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Mostrando entradas con la etiqueta Historias de un hojaldre peludo [Gonzalo Pérez Ponferrada]. Mostrar todas las entradas
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21 nov 2017

  • 21.11.17
Manuel Arinaga se sintió bastante contrariado la tarde que no encontró su cabeza. Ocurrió un instante después de haber decidido volársela con un viejo revolver Smith. Manuel quería matarse. La suerte le había abandonado. Había pasado de dirigir una próspera firma de abogados a coordinar las cajas de un supermercado. Sus dos hijas lo dejaron solo, y su amante, mucho más joven que él, lo había sustituido por un joven arquitecto.



El capitalismo salvaje que se había instalado hacía más de una década en Europa estaba haciendo mella en gente como Arinaga. El dinero tenía secuestrados a muchos ciudadanos que decidían acabar con su vida antes que llevar una existencia miserable.

El arma la había heredado del abuelo carlista. El viejo soldado nunca admitió su derrota. Su abuelo siempre llevó el revólver en el bolsillo derecho del pantalón. “Uno no sabe de quién habrá que defenderse”, le decía a su nieto.

Cuando Manuel Arinaga se disparó no sintió ningún dolor. Sólo tuvo miedo. Ni siquiera notó que la bala le hubiera herido. Aunque percibió un extraño cambio. Donde antes estaba su cabeza ahora se hallaba un sombrero estilo panamá perfectamente incrustado en su cuello. Las venas del cuerpo se entrelazaban con el tejido del sombrero y su tacto se asemejaba a la piel de un ornitorrinco.

El extraño acontecimiento ocurrió en plena siesta, mientras el sofoco del verano madrileño castigaba sin clemencia la ciudad. Manuel se mira al espejo y no se extraña. Parece que ese sombrero hubiera adornado su tronco toda la vida.

Decidió salir al exterior y, en la escalera, se cruzó con el doctor Javier Aguimes, su vecino. Comprobó que Aguimes, un neurocirujano muy reputado, tampoco tenía cabeza. En su lugar lucía una boina. Manuel tenía una urgente necesidad de salir a la calle. Antes le preguntó a su vecino si había intentado suicidarse. “Claro, yo me volé el cráneo el año pasado”, le contestó.

Al salir a la calle, Manuel ya no se asombró al comprobar que la gente no tenía cabeza. En su lugar, sus troncos coronaban cofias, turbantes, gorros, bonetes, cascos, monteras y alguna que otra chapela. Fue entonces cuando Manuel cayó en la cuenta: todas esas personas se habían inmolado con un tiro en la cabeza.

A todos les había ocurrido lo mismo: a causa de un extraño fenómeno natural, la cabeza desaparecía en el momento del disparo y, en su lugar, aparecía un sombrero. El doctor Aguímes lucía con mucho estilo su boina de color verde, igual que su bata.

Manuel flota en los pasillos de un gran hospital. Ahora el doctor Aguimes le raja la cabeza con un pequeño bisturí. Manuel ya no ve nada. Oye voces lejanas, acolchadas.

El calor es insoportable y la vida de Manuel se quema en su pecho. Está en un mundo de batas blancas, azules y verdes tocadas de bonitos sombreros. Aparentemente ha dormido la siesta, aunque realmente está recostado en una camilla de hospital rodeado de enfermeras y médicos en plena intervención. A Manuel le están extrayendo el miedo que tiene desde hace años incrustado en su sombrero.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

14 nov 2017

  • 14.11.17
Acaba de subir a la planta 61 de la torre Chrysler. Es el último piso. Toda la estancia está herméticamente cerrada. Rompe los cristales de la ventana para poder salir al exterior. Nunca pensó que el juicio final le llegaría en 2012. Pércibal Reynolds brindaba hace solo unos meses la entrada del año nuevo con Margot, su amante. Ahora está prácticamente muerto. Vive con la duda permanente.



Su pesadilla comenzó a las 10 de la mañana del seis de marzo en Wall Street. El rumor de la quiebra de Lehman Brothers, una de las principales compañías financieras del país, provoca la desconfianza de los inversores. El cierre ha sido catastrófico. La bolsa ha sufrido una caída del 500 por cien.

En un solo día ha perdido 2.420 millones de dólares. Pércibal era dueño de un banco por la mañana. Ahora ya no tiene nada. Ni siquiera es suyo el anillo que su esposa le regaló treinta años atrás. Una hermosa piedra de diamante que está valorada en cinco millones. Todo se ha embargado. Todos sus bienes. La casa de la playa, el apartamento de París y su colección de 50 automóviles Hispano-Suiza.

Pércibal Reynolds se aúpa y se sitúa entre la cornisa y la gárgola en forma de águila que cuelga extramuros del edificio. Mira hacia el abismo y ve a la gente que se detiene y lo señala con el dedo. Los viandantes están en su vertical. Justo 319 metros más abajo, entre la intersección de la calle 42 y el número 405 de la avenida Lexington.

Nueva York está inquieta. Mirando al suicida. Las miles de ventanas que se ven desde arriba son como ojos que lo vigilan. Que le dicen que se tire. Que se funda con el viento. El suelo le está esperando. Su cuerpo se aplastará contra la acera y su sangre se esparcirá y se mezclará entre la suciedad de la ciudad.

Pércibal está inmerso en sus ensoñaciones. Pensó que si ahora se iba de este mundo no conocería las calamidades de la miseria. Un hombre como él no podía ser pobre. La vida le había regalado todos los placeres y era hora de despedirse como un buen americano. Calculaba la velocidad que llegaría a alcanzar al precipitarse, antes de estrellarse contra el suelo.

Lo único que ahora le preocupa es si el dolor será soportable. Unos años antes vio caer a un hombre desde un globo aerostático. No tardo más de ocho segundos en estrellarse contra la arena de la playa. El globo estaría a unos 2.000 metros de altura. Fue como ver a un monigote rebotar varias veces contra el suelo sin quejarse. Parecía un muñeco de trapo.

“Entonces caer desde 319 metros sería como tropezar –pensó- no me daría cuenta ni de que estoy cayendo. Sólo notaría el aire cortarme la cara un segundo. Oiría un sonido fuerte, seco y ahí acabaría todo”.

Pércibal, absorto en sus pensamientos, ha estado a punto de resbalar y de precipitarse al vacío. Fue al apoyarse en la cabeza de águila que cuelga del muro. Se ha agarrado con fuerza a otra gárgola vecina. Todo el peso de su cuerpo lo está sujetando una cornisa que le puede hacer perder el equilibrio en cualquier momento.

No podrá aguantar mucho tiempo. La cabeza de águila se le escapa de entre los dedos. Hace frío. Siente que le quedan unos pocos minutos. Le sudan las manos. Es imposible seguir sujetándose y va a tener que buscar otro asidero.

Antes de estar en esa situación tenía la firme convicción de querer matarse. Pero ahora que está en peligro no quiere morir. Siente que la vida se le ha pegado entre las uñas, que la pared que ahora araña para asirse es su salvación.

Abajo todo el mundo mira espantado al suicida. Pércibal Reynolds ahora no quiere morir. Ya no le importa ser pobre. Le da igual el destino del banco que acaba de perder. Ni tan siquiera el anillo de su mujer o que su amante lo haya abandonado esta misma tarde.

Sus dedos se van soltando de la pared, impotentes. Él no quiere caer. La gárgola lo mira desde arriba y él se está precipitando hacía el fondo. Todo es mucho más pausado de lo que podría haber imaginado. Puede ver a la gente desde arriba. Los ve acercarse.

Una niña de unos cinco años corre a las faldas de su madre. Tres bomberos están intentando acercarle una colchoneta. Dos adolescentes compran un perrito caliente. Ellos no lo ven precipitarse. Hay un chaval disfrazado de superhéroe. De Spiderman.

Pércibal grita y nadie lo está oyendo. Nadie lo puede proteger. Ni siquiera el Spiderman de pega. Él lo siente todo muy de cerca. La vibración de una mariposa que le sobrevuela como si fuera un hada buena que viniera a salvarlo.

Antes de llegar al suelo escucha perfectamente el claxon de un taxi que protesta ante el gentío que se agolpa para verlo caer. Es un ruido nítido. Lo oye como si fuera uno de esos privilegiados que ahora están caminando y no se están estrellando a una velocidad de 30 metros por segundo.

Todo el gentío se arremolina y se detiene a mirarlo. Gritan, lloran y algunos no pueden disimular la cara de asco.

Pércibal no ha sentido absolutamente nada. De repente se ve en el suelo. En una acera que parece almohadillada, blanda y acogedora. Se encuentra recostado en una postura bastante rara. Nunca se vio la espalda y ahora la tiene delante de su cabeza. Al lado se encuentran totalmente estiradas y cruzadas sus dos piernas. Pércibal sabía que esa postura era bastante extraña.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

7 nov 2017

  • 7.11.17
Volví a ver a Williams Wood Tennessee unas horas antes de ser ejecutado en el pabellón de la muerte, en la pequeña ciudad tejana de Huntsville. Le quedaban solo 24 horas de vida. Wood había decidido concederme la entrevista que me denegó diez años atrás cuando lo condenaron. En aquella época, se me iban las horas escribiendo crónicas en los juzgados tejanos para el rotativo Huntsville Times.



El único diario que me dio cobijo después de salir de España fue el Huntsville Times. Era un modesto periódico local que llevaba en la calle desde hacía más de cien años. La ciudad de Huntsville es una gran prisión. De sus casi 39.000 habitantes, la mitad viven condenados en los cinco penales federales que se reparten por todo el distrito.

Lo primero que le pregunté a William Wood cuando me ofreció la exclusiva fue por qué me había elegido a mí, a un desconocido periodista español entre todos los informadores. Comunicadores famosos como Larry King y Oprah Winfrey estarían encantados de entrevistarlo. Su respuesta fue esclarecedora: mi marcado acento andaluz le recordaba los primeros años de su infancia, cuando vivió en la campiña cordobesa junto a su madre.

Llegué a la prisión a las diez de la mañana, como convinimos. El penal se construyó a finales de los años veinte y no hay ningún interno. Solo se utiliza para las ejecuciones. El condenado solo pasa las últimas 24 horas allí, donde duerme y come por última vez.

Se hace muy duro atravesar los grandes portalones de acero de la prisión. A cada paso se oyen los cerrojos. Las rejas y el acero es el único elemento que se ofrece al visitante mientras se camina por sus largos pasillos.

Al llegar a la celda de Williams nos saludamos. Unos gruesos barrotes me separan de él. Es la primera vez que estamos los dos solos, cara a cara. Había pasado ya una década desde que lo vi encaminarse hacia la salida del juzgado, encadenado y condenado a muerte por un jurado de blancos.

Williams era un negro que estuvo luchando diez años en el corredor de la muerte para que no lo mataran. Al final, el gobernador del Estado, de raza blanca, no le conmutó la pena.

—¿Tienes miedo?

Fue una pregunta que resultaría bastante torpe, típica de un imbécil primerizo. Pero en aquellas circunstancias, la creí justificada.

—Claro que si –me contestó-. Tengo pánico, miedo, terror. No quiero morir y sé que mañana, a estas horas, ya no estaré aquí. Seré un trozo de carne sin movimiento. Inerte, sin vida. Intento mantenerme en mi lugar con dignidad, pero es una tortura. Aquí en la celda de al lado se encuentra un predicador que mató a su mujer. Lo ejecutan hoy y lleva gritando horas. Me está volviendo loco. Pero ¿sabes? Además de este predicador hay algo que no me deja tranquilo.

—¿Qué te preocupa? –le pregunté.

—Me está enloqueciendo la incertidumbre. No sé si me va a doler. Si los fármacos sedantes harán su efecto. Dicen que para los gordos como yo hace falta más cantidad, pero a todos le ponen la misma dosis. No sé si cuando llegue el momento sufriré con el estallido de mi corazón.

A Williams le inyectarán tres medicamentos. Primero un anestésico, después un relajante muscular y, al final, le administrarán el cloruro potásico, la sustancia encargada de paralizarle el corazón y de darle muerte.

—Y después, cuando todo se acabe, ¿a dónde iré? ¿Me quedaré ahí muerto para toda la vida? ¿Para toda la eternidad? Joder, me da mucho miedo asomarme al abismo. A estar muerto siempre, hasta que se acabe la vida en la Tierra, hasta que el sol engulla nuestro planeta; hasta que el universo deje de existir, hasta más allá. Mucho más allá: hasta una eternidad que me provoca ansiedad y ganas de vomitar. Y a todo eso tengo que enfrentarme mañana. No quiero morir. No, no quiero morir...

—¿Tienes algún pensamiento que te pueda tranquilizar ahora?

—Me han enseñado el ataúd que me ha comprado la señora Ketsler. Es de caoba. Muy elegante.

La señora Ketsler es la madre de Timmy Roberts, el compañero de Williams que ejecutaron hace un año. Desde que mataron a su hijo, ella lo visita cada viernes porque dice que, ahora, Williams necesita una madre y ella, un hijo.

—Y tu consuelo?

—El único alivio que me queda es saber que tú también vas a morir. Al final, tú y yo somos iguales. Sé que vas a vivir más que yo, pero nunca sabrás cuándo dejarás esta vida. La muerte te puede esperar en un accidente de avión, de un balazo en el robo a un supermercado, de cáncer, ahogado...

Vas a morir, igual que yo, pero nos diferencia algo: yo me liberé de esa incertidumbre. Sé cuándo y cómo voy a dejar todo esto. Quizá te mueras mañana mientras vas al periódico para contar mi ejecución. Tal vez te mueras de viejo. Posiblemente, cuando menos te lo esperes. Tú no lo sabrás.

Pero yo sí que lo sé. Conozco el minuto exacto en el que voy a dejar de vivir. El minuto de mi sacrificio. Mañana me van a matar a las siete en punto, y yo no quiero que me maten.

—¿Te arrepientes de haber asesinado a sangre fría a aquel muchacho de la gasolinera?

—No me arrepiento porque yo no lo hice. Es el Estado de Texas el que va a liquidar a una persona totalmente inocente a sangre fría. Y te digo más: si lo hubiera matado, ellos van a hacer lo mismo conmigo. Son igual de asesinos. Matan por venganza. Me van a quitar de en medio con la legalidad por delante.

Williams me pregunta: ¿sabes cuál será la causa de mi muerte? Homicidio. Eso es lo que pondrá el forense en el acta de defunción. Con todo el cinismo del mundo. Mi muerte se declara como homicidio. Ellos lo escriben en un documento oficial. Homicidio. Y su autor, los Estados Unidos. Un país que se considera el más demócrata de occidente, comete asesinatos legales, lleva a cabo la antigua ley del ojo por ojo.

El guardián nos avisa para que terminemos en cinco minutos y yo me dejo muchas preguntas en el tintero. Williams me pide que asista a la ejecución para que lo acompañe en sus últimos minutos de existencia. No puedo negarme y me despido de él hasta el día siguiente.

* * * * *

Son las siete menos diez de la mañana del 22 de diciembre de 2010 en el penal de Huntsville. En la pequeña sala que da a la camilla de ejecución nos encontramos el alcaide de la prisión, la señora Ketsler y su hermana, un fotógrafo, dos oficiales del penal, el médico y yo.

Williams no tarda en llegar y lo sientan en la camilla. Le suben la manga de la camisa hasta el antebrazo y lo enchufan a las jeringuillas. Nos mira. Saluda y sonríe. Mientras el relajante muscular le corre por las venas comienza a entonar en voz alta la canción navideña Noche de paz.

En la primera estrofa, cuando canta “entre los astros esparcen su luz” se calla. Hay un breve espacio de silencio que termina en un gran resoplido. Es el último aire que le sale de los pulmones. Williams ha muerto.

Diez minutos después, la señora Ketsler y su hermana pueden verlo en la capilla. Tiene un semblante tranquilo. Sin ningún rasgo de sufrimiento.

Está colocado en el ataúd que le compró su nueva madre, que ahora lo acaricia y lo llora un buen rato. Mientras observo la escena, veo al muerto que parece dormir profundamente. Ya no tiene miedo a la eternidad. Porque ahora él forma parte de la eternidad.

Se ha fundido en la confusión que nos tiene a todos amenazados hasta el final de nuestros días. Por eso miro por última vez a Williams. Para comprobar que no existe ese miedo en su rostro. Es entonces cuando me pregunto si, cuando me llegue la hora, tendré un ataúd tan elegante como el de Williams Wood. De color caoba.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

24 oct 2017

  • 24.10.17
Era una mujer de 24 años y, a pesar de su juventud, nunca esperó nada de nadie. Por eso jamás tuvo que sentarse en un banquito aguardando a que cualquier desgraciado le prestara atención. Nunca quería estar sola, por eso compraba sus compañías. Daba igual que fueran hombres o mujeres porque solo peritaba las sensaciones desde su sexo, que era ajeno a los géneros.



Con las mujeres se sentía más comprendida entre sus caricias, ya que compartía sus placeres y sus miedos. De los hombres necesitaba la inmediatez para culminar una ansiedad temprana. Eran caricias prestadas y besos alquilados.

Elegía a sus mártires al azar. Le daba igual la estatura, la edad o el color de sus ojos. Que fueran doctas o iletrados. Odiaba a esas energúmenas que iban de sobradas, de cansadas de la vida, y de ir de vuelta de todo. A esa pandilla de machos aburridos y mediocres que buscaban de ella su complacencia.

Pensaba que ese tipo de gente no tenía que existir, había que eliminarlos porque no merecían vivir. Esta mujer hace tiempo que dejó de creer en los sueños porque siempre se preguntó si realmente los sueños no tienen tiempo.

Nunca necesitó a nadie, aunque no soportaba la quietud de la soledad. Por eso había contratado aquellos encuentros como todos los que había encargado en aquel año. Eran citas fugaces y mortales.

Había decidido que el último sacrificio se llevaría a cabo a las diez de la noche en el banco menos iluminado del parque. Antes de cerrar el trato por teléfono, ella le dejó muy claro sus condiciones. A su llegada no necesitaría ni anunciarse, ni saludarla. Solo tendría que sentarse a su lado, acariciarla, besarla y, cuando ella le indicara, solo cuando ella se lo pidiera, penetrarla.

Él no era una persona con suerte. Su mundo se había roto y ya bien entrado en los cincuenta tuvo que vender su cuerpo a mujeres mayores para poder sobrevivir. Era todo un señor de barba canosa y cierto brillo de nostalgia en sus ojos, que reflejaban un pasado más cómodo.

Ese día se sentía mucho mejor porque iba a hacerle el servicio a una joven y hermosa mujer. Ya no era ese perdedor que engañaba a las viejas por cuatro duros. En esta cita iba a seducir a una bella muchacha.

A la llegada hizo todo lo que le pidió. Ni la saludó, ni la miró. Se sentó nervioso a su lado y espero el momento adecuado para comenzar las caricias. Para poseerla y amarla como nadie la había amado.

Fue entonces cuando sintió el disparo en su cabeza. Una sensación rara, como si le hubieran quemado con un soplete de fontanero en la sien. Ella, después de eliminar a su última víctima, se apuntó a la boca y se descerrajó un tiro en la garganta. Murió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de averiguar lo que llevaba años intentando comprobar: si realmente era cierto que los sueños no tienen tiempo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

18 oct 2017

  • 18.10.17
El soldado está solo en su trinchera. Desde hace dos horas sigue parapetado con la metralleta en el mismo lugar donde su comandante lo dejó con la orden de no abandonar su puesto. Se presentó voluntario para la misión. Para luchar y defender a su patria que, en ese momento, se reducía a un agujero lleno de barro.



Está amaneciendo y los adversarios del otro bando se adivinan a unos doscientos metros. Se oyen voces lejanas de hombres que hablan el idioma del enemigo. Nada se mueve. Solo el viento que zarandea algunas hojas de los pocos árboles que habitan la línea del frente de batalla. Es una tierra de nadie. Un fragmento de terreno que divide los bandos. Las dos trincheras.

Antes era un campo de girasoles dentro de una próspera finca. Ahora solo hay cadáveres, barro y armas calcinadas. La mañana amanece helada. El soldado tiene frío y sigue esperando. Aguarda a los desconocidos que vendrán en su busca para quitarle la vida.

Sus compañeros se fueron y lo dejaron solo. Abandonado a la suerte de esos héroes que nunca tienen suerte. El soldado está decidido a defender su posición y no sabe cuánto tiempo mantendrá al enemigo a raya.

Da igual los hombres que mate, porque otros vendrán detrás para darle muerte a él. El soldado experimenta en toda su piel un terror desconocido. Intenta entretener su tiempo para olvidar el miedo que le atenaza. Por eso recuerda a Manuela, sus pechos y sus besos. Anhela a la muchacha que dejó en el pueblo mientras se masturba con las manos llenas de barro.

Cuando termina abre los ojos y se cuela en la realidad. En esos momentos de incertidumbre que amenazan su existencia. No quiere imaginar cómo será el último minuto antes de que cualquier hombre inocente le quite la vida.

Se imagina a los militares corriendo hacia su puesto. Hombres valientes como él, desafiando a la ametralladora que vomita balas y los deja doblados, postrados entre el fango. Muertos.

Oleadas de seres humanos que caen y que corren con la intención de tomar la posición enemiga, de arrebatarle la vida. Soldados que quieren conquistar un foso que no pertenece a nadie.

Ahora es una trinchera defendida por un hombre. Los estrategas de los dos bandos decidieron retirar sus ejércitos y dejar a un solo centinela para que guardara la frontera. Las tropas se fueron del campo de batalla y cada bando dejó a un solo soldado.

Cada uno de estos dos hombres cree que está ante un gran ejército. No saben que los dos se defienden a solas. Enfrente, al otro lado, está el soldado enemigo que también se presentó voluntario para defender la línea del frente de guerra. Se juega la vida para proteger a todos los charlatanes que provocaron el conflicto y que ahora están lejos de la trinchera.

También ese combatiente defiende a un país que se reduce a varias piedras amontonadas y a una grieta de tierra destrozada por los obuses. Los dos soldados siguen atentos a los acontecimientos. Pero no ocurre nada.

Pasan los minutos y las horas y vuelve a anochecer. La oscuridad lo cubre todo. Los dos defensores se enfrentan a su miedo. Esperando la carga final de un ejército que ya no existe.

En mitad de esa tregua no firmada y de un silencio no pactado, uno de los soldados oye un ruido en la noche y percibe un movimiento. Coge su arma, apunta hacia la oscuridad y parece ver al adversario que intenta tomar su posición. Lo ve desplazarse lentamente, reptando entre los cráteres de las bombas.

Lo tiene localizado y agarra la fría empuñadura de su ametralladora. Está en su punto de mira, y al disparar ve claramente su rostro. Descubre el enorme parecido que tiene el soldado con Manuela.

Ahora el enemigo es una mujer joven totalmente desnuda que baila entre los cadáveres. Es Manuela, la muchacha del pueblo que lo acariciaba en las noches de verano.

Los dos soldados, cada uno desde la trinchera opuesta, ven a la joven que en silencio danza un ritual desconocido. No saben si es una aparición sobrenatural o son ellos mismos.

Los dos se apuntan y utilizan sus armas. Quieren matarla porque es un objetivo. El mensaje de esa misión era claro: lo que se mueva frente a la trinchera tiene que ser abatido. Ya sean hombres, mujeres, viejos o niños.

Todo se vuelve confuso. La mujer prosigue su tango fantasmal y los dos soldados disparan. La lluvia de plomo se va acrecentando. Cada uno de los defensores lanza granadas para destrozar el cuerpo desnudo de la joven que se desvanece entre sus sueños. Ahora esa mujer se ha transformado en dos cuerpos iguales y amenaza con tomar las dos posiciones enemigas a la vez.

Los soldados salen de la trinchera disparando y con el machete en ristre. La joven desdoblada en dos fantasmas se abalanza sobre ellos. Los dos soldados que se enfrentan saben que ella es la muerte que les acecha. Por fin se han encontrado. Se ven cara a cara. Es la lucha cuerpo a cuerpo de dos desconocidos que huelen a sangre y a sexo.

Las puñaladas se intercambian y se alternan con las caricias y los mordiscos. Se tocan y se clavan el puñal. Se odian y se desean. Se besan y se matan. La explosión fortuita de una mina culmina con el encuentro entre los dos soldados.

El silencio vuelve a dominar la destrucción que asola la vieja plantación y el campo de batalla está repleto de cadáveres que huelen a girasoles.

Cuando la nube de polvo y humo se disipa descubre a los últimos defensores destrozados por la metralla. Los dos yacen desnudos e inertes. Los enemigos aparecen abrazados. Se están mirando con los ojos muy abiertos, como se miran todos los muertos cuando ya no tienen nada.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

11 oct 2017

  • 11.10.17
Estoy en una habitación muy oscura. Sólo se percibe un breve rayo de luz que proviene de la cerradura de la puerta. Dos hombres me están golpeando por todo el cuerpo con bates de béisbol. Caigo al suelo. Me sangra la cabeza. Así, maniatado y mal herido, me dejan abandonado y se van.



No sé cuanto tiempo he estado inconsciente. Al despertar estoy en la misma posición. Atado a una silla y tirado. Una de las heridas provocada por la paliza que me han dado sangra. Es una lenta hemorragia que me entumece los miembros.

Los dolores del cuerpo me tienen aturdido y me impiden recordar el momento de mi captura. No sé quién me ha secuestrado y qué motivos tiene. No soy rico, no pertenezco a ningún clan político. Ni siquiera he votado en las anteriores elecciones.

Ha pasado un tiempo, no sé cuánto. Ellos han vuelto. Mis captores se aprovechan de la penumbra de la habitación. Se permiten el lujo de ir con la cara descubierta porque no los veo bien. Les preguntó por qué estoy retenido y no me contestan. Me hablan de asuntos sin ningún interés y esa actitud me confunde mucho más.

La violencia la sufro en el momento más inesperado. Uno de ellos se acerca a mí y me clava una aguja larga y gruesa en la pierna. Mientras lo hace, se queja de la carestía de la vida y de sus deudas. La oscuridad no me ayuda a ver su rostro. Intento imaginar la cara que puede poner una persona cuando te clava en la pierna un punzón mientras se queja de sus facturas.

Llevo ya unos días sufriendo todo tipo de vejaciones. Nunca pude descifrar la verdadera naturaleza del ser humano. No comprendo cómo se puede causar daño a tus semejantes sin sentir la más mínima empatía.

Hace tiempo fui testigo de un asesinato en masa. Pude comprobar en directo la capacidad criminal de los seres humanos. Fue en el año 1991 en Bosnia y Herzegovina cuando estuve colaborando como cooperante en una ONG de Naciones Unidas. Trabajé fundamentalmente en Mostar, aunque estuve en muchos frentes. También viví unos meses en el cerco de Sarajevo.

Vi a mucha gente sufrir y morir, pero la imagen que me llevaré a la tumba, que más me impactó, fue en Velika Kladusa, un pueblo de unos 14.000 habitantes situado en el extremo noroccidental del país. Mataron a mucha gente. Yo estuve allí y comprobé la capacidad carnicera y asesina de los hombres.

Las victimas se congregaron desordenadamente en la plaza del pueblo. Parecía una reunión dominical. Estaban frente a la mezquita. No entendía la resignación de aquellas personas. Permanecían calladas y quietas. Esperando el tiro mortal. Sin revelarse, sin huir. Jóvenes, niños, amas de casa, ancianos, un panadero, una mujer embarazada... Todos esperaban con entereza su sacrificio.

El que los masacraba era un tipo delgado, con movimientos toscos y aspecto muy vulgar. Los asesinos no tienen cara de asesinos. En otro momento te podrías haber encontrado al matarife en la cola del cine y no te habrías fijado en él. Ahora mis ojos estaban clavados en su mano. En la pistola que cercenaba las vidas de seres totalmente inocentes.

Iba tranquilamente disparándoles a la cabeza, de uno en uno. Las víctimas caían al suelo como muñecos de trapo ensangrentados y con la mueca de la desgracia dibujada en sus labios. El asesino los eliminaba igual que si matara a perros. No puedo describir su frialdad. Cuando terminó, se acercó a un camión militar, sacó un par de cervezas y se las bebió allí mismo. Delante de los cadáveres aún calientes.

Me es imposible saber hasta dónde puede llevar el instinto criminal a un ser humano. Realmente no lo sé.

No he comido nada desde que me trajeron aquí. Calculo que llevo retenido más de tres días. Únicamente me han dado de beber unos zumos amargos.

Para no enloquecer intento refugiarme en pasajes felices de mi vida. Vuelvo a viajar con mis hijas a París. Me veo en El Campo de Marte jugando con ellas. Recuerdo Lisboa y las caricias de Amelia. Los paseos con ella por las viejas calles del barrio lisboeta de Alfama.

Me veo en Lanzarote tirado boca arriba en la playa de Famara. Las olas rompen en la orilla y me mojan todo el cuerpo. Miro hacia arriba, al cielo, intentando encontrar entre las nubes a mi ángel de la guarda para que me salve de esta pesadilla.

Desde que estoy encerrado sé lo que es el miedo. Hasta ahora no tenía ni idea de lo que significaba vivir en el terror. Cuando estás en manos de alguien que te ha anulado y que te está maltratando vives en un estado de conmoción permanente. Esperas que el segundo siguiente sea tu propio final. No sabes cómo va venir pero intuyes que tu muerte está próxima. El concepto de tiempo cambia.

Cada segundo es una eternidad, pero a la vez, cada hora pasa por tu mente con suma fugacidad. Se vive en alerta constante y el pánico es el único agente que te transforma en un vigía que vela por su propia vida.

Ahora viene un verdugo nuevo que me lee un comunicado reivindicando la libertad de sus compatriotas. No sé de qué me habla. Denuncia la opresión que ha sufrido un país que no conozco y me hace firmar una carta pidiendo la libertad de su pueblo. Después de la rúbrica le pregunto si me soltarán y si me van a taponar la hemorragia que lentamente me está matando.

No obtengo ninguna respuesta y el verdugo me vuelve a dejar solo. La puerta se vuelve a cerrar y la oscuridad envuelve a mis dudas. Durante estos tres días no he podido mover las manos porque las tengo atadas.

Sigo tendido y desangrándome en el suelo, en la misma posición; con la silla pegada a mi espalda y con todos los desperdicios de mi cuerpo al lado.

Pasan las horas y me vuelvo a quedar dormido. Estoy soñando. Un solo vocablo se enreda en mis alucinaciones. Es la palabra en la que tanto énfasis se leía en el comunicado: "libertad". La libertad suena muy bien en las mentes de todos los seres humanos. Es el derecho más sagrado que continuamente quebrantamos utilizando su nombre. Es la palabra que llevamos en la bandera. La utilizamos sin empacho, para violar y para matar.

Despierto del sueño gritando y deseando que alguien me rescate como en las películas. Grito desaforadamente pero nadie me oye. Ya solo me queda esperar, y pedir a mis captores, cuando regresen, que me dejen morir solo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

4 oct 2017

  • 4.10.17
El cadáver de Teodora Castro sigue oliendo a sexo a pesar de llevar muerta más de cinco años. Desde que ella falleció, su cuerpo permanece de la misma manera: incorrupto, con ese olor penetrante, denso y con un fuerte poder afrodisíaco. Estoy muy cerca de ella, mucho más de lo que ustedes podrían imaginar. Abro la nevera donde lleva todo ese tiempo olvidada y la consigo ver envuelta en un plástico protector. Teodora murió muy joven, con tan solo 25 años. Nadie supo la causa de su muerte. Y les cuento toda esta historia porque ahora me toca a mí averiguarlo.



Me llamo Jorge Rodríguez Armero y trabajo en el Hospital Doce de Octubre como médico especialista en el departamento de Anatomía Patológica. Desde que un compañero me contó el suceso, estoy obsesionado con ella. Quiero averiguar el origen de la fragancia que despide su cuerpo.

Teodora llevaba más de un mes sin vida cuando la hallaron muerta. La putrefacción no había hecho mella en ella. Sus tejidos se mantenían intactos, puros y rosados. Teodora estaba muerta y su piel desprendía cierto aroma erótico que nadie pudo describir.

La encontraron desnuda con un cuchillo y una patata podrida entre sus manos. Parece que la muerte le vino a la hora de preparar el almuerzo. En el momento más cotidiano del día. Era muy reveladora la visión y el contraste de la patata descompuesta en su mano inerte y sin corromper.

Al aparecer el cadáver, avisaron al juzgado y no tardó en presentarse el juez encargado de investigar la muerte de Teodora. El magistrado, que era un hombre casado y de férreas convicciones religiosas, tuvo que abandonar el lugar antes de ordenar el levantamiento del cadáver.

Se fue porque no pudo soportar la poderosa atracción sexual que le provocaba la contemplación de la muerta. Curiosamente, dos meses después, ese juez se pegó un tiro en el ojo izquierdo y nadie pudo averiguar la causa.

El cadáver siguió mucho tiempo allí, en su casa, esperando a que alguien se atreviera a desafiar esa extraña maldición. Nadie quiso tocarla porque la sola visión o contacto con su cuerpo experimentaba en los presentes un primitivo apetito suicida y un deseo libidinoso carnal e incontrolado.

El cuerpo incorrupto de Teodora olía a un penetrante y denso sudor sexual que incitaba el instinto más perverso.

Los que estuvieron en el lugar de los hechos se percataron de ese extraño fenómeno y lo vivieron personalmente. Cuando se acercaban a su cuerpo experimentaban una desaforada actividad genital que casi provoca que algunos de los presentes acabaran en una sangrienta orgía.

Teodora llevaba en la nevera más de cinco años sin que nadie se atreviera a practicarle la autopsia. No hubo forense capaz de hacérsela. Todos tenían miedo. Solamente con mirarla cualquier piel experimentaba un aumento sensitivo y erótico. La temperatura corporal subía lentamente induciendo cierto sofoco que, incluso, acababa provocando en los más débiles un extraño impulso suicida.

Mi trabajo como especialista en el hospital me ha facilitado los trámites necesarios. Hace tiempo que quiero analizar los restos de Teodora. A ella la tienen clasificada como el sujeto 1.201. Lleva todos estos años congelada en una especie de sarcófago a 20 grados bajo cero. En su ficha ya desgastada por el tiempo se puede leer en letras un poco borrosas: "Teodora Castro Sánchez. Causa de la muerte: desconocida".

Hoy he venido a verla y a comprobar si todo lo que me han contado sobre ella es verdad o son supercherías de enfermeras del turno de noche. La tengo delante de mí. Está envuelta en un plástico transparente para evitar ese fuerte olor que transforma al más puritano en un putón irredento.

Es muy bella. No sé si murió sonriendo pero, al verla, diría que sus labios dibujan un tibio gesto que traza en su cara cierta ironía. Tiene unos pechos pequeños y bien formados y una voluptuosa cadera. Sus piernas son delgadas y mantiene firmes sus hermosos muslos. El plástico no puede evitar que siga oliendo a sexo.

Al abrir el cajón, a pesar de estar el cuerpo congelado, se ha notado desde el primer instante esa agradable fragancia erótica. Es algo tenue que apenas se percibe, pero que entra directamente por la nariz y se incrusta en la pituitaria con una aspereza firme y agresiva.

Ahora tendría que abrirla desde el esternón y todo su abdomen para averiguar las posibles causas de su muerte. Después le rajaré la cabeza para analizar sus sesos, pero quiero esperar un poco y contemplarla. Antes de alterarla, de destruir su belleza.

Su olor me invade, me crea cierto dulzor en la boca y una leve pulsación sanguínea en las sienes. Quiero dejarme llevar por ese perfume. Es imposible que la ciencia no haya podido explicar este fenómeno. Que una persona muerta despida la esencia que desprenden los amantes cuando hacen el amor.

Tengo que quitar el plástico y para ello me han recomendado que me ponga una mascarilla de oxígeno para evitar el hechizo que ya me está dominando.

Tengo que liberarme de la mascarilla y comprobar su estado. Sé que corro cierto riesgo pero tengo que hacerlo. No puedo examinarla así. Me aparto la válvula de oxígeno y la esencia de Teodora entra en mi cerebro. Es difícil de describir. No es olor a muerta. Es el perfume de la vida. Es un aroma impregnado de saliva, besos y caricias.

Ella me está tocando, lo veo, lo siento. Pero está muerta, inerte, sonriéndome desde el más allá. Quiero volver a ponerme el oxígeno para escapar de su encanto pero ya no puedo, porque realmente estoy tendido en una camilla. En la nevera de al lado.

Estoy inerte con esa puñetera etiqueta que desde hace años me hace cosquillas en el dedo y en la que se puede leer: "doctor Jorge Rodríguez Armero. Causa de la muerte: suicidio. Sujeto clasificado con el número 1.202".

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

27 sept 2017

  • 27.9.17
Hubo un tiempo en que Alejandro Pérgamo se levantaba todos los días con ganas de morirse. Cada mañana, cuando salía el sol, Alejandro se pegaba un tiro en la boca. "Es un tipo con suerte", decían los vecinos que conocían su extraña afición.



El ritual siempre era el mismo: Alejandro metía una bala en la recámara de su revólver marca Webley, hacía girar el tambor, abría con cierta exageración los ojos, se metía el cañón entre los dientes y se disparaba a bocajarro, directamente a su faringe. Era el segundo más previsto y el más excitante del día.

Después de un instante incierto lo único que se oía era el click de un percutor vacío. Nada más. No había sangre, ni estampidos de pólvora. Sólo silencio. Era entonces cuando el eterno suicida se daba cuenta de que seguía vivo.

La primera vez que Alejandro intentó matarse fue porque sintió vértigo al asomarse a su propio pozo. A ese agujero infinito, el eterno compañero de su conciencia. Para él, la vida no tenía sentido y quiso dejarlo todo. Irse de vacaciones perpetuas, como hacen la mayoría de los que eligen abandonar este mundo de esa forma tan violenta.

Pensó que, aunque tenía todo el derecho a quitarse de en medio, se iba a dar una oportunidad. No quería matarse inmediatamente. Decidió meter una sola bala en la recámara y jugar a la ruleta rusa.

Cuando Alejandro comprobó que la primera vez había esquivado la muerte decidió jugarse la vida al día siguiente. Así, el milagro ocurría cada día. Dejó que el azar marcara el día exacto de su muerte.

Años atrás se había hecho un estudio de probabilidades y de cada 13 disparos uno de ellos suele ser el mortal. Sin embargo, Alejandro llevaba 1.825 intentos y ninguno de ellos le reventó la cabeza como sería lo más probable.

Como era imposible tener tanta suerte, revisó el revólver y se lo mostró a distintos armeros. Todos decían que su pistola estaba en perfecto estado de conservación. Visitó curanderos, médiums, brujas, magos y siempre obtenía la misma contestación: "es tu sino. No has muerto porque tienes buena suerte", le contestaban.

Estuvo cinco años intentando matarse sin éxito. El paso del tiempo hizo que se le olvidara el motivo por el que una vez quisiera suicidarse. Alejandro se acostumbró a esa manera de vivir. Cada mañana se apuntaba con el revólver. Ya no quería morir pero no podía resistir ese gran momento de retar a la suerte y salir ileso del trance. Había recuperado las ganas de vivir.

Trabajaba de cajero en un banco de ocho de la mañana a tres de la tarde y vivía en una pensión de la madrileña calle de Huertas desde hacía más de treinta años. Por las tardes se dedicaba a pegar los sellos que llevaba coleccionando desde que su abuela le regaló un álbum a los siete años.

“Fito, los sellos son parte de la historia de España”, le comentó la abuela una mañana de inseguridades infantiles. Aquel regalo se convirtió con los años en su obsesión y su única razón de subsistencia. Buscaba en los dibujos y en los rasgos de aquellos personajes pintados algún atisbo de otra forma de vida distinta a la suya.

Desde entonces, todas las tardes y los días de fiesta se lo pasaba buscando sellos raros y únicos. Le gustaba esconderse entre los muros de aquella pensión que era el rincón más oscuro de Madrid porque así se sentía protegido de las miradas extrañas.

Atentar contra su persona era el único momento extraordinario.

Alejandro fue feliz mucho tiempo hasta que cierto día supo que no era inmortal. Lo comprobó una tarde, cuando una motocicleta le atropelló al salir del supermercado de la esquina. Tuvo tiempo de esquivar al motorista pero quiso saber si también el azar le podría librar de ese accidente que se veía inevitable. Se dejó llevar porque imaginó que la moto ni lo iba a rozar.

El encontronazo con el vehículo le obligó a estar hospitalizado más de un mes. Alejandro Pérgamo, al volver de su convalecencia, ya no se sintió extraordinario ni eterno. Cuando llegó a la habitación de su hotel se echó en la cama y pasó toda la noche con los ojos abiertos, sin atreverse a cerrarlos. Alejandro no quería dormirse. Si lo hacía, tendría que despertarse, agarrar su viejo revólver inglés, llevárselo a la boca y apretar el gatillo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

20 sept 2017

  • 20.9.17
Querido amigo Luis: mañana voy a morir. Me eliminarán unos desconocidos que no tienen ningún interés en matarme. Me imagino que no me dará tiempo para ver sus rostros. El nerviosismo y el terror de ese momento me dejará ciego de miedo. Creo que lo peor de esto es estar quieto. Temiendo el segundo mortal. Esperando las balas que te van destrozar el cuerpo. Quizá un ojo, la boca, o mejor, el propio corazón.



Es inquietante intentar conocer el momento exacto. Me han comunicado la hora, pero no sé el instante en que me quitarán la vida. Será mañana a las seis, al amanecer, como casi todos los fusilamientos de cuento. En la madrugada, unos hombres apuntarán sobre mi corazón para quitarme la vida. La misma vida de la que ellos seguirán disfrutando.

Por eso, querido amigo, te escribo esta carta. Necesito aliviar con alguien cercano como tú este desagradable momento. Hace tiempo que no sé de ti. He pedido como última voluntad, a través de Cruz Roja, que te hagan llegar la carta. Sé que te pasaste al bando franquista después de que unos exaltados mataran a tu hijo Pedro. Creo que no tenía más de 17 años. Me contaron que le descerrajaron un tiro en la nuca en plena calle de Atocha.

En los dos bandos hay criminales. En una guerra civil se desata todo lo extremo. Los buenos son más malos y los sicópatas campan a sus anchas en nombre de cualquier bandera.

También sé que estás cerca de las trincheras de Arganda tirando con tu fusil contra los que un día consideraste camaradas. No te guardo rencor. Si mi hijo hubiera muerto en esas circunstancias, tal vez yo también me habría pasado al otro lado..

A mí me han cazado cerca de casa. Fue la semana pasada, cuando un comando de la quinta columna me secuestró en pleno barrio de Argüelles. No entiendo por qué arriesgaron tanto por mí. Si yo no soy nadie. Un simple teniente de Estado Mayor.

Me acusan de ser uno de los colaboradores directos del general Rojo, y de estar detrás del asesinato de un grupo de falangistas. Pero eso no es cierto. Tú mismo, amigo Luis, estoy seguro de que sabes que sería incapaz de participar en ninguna matanza.

¿Te acuerdas cuando jugábamos de pequeños en la Puerta de Toledo? Nuestras madres bajaban hacia el río para lavar la ropa y nosotros las acompañábamos hasta que ellas terminaban la colada. Recuerdo el colorido de las ropas limpias colgadas y las risas de las más jóvenes que no se tomaban tan en serio la guerra.

Amigo Luis: me gustaría que estuvieras conmigo ahora, y me entretuvieras con esos recuerdos para no mirar hacia la próxima madrugada. Qué miedo da la muerte cuando se sabe cerca y no se conoce el momento exacto.

Todos sabemos que algún día nos llegará la hora, pero no lo vivimos. Esquivamos esa realidad y el sentimiento profundo de saber que vas a dejar de existir no lo experimentamos nunca. Nos creemos eternos. Que la muerte no nos va a tocar.

Donde más aprecio yo esa sensación general es en los entierros. Cuando la gente acude a los funerales se siente inmortal frente al finado. Hasta que llega el día. Es entonces cuando se nos nota en la cara que vamos a morir. No me gustaría, amigo Luis, verme ahora. Por eso pedí que me retiraran el espejo que tenía en la celda. Para no ver mi cara.

No me quiero imaginar el momento, pero tiene que ser espeluznante. Aunque quizá sea diferente. No me imagino cómo me van a empujar hacia el vacío infinito. Hacia una oscuridad sin fin. Creo que cuando llegue el momento los miraré para disfrutar un poco más de la luz de mi última mañana. Eso es lo que haré, amigo.

Acaban de despertarme y tengo que reunirme con los fusileros. La mayor parte de esta carta te la envié ayer a través de Cruz Roja, como ya te dije. Espero que algún día puedas leerla, viejo amigo.

De todas maneras, voy a seguir contigo, hablándote en mi propio interior. Por eso, he decidido que no voy a dejar de escribirte. Lo voy a hacer hasta el último momento. Y como no lo podré llevar a cabo con papel y pluma, lo haré directamente dentro de mi mente, en mis pensamientos. Intentaré, viejo amigo, que no te pierdas detalle de mis últimos momentos.

Ya sé que esto que ahora escribo en tiempo real nunca lo leerás pero yo me quedo tranquilo contándolo. Me llevan en un camión militar y recorremos todo Madrid en dirección hacia la Ciudad Universitaria, donde están los compañeros defendiendo nuestro último trocito de libertad.

Ahora entiendo los tiros que se oían al otro lado del frente cuando visitaba las trincheras. Se dedican a fusilar a la gente en la misma frontera, donde los nuestros defienden con ahínco ese lema que nos ha hecho fuertes: “No pasarán”. Hace frío, mucho frío. No sé si estoy temblando por las bajas temperaturas o por el miedo.

Y los que me van a matar… Algunos estarán obligados, y los demás, simplemente dispararán sin sentir que asesinan a un ser humano. Creo que después de la primera vez es más fácil. Sólo tienes que pensar que no vas a matar a un hombre.

Si a mí me tocara, si yo tuviera que participar en un pelotón de fusilamiento, haría lo mismo: intentaría imaginar que voy a tirar contra un monigote que se embadurna en salsa de tomate.

Ha llegado el momento, Luis. Esto parece que va a durar poco. El sol ya se está levantando en el horizonte. Joder, ya no voy a volver a ver amanecer. Ellos están tan callados…

El que manda el pelotón creo que está un poco afectado. Será que lo va a hacer por primera vez. Ese hombre va a decidir cuántos minutos me quedan de vida. Y sin embargo, no sé cómo se llama. Lo veo desde lejos y no muy bien porque me han quitado mis lentes.

Se está acercando. Cuando esté a mi lado le preguntaré su nombre. Quiero saberlo. Necesito conocer el nombre de la persona que va a ordenar mi muerte.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Luis. Sí, soy Luis. Terminemos esto cuanto antes. ¿Por qué estás tan callado? ¿No dices nada? ¿Ya no me hablas? Pues bien, yo tampoco quiero hablar contigo. Puedes odiarme si quieres. Sí, soy tu viejo amigo. Y la carta que me escribiste ayer la acabo de leer. Dentro de unos minutos me cagaré en tu cadáver y después me limpiaré el culo con ella.

Soldados, prepárense...

¿Por qué me miras así? Yo no soy culpable de nada. Solo cumplo órdenes, ¿te enteras? Y sigue sin hablar, que no me importa…

Eso, así me gusta. Calladito.

Soldados, vamos a matar a este perro. Carguen armas. Apunten... Un momento, Gómez. ¿Qué coño te pasa? ¿Cómo es posible que te pongas a llorar? ¡Un soldado no llora más que por su patria! Venga, carga el arma o serás tú el que después se ponga en ese paredón. ¡Terminemos con esto! ¡Todos a la vez!

Carguen armas. Soldados, apunten… ¡Fuego!

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

30 ago 2017

  • 30.8.17
Hace unos diez mil años, el ser humano vivía de la recolección de frutos silvestres y de la caza de animales. En aquellos tiempos no existían las diferencias sociales. Todos recibían los mismos alimentos y vivían de la misma manera. Esos grupos humanos que se constituían en bandas de unas cien personas vivían en una organizada subsistencia donde todo tenía el mismo valor.



Fue la sociedad más igualitaria de la que el género humano disfrutó nunca. La relación entre aquellos hombres era de reciprocidad para la subsistencia del grupo. Las viandas conseguidas se repartían entre todos hasta que las reservas se acababan y se volvía a buscar nuevos alimentos.

Así convivió el hombre con sus semejantes durante miles de años, digamos que unos 120.000 años. Al contrario de lo que se nos dice en la actualidad, fue en aquellos días cuando la humanidad vivió sus mejores tiempos de ocio. Ahora hay que trabajar como mínimo 40 horas semanales para poder subsistir y trabajar hasta los 67 años.

Los cazadores recolectores de la Edad de Piedra dedicaban al trabajo 15 horas semanales, es decir, dos horas al día. Esa sociedad se acabó cuando el hombre supo que podía domesticar a los animales y a las plantas, y sobre todo, cuando comprendió que también podía domar a sus propios semejantes.

Con el Neolítico llegó la agricultura, la ganadería y los poblados se asentaron a la orilla de los ríos. A partir de la sedentarización vinieron las desigualdades sociales y la explotación de unos hombres sobre otros.

El primer individuo que se enriqueció y se aprovechó de la fuerza del trabajo de los demás fue un tipo aparentemente generoso. Era un hortelano. Fue el primer agricultor de la historia que tuvo un buen año de cosecha. Repartió sus excedentes con los suyos en una gran comilona colectiva. Invitó a todos los de su aldea y se ganó el prestigio de ser una persona buena.

Con el tiempo ese hombre benefactor convenció a todos para que los excedentes del poblado se guardaran en su granero para después redistribuirlos y aprovecharlos de la mejor manera posible. Eso parece que funcionó al principio. Solo al principio.

Los descendientes de aquel hombre bueno heredaron aquella actividad y se convirtieron en los hechiceros de la tribu para que el grano guardado fuera bendecido por los dioses. Fueron los tutores espirituales y los distribuidores de las riquezas del poblado.

Con el paso del tiempo todo el mundo olvidó que aquellos excedentes pertenecían a la colectividad. Y el hechicero y propietario del granero fue el guía. El dueño y señor del poblado. Los que una vez fueron libres se convirtieron en esclavos, y el jefe fue su amo. Así surgieron las riquezas particulares. Y ahí comenzó la desigualdad.

Por eso, amigo lector, recomiendo que te cuides de los hombres buenos y generosos que ofrecen tu bienestar común sin pedirte nada a cambio. No te fíes de ellos, y mucho menos, de sus hijos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

23 ago 2017

  • 23.8.17
Hace unos días, un amigo que es periodista y cuentista a la vez, me llamó por teléfono y me dijo: “En Canarias han retrasado la hora diez minutos”. “¿Cómo? ¡No entiendo nada!”, le repliqué poniéndome en guardia, porque de este amigo mío que se llama Bernardo de Lascasas te puedes esperar cualquier broma. “¿Qué quieres decir con eso, Bernardo?”.



“Parece mentira", me contestó con sorna. "Tú que eres jefe de Prensa y te dedicas a leer periódicos todos los días, no te has enterado…”.

“Pues no”, le contesté. "¿A qué te refieres?”.

“Que ya no hay una hora de diferencia entre la península y Canarias. Hace unos días que la nueva variación del eje de la Tierra ha aumentado la diferencia horaria con las islas. Ahora es de una hora y diez minutos”.

En Canarias toda mi vida había escuchado los informativos una hora antes. Cada vez que viajaba a la península y llegaba a Madrid tenía claro que había perdido una hora. Al regresar a Canarias era todo lo contrario, le ganaba sesenta minutos al tiempo y eso siempre marcó mi personalidad.

Intenté calmarme. Lo primero que hice fue comprobarlo con la radio que estaba a punto de emitir su informativo: “Están ustedes oyendo Radio Nacional de España. Son las diez de la mañana, una hora y diez minutos menos en Canarias”.

“Pues es verdad. Son diez minutos. Sí que ha cambiado el tiempo”, pensé. Un sudor frío se hizo dueño de mi piel.

Volvió a sonar el teléfono. “¿Pero qué haces ahí?”, me espetaba un compañero del trabajo que hacía diez minutos que había llegado a la oficina. “Te estoy esperando. Llevas diez minutos de retraso, y tú has sido siempre muy puntual. ¿Te ocurre algo?”.

“No me pasa nada, no te preocupes, voy para allá” le contesté. “En diez minutos estaré allí”. Tardé cinco minutos en llegar porque vivo al lado de la oficina. No había nadie. Mi compañero no estaba. Claro, reflexioné, como he tardado cinco minutos, faltan otros cinco para que mi colega aparezca por las puertas.

Volví a llamar a Bernardo, el compañero que me anunció todo este lío de la zona horaria. “Tío, es cierto, hemos perdido diez minutos en el tiempo.”

“Ah, ¿ya te enteraste? Qué casualidad, pues estaba yo a punto de llamarte para contártelo”. Bernardo no se daba por enterado.

“Pero si tú me has llamado antes y me lo has comentado ya, hace exactamente diez minutos”, le dije.

“Yo no te he dicho nada”, me replicó malhumorado. “Hoy es la primera vez que cojo el teléfono, no te quedes conmigo". Y me colgó. Al dejarme solo Bernardo, caí en la cuenta. Comprendí el enredo. Supe que el tiempo es un capricho y que llevaba diez minutos intentando entenderlo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

16 ago 2017

  • 16.8.17
Siempre que sopla viento del norte, mi casa se llena de marineros náufragos que nunca fueron encontrados. Estos espíritus se sientan en los pies de mi cama junto a una gaviota difunta, y a un taxista que se ahorcó porque le embargaron su vivienda. El hombre se mató al no poder pagar la hipoteca que llevaba amortizando hace más de diez años. Solo le quedaban tres años para pagar su casa. Pero eso el banco no quiso saberlo.



Los más viejos de este pueblo de mar, donde vivo, cuentan que los muertos vienen buscando calor en las casas. Dicen que echándoles sal huyen de su propio olor, porque la sal acentúa el hedor de sus cuerpos putrefactos.

No estoy seguro de eso ya que rebozo a estos náufragos en sal y no consigo nada. Ellos siguen sin moverse, mirando a ninguna parte y acechando mis sueños.

Hace poco me contaron que en un pequeño concejo de Lugo una familia se había rebelado contra la presencia de sus muertos. Parecía que con unos rezos, un poco de vinagre en las puertas, y algo de nuez moscada en las ventanas podrían echarlos unas horas.

Como no he conseguido ahuyentarlos, a mis muertos les riego de aguardiente para hacerles la vida más llevadera. Me estoy acostumbrando a ellos y también los quiero un poco.

Al principio venían solamente los martes, pero desde que se unieron al grupo 25 emigrantes africanos ahogados en la costa de Canarias, la cosa está cambiando y ahora también se presentan los jueves. El taxista va por libre. Ése viene todos los días y me pide perdón. Creo que me confunde con el hijo que abandonó al suicidarse.

Los marineros no hablan mucho. Cada martes, 25 africanos ahogados me miran con cara de asustados porque no saben dónde están. Eso es lo más escalofriante de morirse: no saber a dónde vas.

Al lado está la gaviota que tampoco habla. Los marineros hacen algunos gestos desesperados. Gesticulan las manos y mueven los labios. Es como si alguien les hubiera bajado la voz, como a una tele sin volumen.

Los primeros días me molestaba un poco esta escena tan deprimente de muertos sordomudos, y de trabajadores del taxi arrepentidos. No me gustaba compartir mis noches de insomnio con tanta gente desconocida.

Al final me he tenido que acostumbrar a la fuerza. Tanto es así, que ya ni los echo en cuenta. Vamos que casi ni los veo. Me tengo que fijar mucho para percibir que todavía siguen ahí. Solo reparo en ellos los jueves, cuando están más ausentes.

Se sientan todos a los pies de mi cama, y me observan sin hablar. Me miran mucho rato, con esa serenidad que da la muerte cuando quiere llevarte consigo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

9 ago 2017

  • 9.8.17
Tengo miedo porque no sé cuál es el verdadero significado de una curva. Es un desasosiego que me oprime el estómago y me hunde en un vértigo angustioso. Se me ocurrió pensar en lo infinito dibujado y colocado en un solo espacio. Intenté descifrar el verdadero valor y significado del vacío. Imaginé un espacio curvo envolviéndose infinitamente sobre sí mismo.



Allí, busqué en el fondo, imaginé la última etapa. Me asomé a la profundidad del pozo, al horror, a la pesadilla. Fue entonces cuando comprendí que no había final. Viajé en una línea curva y no encontré nada. Soñé despierto con la posibilidad de vivir toda la eternidad, para hallar el borde mismo de la propia existencia de las cosas.

Al dibujar en mi mente esa idea viajé cien años luz y mil millones de tiempos. En un segundo mis ojos miraron el devenir de los espacios cóncavos.

El tiempo no se puede observar, porque el tiempo, no es tiempo. Es un concepto inventado para rellenar el vacío. Cuando se viaja a través de lo que no existe, los pensamientos no tienen representación. Los colores irradian un matiz desconocido. Las formas no tienen dimensiones, no se sienten los órganos.

Tampoco se tiene conciencia. Solo es un paseo por el reino de ninguna parte. Viajando por los pasillos del espejismo recorremos el mismo punto. Las ideas corren a tal velocidad que se adelantan unas a otras y se solapan como las hojas de los árboles volando entre los vientos de un invierno infernal.

Cuando uno piensa de esa manera puede estar a punto de descifrar la parábola. Recorrer sus bordes e intentar hallar la respuesta a una sola pregunta. Al deambular por estas fronteras se corre también el riesgo de volverse loco.

Tal vez, en un estado de demencia sea la única manera de comprender el concepto más angustioso al que se puede enfrentar el ser humano. Me refiero a la idea de la nada flotando en una órbita infinita.

En esa fantasía sigo moviéndome. Puedo estar así hasta el fin de mis días, esperando en una esquina de la eternidad. Me iré para siempre sin descifrar el otro lado. Sin saber lo que hay al final de esa eterna curva.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

2 ago 2017

  • 2.8.17
Me llamo Sofía Panero Peraza y soy puta. Mi alias es "Cristina" porque es un nombre muy familiar. Me hago llamar "Cristina" porque inspira confianza. Mis compañeras suelen excusarse; dicen que se dedican a esto por necesidad. Sin embargo, a mí me encanta hacer el amor con todos, disfrutar de las caricias de manos desconocidas, y de amores descarnados.



Lo del dinero es algo secundario. Aunque lo de fornicar como una salvaje está muy bien, a mí lo que me gusta es amar. Una mujer no puede follar sino ama. Aunque sea solo un ratito o hasta el amanecer. Amo a todos los hombres. A los casados, a los solteros, a los viudos... Incluso a los que fueron hombres y ya no lo son.

Me gusta hacerlo con todo tipo de señores, ya sean jóvenes, maduros o viejos. Con los más mayores me siento especial. Es enriquecedor estar con un hombre que haya vivido más de sesenta años. Los viejos tienen muchas historias que contarme y, mientras entramos en faena, me entretienen con sus batallas.

Hace tiempo me acosté con un veterano combatiente de la guerra civil española. Era irlandés y pasaba por aquí de vacaciones. Me dijo que había luchado en las Brigadas Internacionales contra Franco. Jamás olvidaré a ese soldado.

Aunque las putas tenemos fama de ser muy putas, generalmente somos más leales que mucha gente que anda por ahí mirándonos mal. Conozco a más de un banquero protagonista del papel cuché que se vendería más fácilmente que yo.

Ciertas personas ligadas al poder andan siempre criticándome porque me acuesto con varios hombres a distintas horas del día. Esa gente que no me ve con buenos ojos son los que después le comen la polla al becerro de oro. Son dirigentes de una sociedad de millones de pobres y cuatro ricos.

Ya te he dicho anteriormente que soy una zorra. Soy una ramera con mucha dignidad y yo elijo a mi chulo. Los que están en los ministerios y los que estarán después, son los mismos. Obedecen a un único proxeneta: el dinero.

Son mercaderes que se venden al mejor postor y que nos ofrecen ilusiones falsas y promesas huecas en épocas de elecciones. Y nosotros, tan idiotas, los creemos y seguimos viviendo en esta inmensa pobreza sofisticada, encadenados a las deudas que generan las televisiones de plasma y los móviles de última generación. Yo no me vendo por cuatro monedas, yo me ofrezco por un abrazo o una sonrisa...

—¿Y por qué me cuentas a mí esta historia con tanta solemnidad? Es que no es normal que te presentes como si no me conocieras de nada, Cristina.

—Llevas razón, Gonzalo. A veces suelo tratarte con cierta ceremonia para afirmar mi dignidad. Te hablo con tanto protocolo para que hoy me dejes hablar a mí.

—Como prefieras, Cristina. Habla, yo te escucho y, después, lo escribo y se lo cuento a los demás.

—¿A quién se lo vas a contar?

—A los que están leyendo este texto. A todos los que leen mis cuentos.

—¿Cuentos?

—Sí, cuentos, como dice el profesor Aureliano Sáinz. Yo escribo relatos cortos o cuentos, como tú quieras definirlo.

—Entonces, si esto es un cuento ¿yo no existo? ¿No estoy aquí en este momento?

—Sí que estás, pero de otra manera.

—Ya, pero... ¿Soy o no soy de carne y hueso?

—Pues no, Cristina. Eres solo letras y palabras. Eres la pura grafía que construye un cuento.

—¿Entonces solo soy un grupo de vocablos estructurados a tu voluntad?

—Sí, aunque tengo que reconocer que cada vez que escribo un relato, soy el primer sorprendido de ver a los personajes tan vivos como tú. Por ejemplo, yo no sabía que tú me ibas a salir tan roja...

—¿Ni siquiera soy una puta?

—Más bien eres una gran ramera con conciencia social. Eres una buena chica, Cristina. Pero no existes. Tu supervivencia se ajustará al rato que duren estas palabras. Tu vida, amiga mía, es una invención. Es mi ficción. Y ya me está cansando tu personaje.

—Pero ¿qué te has creído, hijo de mala madre? ¿Crees que eres Dios? ¿Quién eres tú?

—Cristina, la realidad no existe. Todo se reduce a una historia inventada. Pertenecemos a una fábula que nadie ha escrito. Y no te quejes, porque eres una privilegiada que ha conseguido entablar un diálogo con el escritor, con el Creador. Nada es verdad, todo es una farsa.

—¿Qué has hecho, Gonzalo? ¡Mírate, pedazo de cabrón! ¡Mira tu mano homicida! ¡Te sangran las letras! ¡Saca del bolsillo tu alma afilada y entrégamela! Esas manos no son las de un escritor. Son las de un asesino de palabras vendido al poder económico, con un cuchillo manchado con gotas de metáforas de color rojo... ¡Déjame vivir, por favor!

—Lo siento mucho, Cristina. A los que hablan demasiado, se les suele poner un punto.

—¿De qué punto me hablas, maricón?

—Cristina, me refiero al punto final de este cuento.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

27 jul 2017

  • 27.7.17
La muerte no avisa y ella no sabía que le quedaban dos minutos de vida, o tal vez, tres. Ahora tiene una expresión placentera y algo forzada, porque el día que murió la pilló por sorpresa. Su último gesto se le quebró en una mueca de felicidad.



La muerte no la dejó a ella disfrutar de aquel día de luz tan blanca. Tal vez las nubes negras que había en el horizonte la estaban avisando. Creyó que sería una tormenta de verano. Con esos chaparrones que asolan la tierra seca y se van con la misma rapidez que vienen.

En aquel momento se dibujó en su rostro un instante de placer. Una risita llena de vitalidad, pero con una mueca extraña. Una rara sonrisa. Esa expresión ahora guarda alguna sorpresa debajo de sus labios.

Estoy aquí para devolverle el color que la muerte le ha arrebatado. Para que esa mueca de felicidad sea algo más. Ha tenido un temprano final. Es una mujer muy joven. Tiene veinte años y ya se ha ido. El minutero de su reloj lo paré antes de tiempo.

Ahora ella está aquí en esta sala tan fría para que yo la devuelva al mundo de los vivos. Más bien al color de los vivos. Porque para eso me han contratado, para rellenar de vida la piel de los difuntos.

Con el cadáver de esta joven va a ser muy fácil. Es como comenzar a pintar en un óleo en blanco. Es mi propia obra de arte. Mi escultura. Es un fresco repleto de reflejos blancos y una acuarela refrescada con un pincel mágico.

Tengo que plagiar en toda su perfección las tonalidades que da la existencia. Porque cuando llega la muerte el cuerpo se concentra en las lividineces del rojo grisáceo. Abandona la tonalidad que da la substancia de los vivos. Durante años me he esforzado en buscar el matiz más perfecto. Es complicado dar con el color de la vida.

En la facultad de Bellas Artes de Sevilla estudié y experimenté con las sonrisas de todas las épocas, las risas que todos los genios habían pintado. La que me cautivó fue esa mueca famosa en los labios de La Gioconda de Leonardo da Vinci, o la sonrisa de aquel ángel que señalaba con el dedo índice.

Es el secreto mejor guardado. Labios y bocas de colores apagados que el artista combinaba creando el eterno misterio. Y al fondo, el Sfumato, esos trazos que crean sombras y velos oscuros, que deja en todos sus personajes una mirada neutra, entre brumas, sin un fondo determinado.

En aquellos años quise llegar a ser un gran artista. Mi obsesión como creador fue encontrar una técnica única y original. La hallé a través del color rojo. Las distintas tonalidades del rojo y sus negros. Porque entre el grana y el bermellón siempre hay variantes negras. Y entre esos negros sacados del purpúreo rubí conseguí unas tonalidades sacadas de los sueños. Esos colores ahora los aplico a mis muertos.

Quise emular a los grandes para encontrar mi propio camino. Hasta que descubrí la verdadera vocación. Y aquí me encuentro. Tanatopractor se llama este oficio. Maquillador de cadáveres. No sé a quién se le ocurrió ese nombre. Recuerda a un saurio depredador del Cretácico.

Ahora ella tiene sus labios más configurados, de un color carmesí humano. Su boca ya no está muerta. Sus labios rojos ahora parecen dormidos. Labios que amaron, que besaron y que ahora están relajados en su más infinita quietud. Abrazados a una mansedumbre inmortal. Fueron labios deseados y que ahora con el calor de mi pincel han vuelto a llamar al pecado.

Todo está en su sitio, incluso la mosca de la carne que acabo de arrancar de entre sus dientes. Esa es la sorpresa que escondía sus labios. La única certeza que la sigue atando a la muerte. El forense hizo bien su trabajo porque después de la autopsia el cadáver no queda muy presentable. La cosió con delicadeza. Casi como un cirujano plástico. Se apiadó de tanta belleza y quiso volver a colocar en su lugar toda su voluptuosidad. Ella se muestra tan sensual como lo fue en vida.

He terminado. Ahora está perfecta, lista para que la vean sus familiares y se puedan despedir como Dios manda. Dentro de dos horas acudirán todos a la cita y la velarán. Mañana le oficiarán la misa y la acompañarán al cementerio. Y cuando todos se vayan se quedará sola y ese será el instante más extraordinario. Será mi momento. La llevaré a donde tiene que estar. A la galería de las muecas. Las bocas de mis muertas son todavía imperfectas. Acaban en un gesto que no me gusta.

Los labios terminan siempre en un aspaviento fatal, que rompe su aparente felicidad. Ese instante en el que ellas no saben que van a morir es muy importante para poder plasmar el gesto apropiado. Aunque esta vez he mejorado la sonrisa. Mantiene un fondo con cierto Sfumato que recuerda al gran maestro da Vinci. Por eso, como muestra de mi admiración por Leonardo, este trabajo lo voy a titular La mujer de la sonrisa quebrada.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

19 jul 2017

  • 19.7.17
"Me duele el alma de seguir muerto", me dijo Antonio Roldán mientras yo le pedía permiso para sentarme junto a él. Estaban todos alineados en el mismo banco. Antonio Roldán, Pedro Sagasta, Julián Segorvi y Matías Cañete. Charlaban en una mañana de invierno muy soleada. Era una conversación como la de todos los días, con la lentitud suficiente para disfrutar de las palabras. Todos tenían más de 75 años, aunque Julián Segorvi, el mayor de los cuatro, había cumplido en marzo pasado 82.



Me senté un rato con ellos porque a veces hay que estar junto a los viejos para poder palpar más de cerca el pasado. "Los mayores saben esperar mejor que nadie al tiempo", contaba Antonio Roldán.

Me duele el cuerpo y el alma. De tanto esperar uno se cansa de desandar lo andado. Después de luchar tanto en la vida aquí estamos, abandonados en un banco del cementerio, junto a la hojarasca.

"Al final sólo nos queda estar aquí quietos al calor del sol". Así se lamenta Antonio Roldán, un hombre que regresó a su tierra para pasar los últimos años. Cuando su esposa francesa murió decidió volver. En París ha dejado dos hijos y cuatro nietos, y aquí está solo.

Pedro Sagasta nunca salió del pueblo, pero sus cinco vástagos sí. Hace años que se fueron a la capital y lo abandonaron en la casa donde nació él y más de diez generaciones de Sagasta. Pedro trabajó sus tierras hasta que hace un par de años la artrosis lo dejó inútil. "Con estas manos pagué las carreras a mis hijos", me dice.

Julián Segorvi no habla. Se dedica a mirar a todos sus colegas y asiente cuando quiere darles la razón, o niega tajantemente con la cabeza cuando no está de acuerdo. A veces ni se inmuta. Mira con la serenidad de los que deciden abandonar el habla por voluntad propia.

Comentan los viejos que enmudeció hace cuatro años cuando tuvo que enterrar a su única hija con tan solo veinte años de edad. “Los hijos no pueden morir antes que los padres”. Desde el día del entierro fue lo último que se le oyó decir.

Julián luchó en la Segunda Guerra Mundial en el bando de los aliados y fue uno de los primeros españoles que liberó París de los nazis. Un vecino descubrió hace unos años en un viejo documental a su paisano subido en un carro de combate desfilando por Los Campos Elíseos el día de la liberación de la capital francesa.

De los cuatro, Matías Cañete es el más charlatán. No para de hablar. De joven fue cómico. Anduvo durante años por la región en un destartalado carromato junto a dos actrices y un chirigotero. Era el dueño de La Noble, la única compañía de teatro que se aventuraba por aquellos poblados de la sierra.

Son tan simpáticos estos viejos que el tiempo se me ha pasado volando, aunque ya es tarde y tengo que despedirme. Les digo "adiós" y no me contestan, y me pregunto por qué están tan silenciosos después de este rato tan afable.

"No te dicen nada porque, a estas horas, los muertos están callados. Se convierten en estatuas inmóviles arrinconadas en mi memoria", me dijo un viejo escritor que me estaba oyendo hablar solo. "En este banco del cementerio sólo estás tú, y permaneces aquí porque yo quiero", me replicó.

"¿Y dónde están los demás? ¿Dónde se encuentran estos viejos tan campechanos con los que he entablado tan amable debate?", dije.

"Siempre me haces la misma pregunta. Lo sabes muy bien. Ellos hace tiempo que están muertos, igual que tú. Hace mucho que ya no existes. Sólo formas parte de mis recuerdos", me comentó el escritor, el único viejo vivo de aquella mañana tan soleada de invierno.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

14 jul 2017

  • 14.7.17
Hace mucho que decidí no volver a leer el periódico, porque la verdad, es bastante desagradable levantarte por las mañanas y leer las desgracias personales de un montón de gente desconocida. Además, ya estoy harto de que me coloquen a muertos inocentes en primera página, víctimas de patriotas que no tienen patria y que me cuenten a dos columnas que la gasolina está por las nubes.



Aunque todos los días compro varios ejemplares, no volveré a leerlos jamás porque me da la impresión de que todo lo que cuentan es mentira. Digo que es mentira, porque nunca he conocido de cerca esas historias macabras que publican. Ni siquiera mi vecino las ha padecido.

Hace ya más de un año que no leo ni una sola letra de los periódicos, aunque ahora tengo un problema. Son tantos los diarios comprados y amontonados después de un año, que ya no puedo entrar en mi cuarto. Hasta hace unos meses no tuve problema, porque conseguí poner unas baldas que cruzaban toda la habitación, y así, ganaba espacio. Pero claro, llegó el día que el lugar acabó repleto de papel impreso.

Después de intentar buscar una solución se me ocurrió algo que consideré bastante práctico. Leer todos los diarios de una vez, y tirarlos a la basura. Así conseguiría que mi habitación volviera a tener el aspecto de antes.

Fue entonces cuando ocurrió: los periódicos no me dejaron abrir sus hojas y se resistían a que los cogiera. Cada vez que intentaba abrir la primera página, la segunda se pegaba con fuerza a la primera, y así, sucesivamente hasta llegar a la contraportada, que se adhería directamente a otro diario.

Al final decidí parlamentar con todos esos periódicos. Les dije que me dejaran leer algo, y a cambio, se podrían quedar en mi casa todo el tiempo que quisieran. Debo de reconocer que fue muy difícil negociar con ellos, pero al final, pude llegar a un acuerdo: me dejaron rellenar la página de pasatiempos que es lo que más me gusta.

Así, estuve varios meses hasta que una bomba hizo saltar el supermercado de la esquina. Aquel día no pude saber si hubo muertos en el atentado porque los periódicos sólo me dejaron ojear el crucigrama.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

7 jun 2017

  • 7.6.17
Hace unos días, a altas horas de la noche, confundí el lamento de un muerto con el maullido de un gato. Era un muerto que no quiso decirme su nombre. Estaba paseando por la Corredera, y fue tan sutil la queja de ese fantasma, que al principio no pude distinguirlo.



Generalmente, en la madrugada, los fantasmas de nuestros antepasados suelen abordarnos, y aquel día me tocó a mí. Era un muerto de muchos años, por eso no sé si entendí bien su súplica porque me hablaba en un castellano tan primitivo que prácticamente era latín.

Para saber qué intenciones traía comencé a dirigirme a él como si estuviera vivo, sobre todo, para acortar distancias y recelos por su parte... Me dijo que él necesitaba al tiempo. “Todos vivimos con el tiempo”, le contesté. “Y tú precisamente –le señalé– si estás muerto, no sé para que lo quieres”. El muerto calló e, inmediatamente, me respondió: “quiero parar el reloj, necesito todo el tiempo que me puedas dar”, me volvió a suplicar.

A esas alturas tan raras de la conversación le pregunté por su identidad. Y fue cuando me dijo que vivió allá por el año 1236, cuando Fernando III conquistó Córdoba. Era un soldado leonés que tras varios años de luchas en tierras sarracenas, le pidió al rey el merecido descanso definitivo. Se quedó en la prometedora Campiña montillana.

Parece que en aquellas épocas de moros, el pueblo no tenía gran significación en la historia del momento. Montilla era una tierra de nadie, cercana a la Cora de Cabra. Aquí nuestro viejo soldado quiso fundar su familia y vivir sus últimos días.

Creó una saga tan numerosa que muchos de nuestros paisanos de ahora desconocen que se mantiene la alta probabilidad de que su vecino de toda la vida o la bonita joven con la que se cruzan cada día, compartan la misma sangre: la de aquel viejo soldado de Ponferrada que sacrificó su juventud para servir al rey Fernando. La de un leonés muerto que sigue reclamando tiempo.

Por eso, cuando quise contestarle, desapareció y percibí por primera vez al gato. El minino siguió maullando muy bajito, como si fuera un bebé abandonado. Fue entonces cuando decidí seguir camino de mi casa, muy despacio, para no molestar a mis fantasmas.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

10 may 2017

  • 10.5.17
Edgar Antonio Díaz vive en el barrio madrileño de Leganés y todos los días se levanta a las seis de la mañana para coger el metro. Trabaja de friegaplatos en una céntrica cafetería de la Gran Vía hasta las cinco de la tarde. A eso de las siete llega a su casa y coge los libros para ir a la academia donde se prepara para presentarse a los exámenes de ingreso en la universidad. Quiere estudiar Ingeniería.



Son las seis y cuarto de la mañana y Edgar Antonio ya está en la estación para coger el metro que lo llevará nuevamente a la cafetería. El andén a esas horas está a rebosar de gente como él. Sudamericanos y africanos que se desplazan hacia el centro para emplearse en los peores trabajos de la ciudad. En la venta ambulante, de chicos de los recados o de ayudantes de cocina como Edgar Antonio.

El tren está a punto de llegar. Dentro de tres minutos tiene anunciada su partida. Medio adormecido recuerda que el día anterior consiguió completar 643 veces el lavavajillas industrial de la cafetería con un total de 38.580 vasos y platos lavados. Es una labor mecánica y fácil de llevar. Puede trabajar y pensar en otras cosas.

Al principio se sentía muy desgraciado porque su mente solo estaba ocupada con la obsesión de contar los vasos y los platos. No pensaba en nada más. Solo enumeraba y contaba hasta el atardecer. Se sentía un robot sudamericano. Con el tiempo pudo controlar esa manía suya, y viajó con su imaginación por donde quiso.

Acaba de pasar por su lado la misma chica con la que se cruza cada mañana. Es española, de tez muy blanca, de pelo negro como el azabache y dedos frágiles. Por su porte con la ropa y las joyas, y su manera de andar, se nota que pertenece a una acaudalada familia madrileña

Es uno de los momentos más excitantes del día. Es más alta que él. Medirá alrededor de 1,73 centímetros. Él se quedó en el 1,60. Es más bajito, y por eso parecería que ni siquiera percibe su presencia, a no ser por lo que ocurre cuando entran en el metro.

Su cuerpo es muy esbelto. Edgar Antonio cree que practica la natación. No lo sabe porque ella nunca le ha dirigido la palabra. La señorita ha aparecido con una cortísima minifalda que descubre unas piernas largas y hermosas. Sus pechos también hoy están alegremente sueltos y liberados del sujetador.

Ella no tiene nombre. Se acerca hacia donde está él. Lleva unos cascos puestos que la incomunican del ruido exterior. Llega el tren y la multitud llena los vagones en segundos. Son tantos que el espacio entre personas no existe, y los pisotones y apretones son normales a esa hora tan temprana del día.

Acaban muy juntos cuando todo el mundo entra a trompicones en el vagón. Están tan cerca que prácticamente sus ojos llegarían a la altura de los suyos, sino fuera porque es más alta y no lo ve. Más bien, no lo mira.

Ella coge su abrigo y lo coloca entre los dos. Cubriendo la parte baja. Ocultando cualquier movimiento de cadera para abajo. Acto seguido abre lentamente su bragueta y le mete la mano mañanera y fría en la huevera, le saca el pene y comienza a acariciarlo.

El miembro tarda solo unos segundos en crecer. Al mismo tiempo su mano va ganando calor y parece más calida. El abrigo que se encuentra tapándolo todo entre los dos impide que ningún viajero se perciba de lo que está pasando realmente. Ella se la menea maquinalmente con la lentitud apropiada para que nadie se entere. La multitud y la postura en la esquina del vagón donde están apostados asegura el episodio con toda su clandestinidad.

El último acto acaba antes de llegar a la siguiente estación. Incluso se encarga de abrocharle la bragueta para no crear ningún movimiento sospechoso que los viajeros que están alrededor puedan percibir. Antes de que las puertas del vagón se abran ella ya está saliendo y perdiéndose entre la multitud. Y él ha ocultado su placer con una mueca de desolación.

Edgar Antonio sigue su camino hasta la estación de Sol que le coge más cerca para llegar a su cafetería. Edgar Antonio quiere rozar sus manos y sus labios carnosos. Hace ya tres meses que esa mujer le hace eso… Lo abordó por primera vez de la misma manera. Y él se comportó de la misma forma. Quedándose inmóvil, petrificado de placer. Con una postura pasiva y rígida.

Desde el primer encuentro sus únicos pensamientos se han centrado en ella. La añora en el trabajo y en la academia donde se prepara para ingeniero. Fantasea con sus labios, sus piernas, y con sus manos. Las mismas manos que consiguen hacerle feliz en unos segundos cada mañana. Por eso, ha decidido que el próximo día le preguntará su nombre.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

28 abr 2017

  • 28.4.17
Todavía recordaba su última mirada, cuando se dijeron adiós. Hacía muchos años que no tenía noticias de ella y no sabía si podría reconocerla. Nunca la había olvidado. Tanto tiempo sin acariciarla, sin besarla… Ahora la estaba esperando en Teguise, la antigua capital de Lanzarote. Después de tantos años sin verse, ese encuentro sería como una cita a ciegas con una mujer desconocida.



Él ya era un anciano descontento, esperando un final gris. Como todos los finales grises que se precien. Le llegaría su última hora en un día cualquiera. Quizá una hora antes de comer, cogiendo el autobús o pagando el arrendamiento de esa destartalada habitación que había alquilado en un bajo del viejo barrio madrileño de Malasaña. Había fracasado en su intento de ser escritor, de ser padre y de ser amante.

La primera vez que la vio él ocultaba sus 45 años con una imagen muy juvenil y ella hacía pocos meses que había cumplido 18 años. Ella se llamaba Amelia, y el día que la descubrió el cielo de la isla tenía un color amarillo ceniza, una tonalidad que sólo puede apreciarse en Lanzarote.

Era alumna del primer curso de Derecho de la Universidad de La Laguna. Se había escapado con unas compañeras de clase a la isla de los volcanes. Fue el mejor fin de semana de Eusebio Sastre, un escritor de éxito que escribía novelas malas. Nunca había visto antes los colores que había en ese cielo isleño, y nunca apreció antes las tonalidades que se reflejaban en las casas.

Y los olores. Las fragancias nuevas, perfumes de almizcle e incienso llegados de oriente se escapaban de aquellas tiendas ambulantes de ropa y cuero. El mercadillo de los domingos en la Villa de Teguise estaba a rebosar de gentes llegadas de todas partes. Por aquellos años la isla canaria de Lanzarote era el refugio de artistas que huían de la mediocridad que había rondado los años noventa.

Su figura resaltaba entre todas las siluetas femeninas de aquel domingo. Ella bailaba en la terraza de un bar de La Villa, como también llamaban a Teguise. Danzaba al son de una canción cubana y de los rayos de sol del medio día. Los mismos rayos que calentaban su joven cuerpo.

Su cadera sujetaba de forma liviana una falda corta con volantes que descubría unas hermosas piernas bien moldeadas y bronceadas. Entre el balanceo de su cabello castaño y rizado se deslizaba la música que entonaba un exiliado cubano. Melodías olvidadas de trovadores de otros tiempos. Tenía los ojos de color miel oscuro y una boca roja y carnosa. Su olor colmaba su cuerpo de fragancias. Nunca se había excitado tanto mirando a una mujer.

Era domingo en Teguise. Paseando por sus calles blancas y encaladas de edificios distinguidos se respiraba todavía el pasado. Los años en que fue una villa señorial, donde la nobleza isleña pasaba las horas a la sombra de sus palmeras.

Todos se daban cita en aquellas mañanas de La Villa. Músicos desterrados de sus propias canciones, artistas inconformistas y ejecutivos metidos a hippies se reunían en aquellos domingos de placer, donde la única liturgia era la música. Aquellos artistas habían elegido Lanzarote para terminar sus días colocados de felicidad.

La luz de la isla no se parece a ninguna luz. Son tonos blanquecinos mezclados con el gris plata de su cielo y el negro profundo de sus mares de lava. Eusebio Sastre, a pesar de ser un novelista mediocre, estaba lamiendo los placeres de la fama. Acababa de triunfar con una novela histórica que había copado las ventas en la última feria literaria.

Él también había buscado su hueco personal para disfrutar de unos días de soledad en la "isla del fuego", como él llamaba a Lanzarote. En la terraza de un bar destartalado y lleno de mesas abarrotadas de gente se conocieron. Se miraron largo rato, al ritmo de ella y de su cuerpo.

Al comienzo fue una aventura que despertó la curiosidad de ambos en la búsqueda de sus cuerpos y en las caricias más osadas. Era una invocación urgente a la unión más sagrada. No existía el límite, la linde de lo prohibido. La frontera más peligrosa la marcaban sus propios sueños.

Ella acababa de salir al mundo de los mayores, y él llevaba muchos años en él. Pero esa realidad no lo paró, no lo frenó. Ni la más mínima duda, a pesar de que ella podría haber sido su hija. Una hija que no llegó a tener nunca.

Estuvieron juntos muchos más días de los planeados. Las compañeras volvieron a la facultad y ella se dejo seducir por aquel hombre maduro que la deseaba hasta lo más infinito de su cuerpo. Ese hombre que por las noches le mordía y le susurraba al oído viejas historias de hombres fracasados que no dejan huella. Cada jornada, después de hacer el amor, él la abrazaba por detrás muy pegado a ella, y se quedaban dormidos.

El tiempo se había comprimido de tal forma en sus vidas, que una noche de cielos rojos cayeron en la cuenta de que llevaban casi un año amándose, viendo pasar las horas como si fueran segundos. Mimándose, tocándose, besándose todas las horas de todos los días.

Habían tomado prestado el tiempo para estar juntos y nada existía fuera de aquellas caricias infinitas. Pero llegó un día que había que pagar lo que se adeudaba, y el tiempo les pasó factura.

Nunca supo porqué la dejó el día menos esperado. Cuando eran más felices y cuando ella le había prometido amor eterno. Se fue, y nunca se arrepintió de ello, aunque siempre la tuvo secuestrada en la última retina, donde se quedan las imágenes más queridas. Se largó con aquella mirada desconcertada de ella, en una mañana tan blanca como las demás.

Está citado en el mismo bar de mesas destartaladas un domingo, igual que el domingo que se vieron por primera vez. Y ahora está esperando a una mujer que ya no conoce. A una forastera alejada de sus sentimientos.

No sabía realmente qué hacía ahí. Ella seguramente sería una bella mujer rebasando los treinta años, y él, un fracasado esperando su final. Quizá por eso, en el último momento decidió levantarse y frustrar ese encuentro. No quiso verla y se marchó.

Caminó y se alejó del lugar y se sintió más solo que nunca; más solo que cuando huyó por primera vez de su regazo. Y ahora le duele el pecho, le está estallando el pulmón y no sabe si dejarse morir. Serán los nervios del momento lo que le ha acelerado tanto el corazón.

Siente desmayarse cuando la ve desde lejos. Es ella, está seguro, no ha cambiado. Tiene 18 años, y eso es imposible. El mismo pelo rizado, la piel tersa. La misma juventud y la música acompañando a su sueños mortales.

Es esa habitación del bajo de Malasaña la que le lleva privando de la luz de la isla del fuego, desde hace muchos años. Desde que lo abandonó la literatura y se convirtió en un viejo solitario.

Cierra los ojos y la sigue viendo a ella. Está igual de guapa. Con sus labios carnosos y rojos. No quiere abrir los ojos cuando siente al enfermero hurgando en su cuerpo, haciéndole los masajes cardíacos. No quiere oir al médico decir que sus pupilas ya están dilatadas, que ha fallecido. Que está muerto.

Eso no es cierto. Él no está tirado en ese cuartucho del bajo de Malasaña, oliendo a perro muerto, a viejo abandonado, porque hace mucho que está con Amelia en Lanzarote. Con su amada Amelia, con su piel y sus olores de almizcle y con sus manos, bailando al son de las viejas canciones de marineros cubanos. Mirándola y abrazándola por detrás para siempre, hasta el amanecer de los tiempos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA

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