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Mostrando entradas con la etiqueta In Memoriam [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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20 may 2023

  • 20.5.23
Hubo un tiempo en que los días eran claros y te llenaban el alma, y los viajes solo eran breves desplazamientos hacia donde ibas buscando trozos de tu propia vida que habías ido dejando diseminada por los caminos. La voz de Antonio Machado era la prolongación de nuestra propia voz. Recuerdo el olmo seco y la tumba de Leonor. “A Leonor. Antonio”, rezaba la tumba. Así, sencillamente.


Se ve que el epitafio lo redactó el poeta y que en ocasiones a la rosa no hay que tocarla más, como también advertía Juan Ramón. Paseamos entre los álamos del Duero y buscamos la casa de Leonor hoy ya derruida. Sabíamos que el tiempo todo lo barre, excepto la memoria, y que es el recuerdo, en definitiva, el que nos hace seguir estando vivos entre los demás.

Hay un día también en que todo se oscurece y la vida se estrecha como un camino que tiene fin. Y después hay que buscar otro sendero, porque el camino somos nosotros mismos, y en ocasiones hay que atajar por carreteras secundarias y tierras pantanosas que nadie conoce o que todos abandonamos a un lado antes de sentir las botas atrapadas en el lodo. Ese mismo día las lluvias más pertinaces pronostican un tiempo de nubes bajas y los escrutinios del tiempo no anuncian un receso en esta tormenta inaudita.

Nada que ver con aquellos viajes a Murcia llenos de calor y de gozo, buscando las habas y los limones de sus huertas, un mar templado de posibilidades y un futuro sin puertas de emergencia por donde entrábamos y salíamos a nuestro aire, conscientes de que la vida brotaba a borbotones.

Sobraba la alegría y los excedentes de juventud los paliábamos con frases prestadas de escritores consagrados y con ocurrencias repentinas que nos sobraban y que solo los pocos años nos regalan cuando la sangre bulle desafiante. Después vino el chapapote de Galicia y las ferias fueron acumulando un cansancio desordenado en las venas, y todo era un volcán de felicidad que nadie pensó jamás que pudiera extinguirse.

Pero alguien apaga los fuegos que nosotros mismos prendemos y nos dejan ciegos en mitad de la noche, y cuando amanece tampoco hay luz, porque también la luz, como el camino, anida en nosotros mismos. Y comenzamos a mirarnos por dentro a ver dónde dejamos olvidadas las llaves de la casa, los libros leídos, los amigos de siempre.

Con el tiempo suelen ser preguntas recurrentes. Siempre las mismas. Y tanto insistimos en responderlas que nos van cuarteando el rostro con sus epigramas y nos habitan la mirada con las mismas incógnitas que escondemos en el corazón, y vemos ahí que nuestras preguntas son idénticas a las de los demás. Y que nada nos diferencia, sino el tiempo transcurrido entre una fecha y otra, entre una desesperanza y otra ilusión nueva.

Somos siempre los mismos y dejamos en la tierra a aquellos otros que son parte de nosotros y nos habitan y nos recrean más allá de cuando nos fuimos, y estando en ellos somos y seremos por siempre nosotros mismos.

Así que otra vez estamos aquí, dando vueltas a la misma mesa, recorriendo una vez más las orillas del río Duero, recordando que también ahora, hace ya un siglo, don Antonio publicó Campos de Castilla, y que aquellos versos le salvaron la vida.

A finales de 1912, escribió a Juan Ramón Jiménez: “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla”.

Así también pienso yo. Que en ocasiones las palabras nos salvan. Del mismo modo que también pienso que a veces las palabras sobran y que el silencio reconforta, como el sueño cuando la tarde es cálida y limpia. Ahora busco el silencio que no tuve entonces, ese vacío de palabras que me dejará por un tiempo mudo, ausente de un tiempo presente que no necesito y de un futuro incierto que he de aprender a domeñar.

Y en ese horizonte desdibujado siempre encuentro tu sonrisa invulnerable y tus ansias siempre renovadas por voltear el destino de mil maneras distintas hasta exprimirlo del todo. Miro al frente y no sé andar solo, y tampoco sé si quiero. Me siento en un banco del parque, como aquel otro hombre que yo me inventé aquí y que allí encontró su destino, y sé que no hay camino, sino estelas en la mar.

Siempre vuelve el poeta con sus versos tan manidos cuando te recuerdo pensando que es imposible que te hayas ido sin despedirte, sin haber programado un nuevo viaje por tierras inventadas y páramos desconcertantes.

En fin, aquí sigo, Felipe, esperando entender algún día esas razones que nunca entenderá el corazón, porque el corazón, al menos el mío, no admite ya explicaciones ni excusas, y tal vez ya no puede ni quiere entender nada, cuando nos arrebatan una juventud tan limpia como la tuya.

De tu hermano, que te quiere.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de mayo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 abr 2023

  • 17.4.23
Le dije "quédate. Siéntate y quédate aquí para siempre". Ella sonrió. Siempre lo hacía, mostrando unos dientes blancos y bien alienados. Tenía en esa sonrisa, que la infantilizaba, una mueca de gratitud que nunca comprendí del todo. De eso hace ya mucho tiempo, o tal vez no tanto.


Aquí el mar es siempre muy azul. A ella le gusta despertar oyendo las olas rompiéndose en la playa. Y por la noche le gustaba observar los barcos de arrastre que faenaban más allá, antes de donde se pone el sol. Creo que se quedó aquí porque echaba de menos el mar, o porque en ninguna otra parte del mundo el mar es tan manso como aquí.

Por la mañana caminaba por la orilla buscando conchas y estrellas de mar, pero siempre volvía con las manos vacías, como si esa vocación baldía apenas fuese el pretexto para salir a respirar el aire limpio que ella ama.

A veces, se me quedaba mirando. No sé qué buscaba en esas pesquisas. De todo eso hace mucho. Por la mañana la observo caminando por la playa, sucia de arena. No recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi así. Pero de eso hace tanto. Hay en ese acto tan simple una belleza que nunca lograré olvidar. Ni falta que hace.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 6 de septiembre de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

3 abr 2023

  • 3.4.23
Colecciono conchas de mar y cuencos de cerámica artesanos de diferentes países, piezas de madera talladas, grabados, libros, pero también conservo, no sé por qué razón, recortes de prensa. En fin, páginas de periódico que anuncian noticias curiosas o sorprendentes, tristes o insólitas. Es un hábito del que no logro desprenderme y que me acompaña desde aquellos años en que opté porque el periodismo fuera parte imprescindible de mi vida.


En general, son informaciones poco destacadas en los diarios, breves y desprovistas de todo elemento gráfico o tipográfico que las destaque sobre las demás. Al contrario, las encuentro en páginas pares, en el faldón de la página, metidas con fórceps y medidas con cuentagotas, extraviadas entre otros textos periodísticos que encabezan la página con títulos llamativos y otros elementos de titulación complementarios, con fotografías o infografías, con despieces. Son noticias mínimas que narran extravagancias o hechos que parecerían disparatados si no es porque son ciertos.

Un día, buscando documentación para un congreso, me tropecé con uno de estos textos que, con el tiempo, he podido comprobar que no es tan extraordinario ni sensacional. Ocurrió en una residencia de Manoteras (Madrid). Al parecer Isabel Pérez un buen día optó por llevarse a la madre del citado centro. Julia, de 85 años, así se llamaba la anciana, entró por su propio pie, porque todavía la edad no le impedía moverse tal como la voluntad así le requería.

Sin embargo, la última vez que Isabel fue a visitarla tenía una enorme dificultad para andar por el dolor que le producía un tobillo hinchado. No era la primera vez que la hija había encontrado a la madre en este lamentable estado, de manera que, llevada por el sentido común, escribió dos cartas de reclamación al centro, pero ya que la iniciativa cayó en saco roto, optó por poner una denuncia en un juzgado de guardia de la plaza de Castilla.

Los resultados de las pesquisas judiciales concluyeron que las personas encargadas de vigilar a los ancianos en al menos cuatro ocasiones entregaron a la madre las medicinas equivocadas y en otras dos ocasiones le faltó, tal vez por falta de presupuesto, el medicamento más necesario: el Sintrón. En la administración del centro, la respuesta era contundente respecto a esta carencia: no había repuestos en el almacén. El trato que sufrió la madre no acaba aquí.

Otro día, Isabel la encontró empapada en orín. En otra ocasión, atada con una soga a la silla para que no lograra extraviarse por las instalaciones del centro y tampoco diera quehacer a las trabajadoras mientras realizaban otras labores propias de su condición de criaturas diestras en la limpieza.

Otra vez, en que el frío era el protagonista de una jornada invernal, la hija encontró a la madre sin abrigo tiritando en el salón de la televisión. Esta vez la respuesta del centro no dejaba lugar a dudas: las auxiliares titulares se encontraban de vacaciones y las suplentes no conocían a los residentes.

Isabel Pérez no fue la única persona en denunciar estos hechos. Por aquellos días, otros 214 familiares de residentes habían reclamado por escrito estas carencias y otros abusos. Pero el director del centro, aplicando como cierto el principio de Peter, ni corto ni perezoso, fue autista frente a este estado de los hechos.

De manera que hizo circular una orden interna que determinaba reducir la cantidad y la calidad de la comida de los 300 ancianos del centro con el objeto de que todos pudieran contribuir con un leve esfuerzo de inanición a ahorrar del menguado presupuesto del que disponían para llegar a final de mes.

Ni que decir debo que no fue sólo Isabel Pérez la única persona que salió de la tal residencia acompañada de algún familiar. El director fue cesado de manera fulminante por la consejera de Asuntos Sociales que, por supuesto, no sabía nada del asunto. Cuando leí la noticia no entendí por qué no ocupaba un lugar destacado en el diario, pero ahora lo sé.

Desde entonces, me he tropezado con algunas noticias cuyo contenido no difiere mucho del antes citado, y es obvio que noticia es todo acontecimiento nuevo, novedoso. Incurrir en reiteraciones es cualidad de periodistas torpes y de segunda fila. En fin, los ancianos a fin de cuentas tienen goteras por todo el cuerpo y una píldora u otra no les van a aliviar de la soledad que sufren, que ya se sabe que no tiene tratamiento, ni de otra muerte que no sea la que dios les ha asignado. Desvaríos seniles.

Ahora he leído Arrugas, y ya sé dónde se inspira Paco Roca para escribir esas historias tan certeras y humanas. Una historieta de cómic que llega más allá de donde se quedó el periodismo: a describir con minuciosidad la puñetera realidad.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de agosto de 2014.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

20 mar 2023

  • 20.3.23
Nunca le dijo que la quería. Para qué. Llevaban tantos años viviendo juntos que, se supone, ella debe saber que la amo sobre todas las personas, se decía a sí mismo en esos días grises que confunden en lo más hondo del alma. Se conocieron siendo adolescentes, cuando estudiaban en el instituto.


A él le gustó su piel tersa, sus ojos con luz, su andar insinuante, su mirada de ave rapaz, su tesón ante el infortunio pero, sobre todo, su constancia y su lealtad a prueba de cualquier catástrofe. Ella se sintió atraída por su discreción de hombre corriente, atento, educado a la antigua usanza, frío y equilibrado en sus decisiones, pertinaz en situaciones límite.

Habían sobrevivido juntos a tantas catástrofes y cumpleaños felices, que él pensó siempre que el matrimonio era el único huevo que no se hacía añicos al estrellarse contra el pavimento. Y así ocurrió durante algunos años. Durante bastantes años. Pero no hay mal que cien años dure, se decía a veces. Las noches que el insomnio le podía, se levantaba de la cama sin hacer ruido y le gustaba mirarla mientras dormía un sueño intransferible y feliz.

De hecho, lo hacía cada vez con más asiduidad. Después caminaba hasta su despacho, se ponía algo de whisky en el vaso y salía a la terraza aunque la noche fuera fría o lluviosa. Regresaba al despacho y se acomodaba en el sillón de orejas, abría un libro que no leía, y se quedaba pensando hasta que el sueño le abrazaba la piel.

Al amanecer, ella lo encontraba con el libro caído entre las manos y con una sensación de sentirse confundido en los sueños, que no era sino la misma sensación de verse abatido en la vida de todos los días.

Lo dejaba dormir todavía media hora más mientras le preparaba el desayuno y después lo despertaba con un beso tierno como él ya no recordaba, y le obligaba a ducharse y a vestirse para salir a la oficina. Cuando alcanzaba a tomar el desayuno, ella ya había partido al bufete donde trabajaba. En una nota le dejaba escrito: “Nos vemos. Besos.” Pero aquella noche no volvió.

Por la noche se hizo una cena fría, pero no comió ni un bocado. Esperó su regreso y, mientras lo hacía, controlaba su enojo, su impuntualidad, su falta de cordura, su desafección al matrimonio y al amor conyugal, o algo así. Ella nunca se había retrasado en su vuelta a casa, ni se había excedido en la bebida ni había jugado a la seducción con otro hombre que no fuera él. Tampoco esta vez lo hizo.

Recordó la nota de la mañana y entendió sin acritud que era una despedida en toda regla. Lo había intuido bastante antes, mucho antes de que a ella se le hubiera ocurrido abandonar el hogar. No hubo más palabras ni una despedida en regla. Solo una nota breve que no dibujaba el porvenir.

Aquella noche tampoco durmió. Se quedó mirando la cama vacía y nada más entonces comprendió que estaba solo en la casa. Salió a la terraza con un vaso de whisky y se quedó mirando las estrellas como si se tratara de un puzle irresoluble.

Al amanecer, ella lo encontró sentado en la terraza, el vaso roto en el terrazo. Tenía la expresión de un niño perdido o desesperado, pero en realidad se trataba de un cuerpo que no tenía vida. Estaba frío como la mañana. La ciudad se agitaba con una monotonía de rutina y un sol sin brillo habitaba la ciudad.

Se sentó a su lado, sin mirar el cuerpo, bebió de la botella y comprobó, aun sabiéndolo, que el whisky no le gustaba. “Sabe a chinches”, dijo. Después cerró los ojos, cansada, sin saber qué hacer y sin saber por qué aquella noche había vagado de pub en pub sin vocación de noctámbula. No le sorprendió verlo allí tirado en la hamaca como un muñeco de goma. Fue al cuarto de baño y se duchó.

Se preparó un café negro, muy negro. Llamó al hospital. Después, sin saber todavía cómo, se dispuso a diseñar una nueva vida sin saber bien cómo. Esperó a que sonara el timbre. Mientras tanto, solo adivinó a saber que la vida era los años que había dejado atrás, cuando tenía la piel tersa, los ojos con luz y la mirada de pájaro fiero, como él nunca supo decirle.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 22 de diciembre de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

6 mar 2023

  • 6.3.23
Ella le dijo que se llamaba Clara. Él lo tenía claro. Se podía llamar de cualquier manera. Y poco importaba. La fiesta iba para largo. Ella tenía una mirada alegre y comprometedora y unos ojos claros, posiblemente verdes, que todo lo volvían oscuro o todo enturbiaban o todo lo resplandecían. Ya no sabe. Los labios eran gruesos, insinuantes o atrevidos. Tampoco sabe. La realidad es tan terca que describirla con precisión es misión imposible e inútil. Pero ciertamente que son labios que no se olvidan.


Había bebido suficiente o demasiado. Por eso sus frases eran breves y contundentes, pues anunciaban mucho más de cuanto pretendieran expresar. Le dijo que le leía sus artículos y sus relatos. Muy nostálgicos, dijo. Aunque con toda probabilidad la nostalgia esté en mí, le dijo también. Una frase hecha, pensó él. Te enviaré un comentario. Pero hasta hoy. Es lógico. Qué se puede escribir en un comentario a un hombre que no conoce sino por algunos de sus escritos.

Aquella noche soñó con ella. O tal vez no soñó, porque no logró alcanzar el sueño. Llenó medio vaso de whisky y pensó sin aliento si estaba preparado para olvidar sus ojos. La respuesta era evidente. Nadie tiene cojones para olvidar unos ojos como esos. Así que bebió y se sirvió otro medio vaso.

No corría viento y el aire estancado hacía que la noche no fuera el espacio idóneo para recrear hechos apenas perceptibles para una memoria castigada por los años. Encendió el ordenador para comprobar si ella le había escrito, y obviamente ella no lo había hecho. De manera que el desengaño tiró anclas en un océano de nadie.

Durante muchos días pensó si una mujer puede aparecer y desaparecer de su vida como si la tierra se la hubiera tragado de repente. Y advirtió acertadamente que su existencia estaba plagada de experiencias semejantes. Como es obvio, volvió a encender el ordenador un día tras otro, pero ella nunca escribió. Y supo sin remordimientos que los sueños los alimentamos por el simple placer de no perecer a la apatía que nos mata día a día.

En cualquier caso le ayudó, una vez más, a entender que ninguna mirada se parece a otra, y que el mundo está habitado también de miradas vacías. Tal vez este pensamiento le preparó para olvidar el incidente de una noche de feria y alcohol que nunca buscó y que, por esa misma razón, debía archivar en la carpeta de los casos insignificantes.

Pero el tiempo enseña que algunos ojos alumbran en la oscuridad y que la noche se hace eterna y uno no sucumbe a su magia. Ella volvió a entremeterse en sus sueños sin nombre y posiblemente sin identidad, varió la fecha y el escenario del encuentro. Que poco importaban ya.

Y solo conservó esa sensación que llena el alma por unos instantes y que le ayudaba a sobrevivir a los reveses de un tiempo hostil y desapacible. Sabía que cualquier día ella le escribiría unas palabras breves y sencillas sin otra pretensión que certificar su existencia y que ese simple hecho le ayudaría a entender que un encuentro casual sin prórroga posible se vuelve más sólido que una relación amañada a las espaldas del deseo.

Pensó más de una vez en la nostalgia y en sus consecuencias, y pensó también si ese barniz del tiempo no era excusa suficiente para sobrevivir a la auténtica nostalgia de la que nunca podemos escapar, y si escribir sobre esta materia no era sino un ejercicio vulgar para desprenderse de sus múltiples consecuencias. Todo es posible, se dijo.

Un día, sentado a la barra de cualquier bar, pidió un coñac. Extraño en él. Después observó que una mujer le miraba. Tenía una belleza corriente, de tinto barato, y una piel lechosa de tetrabrik caducado. Puso los ojos en su mirada, y vio que no era ella. Pagó el coñac que no bebió y al salir a la calle supo que, por alguna oscura razón que no entendía, un día nunca se parece a otro. Desgraciadamente para él, lo tenía claro.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de mayo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

20 feb 2023

  • 20.2.23
Cuando el coronel Gadafi manifestó que entraría en Bengasi como lo hizo Franco en Madrid en 1939, no me extrañaron nada sus declaraciones. Estos días otros periodistas han recordado las relaciones entre Libia y Andalucía. En 1978 Alejandro Rojas Marcos, líder del Partido Socialista Andaluz (PSA), fue sorprendido por un turista sevillano en el aeropuerto de Trípoli. La prensa aprovechó el dato para relacionar la financiación del PSA con la revolución libia y con el pasado musulmán andalusí.


En esa década, cuando Libia fue bloqueada y bombardeada por Estados Unidos en un conflicto en el que acusaba a Libia de impulsar el terrorismo internacional, el conflicto sorprendió allí a miembros del Sindicato de Obreros del Campo (SOC). A la vuelta, pude entrevistar a Paco Casero sobre cómo vivieron aquellos días de incertidumbre en Trípoli.

En el fondo, Gadafi nunca renunció a la idea de reconquistar el sur de Europa no ya con armas y violencia, sino, como él mismo dijo, con la mera penetración de decenas de miles de musulmanes. En cualquier caso, esta verdad también es parcial, pues en las distintas intentonas de golpes de estado que tuvieron lugar en los años de la transición, al menos en una de ellas estuvo implicado el coronel Gadafi. Ésta es la verdad que estos días no se ha contado y que, como testigo de los hechos, ahora me presto a recordar.

Sin pruebas objetivas, según expresó el abogado defensor, en 1987 el fiscal general Carlos Rodríguez reconstruyó en la Capitanía General de Sevilla, con fechas y datos facilitados por diversos informes del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), un presunto intento de golpe de Estado, en el que se veían implicados distintos generales y coroneles y cuya materialización se encontraba en el apoyo económico de Libia.

Una entrevista mantenida el 26 de enero de 1986 entre el coronel Carlos de Meer y el coronel Gadafi, mezclada con la posible venta de una bicicleta y la compra de un mantón de Manila negro con cinco rosas rojas, concretó el eje de debate de un consejo de guerra que había comenzado a las diez de la mañana y concluido a las 14.35, en el que solo se pretendía conocer del delito de abandono de residencia.

El consejo de guerra tuvo lugar en el teatro de la Capitanía General de Sevilla. El delito a juzgar era conocido: abandono de residencia por parte del coronel Carlos de Meer. La sentencia absolutoria del jurado fue recurrida por el fiscal militar. El ministro de Defensa, Narcís Serra, acogió satisfecho esta iniciativa. No obstante, el abogado defensor, José María del Nido, entonces presidente en Sevilla del partido ultraderechista Fuerza Nueva y hoy presidente del Sevilla Fútbol Club, aseguró entonces que este recurso no prosperaría porque no existían pruebas.

En realidad esta historia se remontaba a comienzos de 1986, cuando el coronel de Meer viajó a Libia para entrevistarse con el coronel Gadafi. El militar español, según un informe del CESID leído en el mencionado consejo de guerra, dijo al líder libio que pretendía dar un golpe de estado. Por esta razón, se abrió una causa por delito de conspiración a la rebelión militar, que fue archivada por la Audiencia Nacional.

Un mes después de que se diera el carpetazo a aquella causa, De Meer fue juzgado en Sevilla por abandono de residencia. Pese a todo, en el desarrollo del consejo de guerra se reconstruyó el viaje a este país árabe y los fines del mismo.

Un informe del CESID aseguraba que De Meer se había entrevistado el 17 de enero de 1986 en un hotel con el embajador libio, Saed Esmaiel, y los ultraderechistas José Antonio Assiego y Enrique Moreno, a los que comunicó su intención de viajar a Libia y de constituir un grupo político de carácter africanista, así como de incrementar su acercamiento a los países árabes.

Según el mismo informe del CESID, De Meer propuso a Gadafi no solo la creación de un periódico ultraderechista sino su intención de dar un golpe de estado e instaurar en nuestro país una democracia orgánica, en la que no tuvieran cabida los partidos políticos y donde la política exterior encontraría su eje en la ruptura diplomática con Israel y con los países de la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). Al parecer, siempre según el mismo informe del CESID, Gadafi prometió a De Meer una importante cantidad de dinero para la realización de su empresa.

A petición del fiscal se dio lectura a una entrevista realizada por la cadena SER con De Meer mientras éste estaba recluido en la prisión de Alcalá de Henares. El coronel señaló que Gadafi era un hombre inteligente, jefe de un pueblo de pastores en el que ETA jamás se había entrenado, sino que, muy al contrario, Francia era el santuario de esta organización terrorista. Al mismo tiempo, advirtió sobre la similitud de contenido del Libro Verde del líder libio con la doctrina de José Antonio.

En el interrogatorio, el coronel Carlos de Meer aseguró que el domingo 26 de enero de 1986 se había entrevistado con Gadafi de 10 a 11 horas de la mañana y que a las 12.20 horas partió en dirección a París. Asimismo, señaló que antes de la entrevista, a las nueve de la mañana, se dirigió al aeropuerto para cambiar el vuelo reservado para la tarde del día 27 con dirección a París y Madrid. A la pregunta del fiscal de por qué viajó al extranjero sin comunicarlo a la autoridad militar, respondió que sencillamente no lo hizo.

De Meer manifestó que el 11 de mayo se le notificó el auto de procesamiento y que cuatro agentes de la Guardia Civil, adscritos sl CESID, registraron su vivienda y le sustrajeron el pasaporte y otro documentos, y que con posterioridad los devolvieron a su hija Pilar en una bolsa de basura.

Con posterioridad, el fiscal concluyó que De Meer salió de Madrid el 23 de enero de 1986 y que no había regresado a la capital española antes del 29 del mismo mes. Para la defensa, sin embargo, el coronel salió el día 24 y regresó la tarde del día 26.

Antes habían prestado declaración los testigos: todos coincidieron en que lo habían visto en Madrid el día 26, a su vuelta de Libia, pese a lo cual el fiscal militar puso en entredicho estas declaraciones, acusándoles de haberse puesto de acuerdo para declarar en este sentido.

El general José Chinarro aseguró que lo vio ese día porque es vecino. A la pregunta de si había visto a De Meer este año, dijo: “No llevo un cronómetro. Lo he visto alguna vez. No puedo precisar”. Y apostilló que había declarado dos veces en Madrid y ahora lo hacía en Sevilla: “Fíjese la cantidad de declaraciones que estoy haciendo”. Recordó que encontró a De Meer en el ascensor cuando volvía de Libia, vestido de paisano y portando un bolso de mano, y que le habló de la venta de una bicicleta.

El coronel Guillermo Miranda, también vecino del mismo bloque de pisos, también se encontró con él el mismo día 26. Lo recordaba, dijo, porque era domingo y volvía de misa, y le contó que lo iban a destinar forzoso a Ávila. También el coronel Sastre González manifestó que conoció el traslado de destino de De Meer ese mismo día. Había cogido el metro a las 21.15 horas para ir a su casa, porque le había encargado un mantón de Manila para su esposa, un mantón que, precisó, iba a ser de color negro con cinco rosas rojas, cuyo presupuesto alcanzó las 14.000 pesetas.

El coronel Carlos también manifestó que había subido ese día a casa de De Meer en compañía del coronel Ángel Sevillano, quien a su vez ratificó las palabras del anterior y afirmó que había conocido al acusado de un modo esporádico en el año 1936.

En su escrito de conclusiones, el fiscal militar, coronel Carlos Rodríguez de Mesa, señaló que Carlos de Meer había salido de Madrid el 23 de enero de 1986 y que no había vuelto antes del día 29, consideró que los hechos eran constitutivos de delito de abandono de residencia, y pidió que se le impusiera la pena de siete meses de arresto con los correspondientes accesorios y efectos legales.

Por su parte, el abogado defensor, José María del Nido, acusó al fiscal de haber querido confundir al jurado y le recordó que este consejo no tenía capacidad jurídica para conocer del delito de conspiración militar, que en su día ya fue archivado por la Audiencia Nacional y que solo se juzgaba el delito de abandono de residencia. Concluyó afirmando que no existían pruebas de que De Meer estuviera fuera del país cinco días, por lo que “la base sobre el castillo de arena” de los argumentos en los que se apoyaba el fiscal se desmoronaba.

El fiscal replicó señalando que no había pretendido acusar a ningún general ni compañero y que el pasaporte extraviado estaba en manos de De Meer, pero que no aparecía porque “está estampillado”, que los testigos fueron sorprendidos porque ninguno recordaba más fecha que el día 26 y que según Air France constaba que el día 27 un tal Carlos volvió de Trípoli.

Del Nido, que intervino en último lugar, aseguró que el tal Carlos que volvió de Trípoli el día 27 podía ser Carlos de Meer o el mismo fiscal, Carlos Rodríguez. Cuatro veces fue interrumpido De Meer en su alocución final a la pregunta de si deseaba exponer más al consejo. Afirmó de este modo que su pasaporte estaba limpio de visado y que era cierto que había sido entregado a su hija en una bolsa de basura.

Denunció que había sido víctima de una maquinación de “insidias e injurias" y de una campaña de calumnias en TVE y que se había deteriorado su prestigio personal al ser acusado públicamente de “traidor y conspirador” por el ministro de defensa, Narcís Serra.

Terminada la vista del juicio, el coronel Carlos de Meer manifestó a los medios de comunicación que toda la prensa de España se había volcado contra él, a excepción del diario ultraderechista El Alcázar, que había sabido defenderlo en todo momento. Aunque reconoció que con posterioridad diversos periódicos rectificaron su actitud.

Asimismo, manifestó que había participado, como letrado, en diversos consejos de guerra, y que, por ello, éste no le había impresionado. Manifestó que viajó a Trípoli con nombre falso y que en ningún momento hizo uso de su verdadera identidad. De aquí en adelante, dijo, se dedicaría al periodismo y a la abogacía, si bien precisó que no deseaba oír hablar de política de momento.

El público asistente comentaba, en el transcurso del consejo de guerra, las distintas anécdotas que se sucedieron. Por ejemplo, cuando el fiscal señaló que no comprendía que De Meer acudiese al aeropuerto a cambiar un billete de vuelo cuando tenía anunciada una entrevista con un jefe de Estado o cuando el abogado defensor le recordó que al procesado se le acusaba de abandono de residencia y no de incitación a la conspiración, a lo que el fiscal respondió que no es lo mismo viajar a Trípoli a ver a un amigo que es médico que hacerlo para entrevistarse con el coronel Gadafi y sin permiso de la autoridad militar.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 4 de abril de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

14 feb 2023

  • 14.2.23
La vida es una fiera montaraz que en ocasiones se precipita sobre nosotros como un leopardo agazapado entre las rocas que no vemos. Es un salto imperceptible que te devuelve a un tiempo ya consumido y consumado, a un momento que en ocasiones tampoco existió, porque el recuerdo y los sueños se nutren de la misma materia viscosa y se escurren entre nuestras vísceras sin que podamos atender ni entender el origen de su naturaleza.


El olvido se nutre de recuerdos que tenían fecha de caducidad y de sueños disparatados que un día alcanzamos a pensar que pudieran ser ciertos. Pero nada es verdad. Ni siquiera ahora que nos miramos al espejo descubrimos a aquel otro que siempre anda a nuestro lado.

Yo no soy yo, soy este que va a mi lado, escribiría más o menos Juan Ramón Jiménez, aquel marido insoportable y al mismo tiempo un poeta tan grande. Cada cual puede ser y es un poco de todo a la vez. Lúcido y miserable, ingenioso y grotesco.

Estamos fabricados de una materia moldeable y al mismo indetectable, fútil como un fuego invisible que nos quema y nos alimenta y nos destruye al mismo tiempo. Y ahí seguimos a nuestro pesar.

Un buen día, cualquier día, un día de estos, alguien te llama por teléfono y te dice que un amigo ha muerto. Dos días antes hablabas con él, ya cansado de la vida y del hospital, y te hablaba de vivir solo y para siempre solo.

Pienso que se murió porque ya no quería vivir más. Llega un día en que nos sobra la vida y la esperanza. Nos sobra todo. Ocurre de un día para otro, sin haberlo pensado demasiado. La vida se te cae en lo alto con el peso de un leopardo y te deja tumbado en la cama con un desasosiego que no quieres para nadie.

Ahora, cuando vaya a Montilla, no te podré buscar en el Mayga a esa hora en que los jóvenes consumen pizza y refrescos, cuando la noche naufraga en dirección contraria hacia donde apunta el fin del mundo, ni podrás discutir con Miguel Veneno los sinsabores de la adolescencia extraviada con un vaso de tinto entre las manos.

Hay un pasaje secreto que nadie conoce y que nadie quiere cruzar cuando las noches son frías y desalentadoras, y tú te metiste por ese hueco inadvertidamente, como quien juega a la gallinita ciega, pero ibas con los ojos muy abiertos, y la vida te devolvió de frente la imagen que nunca lograste olvidar.

Ahora, transcurridos los años, veo la existencia inútil, y los días despilfarrados doblados en una cartera en la que sobran los billetes usados, las direcciones, los números de teléfono, el nombre de aquellas mujeres que nos amaron y tuvieron que olvidarnos a su pesar.

Entonces éramos muy jóvenes y saboteábamos a la vida del mismo modo que los banqueros nos han saboteado, poco más o menos, a todos los ciudadanos, creyendo, insensatos, que la vida no se cobra sus propios intereses.

En aquellos días, cuando todavía no votábamos y Franco gobernaba a golpes de decreto y de bayoneta, cuando The Beatles y Bob Dylan nos ofrecían un mundo que anhelábamos, tú preferías los boleros de Antonio Machín, los cigarrillos rubios sin filtro –eso sí, los mejores: Bisontes y Las Tres Carabelas–, los boquerones en vinagre de Los Barriles, la política que desconocíamos entonces y que nunca te abandonó, la cerveza muy fría que tampoco te abandonó, y los amigos leales, los de siempre.

Yo comencé a escribir porque tú escribías versos de amor, y Antonio Herrador escribía versos de amor, y Antonio Cruz también escribía versos de amor, y Richard, y tantos más. Así que también yo me dispuse a escribir versos de amor.

Pero me venían estrechos los versos y me bajé a la prosa para estar más a gusto. Y aquí me quedé. Así que todos fuisteis culpables de que entonces, con 13 años, yo me pusiera a buscarle el envés a las palabras, y sacudiera los versos para imponerles otro ritmo, y buscara y encontrara metáforas y otras herramientas útiles para la escritura incluso debajo de los posavasos.

Tú fuiste culpable, en parte, de aquella vocación temprana de la que todos os sacudisteis las ropas y me dejasteis a mí aquí, solo con las palabras, con la duda inútil de si valió la pena morderle las esquinas a la vida para arañarle otros sentimientos y otras certezas.

Te vas ahora que el agua está turbia y el futuro se vislumbra desdibujado como si anticiparas con tu partida un tiempo de ventiscas inmisericordes e injustas. Te vas ahora que nos habíamos vuelto a encontrar después de tantos años, como si el tiempo ya marchito pudiera devolvernos los años olvidados.

Siempre nos quedará la sospecha de qué hicimos mal; si aquel tiempo de la vigilia nos pasará factura después; de si vale la pena ir más allá de donde la naturaleza cierra con una empalizada sus fronteras a la felicidad.

Cuando vuelva al bar de todos los fines de semana, recordaré, entre volutas de humo, tu perfil amigo entrañable, tu carácter agrio que pocas veces daba paso a la ternura, que se debatía en tus vísceras por querer salir a flote en un mundo en el que todos comenzamos ya a sentirnos extraños.

He bajado a la calle, al primer bar que encontré abierto. He pedido una caña de cerveza, he encendido un cigarro. Mientras, escucho una canción de Antonio Machín que solo yo oigo en mi interior. Y cuento cuántos amigos éramos en aquella pandilla que el tiempo desvaneció. Y sé que falta uno, que eres tú, el primero que se ha ido. Sin despedirte, además. O haciéndolo a regañadientes.

“Me tendré que acostumbrar a vivir solo ahora”, me decías hace unos días. Pero no. Ya vivíamos solos, desde mucho antes, desde que comenzamos a esbozar y a borrar aquellos primeros versos que la historia, afortunadamente, jamás conocerá.

Ahora, al irte, nos has dejado solos a nosotros, más solos aún, en un mundo que no tiene arreglo posible, o al menos no se vislumbra próximo. Y para arreglarlo necesitamos muchas manos. También las tuyas. Pero no, ya no las tenemos. Y eso, carajo, no se hace.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 21 de enero de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

6 feb 2023

  • 6.2.23
El otoño anticipa siempre sueños denostados y su paso amasa sensaciones que creíamos almacenadas en otro ámbito donde la memoria no suele merodear con inconfesables intenciones. Es éste un tiempo de despropósitos y de propuestas acumuladas que siempre identificamos como nuevas pero que nos persiguen a cada instante sin que seamos conscientes de que ya son parte nuestra identidad.


Los días de estío quedan atrás como si pertenecieran a otra existencia que nunca habitamos. Esa luz portentosa de las mañanas de verano y esa aire liviano que todo lo transforma. Las tardes de lluvia inesperada que traen un remanso de paz a nuestra mirada.

El mar está en calma. Es un colchón de agua, pensará alguien. O una alfombra de transparencias sinuosas, dirá otro. Buscamos el mar porque en su presencia poderosa extraviamos más esperanzas de las que logramos contabilizar en las noches de insomnio.

Después siempre queda esa sensación inacabada de los excesos premeditados. El verano se despide siempre a la francesa, sin un adiós que confirme un posterior encuentro. Viene el otoño laminando los días de una luz lánguida y con un presupuesto ajustado a estos tiempos de austeridad que despreciamos.

Las calles cobran un ritmo inhabitual que el verano nos hizo olvidar y la vendimia es ya una estación de nuestras vidas que apenas apercibimos en el tráfico urbano. El olor a mosto en el ambiente y el asfalto pegajoso de nuestra adolescencia apenas son perceptibles por nuestros sentidos. Hay ahora otra vida que apenas se parece a aquellos otros años en que creíamos que era posible el cambio y que el cambio siempre sería el vino de otras fiestas por inaugurar.

Pero el verano siempre deja víctimas en los andenes y a su paso, como quien no quiere, miramos de soslayo aquellos sueños desvencijados que nos hacían felices de uno a otro verano. Ahora, sin embargo, observamos el almanaque con los días tachados y son esos grafismos los que anuncian un otoño fabricado con dudas solventes y sin proyectos concretos que nos ayuden a olvidar los paisajes vivos de agosto.

El otoño siempre trae en su mochila las tareas inacabadas de ayer y las horas por vencer al tiempo que se nos escapa, como si fuese un globo lleno de aire pronto a reventar.

Este tiempo es otra vuelta de tuerca a un horizonte que nunca acabamos de dibujar con precisión y cuyos contornos se van diluyendo con las horas que no logramos controlar en nuestras manos, pájaros de vuelo inseguro que nos persiguen sin sueños y sin insinuaciones. Como si así fuese posible llenar la vida que nos tiene sumidos en otra vida que no alcanzamos a conquistar.

Queremos ahora más que nunca entender que el aire es un presente intoxicado de sinrazón, que las volutas del destino son escamas de un pez invisible que navega todos los vientos y que en estos huracanes improvisados que voltean nuestros esqueletos es posible construir los deseos más descabellados y romper las fronteras más infranqueables.

El verano siempre deja esa sensación vacía que no se puede acumular en tanto trecho por andar cuando apenas hemos salido de casa y andado varias manzanas. El mapa de nuestra existencia es tan impreciso como la hora que viviremos en seguida, y en ese breve lapso de tiempo caben más vivencias descorazonadoras que las que esconden las páginas de muchos libros.

Quiero ahora que es otoño reducir los días a las horas de luz, desprenderme de las noches como quien se quita corbata y la cuelga hasta la próxima fiesta, y esperar otro verano lleno de luz que espero próximo para mirar el mar cara a cara, a veces alborotado y otras plano como un papel, desconcertado siempre con su presencia grande y su olor de graves insinuaciones.

Miro el mar desde la ventana y la vida me parece más próxima y acogedora. Ya no es verano, pero el mar me hace comprender que la luz que nos habita nos conduce siempre al tiempo que deseamos vivir.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 1 de octubre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

28 ene 2023

  • 28.1.23
Un buen día, hace ya tanto tiempo, le dije a mi padre que quería ser periodista y que para adquirir dicha formación me tendría que ir a Madrid. Mi padre se sorprendió, porque ignoraba que para ser periodista tuviera uno que estudiar nada. Mi madre fue más práctica, y me recordó que los poetas siempre se han muerto de hambre, igual que los periodistas. No hubo más debate, y ambos aceptaron de buen grado que mi vocación no escondía brecha alguna. Así que pocos meses después mi padre me alargó a Madrid en su Seat 124 blanco para alardear de algo que siempre llevó con orgullo: que sus hijos hubieran podido estudiar.


Cuando estalló la guerra, había cumplido 11 años y este verano, cuando alcanzó los 86 y la vida se le iba por los bolsillos de su cuerpo extenuado como una lluvia sinuosa de otoño, solo recordaba el ruido de los tiros en el cementerio de una guerra que le atrapó tan joven para robarle por siempre la juventud.

Nunca quiso hablar de aquel conflicto, porque el miedo se incrusta en los huesos y no hay escáner que adivine sus intenciones camufladas, pero allí tendido en una cama de hospital recordaba el fragor de la batalla y recordaba a la pareja de la Guardia Civil preguntar a una mujer en la puerta de su casa por su marido y después por sus dos hijos, y los recordaba marchar en dirección al cuartel para no volver nunca más. Y él asociaba a los dos chavales salir con el padre escoltados por la Guardia Civil con los tiros del cementerio que de vez en cuando rompían el silencio intacto de la noche.

En sus últimas semanas derrochó una ternura incontenible y una ironía propia de una inteligencia que se extingue y lo da ya todo. Con su carácter férreo de hombre educado en una dictadura militar, resultaba a veces difícil delimitar sus momentos broncos de sus abrazos tiernos pero, más allá de todo, sabía que se moría con el deber cumplido, como si los errores y los aciertos de la vida se mezclaran indisolublemente en un cóctel único.

Después siempre queda un recuerdo difuminado por los espejismos del presente y un olvido tenaz dispuesto a desenmarañar los últimos rescoldos de la memoria. El verano es lo que tiene: deja a cualquiera exhausto antes de romper el otoño, con los viajes truncados y la sensación certera de que tenías que haber estado allí donde la vida no tiene retorno posible.

En aquel viaje a Madrid, mi padre vio de primera mano que el Régimen estaba agotado y que la vida convulsa de la ciudad no tenía marcha atrás. Eran inevitables los cambios. Él no sabía si dejarme allí en medio del peligro acechante.

Viendo la serie Cuéntame, que él también calificaba de edulcorada, recordaba la primera vez que me invitó a comer ostras en Sol, o cuando fuimos al cine a ver Terremoto –un film protagonizado por Charlton Heston y Ava Gardner que fue galardonado con el primer Oscar 1975 al mejor sonido y recibió un Oscar Especial de reconocimiento a los efectos visuales– y comprobó in situ cómo las butacas respondían a los efectos sísmicos de la pantalla, y juró y perjuró que nunca más iría al cine conmigo a no ser que las butacas estuvieran bien amarradas al suelo para neutralizar su movilidad.

Pero no cumplió su palabra, así que sentado en otra butaca expectante por ver El exorcista, basada en la novela de William Peter Blatty y dirigida por William Friedkin, cuando contempló a la niña de doce años vomitar bilis verde por todos los costados de la sala, renunció para siempre a compartir la estética del Séptimo Arte.

Le costó compatibilizar su carácter discreto en la calle con mis despropósitos profesionales. Su consejo obsesivo siempre fue que no destacara sobre los demás, porque el ser humano está hecho de una pasta difícil de modelar. Lo había aprendido en los tristes años de la posguerra, pero logró rumiar y aceptar con el paso del tiempo que el periodismo no se define precisamente por su anonimato.

Pasaron aquellos días en los que los procesamientos y los teléfonos intervenidos a los periodistas que investigamos el caso del sindicato clandestino de la Guardia Civil eran caldo de cultivo común. Pero después vendrían otros temas que desembocarían en otras problemáticas. Al final, logró comprender como nadie que el hombre debe luchar por aquello que considera justo, aunque después acabe en boca de los demás e incluso se equivoque en el empeño.

Algún fin de semana –fueron muchos fines de semana–, cuando le visitaba, le gustaba compartir conmigo una caña de cerveza en el Mayga, siempre a las 13.00 horas y solo durante quince minutos. Sabía que los amigos esperaban.

Sus últimos encuentros eran ya una despedida dosificada. Se sorprendía del abismo de su edad, de las experiencias vividas y tal vez ya entonces, con los deberes hechos, fue aceptando que la vida no es eterna y que la propia muerte es parte adherida e inseparable de la vida.

Los últimos días le visitó Antonio Gálvez, uno de los pocos amigos de una pandilla esquilmada que había sobrevivido al tiempo. Ambos se dijeron que se querían, recordaron anécdotas que solo vivían ya en sus memorias deterioradas, y recordando posiblemente los dos admitieron que un tiempo de abstinencia y de sueños humildes se estaba acabando.

Tal vez sea cierto que nadie muere mientras le recuerdan aquellos quienes le quisieron, que el tiempo es un falso invento que nos juega a la contra y que lo mejor de la vida es saborearla como se degusta un buen vino. De vez en cuando, miramos un paisaje que nos parece otro, pero es el mismo. Hay otra mirada o tal vez estemos mirando con los ojos de aquellos que ya no pueden ver. Es imposible saberlo.

Caminas ahora con la certidumbre de que los pasos no fueron errados, de que los equívocos no son fortuitos, de que la discreción es compatible con el empeño de salir adelante y de enmendar aquellos pequeños detalles que nos hacen a todos nosotros mejores personas. Después queda una paz interior fácil de domeñar y una duda nunca resuelta que nos ayuda a seguir cuestionando los pilares sobre los que asentamos nuestra propia existencia.

Ahora solo recuerdo una despedida larga y convencida, la de un hombre que se atrevió a irse de este mundo porque era prescindible su presencia y porque aquello por lo que había luchado entre bastidores bien podría algún día salir a escena. Su pudor ni su discreción serán ya obstáculo alguno. Me dio su último abrazo y me lo dijo: “No se te ocurra cambiar”. Por eso le escribo ahora estas palabras.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 26 de septiembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 ene 2023

  • 17.1.23
Anoche preparó el equipaje. Libros, camisas, el bolso de aseo, algunas mudas. Ahora cierra la maleta. Siempre que lo hace mira en derredor por si olvida algo. Siempre olvida algo. Eso sí, pequeños detalles. Un bolígrafo, el desodorante, algún papel con anotaciones dispersas. Apaga el aire acondicionado, baja las persianas, observa hasta el último detalle. En la mesa deja una nota manuscrita. Está escrita con letra clara, grande, intencionada, con firma y fecha.


En un instante se le agolpan los recuerdos, oye voces, siente otros abrazos. Ahora tiene que partir. No sabe adónde. Solo es consciente de que esta etapa de su vida ha tocado a su fin. Acepta este hecho convencido, como quien cumple años o se levanta con premura y sin dudas para ir al trabajo. A nadie ha dicho a nada. A quién le podría importar su partida.

Desde luego, no es una decisión precipitada. Todo lo contrario. Lo lleva pensando desde hace años. Por las noches le costaba consumar el sueño. Se asomaba a la ventana y veía con precisión todo aquel mundo que desconocía y anhelaba. Vivía solo. Así lo había decidido desde que se divorció.

Desde entonces vivió una vida vulgar, con fiestas y amigos, con mujeres fáciles, con dinero sobrado. Pero a veces le faltaba el aliento, porque muchos años atrás había decidido postergar sus sueños para otra vida que nunca tendría.

Ahora, por el contrario, le sobraban todas las comodidades alcanzadas, todos los privilegios reconocidos, todos los éxitos en el trabajo. Poco a poco su vida se fue reduciendo al encuentro con él mismo y a encontrar una solución a su desasosiego: la huida.

No había otra salida. Lo había pensado tantas veces que no cabía lugar a la duda. Tenía que alejarse de la ciudad, de los demás, de él mismo. Hay huidas definitivas, sin retorno posible. No es su voluntad la que lo empuja, ni las frustraciones acumuladas en los huesos las que lo llevan a adoptar esta decisión irreversible.

Es la salud. Una enfermedad que lo consume y lo mata poco a poco, que muerde incansablemente como una hormiga sus órganos vitales. Cuenta los días que le restan por vivir, pero no le duele esa suma de los días por venir, sino aquella otra de los días ya tachados que no vivió cuando aún la salud no era tema prioritario en su calendario.

De golpe se puso a anotar todos los sueños truncados, los viajes nunca realizados, las tardes vacías de cualquier invierno indigesto, las mujeres que lo abandonaron o que él no amó lo suficiente para retenerlas durante más tiempo.

Se miró las palmas de sus manos intentando descifrar las incógnitas de su destino indeclinable, pero no halló más respuesta que un vacío inmenso que no le gustaba. Nunca lloró y tampoco lo haría ahora. Nunca buscó la tristeza o la melancolía y tampoco ahora caería en esos agujeros inevitables del corazón.

Ahora no sabía qué sueño elegir porque nunca tuvo más sueño que consumir un día detrás de otro, y le horrorizaba al final de su vida diseñar un itinerario atractivo que no compartiría con nadie.

Buscó un pasaje en Internet sin prestar atención al destino. Daba igual uno u otro país. Sentado en el asiento del avión, ojeó el periódico y percibió que la vida fluye sin nuestra autorización, se derrama por todos los costados del mundo como una lluvia clara e intensa.

Escuchaba los murmullos de los otros pasajeros, las conversaciones entrecortadas, las risas, el bullicio de la vida a su alrededor. Supo de su enfermedad cuando los resultados de la revisión médica que ofrecía la empresa no fueron los de todos los años. Se trataba de una rutina, desde luego, no de una confirmación, pero los análisis anunciaban malos presagios.

Ahora no recuerda los pormenores. Nunca sufrió dolor, ningún síntoma anunciaba que su vida se extinguiera a pasos tan agigantados. Esta vez la flecha del azar le apuntaba de frente, no le dejaba un tiempo de reflexión o de dudas para preparar este último viaje.

En ese momento los motores del avión comenzaron a perder potencia. El aparato se había elevado sobre la pista casi medio kilómetro después de lo habitual. Por cualquier circunstancia, se activó el sistema de reserva en el motor derecho, hacia el que se escoró el avión instantes después de elevarse y antes de desplomarse al suelo. Cuando el avión se estrelló y estalló en llamas, él todavía contaba los días que su enfermedad le dejaría con vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 4 de julio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 ene 2023

  • 12.1.23
Escribimos nuestros nombres en el libro de registro, ocupamos habitaciones sin otra compañía que el perezoso girar de los ventiladores, bebimos ron y cachaza, ordenamos las pasiones, aclaramos las ideas arrullados por la lluvia, y decidimos qué hacer con la jodida costumbre de vivir”.

Luis Sepúlveda



Fueron llegando a mi vida sin orden y con concierto. Cada una traía su propia música y al marcharse dejaban el estribillo de su canción grabado para siempre en mi memoria. Algunas cantaban éxitos vulgares de cualquier verano. Otras se vestían de profundidad y conocimiento y hacían de las noches frías de diciembre un conservatorio de horario estricto y nivel sobresaliente.

Alguna otra interpretaba la melodía como Dios le daba a entender, volteaba las letras sin ton ni son con el objetivo intransferible de confesar su propia vida, deceleraba los ritmos impuestos por la melancolía y acababa imponiendo un popurrí indigesto que no se curaba con ninguna agua tónica. Se metían en mi vida sin previo aviso.

Cuando me quise dar cuenta, habían llenado los armarios con sus ropas y sus sombreros y sus paraguas, y los muebles del cuarto de baño estaban atestados de secadores de pelo y braguitas minúsculas, de botecitos de cremas hidratantes y cepillos de dientes de distintos colores y tamaños.

Llenaban el frigorífico de verduras frescas y frutas de olores vivos, y nunca sucumbieron a la tentación de compartir mis latas de conservas, mis botellas de bebidas espirituosas ni mis libros de mesita de noche. Al contrario, me invitaban a compartir sus lecturas y sus bebidas sin gas y sin alcohol y el gimnasio de un horario nada sugerente.

Se quedaban poco tiempo en mi vida porque me cansaba de ingerir ensaladas de quesos varios y leer libros absurdos y manuales de autoayuda que no tenían nada en común con la literatura de mis desvaríos.

Al principio me querían como era, me admiraban por lo que representaba, y morían por mis ocurrencias inoportunas en el momento y lugar oportunos. Pero al cabo de varias semanas intentaban sin éxito reducir el tamaño indecente de mi estómago, cambiaban los muebles de lugar sin tener en cuenta mi opinión ni mi concepto estético del lugar ni ningún otro concepto estético que no mancillara la mirada con tan solo mirar de soslayo, reducían mi biblioteca a una docena de libros ya leídos de autores conocidos, alteraban mis horarios desordenados, reducían mis visitas a los bares, buscaban en la rebajas camisas alegres y de diseño más acorde con mi nuevo estado anímico, elegían los vinos que bebía –más económicos de precio, por supuesto-, respondían a mis llamadas telefónicas, concertaban mis citas con el exterior como si el mundo fuese un océano insondable cuyo organigrama solo ellas alteraban a su antojo.

Uno se acostumbra a todo. Qué duda cabe. Pero un día entras en tu casa con dos copas de más y no reconoces las paredes ni los muebles ni la cama, ni los cedés amontonados en cualquier rincón y hueles un perfume que ya no te parece nuevo. No dices nada, porque no puedes decir nada.

Ella, sin embargo, te ve ya una cicatriz en la mirada, pero solo acierta a decir: “Siempre bebiendo con los amigos”. No has bebido con los amigos. Has bebido solo en el bar de abajo, esperando que ella regrese de los grandes almacenes, de la consulta del ginecólogo, de tomar café con alguno de sus ex novios o de contar con detalles minuciosos tu vida a las amigas. Qué más da.

Cualquiera de estos días ya no te pregunta si eres feliz, porque consideran que el esfuerzo realizado hasta el momento es patrimonio más que suficiente para amortizar cualquier duda o deuda al respecto. Cuando vuelves del trabajo ya no te besa, porque anda enmarañada con menesteres de más clara urgencia.

Sin abandonar sus tareas, te describe tu futuro más inmediato. Ella no te obliga a que la acompañes, aunque le gustaría que tú también la ayudaras a elegir el traje para la boda de su prima. No obstante, te entiende y te perdona, incluso te incita a que la esperes en la cafetería más próxima mientras ves el partido de fútbol, aunque ella sabe que a ti el fútbol no te va. No importa, tú te vas a ver el fútbol.

Llega otro día en que ya te has acostumbrado a ver el fútbol, ese exilio obligado al que ningún hombre emparentado con sentido común renuncia. Y entonces descubres el encanto de la soledad obligada que siempre anhelaste pero también la paz reconfortante que cada vez más necesitas para sobrevivir a los estragos de la vida diaria.

Ya no te importa que regrese más tarde, porque no la esperas. Acaso ella tampoco tiene prisa por volver. No importa, porque ambos ya viven una vida que se bifurca en múltiples senderos. ¿Cuándo llega el último día? ¿Quién pone punto final a ese libro cerrado? ¿Quién dice la última palabra cuando ya el diálogo se ha roto mucho tiempo atrás? Poco importa, porque afuera la primavera amenaza con días luminosos y con la sospecha creciente de que la vida todavía no toca a su fin.

Un día desaparecen de tu vida como el rocío cuando calienta el sol. Dicen adiós por propia voluntad, después de haberlo meditado mucho tiempo. Buscan el momento oportuno, pero ellas no saben que tú se lo ofreces sin recato. Se despiden sin nostalgia y con una expresión de falsa tristeza que han aprendido a dibujar durante muchas noches.

Se van para olvidarte sin saber que nunca lo lograrán, porque afuera les espera una vida fácil que buscan y que en el fondo también desprecian, como desprecian sus propias vidas inválidas y recurrentes. Tú las besas por educación, por respeto, también con amor, y les prometes que no las olvidarás, aún cuando ellas sospechan que ya las has olvidado.

Se metieron en tu vida por cualquier razón ajena al entendimiento y a la pasión. Ellas saben que todo acabó y que nunca más nos tropezaremos con los zapatos en el asfalto. No son finales tristes, sino definitivos. No hay palabras, porque nunca las hubo entonces. Tampoco hay reproches, porque el aire estancado ahoga cualquier mirada. Ese día se van para nunca más volver, con la sensación insalubre de los días equivocados.

Otras mujeres van de paso por tu vida. Vuelven y se van sin anuncio previo. Un día te llaman y gastan contigo todas las horas de ese fin de semana. Y después desaparecen. Sabes que otro día te llamarán y te inundarán la cabeza de recuerdos portentosos.

Nunca prometen nada que no puedan cumplir ni sabes, cuando despiertes, si tendrás una carta de despedida sobre la cama. La letra tiene trazo seguro. Es decir, la habían escrito y pensado con antelación y ahora te la dejan sobre la sábana húmeda en la que su olor todavía está caliente.

Tú sonríes porque sabes que es así y siempre será así. Son historias eternas pero con intermitencias ineludibles y ausencias graves. Ellas siempre vienen cargadas de regalos y de libros, de botellas de vino, con pedazos de su vida deshecha y a veces rota. Vienen dispuestas a que las reconfortes y de paso también te reconfortan. Cómo no.

Traen las ganas de vivir a flor de piel, pero en la mirada ya se les adivina unas leves arrugas que no logras identificar con los años, sino con la tristeza. Portan cada vez más una melancolía liviana que las hace atractivas y seductoras. No hablan con palabras de doble filo, pero lo hacen con palabras que hieren, con palabras que no esconden aristas, más bien vivencias, fracasos, amores descarriados y siempre, eso sí, esa infinita inclinación que las empuja sin titubeos a la búsqueda furtiva de la felicidad.

Algunas de ellas están casadas o felizmente casadas, o viven con algún hombre que les hace la existencia más llevadera y conciliadora. Atesoran una vida ordenada, un equilibrio interior envidiable e ineludible. Utilizan el sentido común con la misma destreza con que el matarife agarra el cuchillo del sacrificio.

De vez en cuando, sin embargo, miran por la ventana y ven pasar simétricamente los días que anhelan y se les escapan, atropellados como si fueran una tira cómica, con la confianza apagada de que no los pueden agarrar ni detener, y entonces les inunda la sensación profunda de haber equivocado sus vidas y se van del hogar buscando las sensaciones perdidas y es ahí cuando te buscan, cuando vienen a compartir el tiempo que dejaron quemar sin esperanza, vienen decididas a no formular preguntas sin respuestas sino a resolverlas mientras beben con silencios densos y esquivos que dicen más de ellas que sus inevitables confesiones cuando la madrugada te las pone entre los brazos como si ahí hubiesen deseado estar desde el mismo día en que las conociste.

Traen la ternura aprendida como una herramienta imprescindible en ese exilio interior del que huyen sin éxito pero cuyo éxodo fuerzan ya sin aliento. Mientras tanto, te buscan, sabes que tú no eres el hombre definitivo sino una parada de postas en un camino sin destino, posiblemente sin dirección alguna.

Tú vives sin esperar nada a cambio porque sabes que la vida deja muchos heridos a su paso, intentando ser feliz a tu manera. A veces, cierras la puerta de la casa y también tú huyes a cualquier lugar del mundo donde alguien te espera para compartir esta existencia fugaz. Ella tiene allí una habitación reconfortante y cerrada al ruido exterior.

Te ha esperado durante meses o años, porque en su interior sabe que volverías y porque, de alguna manera, vuelvas o no, no encuentra otra fórmula para hacer viables los días de invierno y las noches de verano. Sabe que un día te irás, y siempre queda la duda de un regreso posible, pero en esa espera hay mucha más felicidad condensada que en otras muchas vidas movidas por la monotonía y el desprecio a la persona a la que ya no aman o tal vez nunca amaron y con la que viven una vida deshecha.

Cuando vuelves, coges el teléfono, alguien te ha echado de menos estos días y tú ahí reconoces el abrazo que todavía no has recibido y eres feliz de esa manera fugaz y perversa que es tratar de robar minutos a cada hora, porque cada hora es definitiva y efímera como el fuego que ofrece un fósforo o como la existencia imposible de esa piedra de hielo que tiras a la acera cualquier tarde de estío.

Vuelves a tu casa porque aquí escondes un lugar acogedor donde desprenderte de la tristeza que ellas te inoculan en las venas cuando están a tu lado, porque vienen no a romper o saltar las alambradas del hastío, sino a hacerte cómplice de una tristeza compacta que se les ha adherido a la piel, como si fuese otra piel sobre su propia piel, como si para reconocerlas tuvieras que romperla o atravesarla como si fuera una máscara y desposeerlas de un pasado escurridizo que les volatiliza la belleza natural de sus gestos y las convierte en criaturas siamesas de ellas mismas.

Son como sombras, van adonde ellas van y se nutren de sus propias vivencias y las agarran y zarandean como si pretendieran transmutarles los deseos y la desdicha de sentirse vacías y viscosas como huevos de serpiente. Y es ahí cuando arrancan a llorar con un llanto sordo y eficaz, porque saben que tú las escuchas y las comprendes, aunque también adivinan que no te interesa su angustia, porque es antigua y oscura, y no ayuda a recomponer las oportunidades huecas ni los desafíos desatinados.

Te abrazan y te besan, por supuesto, y duermen a tu lado con una serenidad que compadeces y un cansancio remoto de pensar que tú ya estás al otro lado de la mampara componiendo el protocolo de otra aventura furtiva donde la tristeza no ocupe toda la superficie de la mesa y donde las posibilidades de mirar de frente al destino no necesiten de ningún manual de autoayuda ni de otros versos que no escapen a sus ojos y a sus ambiciones.

Siempre quedan, claro está, los amores de una sola noche, aquellas mujeres que te buscaron para volcar sobre ti todas las frustraciones acumuladas en toda una vida, pero que también encontraron en ti el colchón donde no les hubiera importado acomodarse para siempre, aun sabiendo que ese sueño era una ecuación irresoluble, porque no había nada en común entre esos dos seres descarriados que se buscan para apagar con aliento recíproco, en las últimas horas de la noche, las obligadas ensoñaciones que ofrecen como recaudo los excesos etílicos.

Queda más tarde una sensación agridulce de no haber resuelto nada, sino simplemente la conciencia de una soledad encubierta que ambos alimentamos con mimo y desvergüenza en la resaca posterior a toda fiebre siniestra.

Después vienen, eso sí, los días monótonos, los días hieráticos, la ambición soterrada de que será el último intento fallido por esconder las armas en cualquier batalla que no es la que buscamos. Pero la historia siempre se repite con ese mecanismo perfecto de reloj cuya aguja gira inexorablemente sobre el mismo eje a fin de repetir las mismas horas y andar el mismo itinerario, aunque, ya lo sabes, el tiempo no es el mismo, si bien es la misma aguja que gira sobre la misma superficie y señala la misma hora.

Pero el tiempo es otro, y la mujer es otra, pero trae la misma tristeza incólume como si fuera una prenda recién planchada que te ofrece como si fueses el primer amante a quien se la ofrece. Y tal vez sea así, porque en cada entrega hay un principio y unos nuevos propósitos.

Incluso su tristeza parece nueva, pero no lo es. La has reconocido en ella y también en otras mujeres que miran con la misma ternura de yeguas olvidadas y dan con su piel un paraíso ya descubierto pero deshabitado y frío, que necesita calor y dedicación, que necesita aislarlo de otras humedades y de otras dudas atrincheradas en el software de su conciencia.

Tienen estas mujeres la necesidad consolidada y la responsabilidad íntima de pedirte otra noche a tu lado, aun cuando saben que ésta o la otra serán la última, porque somos ambos dos criaturas solitarias que vagan por la ciudad sin rumbo y que se esconden en la noche acechando otra alma gemela que las distraiga de los trasiegos de la existencia y de los pormenores de sus obligaciones mínimas.

Tienen estas mujeres una mirada profunda pero también lejana, difícil de encontrar si las buscas con ahínco, porque tampoco ellas se ven si se miran al espejo. Eso sí, perciben un vacío en el globo ocular que no saben si es producto de la vista cansada, o de la vida cansada, o del cansancio de vivir sin encontrarse en el espejo cuando se miran o después cuando cierran los ojos e intentan huir de los sueños advenedizos que les dicen quiénes son y que después olvidan con la primera ducha torrencial que cae sobre su piel como el linimento del olvido que las cubre por otra jornada en la que apagan de nuevo su vida.

Te abrazan con violencia descontrolada que pretenden emular con la pasión pero que más se parece a la melancolía propia de una hembra destrozada. Y su dulzura tiene brumos acumulados en la piel con los que tus dedos tropiezan e impiden que las retengas por más tiempo, como si hubiesen nacido para ser libres pero quisieran quedarse asimismo adormecidas sobre tu pecho, acurrucadas al calor que no tienen y buscan cada noche en cualquier cama, como si no les importara llenar esta u otra habitación, o posiblemente saben a ciencia cierta qué habitación abandonaron un día contra sus propios pronósticos pensando que todas las habitaciones son iguales y todas las camas tienen el mismo calor soñado de aquellos días en que fueron felices.

No les importa engañarse y engañarte, porque saben sobre todo que la vida cabe en una película de Hollywood o en una novela romántica o en un viaje que se consumió con la misma premura con la que se toma un desayuno. Y de esa brevedad malinterpretada e indigesta se nutren a diario para no morir del todo cada noche cuando te encuentran bebiendo en los bares, buscando los ojos que ahora te miran y que sabes que pronto o tarde te mirarían con el objeto primero de arrebatarte una sola noche en mitad de este inmenso y desordenado almacén que es la pura y puñetera existencia.

Hoy esta mujer trae la belleza nueva del último intento, la necesidad de robarle al desengaño todas las migajas de desprecio que conserva desde entonces, desde aquel día gris en que se desdobló su vida por senderos irreconciliables.

Te aman con ese amor volátil de quien no cree en el amor, ni falta que les hace, porque ya han aprendido de los efectos narcóticos de los sentimientos y de los intentos múltiples que abocan en el desengaño.

En fin, no es ahora el lugar ni el momento de transgredir esta felicidad esporádica que ofrece el encuentro, porque sobre todo saben que de estos momentos está construido el puzle de su felicidad.

En cualquier caso, siempre quedan los amores verdaderos y las mujeres auténticas. No siempre te acompañan cuando la vida se hace difícil o te extravías entre sueños ajenos que no buscas, pero tú sabes que están ahí, presentes como el aire, aunque no las ves, pero las sientes como si fueran tu propia sombra.

Un día se acomodaron en tu corazón con la pretensión de no huir jamás, porque hay destinos ineludibles y obligados. Se sentaron a un lado de tu vida, siempre esperando, vigías de sueños ensordecedores que te arrastraban a un vacío inescrutable.

Siempre estaban allí donde no las buscabas y donde nunca sospechaste que te pudieran esperar, dotadas de una paciencia sin brechas, con media sonrisa de complicidad que siempre aceptabas, con una serenidad que a veces extraviabas en los bolsillos del pantalón entre clínex y monedas sueltas y papeles con anotaciones y llaves que no abrían ninguna puerta.

Fueras adonde fueras te seguían sin preguntas, porque solo les interesaba estar a tu lado, en cualquier rincón del mundo porque tú eras su mundo y, a fin de cuentas, el entorno lo transformaban ellas a su antojo, y tú las dejabas, pintaban los paisajes con colores cálidos y alargaban los días como si soplaran un globo de chicle en el que cabe la vida condensada.

Después te llenaban el vaso de vino y te lo daban a beber en sus labios, y te susurraban palabras que no debes repetir por pudor y que nunca se borran de la memoria. Y nunca se cansaban de ir contigo a la ducha o a la cama, de sentarse contigo a la barra de cualquier bar y de leer contigo los mismos libros cuando las noches se prolongan con éxito más allá de toda especulación.

Te aman sin advertencias y sin compromisos, sin tarjetas de crédito y sin horarios, sin números clave y sin números de la suerte, porque cuando te abrazan a cualquier hora se lo juegan todo, porque no pretenden ganar ni perder, sino jugar, nada más que compartir contigo la mirada del mundo.

No saben cómo te encontraron. Generalmente, hay un momento fugaz que transforma e ilumina sus vidas para siempre. Te dicen que te aman con palabras que no esconden aristas, generosas en adjetivos y en noches que nunca olvidan y que tú tampoco alcanzas a olvidar, ni pretendes hacerlo, por supuesto. Te ofrecen una complicidad compacta como una olla de acero, como un contrato blindado, como un río cuyos límites los ojos no alcanzan a definir.

Más allá, en el horizonte, siempre te esperan, sentadas a la sombra de un árbol que sobrevive al cambio climático, a las tertulias radiofónicas, a los vendavales falsos de la actualidad. Traen un silencio frágil en sus manos que necesitas y que te ofrecen sin nada a cambio, no como si fuera una mercancía, sino como un regalo desinteresado que ya esperabas.

Te ofrecen su vida sin aditivos, sin especias, sin especulaciones, sin alfombras, sin protocolos, sin intereses bancarios, sin crisis financieras, sin dudas, sin teatro, sin fechas, porque traen todo el tiempo del mundo para que te lo bebas de un solo trago.

Y tú, sin lugar a dudas, bebes con ellas hasta que la madrugada se rompe como un vaso cuando estalla a tus pies, y es ahí ya cuando las palabras han cumplido su función primera y ahora abren paso a dos cuerpos que se buscaron desde mucho tiempo atrás y que siempre que se encuentran se reconocen con una necesidad que alivia nuestra existencia y reconforta como el chocolate caliente o como la luz del sol después de una prolongada tempestad.

Es aquí donde descubres todas las posibilidades de la tristeza, donde quisieras estar cuando ya se han ido, donde siempre vuelves para no vagar sin rumbo por las aceras de cualquier ciudad que desconoces. Es aquí y ahora donde te quieres quedar, lejos del ruido de las calles que ignoras y de otros ojos que te buscan y que rehúyes.

Quieres quedarte para siempre mirando sus ojos y oliendo su piel, tendido mientras ella te inventa y te descubre con sus dedos, sin prisas y convencida de que no quiere otro paisaje que esta habitación donde no tienen cabida la tristeza ni la sospecha remota de que el tiempo pueda tener bordes como las mesas, cerraduras como las puertas, orillas como los ríos, olvido como los hombres.

Sabes que ella conoce todas las posibilidades que ofrece la tristeza, por eso la tritura como si fuese una fruta y la tira al aire para que se esparza por la tierra y la tierra la engulla y se pierda para siempre. Y así lo hace, sin palabras, midiendo un momento eterno que la memoria nunca logrará doblegar ni confundir.

Estas mujeres son bellas como los sueños que buscas y se volatilizan cuando nace el día, pero solo tú sabes que algunos sueños se pueden atrapar con las manos y degustar con el paladar y recordar para olvidar a aquellas otras mujeres advenedizas que un día se metieron en tu vida por cualquier razón que desconoces y que ahora ríen y aman con tristeza.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

26 dic 2022

  • 26.12.22
Soy un amante de las estadísticas, de las cantidades, de los porcentajes. Embellecen el idioma y dotan al lenguaje de una precisión inaudita y necesaria. A diferencia de la metáfora, que oscurece la lengua si bien es cierto que la dota de belleza, los números certifican y convencen, desechan toda duda y son herramientas útiles en los pronósticos, en las aseveraciones, incluso en las dudas.


El número es una entidad abstracta que representa una cantidad. Lo sabemos, pero en ocasiones lo olvidamos. Los números sirven de contraseñas, de códigos, de indicadores de orden. A veces leo el periódico, y me gusta encontrar números, porque las declaraciones las encuentro imprecisas y sospechosas, proclives al engaño, fáciles de manipular y de elaborar.

Los números, por el contrario, siempre se muestran más tercos a la hora de elaborar resultados tendenciosos de uno u otro tipo. La naturaleza del número es exacta, a diferencia de los sentimientos, que son volubles y caprichosos.

Una cabeza fría vale más que un corazón atenazado. La inteligencia encuentra su materia seductora en los números; el corazón, sin embargo, huye de las planificaciones y las demoras. No obstante, busca la estabilidad de los sentimientos y se asienta sobre tierra firme antes que dejarse llevar por los azotes de cualquier huracán.

Soy un fiel amante del equilibrio, de la coherencia en las narraciones, de los párrafos medidos, de los finales imprevisibles pero lógicos. No me asustan las sorpresas, pero detesto la improvisación, los poemas sin rima, la música recurrente y repetitiva con que nos castiga buena parte de las emisoras de radio.

El desconocimiento de la norma no es óbice para caer reo de la justicia. Los accidentes de tráfico, por ejemplo, muestran unas estadísticas a todas luces escalofriantes e incomprensibles, prueba evidente de una falta de respeto a los demás ciudadanos. Llámese exceso de velocidad, dos copas de más o adelantamiento imprudente.

Las excusas no restan cadáveres en las cunetas ni devuelve la felicidad a la viuda o a los familiares de la víctima. La vida se torna absurda cuando estas negras estadísticas las alimentan los errores o los descuidos, la felicidad efímera de un trago innecesario, el abrazo inoportuno en el mismo instante en que la curva se nos muestra áspera y resbaladiza.

Me gustan los números porque gracias a ellos cuantifico la amargura de los proyectos frustrados, la tristeza de los sueños intangibles, del tiempo venidero que se nos va sin poder atraparlo un solo instante.

Gracias a los números detesto los sentimientos indomables, los hábitos subterráneos, las inclinaciones tendentes a la melancolía. Gracias a los números modulo los sentimientos a mi antojo, los conduzco como si fuesen un turismo o una bicicleta. Los sentimientos son artefactos controlables, herramientas útiles si se las domina con probabilidades, si se las seduce con altos porcentajes.

La vida no es vida solo con números, pero gracias a ellos construimos edificios sólidos, abrazamos cuerpos ciertos, identificamos las imprecisiones y las traiciones. Los números delatan las conspiraciones, expían las dobleces, condenan los malos augurios.

El amor no es una cifra, sino un sentimiento cuantificable. Ésa es la ventaja, en todo caso. Es cuestión de medir sus posibilidades, de atesorar sus cualidades no en abstracto sino en datos concretos, descuartizado en estadísticas, abierto en canal como un cerdo aún humeante de vida. Limpio de toda la sangre, el amor, como cualquier otro sentimiento, está preparado para el consumo. Más pasado o menos pasado. El fuego, como es lógico, también se puede cuantificar para doblegar. Quién lo diría en estos tiempos.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

19 dic 2022

  • 19.12.22
Cierro la puerta entreabierta para que el aire no monte huracanes, navego por las orillas del mar por miedo a las profundidades desconocidas, me bebo la botella medio llena por miedo a la duda, no miento aunque siempre cuento la mitad de la verdad, invento mis propias ficciones porque la gente cree cuanto estima necesario y no todo lo que es cierto, oigo y archivo el dato, me gustan las primaveras indeseadas y los otoños anticipados, observo al perro como el peor amigo del hombre, sobre todo si el perro no es mío, y ladra y es agresivo y además lo protege la ley.


Leo novelas que no se venden, autores que no entiendo pero cuya musicalidad me apaga la animadversión a los poetas inútiles, busco la noche como el héroe se apega al peligro, camino con prisas para que nadie se apresure a delatarme, esquivo las miradas para no sentirme seducido, miro al cielo en los semáforos en rojo mientras los vehículos trepan por las avenidas con la prisa de una parturienta, evito las colas en los cajeros de las grandes superficies, busco los taxis donde sé que nadie se parará si alzo el brazo en gesto de socorro, miro los escaparates cuando no tengo un euro para adquirir ni un caramelo, huyo de las fiestas de Navidad y de Fin de Año, detesto los homenajes y los agasajos, los cumpleaños felices y las jubilaciones, las celebraciones con confeti y la Coca-Cola sin gas o sin ron, lo mismo da.

El solomillo, ni pasado ni mitad y mitad; el gin tonic, cargado, por favor, como la vida, por favor; el café, caliente que pela; algunas señoras, como el café, con perdón; los catecismos, todos cerrados; las botellas, abiertas, para que el vino se vaya oxigenando; la puerta cerrada, como la boca, para que no entren moscas, ni moscardones que, por cierto, abundan; la casa propia, con luz, con libros y con vino, por si ella llega tarde o no llega; los veranos, como tienen que ser, con calor; los inviernos, como tienen que ser, breves; tu rostro, siempre cerca, por si no encuentro un espejo cuando me despierte por las noches; el día, sin demasiadas sorpresas y con dinero, y, como es lógico, uno detrás de otro. No me gustan las cosas amontonadas y en desorden.

No asumo otra responsabilidad que la de estar vivo e inventar la vida a cada instante, subirme a los árboles sin el permiso del público, husmear en los nidos de los gorriones por si el avaro hubiese escondido allí su tesoro, no buscar otra fortuna que vulnere el derecho a sentirme feliz en mi propio pellejo, el único traje que nunca me cambio ni repongo, que asumo como un rasgo de identidad al igual que mi sombra y mi hipoteca. No asumo otra sospecha sino la de agotar cada hora como si fuese la última loncha de jamón de este plato colectivo que es este planeta, verde y azul, intoxicado y bello, diverso y disperso como mis sueños, acogedor e insólito como una muchacha enamorada o no enamorada, da igual.

Cruzar la frontera sin pasaporte, callar cuando los otros hablan, escuchar aunque no te interese lo que se dice, escuchar hasta que acaban con tu paciencia, y sales, evitas un portazo, pero dejas la puerta a su antojo, el portazo como consecuencia se hace inevitable, todos despiertan con el portazo porque todos dormían y nadie escuchaba, todas las conferencias y las homilías son aburridas, aunque nadie lo reconoce, todos callan y todos duermen, ése es el problema, que todos duermen, mientras otros cantan, recitan, sermonean, bailan en el escenario, se sacan conejos de la manga, una rosa sin olor del ojal, un mitin sin improvisación, una despedida sin excusa, un billete de avión sin avión y sin viaje.

Mientras escribo, se han derretido los cubitos de hielo en el vaso de whisky. Va a ser cierto esto del cambio climático. Pero si bebo y dejo de escribir, igual se me congelan las palabras. Y no se pueden hacer dos cosas a la vez. Desde luego, este mundo no hay quien lo entienda.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 dic 2022

  • 12.12.22
Arcadio Martínez había coronado a sus 50 años una vida de éxitos empresariales que en otro momento apenas podría haber catalogado de sueño posible. Ahora también podía sumar a este currículum espectacular la consumación de una relación estable y fructífera.


Conoció a Carmen D. G. en un crucero por las islas griegas. Ambos viajaban solos con la firme aspiración de descansar durante unos días y volver repuestos y con energía a sus responsabilidades laborales. Pero el amor se le cruzó en mitad del crucero. A él le llamó la atención su elegancia, su mirada discreta, sus largos dedos, su indiferencia ante el primer y segundo ataque de aquel seductor seducido. A la tercera, por supuesto, fue la vencida.

Aquello sucedió hace ya dos años. Desde entonces viven como una pareja estable y en armonía. Arcadio Martínez sigue enamorado como el primer día. Arcadio, en realidad, es un hombre sin encantos, un tipo vulgar, metódico en el trabajo, cicatero, sin gracia, pero honesto y leal, virtudes estas dos últimas, que, como sus defectos, heredó de la madre, mujer a la que nunca se le conoció ni un despiste sentimental pero tampoco ningún gesto de cariño hacia el esposo. Vivió dedicada por entero al hijo y el resultado, obviamente, no podía ser otro. Arcadio Martínez, en todo caso, era buena persona, listo para los negocios y degustador de sus éxitos empresariales.

Por esta razón última recibió con recelo la visita de dos encapuchados la noche del 28 de diciembre. Por la fecha pensó que se trataba de una broma de mal gusto, pero pronto se concienció que se trataba solo de mal gusto y que en el hecho citado no cabía broma de ningún tipo.

Un encapuchado se llevó a la mujer amenazada con una pistola. El segundo encapuchado, portando también pistola, dijo a Arcadio Martínez que se trataba de un secuestro y que no vería nunca más a su mujer si no pagaba 160.000 euros por su liberación.

Arcadio Martínez no dudó en descolgar el teléfono. Al otro lado del hilo telefónico, al empleado, tan metódico como su jefe, le sorprendió la orden de sacar una suma tan fuerte y de modo urgente. No dudó en llamar a la policía. En poco menos de una hora, los agentes montaron un dispositivo en las inmediaciones del domicilio en el que también participaron miembros del Grupo de Operaciones Especiales.

El resultado de la operación policial no fue del agrado de Arcadio Martínez. La policía logró detener a los dos encapuchados y a la mujer secuestrada, Carmen D. G., con quien Arcadio Martínez mantuvo dos años de felices relaciones, pero cuyo verdadero nombre era María y cuyo secuestro fue simulado para extorsionar a su pareja. María conocía a los dos encapuchados, con quienes había programado el falso secuestro, y los tres eran acreedores de numerosos antecedentes policiales por estafa y falsedad documental.

Aquella fue la noche más negra que Arcadio Martínez vivió como hombre despechado. No le hubiese importado haber pagado los 160.000 euros, haber sufrido la fatídica experiencia de un verdadero secuestro, a cambio de saber que su relación era tan auténtica como su fortuna.

Recordó los días de crucero, la sugestiva indiferencia de la mujer, las primeras noches de amor con la música del mar como fondo. Todo parecía irreal por perfecto, pero Arcadio Martínez podía comprobar con sus propias manos que se trataba de un sueño tangible. Tardaría dos años todavía en saber que aquel día nació la peor pesadilla de su vida.

Ahora sabe que en el amor como en los negocios siempre hay que estar alerta porque las mejores fortunas atraen a las peores hienas, y que la belleza es el señuelo más eficaz para enganchar a los peces más gordos.

Después de dos años de haber amado a esa mujer le costaba pensar que en realidad fuera otra, que fuera otro su nombre, otro su pasado, otras sus intenciones, que fuera falso todo en aquel rostro tan bello, que detrás de la belleza no hubiera nada, que la propia belleza pudiera dar luz sin un corazón que la alimentara de energía.

Supo que en ocasiones, como en las mejores películas, detrás de cada frase hay un guionista perverso capaz de engañar y de seducir al ser más avispado, que cualquier guionista es capaz de crear una historia en el cine y en la vida, y que todos somos propensos a caer en una emboscada, ya sea real o inventada, porque no siempre alcanzamos a saber, como le ocurrió a Arcadio Martínez, si en nuestra vida cabe un falso secuestro.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 6 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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