos una sola vida, sino retazos de varias o de muchas que soldamos al fuego como un hierro que nos sirve para marcar huellas de un tiempo y de otro, y después cada cual escribe el guion a su modo, intentando ensombrecer los días oscuros e iluminar los momentos mágicos.

Atrás queda siempre esa sensación que crece en los meses de lluvia, con los cielos nublados y un frío agotador que no es del sur. También hay que decirlo: estos tiempos se cotizan con un IVA añadido: el ronroneo del coronavirus.

No he vivido mayor ficción que esta pandemia. Nunca pensé, ni por asomo, que un simple virus pudiera arremeter contra una felicidad tan compacta como la que fabriqué durante años a prueba de terremotos y de otras sensaciones extraordinarias. Me veo ahora aquí con toda la logística imprescindible para convocar a los amigos y a ella a una celebración diferente y necesaria, excepcional.

Ella me escribe para decirme que no puede venir, que le gustaría, que la vida ha cambiado, que está cansada de soñar. Y yo le digo que no, que sueñe, que ahí los virus no tienen nada que hacer. Y le digo también que una amiga de mi juventud ha sobrevivido, enamorada de otro hombre, a un matrimonio, a dos hijos, sabiendo que la vida no repite otros momentos. Y le dije también, sin mucha convicción: también en esto hay mucha belleza.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

8 feb 2021

  • 8.2.21
Hay quien, en las noches claras, sale a la terraza a contemplar las estrellas y comienza a contarlas como si fueran garbanzos recién cocidos. Lo hace sin un punto de apoyo, sin un encuadre seleccionado en el que los astros ya contados se puedan aislar para no alterar una suma imposible.


Bastaría con mirar para sorprenderse y adivinar que el espacio allá arriba es infinito y que necesitaríamos tantas vidas para acertar en las cuentas que ya basta con observar la inmensidad del universo para sentirnos meros transeúntes en este mundo que se nos escapa a cada instante que respiramos.

A veces, me pongo a contar libros, penando cuántos no alcanzaré a leer en mi corta existencia, consciente de que el tiempo, a diferencia del espacio, es finito, que la vida es efímera como el soplo que apaga la vela. Observo los estantes cargados de los libros que amo y que no alcanzaré a leer, y es cuando entiendo la fugacidad de nuestro tiempo, el aliento que alimentamos sin la consciencia de su evanescencia.

Hay en esta ignorancia consciente un sentimiento de desarraigo que miramos de reojo, como si no fuera con nosotros. De golpe, basta una palabra, una imagen para devolvernos al centro de nuestra existencia. Y es entonces cuando echamos los ojos atrás intentando rescatar un momento olvidado, una luz desvaída, casi toda una vida con la que hemos intentando entendernos lo mejor posible, como si fuera con otro, pero que iba con nosotros. Va con nosotros.

A veces, proyectamos un cronograma irrealizable, pero que sin embargo nos ayuda a caminar sin dirección alguna, atravesando avenidas vacías donde mueren las palmeras y se oxidan los hospitales. Hay en toda memoria brechas por donde se escapa no solo el tiempo pretérito, sino también el devenir, los aplazados encuentros, los amores enconados, que no son pocos, la felicidad ya marchita de alimentarla con falsas promesas y con otras promesas de las que mejor no hablar, pero que nos ayudan a conformar los ángulos más oscuros de una impostura que cicatriza en nuestra propia piel.

Hay en las horas que están por venir un tiempo acosado de limitaciones y de esperanzas, como si toda sospecha fuera el anticipo de un fracaso articulado para estallar cuando la fiesta no ha hecho sino empezar. Es ahora cuando las melodías se tornan majestuosas y los bailes mueven el aire estancado de las horas presentes.

Miramos hacia un lado y vemos la vida de soslayo, caída sobre nuestros propios hombros, como si le costase respirar, como si las horas que quedan atrás sumaran ya más que las consumidas en todos estos años. Chuck Palahniuk, un escritor maravillado por lo oscuro y lo macabro, nos advierte: “… puedes agotar todas las distracciones para no confrontar tu mortalidad, pero al final deberás hacerlo. Nada importa, haz lo que amas”. Pero ahí radica precisamente la cuestión: que estos tiempos no nos dejan hacer lo que amamos.

Andamos tan confundidos que, por momentos, aspiramos nada más que a una felicidad modesta, recortada, como si las rebajas del confort emocional nos pillaran de lleno en mitad de una crisis irresoluble. Es ahí cuando nos ponemos en mitad de alguna parte mirando al cielo sin la pretensión de contar cuanto no tiene medidas o, si las tiene, se nos escapan a nuestras entendederas.

En ocasiones, las aspiraciones se nos achican tanto que nunca supimos dónde se nos quedaron aquellas luces que nos guiaban en una juventud feliz y esquiva, consumida en otros años en los que vivíamos descarriados en una eternidad que nunca fue tal.

Anatxu Zabalbeascoa pregunta al autor de la novela El día del ajuste qué puertas se le abrían ahora con sus 58 años. El escritor americano, sin que sepamos qué cara puso, declara: “Sé que lo peor define lo mejor. La epifanía solo es posible tras el desastre que la precede. El desastre tiene que ser de la magnitud suficiente para permitir el renacimiento. Por eso, con el gran lío que tenemos encima, nos espera una década de prosperidad, goce y felicidad. Luego nos volveremos a meter en un lío”.

Mientras el próximo lío nos sobrecoge, claro, yo empiezo a prepararme para el final de este, para esta fiesta ya anunciada. Al igual que, después de la Primera Guerra Mundial y la gripe española, el mundo se metió a vivir sin cortapisas los años locos en los veinte, ahora yo me dispongo a esconder en algún escondrijo que ignoro tanto cansancio ficticio, tanto aislamiento perimetral, tanta sensación colectiva de que todo tiempo pasado fue mejor, aunque en realidad sí lo fue, y me pongo en pie, salgo a la terraza y, mirando cerca donde la luna bravía enamora a algún que otro toro, me pongo a contar estrellas como loco, incluida la Estrella Galicia, aunque sé que es vocación inútil. Y ahí me quedo mirando un tiempo de ayer que se desdibuja en la memoria, afortunadamente.

Después entro a la casa, me abro una cerveza Estrella Galicia, muy fría, abro un libro, empiezo a leer, y busco no sé adónde ese tiempo por venir que, en ocasiones, se nos antoja sombrío y nada acogedor. Acabo la cerveza y abro otra y, espiando los astros desordenados en un firmamento sin fin, pienso el trabajo que tiene eso de contar estrellas. Y ni me río. Me agoto de solo pensarlo.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

1 feb 2021

  • 1.2.21
Escribe Manuel Vicent que las noticias se han convertido en pócimas inoculadas con una dosis de veneno y falsedad a partes iguales. Tal vez esta afirmación se exceda por demasiado genérica, pero es cierto que, en estos tiempos de posverdad, la realidad se cuece a distintas temperaturas según el medio y las redes.


El mundo que nos cerca no solo lo conocemos a través de los periodistas, también políticos y empresarios se han adueñado de todas las plataformas y escuchamos sus ecos allende nuestras vidas. El coronavirus ha venido, además, para vaciar las redacciones de profesionales y los ha atrincherado en sus casas, provistos de las tecnologías necesarias para realizar entrevistas por videoconferencia en cualquiera de las plataformas posibles y contrastar notas de prensa vía telefónica.

Afuera quedó el mundo, abandonado y deshecho, con sus ciudadanos confinados y perplejos frente al devenir. Con toda probabilidad, muchas páginas de los diarios impresos y digitales se elaboraban desde la redacción del medio, ahíto y sobredimensionado de noticias posibles provenientes de instituciones y organizaciones, ya redactadas previamente para facilitar el trabajo de los profesionales, una mirada ya puesta ante sus ojos, declaraciones servidas al antojo de cada cual, como el chef que sirve la salsa al gusto del comensal para la carne o el pescado del plato más exquisito.

Siempre hubo periodistas de mesa y de calle. Los primeros seleccionaban y ordenaban los teletipos que nos decían cómo venía la actualidad allende nuestras fronteras, diseñaban las páginas del diario y se reunían para ultimar el contenido de la primera página. Los segundos, ataviados de buenos zapatos y una libreta, se echaban a la calle a descubrir y describir el mundo.

El coronavirus les impuso una disciplina que veían absurda, y en verdad lo era, pero la necesidad de contar a los ciudadanos qué pasaba en otras partes, y ahora también en su propia ciudad, metió a la profesión en un crucigrama de soluciones inviables.

Pese a tanta adversidad, y aunque desde nuestra terraza todo parecía encallado o muerto, supimos que la vida seguía a horcajadas allá donde la mirada no nos podía llevar. Tal vez, el periodista tuvo entonces que mirar hacia adentro de él mismo, donde nunca le dio por entrar, porque los libros de estilo le imponían un método y una ética cuya línea pocos se atrevieron a cruzar jamás. Ahora, curiosamente, volviendo la mirada del revés, advirtieron que aquella inmersión hacia sus propios intestinos les llevaba también a historias que les habían pasado desapercibidas hasta el momento.

El periodista, parapetado entre sus compañeros en aquellas redacciones hoy de leyenda, no se planteaba quién leería sus textos, ni para quién escribía, porque, abandonado a su suerte, todos los ciudadanos, supuestamente, están colgados a la actualidad de cada día.

El escritor, sin embargo, sospechaba que, cuando escribe y vacía sus intestinos en un manojo de folios, duda si alguien algún día leerá esas páginas y si compartirá esas dudas indelebles que siempre le ataron a una soledad a prueba de cualquier virus.

El problema en cuestión va más allá, ya que prácticamente todos los periodistas también son escritores, o lo fueron o lo serán alguna vez. Es ahí cuando el mundo empieza a recortarse en sus aspiraciones informativas y se mete adentro de sus vísceras para contrastar si el mundo que se ahogaba en sus adentros se asemeja en algo a la vida que dejó atrás cuando la covid-19 lo encerró en las sensaciones desatendidas de otros días.

Cansados de la realidad, nos vemos atrincherados en la ficción, pero, será por falta de costumbre, nuestros lectores siguen indagando entre párrafo y párrafo dónde dejamos el mundo que a ellos ahora les trae de cabeza. Y piensan que aquellas metáforas más líricas o aquellas confesiones más escurridizas son renglones arrancados a nuestro indestructible yo, a esa otra vida que escondimos entre pulmón y pulmón y que ahorra esa lectora atenta y fiel entiende que esta enfermedad colectiva le ha llevado, como buen malabarista, a sujetarse en equilibrio en el alambre de una sinceridad bien pertrechada.

Y aunque este lector, que siempre lo fue, confiesa por activa y no por pasiva –la voz pasiva está prohibida en el periodismo, aunque estos textos tampoco lo sean, pero el hábito hace al monje– desgañitándose en una retórica de retruécano y de inefectividad que eso que cuenta no es su vida, que es la imaginación la que le inspira.

Pero es probable, claro, que este escritor que siempre lo fue, pero que ahora escribe literatura –llamémoslo así– concibe sus creaciones en una primera persona que no es él. Porque sencillamente piensa: dónde está él, es decir, dónde estoy yo, que ahora escribe en primera persona entre pecho y espalda, abusando de adjetivos y adverbios, con frases retorcidas mancilladas con poesía oscura, incluso profunda, con párrafos llenos de vida, tal vez de una vida inventada, o bien de una vida que él ignoraba que creía ahí donde nunca miraba.

Y ahora sabe por sus lectores, sobre todo por una lectora, que sus narraciones laten como un corazón vivo puesto en mitad de la mesa, que el mundo que ha dejado afuera es parte inalienable de este otro puzle que le atenaza hoy su propia identidad, sus sueños no cicatrizados, sus noches largas de alcohol y amores efímeros, de labios que invitaban a compartir la soledad de un destino desconocido y donairoso.

Ahora ya sabe para quién escribe: para él mismo. Y quién lo diría: también para ella, que lo conoce.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

25 ene 2021

  • 25.1.21
La fatiga pandémica nos arrastra cada día a una desesperación controlada, a una monotonía agotada, a una necesidad consolidada de aspirar a cambiar los días. No ya de volver a una vida anterior, sino de saber, acaso, si hay un fin posible a estos momentos negros. El pensador esloveno Slavoj Žižek dice que unidos nos salvaremos. Dice también que a todos nos envuelve una fatiga crónica que no nos deja mirar alrededor.


En primavera sufríamos más, pero ahora la gente es indiferente, dice: “Nadie sabe qué va a pasar. La gente está literalmente perdiendo el deseo. En Sarajevo, con los francotiradores en los tejados, la gente luchaba por sobrevivir; después, cuando acabó la guerra, llegaron los suicidios. Me temo que ahora pase lo mismo. En medio año puede que la crisis sanitaria esté controlada, luego vendrá la económica, y la tercera ola será psicológica, los derrumbes emocionales, las generaciones destruidas”.

Vistas las cosas de este modo, el mundo se empequeñece a cada instante, como un laberinto de sensaciones que nos atrapa y nos confunde. Toda crisis amarra sus secuelas en sus últimos golpes. El mundo anterior cayó de golpe y, más tarde, se fue desmoronando pieza a pieza, como una eterna lluvia de granizo que cubrió las calles de un color indefinido y denso, a veces semejante al vacío, y en ocasiones de una delgadez tan invisible que parecía no estar en ninguna parte, solo más adentro de nosotros.

La covid-19 aporta paralelamente otras crisis que no se ven a primera vista pero que, como un iceberg, van mostrando una esquina de su dolor y su amenaza. La tercera ola es un ciclón que ha metido al mundo en una coctelera que gira sobre sí misma a una velocidad de vértigo.

El pasado jueves se alcanzó el punto más alto de casos por contagio. El Informe de la Sociedad Andaluza de Medicina Intensiva y Unidades Coronarias, en su informe de 16 de este mes, ya advertía de que la curva de nuevos casos se incrementaría mucho durante la pasada semana.

Decía también que el estándar de ingresos por casos diagnosticados subía al 1,6 por ciento y que, a partir de una ocupación estimada del 60 por ciento, se aplicaría de nuevo el 1 por ciento por la falta de camas. Y concluía diciendo que la tasa esperada de altas se seguía estimando de nuevo en función de la tendencia de altas respecto a pacientes ingresados.

Las estadísticas no registran en sí mismas la soledad de cada cual, pero encierran de manera incómoda el diagnóstico de estos días de incertidumbre y maldiciones. Se auguran los días peores para los hospitales, las víctimas retorciéndose sin aliento en camas prestadas que pronto abandonarán para que otro enfermo ocupe su lugar.

Y afuera, en la inconsciencia que nos infunden las fiestas que nunca tuvieron que celebrarse, algunos ciudadanos bromean con burlas desgastadas y anacrónicas y piden una risa deshilachada y disuelta como reconocimiento a su ridícula escenificación. También lo ha anunciado Žižek: “Todavía no estamos ahí, pero el humor volverá y será oscuro y brutal”.

Mientras tanto, hay quien alimenta las teorías conspirativas, los acertijos sin solución, las adivinanzas famélicas, los sueños truncados. Hay quien busca todavía una solución en el zinc de los tejados cuando el agua turbulenta de las tempestades castiga las tierras donde llueve sobre mojado.

Hay en cada disparate un argumento vencido y en cada silogismo un enigma nunca resuelto. El mundo se desvanece a nuestros pies y nosotros, cada uno a su modo, lo celebra con una botella de cava y medio de kilo de confetis esparcido por las calles. Con fuegos artificiales, por supuesto.

Hay una fatiga pandémica que llevamos incorporada a la espalda como una tortuga sostiene su caparazón, sin que sepamos todavía si será de por vida y deseando desprendernos de ella en cualquier esquina.

El pensador esloveno tampoco cree en las teorías conspirativas: “La covid no cayó del cielo, no salió de una sopa de murciélago en un rincón de Wuhan, forma parte de un sistema. No en el sentido new age, como una venganza espiritual de la naturaleza contra el capitalismo. La covid es materialismo puro, un proceso vacío de significado, algo que simplemente ocurre, pero por supuesto que lo hace en unas condiciones económicas determinadas. La naturaleza se recuperará, eso no me preocupa, la cuestión es si habrá lugar en ella para nosotros”.

Así que aquí estamos, mientras la tercera ola de la covid se cobra nuevas víctimas y los hospitales se preparan para vivir sus días más duros. Siempre son más duros. Así que aquí estamos con la fatiga a los hombros, cayéndosenos por los brazos como hierro fundido, como lava muerta e invisible y, pese a todo, con unas ganas también duras de vivir, de ponerle margaritas al amanecer, de mirar un paisaje desvaído que procuramos reconstruir cada noche metiéndonos en sueños prefabricados pero reconfortantes, anchos como un día con luz y alegres como eran los días antes de que esta pandemia habitara los últimos rincones de un planeta castigado y arrinconado en el confín del universo.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

18 ene 2021

  • 18.1.21
Watergate es el precedente prototipo y más sonado de lo que tradicionalmente se conoce como periodismo de investigación, un caso en el que los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein requirieron participar activamente, investigando tenazmente y contrastando los hechos, con la ayuda de fuentes internas clave, y que hizo caer a Richard Nixon de la Presidencia de EE UU.


Un modelo anterior son los papeles del Pentágono, publicados por The New York Times poco antes de Watergate, que destaparon la historia clasificada de la guerra de Vietnam, impulsada por el Departamento de Defensa de EE UU, y que contenía una versión menos suave del conflicto que aquella otra que los ciudadanos conocían hasta entonces.

Neil Sheehan consiguió dos hitos clave en la historia del periodismo del siglo XX. El primero, la exclusiva de los documentos que demostraban que el Gobierno de los Estados Unidos mentía de forma sistemática y que estaba mandando a sus soldados a morir en Vietnam a pesar de saber que su sacrificio sería inútil. Esos documentos son conocidos como Los papeles del Pentágono.

Su segundo gran hito fue la resolución del Tribunal Supremo de Estados Unidos que garantizaba el derecho a publicar los documentos, una de las mayores victorias de la libertad de expresión en el siglo XX. Nunca la prensa había sido tan respetada como entonces y nunca más lo sería en el futuro. Ni siquiera con el caso Watergate, escribe Juan Carlos Laviana.

El pasado jueves murió Neil Sheehan a los 84 años en su casa de Washington. Hijo de inmigrantes irlandeses, nació en Holyoke, Masachusetts. Se graduó en la Universidad de Harvard y con 25 años llegó a Vietnam para cubrir la guerra, un conflicto que costó millones de muertos. Allí estuvo cuatro años. 

En 1964 escribió: “Me pregunto, cuando miro las aldeas campesinas bombardeadas, los huérfanos mendigando y robando en las calles de Saigón, y las mujeres y los niños con quemaduras de napalm en los hospitales, si Estados Unidos o cualquier nación tiene derecho a infligir este sufrimiento y degradación a otra gente para sus propios fines”.

Stephen Reese, vicedecano de la Escuela de Comunicación de Texas, asegura que históricamente “los periodistas siempre han pretendido las ruedas de prensa y las entrevistas a la tarea, más difícil, de investigar a partir de pruebas documentales, pero los papeles del Pentágono eran literalmente papeles, fotocopiados por la fuente que dio la voz de alarma”. Y añade: “Hoy la tecnología reduce enormemente los escollos para este tipo de filtraciones, y aumenta el valor de documentos materiales, como se ha visto en el caso de WikiLeaks”.

Pese a que es cierto que los papeles del Pentágono es más una filtración que puro periodismo de investigación, nadie discute la trascendencia de su publicación. Como también es cierto que Watergate, basado en la contrastación de fuentes informativas, tampoco fue el primer ejemplo de periodismo de investigación de la historia. Tal mérito debe recaer, sin duda, en el periodismo muckraking que surgió en Estados Unidos a finales del siglo XIX.

El término lo acuña el propio presidente Roosevelt, que comparó a estos periodistas con el hombre del Muck-rake (rastrillo de estiércol) y que basaban sus investigaciones en la denuncia social. Sus investigaciones se sustanciaban en la inmersión. No querían que las fuentes les contaran la historia. La querían vivir por sí mismos.

Nellie Bly representa el caso más sonoro. Ingresó en un manicomio haciéndose pasar por demente. Nada más salir escribió Diez días en un manicomio. Con la publicación de esta crónica consiguió que las autoridades sanitarias emprendieran importantes reformas en los hospitales de salud mental de Nueva York.

Las investigaciones inmersivas de Bly tuvieron sus repercusiones, al igual que la publicación de los papeles del Pentágono por parte de Neil Sheehan, o las investigaciones llevadas a cabo, contrastando fuentes fidedignas, de Woodward y Bernstein no cayeron en saco roto. Al final, las tras modalidades de periodismo de investigación dieron sus frutos.

La filtración que obtuvo Sheehan es la mayor de la historia hasta aquel momento: 7.000 páginas. The New York Times comenzó a publicar sus investigaciones el 13 de junio de 1971. Pronto se unieron a la tarea The Washington Post y The Boston Globe.

Estos informes desvelaban que la Administración Johnson había mentido sistemáticamente al Congreso sobre la importancia trascendental de aquel conflicto bélico y que varios presidentes de Estados Unidos sabían desde el principio que la guerra de Vietnam estaba perdida. El Gobierno norteamericano quiso impedir su publicación, pero el Tribunal Supremo sentenció que la prensa podía seguir publicándolos.

Después de estas exclusivas, Sheehan se dedicó a escribir A Bright Shining Lie (Una mentira brillante y luminosa) sobre la vida del teniente coronel John Paul Vann y la participación de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam, que publicó en 1988. Con este libro obtuvo el premio Pulitzer, el galardón más importante del periodismo, y un Premio Nacional del Libro. Steven Spielberg llevó esta historia a la pantalla en 2017 con el título Los papeles del Pentágono.

Sheehan nunca dijo cómo obtuvo estos papeles. En 2015 contó el secreto a The New York Times, con la condición de que no se publicara hasta después de su muerte. En la película de Spielberg, Sheehan tiene un papel muy secundario, pues el mérito lo compartiría también con Katharine Graham y Ben Bradlee, editora y director del periódico de la competencia, The Washington Post. Pero si Sheehan no se hubiese atrevido a fotocopiar, sin el permiso de la fuente, estos informes de la guerra de Vitenam, hoy, con toda probabilidad, no sabríamos qué malditas razones llevaron al Gobierno de Estados Unidos a crear el infierno en este país asiático.

Después de publicar estos informes y de varios años de permiso sin sueldo, Sheehan abandonó The New York Times. Era el precio que tenía que pagar por desvelar la verdad, siempre incómoda. Tal vez esta no fue la primera vez que ocurrió así: tampoco será la última.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

11 ene 2021

  • 11.1.21
La pandemia nos ha devuelto al mundo de la lectura. O bien nos ha iniciado en ella. Depende de donde anduviera cada cual, obviamente. Fuera del paraíso del que nos expulsaron y donde hacíamos nuestra vida cotidiana, el mundo se nos antojaba demasiado ancho y desapacible. Así que era lógico que nos recogiéramos en un espacio más estrecho y acogedor como las páginas de un libro.


Las estadísticas vienen a contrariar cualquier pronóstico. Las pérdidas previstas al inicio del confinamiento superaban el 40 por ciento. Aparentemente, la realidad mostraba una foto abrumadora: librerías cerradas durante tres meses, adiós al Día del Libro, a Sant Jordi, a la Feria del Retiro y a todas las demás ferias. El mundo era un libro cerrado.

Aburridos de nuestra vida y encerrados en varios metros cuadrados, el libro se nos apareció de golpe como una lluvia abundante cruzando del desierto. No solo fuimos capaces de abrir un libro y sobrevivir a la lectura de las primeras páginas, sino que, frente a los 47 minutos de media de la antigua normalidad, durante el confinamiento dedicamos a la lectura 71 minutos diarios. Es decir, la media semanal alcanzó las ocho horas y 20 minutos. Y hasta aquí, eso sí, sin desfallecer ni enfermar.

Se supone, por supuesto, que esos 71 minutos estarían divididos en franjas de varios minutos a lo largo y ancho de la mañana y la noche. Un día, lo sabíamos antes también, da para mucho si mucho se aprovecha. Ojalá la vuelta a la libertad callejera y la felicidad desenfrenada no nos aleje de esa otra intimidad recuperada con nosotros mismos y con nuestro alter ego.

Después de todo, la lectura no solo nos lleva a reconocernos en nosotros mismos, o en aquellos otros que nunca fuimos o seremos, sino también en tantos personajes reales o ficticios que conocimos y reconocemos en los buenos libros.

Al respecto, Irene Vallejo, que tanto sabe y ha escrito de escritura y de lectura, en un opúsculo tan bello como breve, Manifiesto por la lectura, nos advierte: “El hábito de leer no nos hace necesariamente mejores personas, pero nos enseña a observar con el ojo de la mente la amplitud del mundo y la enorme variedad de situaciones y seres que lo pueblan. Nuestras ideas se vuelven más ágiles y nuestra imaginación, más iluminadora. Al asomarnos a la madriguera de un relato, escapamos de nosotros y nos proyectamos en los personajes de un país inventado”.

Lo que ya no nos atrevemos a intuir o saber es si ese mundo inventado, o no, lo seguirá siendo en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Allá adentro, tal vez, sin nuestro consentimiento, las historias leídas adoptan la apariencia de guiones reales y propios. Es decir, no solo vestimos a sus personajes de una epidermis tangible, también los hacemos nuestros, adoptamos sus vidas falsas con un sometimiento aparentemente inútil.

Pero no, en el fondo, solo queremos indagar en un mundo nuevo porque el otro, ese que sí es auténtico, se muestra evanescente, vacío, sin esquinas en las que guarecernos. Mirábamos hacia afuera y solo había un vacío que no nos consolaba.

Era entonces cuando devolvíamos la mirada a las páginas de ese libro olvidado durante tanto tiempo y que ahora se nos mostraba no solo como un salvavidas o una guarida, sino como la única opción en un futuro deshecho o contrahecho. En cualquier caso, tan abstracto y evanescente que se perdía en la propia mirada.

La pandemia ha dejado otros dos datos dignos de mención. De una parte, la lectura digital creció en diez puntos. Por otro, la brecha de género volvía a coger carrerilla: el 66 por ciento de las mujeres se reconocieron lectoras, frente al 48 por ciento de hombres. Pero la lectura puede traer consigo también la reconciliación con el olvido.

Irene Vallejo escribe también: “Pero leer no solo nos enseña a superar desniveles y reparar ruina, es también gimnasia que vela por nuestra salud”. Y añade: “Los neurólogos están descubriendo que se cuenta entre los mejores ejercicios posibles para mantener ágil el cerebro”.

Es decir, que posiblemente pueda ayudar también a contener el alzhéimer, a desviarlo por otros aluviones menos escurridizos y más maleables, menos subterráneos y oscuros. O sea, ayudar a vencer una enfermedad tan nueva y antigua como la pérdida de memoria se podría paliar -en parte, sospecho- recluyéndonos en el laberinto inventado de una historia o en la ingeniería argumentativa de terracota que es un ensayo.

En cualquier caso, siempre aliviará los momentos asediados e interminables a los que nos sometió el confinamiento y los que más a menudo nos muestra la propia vida. Tal vez ahora, con un libro en las manos, sepamos mejor que nunca que se puede vivir varias vidas en una sola si sabemos destripar con ensañamiento y vehemencia los renglones torcidos y ensordecedores de la imaginación a la que nos somete la lectura, ya sea en un libro impreso o digital.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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