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HG Manuel | La fotografía (II)

Comencé a echarle un vistazo a todo aquello; tenía muy presente que mis vivaces apuros aconsejaban prudencia: me habían hecho comprender que debía tragar con lo que se me presentaba, sin excusa y a toda mecha, pero con mucha pausa, una pizca de decoro y algo de suficiencia en la forma. Hasta que volvió, acucioso, el responsable.


‒Si lo encuentra –sonrisita de ánimo–, hágale saber la preocupación que embarga a sus excelentes amigos –mensaje aportado, cosecha propia.

Me estrechó la mano y me despidió con viento fresco el distinguido empleado.

Antes, y sin ánimo de parecer imbécil, le pregunté, por preguntar, sobre los movimientos de la tarjeta de crédito. Se sorprendió; enarcó las cejas y agrandó los ojos, demoró su estupor para establecer que no lo parecía, lo era: estupor genuino ante tamaña ignorancia, y para responder, consecuente, que no sabía si el señor Castilla era poseedor de tarjeta alguna, porque no era cliente de su banco. Le sonreí bobático y afirmé que lo sospechaba porque nada de esto había en el informe y que en realidad le preguntaba por la consulta que tal vez le había hecho al colega de aquel otro banco donde el señor Castilla recibía su sueldo o tenía depositados sus ahorros.

La expresión de búho le creció de un modo inverosímil, no daban crédito: «¡Usted está en el Olimpo!», me gritaba.

‒Un buen profesional, como es usted –replicó, en plan didáctico–, sin duda conoce el sigilo bancario, una obligación muy valorada por nuestros clientes, incluso por la ley ‒de disponer de una palmeta la habría destrozado en las palmas de mis manos‒. El colega al que se refiere no existe; de lo contrario, su ocurrencia habría sido estupenda para localizar al señor Castilla, y lamento que nunca se me hubiera ocurrido a mí ‒alzó la barbilla y apretó los labios en una curvita muy simpática que le realzó la papada.

No quise defraudarlo y prolongué la sonrisa: que durara lo suficiente para que me imaginara buscando la luna en una noche de tormenta. Qué se puede esperar de un detective barato, leía en su expresión. Aliviado por no cargar con la responsabilidad de haberme contratado él, empujó el sillón con un enérgico golpe de nalgas y se plantó, tieso que tieso, con los adamados puñitos bien firmes blanqueando sobre el escritorio.

‒Si necesita algo –le subió un tono la flauta de la voz–, cualquier gestión que esté en mi mano, tal y como se recoge en el contrato de prestación de servicios profesionales que usted ha firmado y yo, previamente, he recibido y leído cláusula por cláusula, no lo dude, aquí me encontrará, a su disposición.

Valoré su ofrecimiento en su justa medida: cero, y abandoné el pulcro y funcional despachito, prefabricado con brillantes paneles de aglomerado y de cristal, franco a la mirada de quien quisiera mirar: nada que ocultar, el banco es eficacia, diligencia, transparencia…

«Eso es tener amigos», me iba diciendo admirado, «sobre todo si careces de familia o pariente conocido que pueda ocuparse o dar razón de ti». Porque el tal Castilla, próximo a la jubilación, estaba soltero y vivía solo. Era profesor de filosofía en un instituto de enseñanza media situado en cierto barrio obrero construido durante una de las episódicas etapas de desarrollismo y que paulatinamente venía decayendo; aun así mantenía cierto prestigio local, ganado con el esfuerzo de un plantel de excelentes profesores que, seguramente, se conservaría con gratitud en la fatigada memoria de sus alumnos.

Entré en el primer bar que me vino a mano y pedí un café con tostada. Más o menos cómodo en una de las sillas metálicas que gastaba el local, me puse a la manduca. Después, abrí el sobre y volví a leer con más detalle el informe adjunto. Contenía una serie de autorizaciones y las sucesivas declaraciones de los amigos promotores; todas interesantes, pero insuficiente.

Tocaba moverme y comencé por molestar: llamé al chiquilín.

‒Necesito hablar con el abogado.

Gruñidito, refunfuño y:

‒Imposible. Hable conmigo y de prisa, estoy ocupado.

‒Es imprescindible. Consúltelo y me responde.

‒Oiga, en el contrato….

Pulsé la teclita roja y luego llamé a Borrego, un policía amigo, para darle los datos que contenía la copia de la denuncia por desaparición y sugerirle una visita al instituto anatómico forense.

Me mandó a hacer gárgaras.

Ya echaba de menos la tostada, tan rica, cuando mi teléfono ostentó vibrante su famosa melodía. El de la sucursal, notoriamente incómodo, recitó un número que empleé de inmediato. Verboso forcejeo para conseguí una cita a primera hora de la tarde.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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