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HIPODROMO

Mostrando entradas con la etiqueta Mirando lo invisible [Jes Jiménez]. Mostrar todas las entradas
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5 ene 2022

  • 5.1.22
Los dioses son invisibles –como los alienígenas o los fantasmas– para los que no tenemos la bendición de esa magnífica faceta de la imaginación a la que llamamos fe. Aunque, afortunadamente, miles o millones de artistas, a lo largo de la historia de la humanidad, nos han permitido asomarnos a la magnificencia de la divinidad a través de estampas, efigies y monumentales esculturas. De todo tipo y, casi siempre, utilizando los materiales más caros y sagrados.


Como era de esperar, los dioses son especiales, tienen características superiores a las de los seres humanos. Se les atribuyen poderes personales fantásticos que sobrepasan los límites ineludibles de los humanos. Los dioses desafían las leyes de la física y los principios biológicos más básicos. En los dioses proyectamos nuestros anhelos de superar las limitaciones que, como cualquier otro animal, tenemos que asumir.

Muy frecuentemente son inmortales o pretenden serlo. En Edipo en Colono podemos leer “Solamente los dioses están exentos de la vejez y de la muerte; todas las cosas que están fuera de ellos quedan dentro del tiempo soberano. La fuerza de la tierra se gasta, el vigor corporal desaparece; la confianza languidece, florece la desconfianza...”.

Pero esa pretensión de inmortalidad no es más que una vana ilusión, ya que muchos de ellos se extinguieron para siempre junto a sus seguidores. ¿Qué fue de Ereshkigal, diosa de la oscuridad y hermana mayor de Ishtar? En la Mesopotamia de hace casi 3.800 años era la reina del inframundo situado bajo las montañas del este, allí donde los muertos estaban reunidos. Hoy solamente queda esta enigmática imagen que se puede contemplar en el British Museum.


Es de suponer que, al igual que con la diosa de la oscuridad, ha sucedido con miles y miles de antiguos dioses. De su pretendida inmortalidad solo queda una leve e inconsistente memoria en alguna misteriosa inscripción o en alguna imagen desvaída por el paso de los siglos. Y lo mismo sucederá con los dioses que ahora se veneran por millones de fieles. Su inmortalidad se sustenta únicamente en la creencia sostenida por la multitud de sus seguidores. Sin ellos, su recuerdo se desvanecerá.

Una peculiar característica de los dioses es su parecido con nuestra especie. Una abrumadora proporción de los mismos se representa con un aspecto claramente humano, aunque a veces se mezcla con potentes características de uno o más animales. Un ejemplo claro lo tenemos en Ganesha, un dios muy venerado en el hinduismo y popular también entre los practicantes del budismo y del jainismo. Ganesha, con sus cuatro brazos, cumple esas características sobrehumanas que mencionaba más arriba y, además, tiene cabeza de elefante.

Es considerado un benéfico auxiliar ante los obstáculos de la vida, favorecedor de la buena suerte, patrón de las artes y, paradójicamente, de las ciencias. No sé a qué ciencias se referirá su patronazgo, pero desde luego no creo que incluya la biología evolutiva.


Precisamente de elefantes (y de jirafas) escribía en un artículo anterior mencionando sus prácticas sociales ante la muerte de alguno de ellos. Parece que, de alguna manera, compartimos la preocupación por la muerte. Los dioses con su ilusión de inmortalidad calman nuestra angustia y nos prometen que la muerte no es el final definitivo.

Todo esto me plantea una serie de preguntas: los dioses de los elefantes, los de las jirafas ¿tienen aspecto de elefante o de jirafa? ¿Y cómo son los dioses de delfines, mariposas o peces de colores? ¿Y los de los árboles o los volcanes, los de la lluvia o el viento? Ninguno de ellos tiene manos ni instrumentos con los que realizar piadosas imágenes de sus dioses. Además, es poco probable que estén dotados de la fe necesaria para acceder a la gozosa contemplación de la divinidad.

O quizás ¡duda terrible!, todos esos seres no tienen dioses que los consuelen de la enfermedad y de la muerte, que los animen al combate y que les den la luz de la verdad moral incuestionable. ¿Tampoco tendrán dioses que los hayan creado? Pero si sus dioses son también los nuestros –o, mejor dicho, nuestros dioses son también sus dioses– son dioses comunes a todo lo creado, ¿por qué los dioses se parecen tanto a los humanos?

La respuesta que se suele dar me parece de una ingenuidad infantil y, al mismo tiempo, de una soberbia gigantesca (casi “divina”): somos nosotros los que nos parecemos a los dioses y estamos hechos a semejanza de ellos, pero sin sus características superiores. Como si fuéramos una versión degradada de los mismos.

Mientras estoy escribiendo este artículo me cuentan el siguiente diálogo de Manuela (cinco años): “Abuela, ¿Crees en Dios?” La abuela duda unos instantes en silencio y la nieta la tranquiliza: “Yo no creo que exista Dios, pero hay gente que sí lo cree. Yo pienso que no merece la pena investigarlo”.

En otras palabras, ya lo dijo Jenófanes de Colofón (siglo V a.C.): “La verdad absoluta, respecto a los dioses y a todas las cosas de las que hablo, no la sabe nadie ni la sabrá. Incluso si alguien, casualmente, dice algo muy cierto, aun así no lo sabe; donde quiera que sea, solo se puede adivinar”.

JES JIMÉNEZ

15 dic 2021

  • 15.12.21
Miguel Ángel Asturias nos dice en sus Leyendas de Guatemala: “En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas; ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra”.


Luis de Toledo pasea por el bosque y mira lo invisible. Y no solo lo mira, sino que es un verdadero cazador de esos seres huidizos, inaprensibles, que no son accesibles al común de los mortales. Descubre a los invisibles habitantes del bosque, ocultos en la maleza, en los pliegues rugosos de la corteza de un tronco, entre las raíces entrelazadas que emergen a la superficie, o volando entre las rojizas y quebradizas hojas que el otoño ha marchitado inexorablemente.


Se pueden rastrear ilustres precedentes. El campo tiene ojos; el bosque tiene oídos (c. 1502-1505) es, seguramente, el dibujo más importante de Jerónimo Bosch (El Bosco) y en él se refleja de manera compleja y magistral la vida oculta del bosque.

Curiosamente, son también los bosques de los Países Bajos los que han inspirado a Luis de Toledo que, tras un largo periplo como fotógrafo, carpintero…, ha vivido en Holanda en los últimos diez años. Luis sale al campo con su cámara fotográfica y deambula sin rumbo fijo, esperando el encuentro fugaz con las “criaturas” que se ocultan en el hálito inmutable de la espesura.

Dice Luis que sus pinturas son un destilado de la “cosecha” fotográfica obtenida en la frondosidad de montes y valles. Que él se limita a buscar dentro de las vistas robadas al bosque aquellos rincones en los que se ocultan los “personajes”.


Hay que estar atento a los pequeños detalles que desnudan el camuflaje de la inmensa nación de pobladores autóctonos del bosque, pero también pobladores de nuestros sueños y quimeras. Luis pinta luego esos rincones mágicos y lo hace sobre tabla, como lo hacía El Bosco y los primitivos pintores flamencos. También emula las antiguas técnicas flamencas de la transparencia. Y siempre con la mayor fidelidad posible. Fidelidad a las criaturas que ha encontrado y fidelidad a sí mismo en sus reflexiones sobre la vida.


Luis y yo conversamos, pausadamente, sobre el paseo como método y, también, como escape a la gigantesca contaminación icónica en la que vivimos inmersos. Luego, en el camino de regreso, voy rumiando lo hablado y recuerdo lo que escribió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863).

Al llegar a casa busco, y encuentro, la cita evocada: “Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”.

El fotógrafo Brassaï, del que ya hablamos en un artículo anterior, fue también un ávido paseante en busca de grafitis por las calles de Paris. Anotaba en su cuaderno de notas los lugares donde hacía sus hallazgos, junto a un somero dibujo de los mismos. Y más tarde, en el momento apropiado, volvía al lugar con su equipo fotográfico para capturar aquellos magníficos ejemplos de imaginería popular.

Él también buscaba las huellas de lo invisible, no de las personas que habían realizado esos garabatos, sino del “antiguo gesto humano y también de la primitiva manera de descubrir el mundo”. Porque, en palabras del propio Brassaï, el secreto del hombre de hoy en día no es menos profundo que el del hombre de las cavernas.

También Pérez Galdós fue un paseante empedernido. En sus recorridos por las calles de Madrid y en las conversaciones allí escuchadas, encontró las huellas de una identidad popular que nutre vitalmente a los personajes de sus novelas. Uno de ellos, Lord Gray, en el volumen dedicado a Cádiz de los Episodios Nacionales, dice: “He saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin”.

Frente al caminar sosegado, degustando lo que vemos y lo que oímos en su esencia vital, nos encontramos con el deambular agitado de los que solo perciben la superficie de las cosas sin pararse a mirar, presos de un voyerismo compulsivo, obsesivo, que lleva a una ceguera crónica y a la pérdida de la capacidad de mirar.

Porque para mirar (plenamente y en profundidad) es preciso detenerse, escrutar el contenido, las formas, los colores, las luces, establecer un diálogo personal e intransferible con el mundo en el que vivimos inmersos: un mundo misterioso y en permanente cambio.

JES JIMÉNEZ
ILUSTRACIONES: LUIS DE TOLEDO

24 nov 2021

  • 24.11.21
En el anterior artículo vimos cómo la actitud ante la propia muerte es muy diversa en diferentes contextos sociales. La forma en que abordamos la idea de nuestro final suele estar claramente determinada por las concepciones religiosas y/o filosóficas de la sociedad en la que hemos sido criados.


La religión católica fija su atención en una supuesta renovación de la vida tras la muerte, considerando la existencia que todos experimentamos como una vivencia meramente transitoria y sin mayor importancia que la de hacer los correspondientes méritos para poder disfrutar de la “verdadera” vida eterna.

Como dice un personaje de uno de los Cuentos de vacaciones de Santiago Ramón y Cajal: “Parecíame que la mayoría de los filósofos y moralistas cristianos amaban poco la vida y el mundo y miraban con cierto aristocrático menosprecio los hechos y conclusiones de las ciencias físicas y naturales”.

En la religión judía el tema no está nada claro e, incluso, hay una cierta tradición de evitar especulaciones al respecto. El hinduismo, el jainismo y la religión sij sostienen el principio de la reencarnación de las almas. Incluso algunos monjes taoístas han pretendido alcanzar la inmortalidad momificándose en vida.

El mismo personaje creado por Ramón y Cajal, que he mencionado antes, reflexiona críticamente sobre esa generalización de los anhelos humanos por una conciencia eterna: “¡Pobre humanidad, que no puede vivir en paz sino a condición de esperar la inmortalidad, ni soportar las acritudes del mundo sino soñando con los deliquios de un mundo mejor!” y reacciona ante ellos de una manera curiosa: “…acabé por hallar en esos grandes espejismos de la religión y de la filosofía cierta lógica profunda, la lógica del error necesario, del error educador”.

Cuando cambiamos de punto de vista y pasamos de reflexionar sobre nuestro final singular (y único) y nos ponemos a considerar la muerte de los otros, la perspectiva es muy diferente. Aquí no se detiene el tiempo, ni la vida; de hecho, observamos cómo, constantemente, la vida nace y es alimentada por la muerte de otros seres que terminaron su ciclo. Podemos observar cómo los cuerpos se corrompen, se descomponen, en un proceso dinámico ininterrumpido que genera nuevas formas de vida.

Hay una distinción básica, fundamental, en la consideración que nos merecen los muertos: la relación que tienen con nosotros. Puede tratarse de seres queridos o de personas totalmente desconocidas. Incluso pueden ser enemigos que han caído en un enfrentamiento armado.

También pueden ser animales de otras especies que son cazados o se ajustician sumariamente en un matadero (sin ninguna duda, una palabra contundente, clara, precisa; no es, desde luego, una denominación que nos pueda llevar a engaño sobre lo que allí se hace).

En la naturaleza, los depredadores matan para sobrevivir, los carroñeros olfatean ávidamente la muerte para alcanzar los restos que les permitan alimentarse tanto a ellos como a sus crías. Para todos ellos, de una manera perentoria, la muerte de sus presas es vida. No hay vida sin la muerte de los otros. No tienen elección posible: sus formas de alimentarse están determinadas genéticamente, ya que no podrían sobrevivir comiendo vegetales.

Pero es diferente cuando los muertos son individuos de la manada, del grupo social. Por ejemplo, jirafas y elefantes no parece que dispongan de elaboradas concepciones metafísicas pero, de alguna manera, se ven afectados por la muerte de sus congéneres. He visto (asombrado) en un documental televisivo cómo unas jirafas “se despiden” de los restos de una de ellas que había sido matada por unos leones que la habían devorado; ordenadamente, se iban acercando a los despojos que yacían esparcidos en el suelo, los olfateaban, los tocaban y tras su despedida, se alejaban.

Las formas en que los humanos tratamos y hemos tratado a nuestros muertos son enormemente variadas e ilustrativas de nuestros valores, pero ahora entrar en ello sería alargarnos demasiado y creo más conveniente dedicarle algún artículo más adelante.

En todo caso, la cruda realidad, claramente constatable, es que la muerte de uno mismo es el final de la vida: es la paralización total del movimiento; es lo contrario de la animación (que ya vimos lo importante que era en el teatro de títeres). La Muerte (así, con mayúsculas) es la paradoja en la que se funden la nada y la eternidad; es el diluirse en el vacío absoluto: vacío de tiempo, de espacio, de movimiento. Es el final irreversible e inevitable de la conciencia.

Por lo tanto, creo que la forma más juiciosa y práctica de afrontar el tema de la muerte no es la filosófica ni la religiosa. Lo verdaderamente importante es preservar la vida (en la medida de lo biológicamente posible, desde luego). Y, para ello, es fundamental contar con un sistema sanitario adecuado que nos proteja de una muerte prematura. Cuidemos más a nuestros médicos y a nuestro personal sanitario y no perdamos el tiempo (la vida) en divagaciones sobre lo improbable.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

10 nov 2021

  • 10.11.21
Hace unos días concluía mi artículo anterior con una reflexión sobre la importancia de la diversidad cultural. Y, ciertamente, la forma en que nos comportamos ante la muerte de nuestros congéneres no podía escapar a esta pluralidad de creencias y expresiones sociales.


También se ha dado una enorme diversidad en la representación gráfica de la muerte. Tanta que sería prácticamente inabarcable el tema. Para mí, personalmente, tiene especial relevancia El triunfo de la Muerte, pintado por Pieter Brueghel el Viejo entre 1562 y 1563. Seguramente porque es una de mis obras favoritas de las que pueden disfrutarse en el Museo del Prado. En esto coincido con lo afirmado por Aureliano Sainz en su artículo titulado Las sectas y el Apocalipsis.



Nadie se libra de la muerte, ni siquiera un pastor evangélico brasileño que así lo había prometido a sus cristianos seguidores hace ya unos cuantos años (en 2008). La frustración ha llenado los corazones de sus feligreses, tal y como puede leerse en esta reseña.

Tampoco parece que ha resucitado el hijo de John F. Kennedy, a pesar de que esas lumbreras de Qanon lo pronosticaran para el pasado 2 de noviembre, exactamente a las 12.00 del mediodía y, precisamente, en el centro de Dallas, donde su padre fue asesinado.

Lo que más llama la atención no es el chasco de los allí presentes sino, precisamente, que hubiera allí congregadas cientos de personas. Y que, incluso, se hubieran diseñado, fabricado y, por supuesto, vendido, camisetas para la ocasión. Camisetas que aludían a una hipotética candidatura para las siguientes elecciones presidenciales norteamericanas, encabezada por Trump y con JFK Jr. como vicepresidente. A ver quién supera esto: ¡un zombi de vicepresidente!

Más sensato que esos cientos de ciudadanos de EEUU parece un personaje de Saramago que, en su obra Todos los nombres, dice: “Si usted fuera funcionario de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte”.

Aunque el mismo autor, en una obra posterior titulada Las intermitencias de la muerte, nos cuenta cómo en un país indeterminado la muerte deja de ejercer su labor, sabemos perfectamente que si hay una realidad absolutamente ineluctable es la muerte de todos y cada uno de los seres vivos que han sido, son y serán.

Por eso, el miedo a la muerte y a “las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar” de las que nos hablaba Antonio López Hidalgo en su columna titulada Reivindicación del dolor. Frente al miedo y a la angustia por el “dejar de estar y ser”, han surgido todo tipo de creencias religiosas. Como dice Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista: “El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas”.

Así lo sabían en el antiguo Egipto, como atestigua una inscripción grabada en la tumba del rey Intef: “Nadie vuelve de allá / para decirnos cómo está, / para calmar nuestros corazones / hasta que vayamos donde han ido. / Por tanto, alegra el corazón… / diviértete y no te canses de ello”.

El obispo Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita en el siglo XVI, nos cuenta de los mayas: “Esta gente tenía mucho temor y excesivo a la muerte; y esto muestraban [sic] en que todos los servicios que a sus dioses hacían no era por otro fin ni por otra cosa sino porque les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían…”.

Los mayas compartían con los nahuas la firme creencia de que la muerte no es un tránsito a una vida mejor: la verdadera vida es la terrenal y así lo atestigua fray Bernardino de Sahagún en su monumental Historia general de las cosas de Nueva España, también del siglo XVI: “Nadie piensa en la muerte, solamente se considera lo presente, que es ganar de comer y beber y buscar la vida, edificar casas y trabajar para vivir, y buscar mujeres para casarse…”.

Este escepticismo es compartido por un personaje de Pío Baroja en su novela Los pilotos de altura. Shangui-Shanga, reyezuelo de una tribu africana del Congo, dice: “Yo no comprender cómo los blancos, tan sabios… hacer pólvora y escopetas tan buenas, trajes bonitos, barcos hermosos, luego pueden creer que los hombres, después de muertos y metidos en tierra y podridos, resucitar en el cielo… Eso para mí, tontería…, tontería grande… Ilusión, nada más”.

De una manera un poco más sofisticada, Sócrates plantea que ya que no sabemos “si la muerte es un bien o un mal, un ‘todo’ o un ‘nada’: solo debemos aferrarnos al bien de la vida, ya que al menos, él, es cierto”. Podríamos explorar infinidad de respuestas ante un hecho tan incontestable y que nos afecta de manera tan dramática a todos. Sería demasiado prolijo y probablemente estéril. Confucio y Sócrates coinciden en que “si no sabes nada de la vida, ¿qué puedes entonces saber de la muerte?”. Y como afirma Félix Jiménez Villalba: “Al intentar medir la muerte, solo se logra medir la ignorancia humana”.

JES JIMÉNEZ

20 oct 2021

  • 20.10.21
En la entrega anterior se mencionaba la comparación entre la subasta de la cueva de Misuri y una hipotética subasta de la capilla Sixtina del Vaticano. Me imagino que Diaz-Granados se refería a la importancia religiosa de cada una de ellas para los Osage y para los católicos, respectivamente. Para los Osage es claro que la cueva tiene una gran relevancia religiosa y social en cuanto núcleo importante de su identidad cultural.


En el interior de la cueva se encuentran unas 300 imágenes rupestres datadas en torno al año 1025. El conjunto es considerado, tanto por su cantidad como por su complejidad, como uno de los lugares arqueológicos más significativos de EEUU, seguramente el más importante en cuanto al arte rupestre.

En las figuras allí representadas se pueden apreciar detalles que no se encuentran en otros yacimientos norteamericanos: detalles de la vestimenta, de los tocados, de los plumajes, de las armas… tal y como podemos ver en las magníficas fotografías captadas por Alan Cressler.

Especial atención se le ha prestado a una de las imágenes, en la que puede verse una figura de color blanco, con aspecto humano, pero con una notable protuberancia en la zona nasal, como una especie de cuerno. Esta efigie ha sido interpretada de diversas maneras: el Hombre-Pájaro, la Estrella de la mañana, o Cuerno-Rojo. Se puede analizar más el detalle en el dibujo realizado por Richard Dieterle.


Cuerno-Rojo es un héroe mítico de las tradiciones orales sioux, también conocido como El que lleva cabezas humanas en sus orejas, ya que una de sus peculiaridades es la de que sostiene unas diminutas caras vivientes en los lóbulos de sus orejas. Era uno de los cinco hijos del Creador, que lo envió a la Tierra para rescatar a la humanidad. Aparece representado en un gran número de complejos ceremoniales de las culturas del Misisipi.

Las aventuras de Cuerno-Rojo han dado lugar a muchos relatos orales que se agrupan en el conocido como Ciclo de Cuerno-Rojo. Allí aparecen muchos otros personajes de la mitología de las culturas del sudeste de EEUU que luchan contra una raza de gigantes (Comedores del Hombre).

Cuerno-Rojo se transforma a sí mismo en una flecha para ganar una carrera de velocidad a sus enemigos. Este episodio muestra la asociación simbólica (y la identidad mística) entre Red-Horn y las flechas. Tras la victoria, decide adornar sus orejas con pequeñas cabecitas y trenza su largo cabello rojo en forma de cuerno. Así se convierte en “Cuerno-Rojo” y “El que lleva caras humanas en sus orejas”.

Podríamos contar muchas más historias relacionadas con Cuerno-Rojo y los otros personajes que allí aparecen, como la joven huérfana que siempre iba envuelta en una piel de castor blanca y que es instigada por su abuela para conquistar a Cuerno-Rojo, con quien finalmente se une en matrimonio.

O los gigantes que perdieron un juego de lacrosse ante Cuerno-Rojo y sus amigos porque no podían parar de reír ante las muecas que hacían las cabecitas que pendían de sus orejas. De su amigo Tortuga, enviado por el Creador para enseñar a los humanos como vivir, pero que los llevó a la guerra.

También podríamos hablar de la identificación de Cuerno-Rojo como una estrella del firmamento o de los celos de Hena, hermano de Cuerno-Rojo, porque éste había conseguido como esposa a la mujer más gorda. Y así, un largo etcétera.

Antes me he referido a la gran importancia que, para los nativos americanos, tienen estas historias y las imágenes que les sirven de vehículo. Pero para nosotros, para todos los que no pertenecemos a estos pueblos, también son importantes (o deberían serlo). Porque son un testimonio que nos cuenta la forma en que otros seres humanos han entendido y han vivido el mundo de forma diferente a la nuestra. Y, precisamente, esa diferencia es la que lo hace más valioso. Sin diversidad no es posible la vida biológica, pero tampoco la de las sociedades humanas. La diversidad enriquece la vida cultural.

Además, en la raíz de esas diferentes expresiones y vivencias de nuestra relación con la realidad podemos encontrar lo esencialmente humano, lo que nos revela qué hay de común en todos nosotros bajo las peculiares capas con las que se manifiestan nuestras creencias sobre el mundo que nos rodea.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍAS: ALAN CRESSLER

6 oct 2021

  • 6.10.21
El pasado 14 de septiembre tuvo lugar una peculiar subasta en S. Luis (Misuri). Peculiar porque lo que se subastaba era “un conjunto de dos cuevas con pinturas polícromas realizadas por nativos americanos, asociado con 43 acres de tierra circundante”. El terreno que rodea las cuevas es un paisaje boscoso dotado de una fuente natural y en el que hay gran variedad de especies animales. Los actuales propietarios (que lo son desde 1953) lo han utilizado fundamentalmente como terreno de caza.


La noticia tuvo amplio eco en distintos medios informativos norteamericanos como CNN, The New York Times, CBS... En español solo la he encontrado en el suplemento de Cultura de ABC y en el sitio web Russia Today (RT).

En los comentarios sobre la noticia se subraya la desolación de la nación Osage por la venta de la que consideran como "el lugar más sagrado de su cultura". En ese enclave se han celebrado rituales sacros, enterramientos, búsquedas de visiones espirituales... Las más de doscientas imágenes y símbolos allí grabados y pintados tienen, al menos, mil años de antigüedad y han servido como instrumento de transmisión de creencias y tradiciones.

Pero ¿quién son los Osage? La nación Osage –Wahzhazhe es como se denominan a sí mismos– forma parte de la gran familia de hablantes de lenguas siux. Abarca actualmente cerca de 24.000 personas. Su área jurisdiccional actual, la Reserva de la Nación Osage, está situada en el nordeste de Oklahoma, pero en el pasado dominaron una amplia región que abarcaba parte de los actuales territorios de Illinois, Misuri, Oklahoma, Kansas y Arkansas.

Dedicados a la agricultura y a la caza de búfalos y en constante pugna con otros grupos, fueron magníficamente retratados, en el siglo XIX, por el pintor George Catlin. Los Osage consideraban que su supervivencia no dependía de Wakonda (el Gran Espíritu) sino que era su propia responsabilidad. No concebían la lucha por la vida como un conflicto con otros animales a los que reverenciaban por sus cualidades superiores a las humanas y esperaban aprender de ellos para emularlos.


La supervivencia dependía de una lucha continua entre distintas comunidades humanas que competían por los mismos recursos. Su capacidad para defenderse y hacer la guerra a otras tribus era imprescindible para la conservación del grupo.

Respecto a sus lugares sagrados es destacable el carácter discreto y totalmente reservado en cuanto a su localización exacta. De hecho, no se ha hecho pública la localización precisa de la Cueva de las Pinturas, que además no tiene un acceso fácil.

Como indicio de la preservación de la cueva se puede citar la circunstancia de que en ella tiene su alojamiento una colonia de murciélagos de Indiana (Myotis sodalis), especie amenazada que ha visto reducir su presencia en sus hábitats naturales, fundamentalmente por la presión humana.

No siempre esos espacios sacros tienen una localización específica con limites claramente definidos. Pueden ser parajes que incluyen plantas, animales, recursos de agua, sonidos, luz... Incluso cualidades intangibles.

En resumen, y según sus propias palabras, consideran sagrados aquellos lugares que tienen especial “significado espiritual para los Osage o que se utilizan, o fueron utilizadas por sus ancestros en conjunción con ceremonias espirituales”. Y si observamos las imágenes que ellos mismos facilitan como ejemplo, nos damos cuenta de las diferencias bastante grandes con lo que solemos considerar como "lugar sagrado".


Esta concepción de los lugares sagrados es bastante coherente con lo mencionado más arriba sobre sus creencias y con ese sentido de respeto y armonía con el entorno natural. Y nos ayuda a entender la profunda consternación ante la subasta de uno de sus lugares sagrados más emblemáticos de su tradición religiosa.

El sentimiento de perdida va más allá de la realidad concreta de las pinturas rupestres allí emplazadas. En un comunicado afirmaron que la venta “verdaderamente, les rompía el corazón”, ya que sus ancestros vivieron en esta zona durante 1.300 años y allí fueron enterrados, incluso en la propia Cueva de las Pinturas.

Carol Diaz-Granados, que ha estudiado la cueva durante veinte años, declaró que era algo así “como si se subastara la Capilla Sixtina”.  La comparación puede resultar un tanto exagerada y, en todo caso, se sustenta en la mezcla de aspectos distintos, aunque difíciles de separar. Pero esto lo trataremos más detenidamente en una próxima entrega.

JES JIMÉNEZ

22 sept 2021

  • 22.9.21
Al principio del teatro de títeres, éstos eran considerados como réplicas artificiales de los seres humanos. Y, justamente, esta semejanza era la que atraía a los espectadores. De hecho, llegó a acusarse a los titiriteros de practicar la magia.


A la función mágica de los títeres sucedió una función teatral cambiante según distintas variables socioculturales que evolucionaron desde la satisfacción de la pura curiosidad por el espectáculo a la interpretación teatral similar a la de los actores humanos.

Como ya vimos en una entrega anterior, el relato puede llegar a conseguir un grado de identificación y una participación del público enormes. Cuando se apagan las luces de la sala y solo permanece iluminado el escenario, los muñecos resultan tan expresivos y sugerentes que parecen tener vida propia. Strindberg, que tuvo una gran pasión por los títeres, escribe: “Todo puede ser, todo es posible e inusitado. El tiempo y el espacio no existen. Sobre una débil trama de realidades, la imaginación teje y modela nuevas formas”.


El espectador se proyecta en los personajes y participa de manera activa en el espectáculo. Su imaginación recrea lo que se le muestra y se sumerge en el relato narrado. Incluso llega a sentir y a meterse en la “piel” de la máscara. Sí, “máscara”, porque el muñeco participa en gran medida de las funciones expresivas y comunicativas de las máscaras. Pero sobre éstas ya hablaremos en otro momento.

¿Qué es lo que sucede para que se establezca ese vínculo tan sugerente? ¿Cómo es posible que alguien, con una simple historia y una figura inanimada, consiga comunicar esa magia tan difícil de conseguir, incluso con grandes espectáculos? Pues precisamente eso: la naturaleza inanimada de los títeres transmutada en vida animada mediante el movimiento comunicado por el titiritero. Lo inerte, sin movimiento, sin vida, adquiere una nueva forma de existencia con energía dinámica, con aliento propio.

Básicamente, los espectáculos de marionetas son narraciones en las que los muñecos tienen, aparentemente, movimiento propio. El artista que los maneja es quien les infunde espíritu y personalidad: es el animador. De hecho, en las antiguas tradiciones de representaciones sacras, desde Java a la Grecia clásica, los manipuladores de las figuras eran considerados como oficiantes religiosos.

El manipulador infunde "vida" a la figura en el momento en que la hace moverse. Georges Sand ya los describía como seres de ficción dotados de vida por voluntad humana: “Estos seres ficticios son llevados a la vida por deseo del hombre y se mueven y hablan y, en cierto modo, se vuelven humanos, inspirados con vida para bien o para mal, para conmovernos o entretenernos”.

Uno de los autores que mejor ha reflejado esta relación de ida y vuelta entre títeres y humanos ha sido Oscar Wilde en su relato El cumpleaños de la infanta: "Unas marionetas italianas representaron la tragedia semiclásica de Sofonisba en un pequeño escenario levantado al efecto. Trabajaron tan bien y sus gestos fueron tan extremadamente naturales que, al terminar la representación, los ojos de la infanta estaban llenos de lágrimas".

"La verdad es que algunos de los niños lloraron de veras y tuvieron que ser consolados con pasteles, y el propio gran inquisidor se impresionó tanto, que no pudo evitar decirle a don Pedro que le parecía intolerable que unos muñecos hechos sencillamente de madera y cera coloreada, movidos mecánicamente por alambres, pudieran ser tan desgraciados y soportar semejantes infortunios".

Lo que caracteriza y diferencia a los títeres de otros muñecos o figurillas es la articulación de sus distintas partes que permite el movimiento. Y éste es un estímulo muy poderoso para captar y retener la atención. Además, el movimiento da lugar a la existencia verosímil de unos personajes y de un hilo narrativo.

.Si bien el espectador recrea a partir del objeto, éste cobra su significación a partir del movimiento. Es quizá por ello que la fascinación por el movimiento sea ineludible en las creaciones de las diversas culturas, desde sus remotos inicios en la Prehistoria. Para S. Giedion: "La representación del movimiento es consustancial al arte paleolítico desde sus inicios" y aporta algunos interesantes ejemplos del arte mueble y rupestre en la Prehistoria.

El esfuerzo artístico del titiritero siempre se ha centrado en dotar los objetos de "personalidad". Solo así tienen sentido y adquieren visos de realidad. "Siendo" reales pueden interesar al público. De ahí la importancia asignada al movimiento.

El movimiento debe tener cierto carácter orgánico y servir como vehículo de las emociones que el titiritero quiere transmitir. Esto implica la necesidad de concentración, incluso de compenetración entre el artista y el muñeco. Gordon Craig, uno de los autores clave en el renacimiento del arte de los títeres, escribía a principios del siglo XX: "Tú no lo mueves, le dejas moverse: eso es el arte". El objetivo es ofrecer una sensación de naturalidad.

El compositor y escritor Otakar Zich decía que observando al títere como algo vivo y dotado de movimiento, los espectadores olvidan que está hecho de materiales inertes y lo ven transformarse en un ser mágico, sobrenatural, fuera del ámbito de lo racional. En definitiva, es a través del movimiento, principalmente, donde cobra sentido específico el espectáculo del teatro de títeres.

JES JIMÉNEZ

8 sept 2021

  • 8.9.21
Quiero comenzar por explicar las razones que me llevan a escribir sobre un tema tan "frívolo" como los títeres. Y digo esto porque, salvo unos cuantos titiriteros y tres o cuatro personas más, prácticamente nadie hoy en día considera este tema lo suficientemente serio como para dedicarle atención.


La verdad es que no siempre ha sido así y hay excepciones destacables entre escritores y músicos que sí mostraron gran interés por esta forma de comunicación: Shakespeare, Cervantes, García Lorca, Valle-Inclán, G. B. Shaw, Haydn, Falla…

Pero no necesito apelar a precedentes tan ilustres para justificar este artículo, sino únicamente al inmenso placer personal que me han transmitido los títeres, tanto en la niñez como en la edad adulta y por vías diferentes: de carácter casi mágico en el teatro de marionetas de la infancia y por su fuerza plástica y poética en los espectáculos que he podido disfrutar posteriormente.

¿Pero qué son exactamente los títeres? Su existencia ha ido evolucionando a lo largo de la historia. Hay quien dice que el títere nació cuando el hombre descubrió su sombra y jugó con ella. Esta es una afirmación difícil de comprobar, pero lo que sí parece probable es que, en sus orígenes más remotos, el títere tuviera una función ritual.

Pruebas de la importancia que los muñecos han tenido en los ritos y creencias las encontramos en toda una serie de mitos que hacen referencia a muñecos u objetos que cobran movimiento y vida por la influencia de algún dios.

En el Edda escandinavo, la primera pareja humana se crea cuando Odín da forma humana y alma a dos troncos. Para los quiché centroamericanos, los primeros seres humanos proceden de unos muñecos de madera construidos por los dioses. En el Popol Vuh podemos leer: “Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron; tuvieron hijos, tuvieron hijos los muñecos de palo…”.

En el contexto de las creencias animistas, a algunos objetos y fenómenos naturales se les atribuye vida y voluntad propia. El títere pudo haber nacido en el momento en que las figurillas se construyeron con algunas partes móviles, de tal forma que, al ser manipuladas por el sacerdote o iniciado, producían la ilusión de un movimiento autónomo. Los movimientos del muñeco se utilizarían como recurso para potenciar la fuerza expresiva de la representación y evocarían la animación vital del ente representado.

Los títeres, como teatro popular, tienen un aspecto prodigioso en cuanto los espectadores se olvidan de que están contemplando simplemente un muñeco, al oír "su" voz o al ver cómo se mueve, convirtiéndose así en criaturas con existencia autónoma.

Los espectáculos de títeres han existido en casi todos los países y periodos históricos. En Europa hay documentos escritos al respecto desde 500 a.E.C, por ejemplo, en el Symposium de Jenofonte. Cuenta Heródoto que en Grecia se daban representaciones con títeres en las fiestas báquicas y, respecto a las costumbres egipcias, narra la existencia de muñecos articulados que representan dramas divinos en los templos.

También menciona unas singulares procesiones: "Las mujeres, en lugar de falo, paseaban de pueblo en pueblo unas estatuillas de la altura de un codo, cuya parte sexual, igual en tamaño al resto del cuerpo, se movía por medio de hilos. Un flautista precedía, y las mujeres le seguían cantando...".

Existen antiguas tradiciones de representaciones de títeres en China, India y otras partes de Asia. En Java, el Wayang constituye uno de los primeros espectáculos de títeres sagrados que se conocen y consiste en la materialización de la imagen de los dioses sobre unos trozos de piel de búfalo pintada y articulada. Así, se proyecta luz sobre estas figuras y los espectadores solo ven sus sombras sobre una pantalla.


Los nativos americanos utilizaban figuras semejantes a títeres en rituales mágicos. En los ritos animistas de los taínos de las Antillas, el hechicero se comunicaba con los cemis, representaciones en piedra, hueso o madera de los espíritus familiares.

En lo que hoy en día es Colombia existen antecedentes de los títeres desde el siglo VI a.E.C. De hecho, los restos arqueológicos demuestran la existencia de máscaras y objetos animados por diferentes artificios; más tarde, los quimbayas construyeron figuras en oro articuladas con el objeto de ser animadas.

En los países árabes y musulmanes se introduce en el siglo XI el teatro de sombras de origen chino y los turcos crean el Karagoz (o Karakiz), que nunca ha tenido un papel religioso, lo cual es lógico teniendo en cuenta la especial prevención de los musulmanes hacia las imágenes como posible vehículo de idolatría. Aunque un hadit aclara: "Los teólogos admiraban las marionetas a condición de que, como las muñecas, no se parecieran al original y, además, porque hay un agujero para que pase el hilo".


En la Europa medieval, los títeres se utilizaban para la educación religiosa en los atrios de las iglesias, representando los "misterios". Por tanto, parece claro que, universalmente, la primera función de los títeres fue de carácter mágico y religioso y solo posteriormente surgió un uso profano que, poco a poco, fue desplazando el uso religioso, aun conservando el carácter dramático de los títeres. Sobre ello hablaremos en una próxima entrega.

JES JIMÉNEZ

25 ago 2021

  • 25.8.21
Ya hemos visto que el juego tiene una importante función educativa y que se desarrolla gracias a la representación simbólica. Y que el aspecto lúdico es inherente a su práctica. Probablemente, los muñecos están entre los juguetes más antiguos y generalizados entre los humanos.


Es bastante probable que ya en el Paleolítico los niños jugaran con muñecos de arcilla o de madera. Pero lo que está totalmente comprobado es la presencia de muñecas en el antiguo Egipto. Los niños griegos y romanos ya disponían de muñecos con las extremidades articuladas. Y el mítico Dédalo fabricaba muñecas de madera animadas para el rey Minos y su familia. Igualmente, se pueden encontrar ejemplos en prácticamente todas las sociedades humanas que han existido hasta el momento.


Resultan especialmente interesantes las muñecas Kachina, utilizadas por los indios Pueblo de Norteamérica, como las que se pueden ver en el Museo Nacional de Antropología y en el Museo de América de Madrid.

Kachina en el Museo de América © Jes JiménezLa palabra Kachina –o, más bien, el concepto– se utiliza entre los Hopi, los Zuñi y otras tribus de los indios Pueblo para referirse a los espíritus vitales de su entorno cultural. Los Kachinas son personificaciones de prácticamente cada elemento de la realidad en la que desarrollan sus vidas –y sus muertes–.

Los más presentes son aquellos relacionados con su carácter de pueblo agricultor, aunque el núcleo central de la filosofía inherente a este culto es la presencia de la vida en todo lo que les rodea. Cada cosa tiene una esencia o fuerza vital, y los humanos deben interactuar con ellas o no sobrevivirán.

Como en muchas otras culturas, los Kachinas suponen una cierta humanización de conceptos o de fenómenos naturales como el sol, el viento, el maíz… Como en otras mitologías, la humanización llega al punto de que pueden tener hijos y relaciones familiares.

Como extensión del concepto, también se utiliza para denominar a los hombres que participan en danzas ceremoniales llevando máscaras, ropajes y accesorios para representar individualmente a algunos de los múltiples Kachinas.

De esta manera, los participantes en la danza hacen visible para toda la comunidad esa realidad invisible de todos esos seres sobrenaturales que hacen posible la vida en toda su extensión y profundidad. El danzante pierde su propia identidad personal para transformarse, para ser portador del espíritu del Kachina al que encarna. En sus giros y movimientos rituales se actualizan las interacciones entre humanos y espíritus que permiten el desarrollo de la vida.


Y una tercera realidad de la palabra Kachina es la que designa a los pequeños muñecos a los que nos referíamos más arriba. Habitualmente se hacen de madera y son miniaturas que simulan a los kachinas danzantes que, como hemos dicho, son visualizaciones de los invisibles espíritus vitales.

Estos muñecos son “juguetes” que se regalan a los niños para ayudarles en su iniciación religiosa, aprendiendo a reconocer a los distintos Kachinas por su aspecto. Digo que son “juguetes” en cuanto que cumplen con la función esencial del juego que ya veíamos en la entrega anterior y, probablemente, lo hacen de una forma lúdica.


Todo esto nos lleva a una reflexión final: los muñecos y las muñecas simulan seres reales o imaginarios. ¿Reales o imaginarios? Ciertamente, está distinción es mucho menos nítida de lo que podría parecer porque lo verdaderamente importante es que el muñeco es tangiblemente real.

Igual de real tanto si el ente representado tiene existencia física comprobada como si su existencia es únicamente fruto de una aceptación cultural generalizada. Da lo mismo: para el “jugador”, lo determinante es la realidad física incuestionable de la figurilla.

JES JIMÉNEZ

11 ago 2021

  • 11.8.21
Hace unos días, tras un magnífico almuerzo en el restaurante Los Lagares de Montilla, con mis queridos amigos Antonio López Hidalgo y Juan Pablo Bellido, me sentí atraído por unas alacenas en las que se reunían hermosos juguetes de hojalata.


No pude resistir la tentación de contemplarlos detenidamente y de fotografiarlos. El tren me trasladó a otro tiempo, ya bastante lejano, cuando otro tren, bastante parecido, alimentaba mi imaginación infantil. Los juguetes –y los juegos, en general– ocuparon mucho tiempo de aquellos años teñidos de un gris sucio y triste –más que triste, desolador– por el adoctrinamiento católico y franquista.

El juego era un refugio, una vía de escape –casi la única– a otros mundos posibles y, desde luego, mucho más deseables para los que no formábamos parte ni de las rapaces élites del “régimen” ni de los advenedizos que soñaban y pugnaban por las migajas que les pudieran llegar como premio a su lealtad culpable.

Más tarde, y a lo largo de mi vida, me he seguido interesando por los juguetes y por los juegos, pero ya desde otras perspectivas. Me ha llamado mucho la atención la importancia que tiene el juego infantil no solo para los primates sino para muchos otros mamíferos. Prácticamente se puede afirmar que no hay aprendizaje sin juego en todas esas especies.

Podemos ver en los documentales de naturaleza cómo las crías de diversos mamíferos juegan con sus compañeros, ejercitando todo tipo de cabriolas que les permiten desarrollar las imprescindibles habilidades de movimiento y experimentar sus capacidades para la caza y para la huida. Y parece que disfrutan con ello. Otra función importante del juego, para los machos, es aprender las técnicas de lucha que serán necesarias para la pugna que llevará al éxito reproductor y a establecer jerarquías dentro del grupo.

Aparentemente, cuanto más avanzado está un animal en la escala evolutiva, mayor tiempo e importancia destina al juego en su infancia. En los seres humanos es especialmente importante la función de representación simbólica que cumplen los juguetes y los juegos en general.

El juguete es un objeto que se convierte, de forma casi mágica, en otra cosa: el juguete es la imagen, la simulación de otra realidad. El juguete hace visible, virtualmente, lo que es invisible para los adultos. Esto permite el uso del juguete como mediador entre el niño y la realidad (física o imaginada).

Pero no solamente los niños: los adultos también se aprovechan de esta capacidad de acceso virtual a la realidad, para la diversión y, lo que es muy importante, para el aprendizaje. Pensemos, por ejemplo, en los simuladores de vuelo que utilizan los pilotos en su adiestramiento.

De hasta qué grado puede llegar la potencia alegórica de algunos juguetes nos da fe una anécdota ocurrida hace ya algunos años en el Río de la Plata, durante el desarrollo de un teatro de títeres: los espectadores participaban de manera tan completa en la trama representada que, cuando advierten que los soldados están a punto de atrapar al héroe (mitad asesino, mitad justiciero), subieron al escenario para ayudarlo.


El juego y los juguetes tienen una importancia trascendental en el desarrollo de los niños, hasta el punto de considerarse imprescindibles para un crecimiento sano. También el juego es actividad social que fomenta la cooperación con otros niños y el desarrollo de roles complementarios.

Incluso la función simbólica que mencionaba más arriba es posible, en gran medida, por este carácter comunitario del juego. Los objetos-juguete adquieren su significado simbólico a través de la influencia de los otros, ya sea compañeros de juego de similar edad o adultos "cómplices" de la transformación del palo de escoba en brioso corcel.

Para jugar, el niño utiliza su capacidad de generar símbolos, pero también se da la posibilidad inversa cuando el adulto transforma mediante la simbolización una actividad cotidiana en juego para que resulte más placentera. Un ejemplo bastante habitual es convertir la cuchara con la comida en un avión o cualquier otro objeto con destino a la boca del niño.

En todo caso, lo que parece bastante evidente es que jugar es una actividad placentera y que la motivación principal para el juego es la satisfacción inmediata. El juego sirve al aprendizaje, es aprendizaje y es placer.

La evolución de las especies ha producido esa asociación entre placer y aprendizaje que resulta imprescindible como motivo para la acción. Por lo tanto, es bastante chocante el esfuerzo titánico que los sistemas educativos institucionales han realizado para eliminar el aspecto lúdico del aprendizaje, aunque hay que reconocer que lo han conseguido en muchos lugares distintos.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ

28 jul 2021

  • 28.7.21
El Mahabhárata (que significa algo así como La gran India) es uno de los textos clásicos de la India y es comparable, por su grado de relevancia, con las obras de Homero, con el Antiguo Testamento o con el gran clásico de la literatura china: El romance de los tres reinos. No obstante, el relato mitológico con el que guarda mayor relación y armonía es con el Edda escandinavo.


Es una obra que fue desarrollándose paulatinamente desde el siglo III a.n.e., llegando a convertirse en uno de los textos literarios más extensos de la civilización mundial. El libro de referencia es una edición crítica publicada entre 1919 y 1966 con un total de 13.000 páginas divididas en 19 volúmenes.

Su contenido es de carácter épico y narra básicamente las luchas por el poder entre diversos personajes de la nobleza, pero también incluye contenidos de carácter filosófico y religioso. Incluso la redacción del mismo se atribuye al dios Ganesha, eso sí, al dictado del sabio Viasa que, a su vez, escogió a Ganesha como amanuense por recomendación de nada menos que Brahma, el creador del Universo.

En la obra, como era de esperar dada su longitud, aparecen muchísimos personajes, entre ellos Krisna, encarnación del dios Visnú y que acaba muriendo (vaya, creo que esto puede considerarse como spoiler: lo siento).

Entre los diversos tipos de personajes mitológicos del Mahabhárata, están los ráksasas, una especie de criaturas monstruosas, insaciables comedoras de carne humana (algo así como unos ogros feroces con ojos llameantes que bebían sangre en calaveras). Además, podían volar, desaparecer o cambiar de aspecto, adquiriendo la forma de cualquier criatura.

Un ejército de ellos participa activamente en la batalla de Lanka, entre ellos, el formidable Kumbhakarna, al que vemos reflejado en las siguientes imágenes. A su lado vemos a Rávana, rey de Lanka, caracterizado por sus diez cabezas.


Y llegamos al personaje que da título a este artículo: Chárvaka. Es uno de estos malvados ráksasas, que aparece en el capítulo 39 del libro 12 disfrazado de sacerdote brahmán y que se presenta a sí mismo como portavoz de los brahmanes, pero manifestando ideas herejes y ateas. Los verdaderos brahmanes se dan cuenta y lo destruyen con sus mantras.

Pero Chárvaka es algo más: es el nombre de una escuela filosófica también conocida como Lokaiata, que surgió, como mínimo, en el siglo VI a.n.e. Poco conocida, frente a la popularidad de hinduismo, budismo, yoga o incluso el culto de Krisna, Chárvaka fue una concepción abiertamente escéptica, empirista y atea que rechazaba las creencias sustentadas por los brahmanes sobre el alma, los dioses o la reencarnación.

Por ello, es más que probable que los autores del Mahabhárata aprovecharan la ocasión para criticar a sus oponentes personificándolos como un demonio ráksasa. Tengo la impresión de que este uso de los “medios” para demonizar al adversario nos puede resultar bastante familiar y de plena vigencia.

Apenas si se conservan unos pocos fragmentos de los textos originales y creo que merece la pena reproducir algunos de ellos, extraídos de un esclarecedor artículo de Federico Mare, que nos pueden dar una somera idea sobre sus planteamientos “naturalistas”, muy lejanos de especulaciones metafísicas:

“Solo existe lo perceptible; lo no perceptible no existe, por la razón de que nunca ha sido percibido. No hay ningún cielo, ni liberación final, ni alma alguna en otro mundo”.

“¿Quién ha visto el alma existiendo en un estado de separación del cuerpo? ¿No es la vida resultado de la configuración última de la materia?”.

“El dolor del infierno radica en las desgracias que surgen de los enemigos, las armas, las enfermedades”.

“Es insensato el que se agota en penas, ayunos, etcétera. La castidad y otros tales preceptos son impuestos por débiles listos… El sabio debe gozar de los placeres de este mundo mediante los medios visibles apropiados, como la agricultura, la ganadería, el comercio, la administración política, etcétera”.

Probablemente los aforismos que más molestaron a los brahmanes son los que cuestionaban su autoridad y el carácter “sagrado” de los Vedas como fuente de dicha autoridad:

“Los brahmanes se han establecido aquí solamente como un medio de vida. Los tres Vedas son una estafa. […] Los tres autores de los Vedas eran bufones, bribones y demonios”.

“Estos estúpidos son engañados por los mentirosos sastras [tratados religiosos] y alimentados por las seducciones de la esperanza”.

Para los brahmanes y otras castas sacerdotales, lo realmente importante es dotarse de un marco doctrinal de creencias sujeto a su exclusiva interpretación y de aplicación incuestionable para los seguidores. En eso basan su poder, su bienestar económico y su prestigio social.

Y si pueden ser dudosas y difícilmente comprobables las afirmaciones metafísicas, lo que sí es comprobable por la experiencia directa es el bienestar –por llamarlo de una manera discreta– al que tienen acceso sacerdotes y asimilados.

JES JIMÉNEZ

14 jul 2021

  • 14.7.21
En esta ocasión, y motivado por la reciente ola de calor que hemos padecido, he decidido lanzar mi mirada a lo invisible mucho más lejos. Concretamente, hacia el Círculo Polar Ártico. Y es que hace unos años, las circunstancias me llevaron a sufrir otra ola, pero en ese caso de frío. Fue en Moscú y en un gélido enero en el que el termómetro alcanzó los 30 grados (a los moscovitas no les parecía necesario añadir “bajo cero”).


Recorriendo las salas del extraordinario museo de arte oriental de la ciudad, descubrí sorprendido las impresionantes manifestaciones del arte Chukchi. La mayoría de estas obras estaban talladas o grabadas sobre colmillos de morsa y constituyen una de las manifestaciones más importantes de la cultura de este laborioso e independiente pueblo. Un ejemplo de sus hábiles cualidades en el trabajo sobre marfil de morsa es esta figura tallada y grabada en su base, sobre la caza de morsas.


Los chukchis habitan en la región ártica rusa, en las costas de la península Chukchi (también denominada Chukotka), al extremo noroeste del continente asiático y a un tiro de piedra, como quien dice, del extremo occidental de Alaska. Únicamente el Estrecho de Bering separa estos dos territorios tan diferentes en tantos aspectos, aunque estas diferencias no fueran tan marcadas antes de la compra de Alaska por parte del gobierno de Estados Unidos.

Además del Estrecho de Bering les separa la línea internacional del cambio de fecha, lo cual no es poca cosa. Sí cruzamos el mar de Bering desde Chukotka a la península de Seward en Alaska, habremos llegado al día anterior cual viajeros en el tiempo o algo parecido a lo que le sucede a Phileas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días.

Precisamente, cuando contemplaba las maravillosas producciones chukchi en el mencionado museo, recordé otra novela de Julio Verne, César Cascabel, que trata sobre las aventuras de una familia circense que, en su regreso de Estados Unidos a Francia, deciden atravesar el Estrecho de Bering.

Los chukchis se denominan a sí mismos como Luoravetlan (las auténticas personas) y desde tiempos prehistóricos vivieron de forma nómada, dedicados al pastoreo de renos, a la pesca y a la caza de osos polares y mamíferos marinos.

Como fácilmente podemos imaginar, su entorno físico es extremadamente duro: la temperatura media en julio no sobrepasa los diez grados. A pesar de ello, han conseguido sobrevivir y mantener su rica cultura durante los últimos 2.000 años. Son marinos habilidosos y valientes cazadores que, además, están dotados de un excelente gusto artístico.


Desde 1711, el naciente imperio ruso de Pedro el Grande intentó someterlos, aunque con muy poco éxito. A pesar de contar únicamente con armas de madera, hueso y piedra, fueron capaces de resistir a los ejércitos rusos que, en sucesivas campañas, no consiguieron una victoria definitiva. A partir de 1764, el imperio ruso cambió de estrategia y apostó por la conquista económica, algo que fue mucho más eficaz.

Tampoco los misioneros cristianos ortodoxos tuvieron demasiado éxito y los Chukchis son de los pocos pueblos indígenas siberianos que han logrado conservar sus creencias y prácticas religiosas. Su sentido estético puede apreciarse en sus instrumentos de caza, herramientas, objetos rituales, tejidos y adornos, como se puede apreciar en este carcaj chukchi con originales y elegantes motivos decorativos.

Durante muchos siglos –prácticamente desde el siglo I y hasta el momento presente– los habitantes de la península de Chukotka han tallado puntas y astas de arpón, cuchillos, vasijas, adornos y amuletos. Todo ello sobre marfil de morsa y cubiertos con decoraciones esculturales muy expresivas y con elegantes ornamentos gráficos. Muchos de estos objetos pueden considerarse como verdaderas obras de arte.

A partir del siglo XIX, los artistas nativos comenzaron a desarrollar un tipo de grabados en los que predomina lo narrativo en imágenes sucesivas, como una especie de cómic, pero sobre marfil en vez de papel. En estos relatos visuales se perciben las huellas de sus ancestrales creencias de carácter chamánico.

Aquí aún perviven relatos en los que animales y personas interactúan en el mismo plano. Da la impresión de que las distancias de condición se acortan y los humanos están más próximos al resto de los animales.


Se pueden ver osos con rostro humano, zorros humanizados, una historia de una mujer que amamanta a dos crías de perros husky para evitar que mueran de hambre. O aquella otra mujer que se une en matrimonio a una ballena con la que tiene hijos medio humanos, medio ballenatos.

Y la historia que me resulta más significativa sobre las interdependientes e inseparables relaciones entre los chukchis, otros animales y la vida en general: la de un reno que se sacrifica a sí mismo para que la humanidad pueda sobrevivir.

JES JIMÉNEZ

23 jun 2021

  • 23.6.21
No solamente las sociedades primitivas han dado prioridad a lo comunitario sobre lo individual. En la admirada Grecia clásica encontramos ese mismo principio. En la polis griega se dio una subordinación absoluta del individuo a la colectividad. Como nos dice Burckhardt en su exhaustivo estudio de la cultura griega,: “las hazañas no pertenecen al individuo, sino a la ciudad”.


Aristóteles, en el primer capítulo de su Política, razona que el Estado es un hecho natural, ya que el humano es un ser naturalmente sociable, “infinitamente más sociable que las abejas y que todos los animales que viven en grey” y el que vive fuera de la sociedad es un ser degradado, un bruto. En consecuencia, “el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo ya no hay partes”.

Esta idea de la primacía de lo común sobre lo individual se mantiene en la Edad Media europea, como nos dice Henry Pirenne: “la ciudad medieval no consiste en una simple amalgama de individuos. Ella misma es un individuo, pero un individuo colectivo, una personalidad jurídica”.

En este contexto, el arte es un hacer, un oficio, algo práctico e instrumental. Es una realización técnica artesanal, pero de una gran importancia para la comunidad. Como consecuencia, el artista tradicional, habitualmente, permanece anónimo. Es un instrumento que facilita la expresión del patrimonio cultural del grupo.

En términos espirituales –y esto es común al medioevo europeo y a las culturas orientales–, el anonimato del artista se relaciona con el anhelo de liberación de uno mismo: «El que quiera salvar su vida, que la pierda» (Lucas, 17:33). Nos dice Ananda K. Coomaraswamy, en La Filosofía del Arte Cristiano y Oriental, o la Verdadera Filosofía del Arte: “Toda la fuerza de esta filosofía se dirige contra el engaño de que «yo soy el hacedor»”.

De hecho, «yo» no soy el hacedor, sino el instrumento; la individualidad humana no es un fin, sino solo un medio. El logro supremo de la consciencia individual es perderse o encontrarse a sí misma (ambas palabras significan lo mismo) en lo que es a la vez su primer comienzo y su fin último”.

Es precisamente en el Renacimiento cuando el fabricante de imágenes pasa de artesano a artista. Al menos en Occidente. Aunque la producción de imágenes sigue haciéndose en talleres artesanales en los que varias personas contribuyen al desarrollo de la obra.

Es un trabajo colectivo, aunque con un maestro director y responsable último del resultado artístico. Estos maestros van dejando de ser artesanos para convertirse en “artistas”, más considerados socialmente y mejor remunerados.

El Bosco contó con varios colaboradores y, en algunas de las obras de su taller, se limitó a supervisar su ejecución. Estas obras y algunas realizadas posteriormente por sus antiguos oficiales son muy difíciles de distinguir de las que hizo por su propia mano. Por ejemplo, el Juicio Final que se puede contemplar en el museo de la ciudad de Brujas y que es obra de un discípulo de Jerónimo Bosch. Una obra que aquí vemos comparada con el original de El Bosco sobre el mismo tema y que puede contemplarse en la Academia de Bellas Artes de Viena.

Prácticamente coetáneo de El Bosco (1450-1516) es Leonardo da Vinci (1452-1519) que, además de sus magníficas pinturas, contribuyó de forma importante a los nuevos planteamientos estéticos del Renacimiento: conseguir a través de la contemplación el acceso a la esencia de la realidad, a su conocimiento más profundo.

Esa íntima relación entre conocimiento y arte también se encuentra en la cultura yoruba, cuyo vocablo (ogbon) significa simultáneamente “arte y sabiduría; para ellos, el disfrute estético implica la transmisión de conocimiento.

Asimismo, en la cultura aborigen australiana el arte es el vehículo que, junto a los relatos orales, transmite los conocimientos más importantes para la comunidad. Curiosamente, en estas sociedades, la distinción social no se basa en las posesiones materiales, sino en el grado de conocimientos adquiridos, por lo que el arte es un correlato de la jerarquía social y de la autoridad.

La revolución cultural del Renacimiento tiene importantes consecuencias en las sociedades europeas y una de ellas es lo que solemos denominar “individualismo” que, en términos estéticos y ya en el siglo XIX, podemos relacionar con una concepción idealista y romántica, en la que el arte se concibe básicamente como forma de expresión: lo importante es la capacidad de expresar la sensibilidad interna del artista, ya que el estilo de un artista es la expresión de su personalidad individual.

A partir del Renacimiento, el artista ya no es anónimo. Incluso en algunos casos, llega a atribuírsele la categoría de “genio” y se generan multitud de estudios con la única pretensión de asignar precisamente una obra concreta del pasado a un determinado autor.

Se llega a la pretensión, que a mí me parece rayana en lo extravagante o en lo neurótico, de intentar distinguir a autores individuales ¡del Paleolítico! Citando nuevamente a Coomaraswamy: “todas estas cosas son los productos de un individualismo pervertido, e impiden nuestra comprensión de la naturaleza del arte medieval y oriental. La manía moderna de la atribución es la expresión del engreimiento del Renacimiento y del humanismo del siglo XIX”.

Yo añadiría que no solo nos impiden entender el arte cristiano medieval o el oriental, sino todas las expresiones de arte primitivo y popular. Además de que un pensamiento egocéntrico, vanidosamente incardinado en un solo individuo, escapa a la esencia social de los humanos y, por lo tanto, carece de valor adaptativo.

Tolstoi decía que “los que están acostumbrados a un pensamiento independiente y solitario no entienden fácilmente el de los demás y son muy parciales respecto al propio”. Por cierto, Tolstoi consideraba el arte popular y campesino con un efecto más profundo y extendido que la obra de Miguel Ángel, Rafael, Tiziano…

Volviendo a Lévi-Strauss y a la obra que ya cité en el primer artículo de esta serie, concluye que la creencia occidental en la creación individual no es más que una ilusión porque “el individuo no puede recorrer solo el camino de la creación. Cada individuo se identifica, inevitablemente, en relación con todos los demás usuarios del lenguaje de la forma artística en cuestión”.O, como dice Coomaraswamy, “el hombre libre no trata de expresarse a sí mismo, sino eso que ha de ser expresado”.

Pero que se lo cuenten a Salvatore Garau, que ha conseguido que le paguen 15.000 euros por una escultura invisible e inmaterial –vamos, inexistente– con el significativo título de Io sono (Yo soy). ¡Si esto no es exaltación de la creatividad individual que venga Dalí y lo vea!

JES JIMÉNEZ

9 jun 2021

  • 9.6.21
En el artículo anterior me había comprometido a tratar más detenidamente la función del artista visual en las culturas primitivas. Pero creo necesario hacer antes una aclaración previa: si dedico tanta atención a las formas de expresión visual “primitivas” es por algo que nos cuesta percibir por nuestra habitual perspectiva “eurocéntrica”.


Tenemos tendencia a valorar los fenómenos culturales por comparación con nuestra propia cultura, la denominada “cultura occidental” enraizada en la Grecia clásica y en el cristianismo. E, igualmente, tendemos a concebir nuestro presente como el momento culminante de un progreso cultural continuo.

Pero el progreso incesante no es sino un mito moderno. Las sociedades y las culturas se desarrollan, ascienden y, fatalmente, entran en decadencia y se extinguen. En lo que sí se diferencian unas de otras es en la duración, en la cantidad de tiempo que permanecen y se mantienen en equilibrio con su entorno.

Y, precisamente, la expresión visual de los aborígenes australianos es la más duradera con bastante diferencia: al menos 40.000 años. En comparación con estas cifras, el arte moderno occidental es una gota en el océano de las imágenes como forma de comunicación.

Si lo que nos interesa es saber cómo se representa el mundo por medio de imágenes y qué es lo que se representa, si lo que queremos es buscar en las representaciones visuales las huellas de cómo ven y conciben la realidad las personas que producen y usan las imágenes, está claro que nos interesarán principalmente aquellas imágenes que tienen o han tenido una mayor presencia en las diversas sociedades humanas.

En lo que no hay ninguna duda es en el carácter plenamente universal de la producción artística. Prácticamente todas las sociedades humanas han desarrollado alguna forma de arte, ya sea en forma de esculturas y pinturas, templos y palacios o, simplemente, objetos de uso cotidiano en madera, barro, textiles o cestería. Parece que los seres humanos tenemos una capacidad innata para apreciar lo bello y responder emocionalmente ante los logros estéticos.

Y, siempre, detrás de la ejecución de la obra hay una intención. Cada obra es un objeto con una función definida, o con varias. Y esto se ha dado a lo largo de la historia de la humanidad y en contextos sociales muy diferentes.

Y una función destacada, y constante, ha sido la de mediación con lo sobrenatural y la de hacer visible lo sobrenatural. De aquí el carácter elevadamente espiritual del trabajo del artista. Hegel nos dice que “el hombre se ha servido siempre del arte como un medio para tener conciencia de las ideas e intereses más sublimes de su espíritu. Los pueblos han depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, las han manifestado y han tomado conciencia de ellas por medio del arte”.

Considerando al arte como forma de comunicación –y a diferencia de otros medios más informativos–, en el arte siempre hay representación de algo y esa representación tiene un marcado carácter simbólico. Por lo que es imprescindible una formación ideológica en cuanto a los contenidos y a los símbolos apropiados. Esto va acompañado de un aprendizaje sobre los métodos figurativos y de expresión propios del grupo social, es decir, la asimilación de un estilo característico.

La complejidad de los procesos de iniciación artística explica que cada escultura o cada máscara puedan tener significados diferentes para los espectadores, en función de su grado de conocimiento de la simbología utilizada.

Un ejemplo lo encontramos en las pinturas de los aborígenes australianos. Su arte tradicional es considerado como el más potente medio de expresión de realidades culturales y espirituales. Se ha usado durante miles de generaciones para dar vida a creencias y valores y, especialmente, para impartirlas a los jóvenes.

Los temas y contenidos son transmitidos de generación en generación (normalmente, de padre a hijo). A través de su obra, el artista expresa su grado de iniciación y conocimiento. Aunque los no iniciados pueden ver las pinturas, el simbolismo y el conocimiento no pueden ser revelados.

PIE DE FOTOLos temas y las técnicas son heredados en función de la pertenencia a un determinado grupo de parentesco. El típico sombreado con rayas paralelas y cruzadas, por ejemplo, es diferente de un grupo a otro. También los colores utilizables están limitados por dicha pertenencia.

Otro ejemplo muy concreto y del que se ha escrito bastante es el pueblo dogon, dotado de una cultura particularmente creativa. Situado geográficamente en los actuales Malí y Burkina Faso, su mitología es la base de toda su producción artística. Es más, para ellos, cualquier obra humana constituye el reflejo de un mito.

Cuando vemos sus máscaras kanaga, la primera impresión que nos dan es la similitud con la cruz que enarbolaba Juana de Arco, la cruz de Lorena, pero para los Dogon –y según su grado de formación religiosa– puede representar un pájaro, un mítico cocodrilo, el gesto del dios supremo Amma al crear el mundo o el equilibrio entre el cielo y la tierra.

Otro interesante y más moderno ejemplo lo tenemos en la siguiente imagen difícil de reconocer para aquellos que no han sido instruidos en el mito de Jesús Malverde, aunque en Sinaloa (México) sea ampliamente venerado como santo y patrono de los narcos.

Se podrían citar muchísimos más ejemplos en los que podemos comprobar que los rasgos singulares debidos únicamente a la creatividad individualista no tienen cabida, en cuanto que podrían actuar como elemento distorsionador del contenido que se desea transmitir.


Además, para que la obra cumpla su función sagrada, es imprescindible una iniciación en el acervo espiritual común, tanto para autores como para espectadores, por lo que el arte visual es necesariamente colectivo tanto en su origen como en su recepción.

Ahora tocaría hablar sobre cómo hemos llegado al desenfrenado individualismo creativo en el arte moderno pero, para no cansar al lector, creo más conveniente dejarlo para una próxima entrega.

JES JIMÉNEZ

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